Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Maggie y la ciudad de los ladrones
Maggie y la ciudad de los ladrones
Maggie y la ciudad de los ladrones
Libro electrónico257 páginas3 horas

Maggie y la ciudad de los ladrones

Calificación: 3 de 5 estrellas

3/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Nuevo York, 1870. Los barrios de Manhattan son fríos y polvosos. Sin rumbo fijo, deambula Maggie por callejones sucios y llenos de mendigos. La suerte le cae cuando encuentra una banda de niños ladrones. Con ellos, muy pronto se siente como en casa. Durante uno de sus rondines por la ciudad, encuentra la torre de una iglesia que despierta sus peores recuerdos. Maggie deberá enfrentarse finalmente a su pasado. No obstante, queda un extraño rayo de luz en esa oscuridad: el legendario jefe del mundo del hampa de Nueva York.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento5 sept 2016
ISBN9786072422841
Maggie y la ciudad de los ladrones

Relacionado con Maggie y la ciudad de los ladrones

Títulos en esta serie (3)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Para niños para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Maggie y la ciudad de los ladrones

Calificación: 3 de 5 estrellas
3/5

2 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Maggie y la ciudad de los ladrones - Patrick Hertweck

    V.

    Primera parte: Paradise Square

    La niña que vagaba por los barrios bajos de Manhattan en esta mañana de primavera era graciosa y pequeña para su edad. Tenía el cabello color negro cuervo, la nariz respingona, la barbolla afilada y las mejillas salpicadas de pecas. La boca era demasiado grande para su cara y sus labios muy carnosos, lo que le daba a su rostro una expresión caprichosa. El nombre de la niña era Maggie, solo Maggie. Pues como pasa con la mayoría de los niños huérfanos, Maggie no conocía su apellido.

    Maggie estaba huyendo y era extraña en la ciudad. Sin estar del todo preparada, estaba perdida en un mundo que le era muy raro. Por eso corría siempre pegada a las casas, se deslizaba de sombra en sombra y cada dos pasos miraba por encima de su hombro. Se quedaba parada en cada crucero y observaba los alrededores sin respirar, antes de decidirse por una dirección y de brincar hacia la desembocadura de la siguiente calle.

    Mientras el sol se elevaba por detrás de nubes grises y regaba su luz opaca sobre las calles, las fuerzas de Maggie fueron abandonándola poco a poco. Habían pasado ya horas desde que había escapado de sus secuestradores. En vez de encontrar la salida de la ciudad había dado con las extensas instalaciones portuarias y de ahí ya no había hacia donde ir. Ya que no podía regresarse sin acabar en manos de sus perseguidores, estaba cada vez más metida en este Moloch.

    Debo continuar, se animaba Maggie diciendo estas palabras una y otra vez.

    Sabía que no podría pasar más tiempo sin ser descubierta a pesar del montón de gente que la rodeaba, pues con el vestido de algodón floreado que traía era tan llamativa en este barrio pobre como un conejito moteado en una pradera podada.

    No había pasado mucho tiempo cuando ya se arrastraba por la orilla de la calle como uno de esos borrachos y cojos que estaban cerca de ella. Sus piernas eran como de mantequilla. Su estómago, un hoyo ruidoso. La falta de sueño y los muchos kilómetros dejados atrás exigían su tributo. Además, no había comido ni bebido nada desde hacía una eternidad. Medio adormecida se tambaleaba por chozas pobres, edificios de ladrillos y casas de departamentos cuyas ventanas no tenían vidrios o estaban rotos y parchados con harapos y tablas. Consternada miraba los patios en los que había retretes apestosos y en los que las moscas zumbaban sobre montañas de basura. Muchas veces tuvo que sortear a los mendigos de las banquetas. Sus oídos estaban completamente sordos debido al alboroto de los vendedores, boleros, vendedores de periódico y traperos, y por el ruido de las calles sobre las que carruajes sobrecargados eran jalados desesperanzadamente por caballos a través del lodo y del estiércol. Los conductores gritaban como gladiadores y sus látigos obligaban a avanzar a los caballos.

    Sin darse cuenta, Maggie se quedó parada finalmente a la sombra de una casa: una mano apoyada en la fachada, la frente humedecida en sudor, los ojos apretados. Sus rodillas vacilaban. Se estaba congelando. Tenía ganas de vomitar. Tenía que sentarse. A su derecha había unas escaleras de gravilla. Se dejó caer ahí y recargó la espalda contra la puerta podrida.

    ¿Qué había llevado a toda esta gente a mudarse justamente aquí?, se preguntó Maggie mientras una procesión de harapientos pasaba por donde ella estaba. Hasta donde le alcanzaba la vista, caminaban apresurados como un montón de hormigas. La multitud de gente era deprimente y Maggie se sintió pequeña e insignificante.

    Resignada miró hacia el otro lado de la calle. Allí había una arrugada mujer en cuclillas con un tazón sobre el regazo. La vieja miró hacia donde ella estaba. Delante de una puerta de madera astillada, estaban unos niños arrodillados en el bordillo que ponían a nadar barquitos de periódico. Entonces un chiquillo se dio cuenta de su presencia y le gritó algo a sus amigos y la señaló. Maggie desvió la mirada y volteó la cabeza hacia otro lado. Un hombre estaba agachado junto a un hidrante. Tenía las piernas cruzadas, retorcía mechones de pelo de su barba con el pulgar y el dedo índice, y la observaba fijamente. Llevaba sobre la cabeza un sombrero de tres picos con un ribete de oro. Traía un chaleco rojo de terciopelo y pantalones azules con rayas amarillas a los lados. Sus piernas estaban cubiertas con sobrebotas cafés que le llegaban hasta las rodillas. Estaba tan fuera de lugar como un perico entre cornejas.

    Tan fuera de lugar como yo, pensó Maggie, y maldijo quizás por centésima vez a la hermana Eutimia: por su culpa no llevaba el acostumbrado vestido gris de huérfana, sino estos andrajos más que pintorescos.

    Aunque Maggie notó que cada vez más ojos se dirigían hacia ella, no hizo ningún intento por pararse. Se sentía demasiado vacía y agotada. En ese momento todo le daba lo mismo.

    Posiblemente su aventura habría tenido un resultado muy diferente si no hubiera escuchado algo inesperado entre el estrépito. Maggie inclinó la cabeza y paró las orejas. Desde algún lugar se mezclaba entre los gritos, chillidos, el traqueteo y el alboroto, un canto alegre, una melodía simple tarareada por claras voces infantiles.

    Maggie luchó contra sus piernas y tropezándose se dirigió hacia el lugar desde el que llegaban volando jirones de una canción. Se quedó parada delante de una entrada, entre dos barracas llenas de hollín. En el patio de atrás algunas niñas jugaban Hopscotch. Con vestidos deslavados y los cabellos volando brincaban una después de la otra en el cielo y el infierno que habían garabateado sobre el pavimento con un gis. Al hacerlo, cada niña cantaba una estrofa de una canción infantil.

    Maggie sonrió, pues hasta entonces no había podido descubrir ni una huella de felicidad en este lugar desamparado. Todos los rostros pálidos y consumidos en la corriente humana parecían tener algo en común: se veían completamente vacíos. Sus dueños no se daban cuenta de nada, miraban apáticos hacia delante y parecían sumidos en sus pensamientos.

    Ensimismada observó a las niñas. De pronto se dio cuenta de que no utilizaban para su juego las rimas habituales, como Humpty Dumty, Mary Had a Little Lamb o Hey Diddle Diddle. Escuchó la letra y su sonrisa se congeló:

    Mira que la noche no tiene luna

    ¡Niños, él despierto está!

    Entre callejones oscuros y negrura,

    el señor de las ratas esperará.

    Sus dientes son puntas de espina,

    su melena roja de león.

    Tu perdición será si te pilla,

    pues seguro que irás al panteón.

    El chico Bowery necesidad no tiene,

    ya que su negocio... ¡es la muerte!

    En el orfanato, Maggie había saltado mucho la cuerda y jugado rayuela, y conocía incontables rimas infantiles y fórmulas para echar suertes. Pero esta jamás la había escuchado.

    El chico Bowery, murmuró, y sintió por el nombre una familiaridad inexplicable. Lo más curioso era que estos versos le mostraban una imagen muy clara. La imagen del miedo infundido por un gigante con melena roja de león y una barba igualmente roja e hirsuta.

    ¿Quién es este chico Bowery?, se preguntó, aunque la respuesta estaba a la mano. Debía ser un espectro de por aquí con el que asustabas a los niños.

    ¡Seguro que nunca he escuchado ese nombre! ¿Cómo podría?

    Al fin y al cabo, había pasado los últimos diez años de su vida en la comunidad de Bath, en el orfanato de ahí, el Asilo para Niñas Huérfanas, delante de cuyas escaleras unos extraños la habían abandonado a los tres años de edad.

    De repente Maggie extrañó tanto ese lugar que su corazón se hizo tan pesado como una piedra. Agitó la cabeza disgustada, cerró las manos en puños y sintió estallar dentro de sí un enojo desenfrenado. Maldijo a los criminales que la secuestraron de la casa para chicas y que eran los culpables de que caminara sin rumbo por este barrio pobre y de que se sintiera tan sola, abandonada y débil como nunca en su vida.

    Decidida se apartó. ¡Solo quería continuar! Irse de este lugar repugnante en el que las personas vivían como en una lata de sardinas y en el que los niños abandonados cantaban canciones que te ponían la carne de gallina. Tenía que encontrar tan pronto como fuera posible un refugio en el que estuviera segura de no ser descubierta y en el que pudiera recuperar en calma sus fuerzas.

    Y entonces huiré de este infierno.

    Maggie se alejó de la pared de la casa y miró a su alrededor. De pronto se le congeló la sangre en las venas. Entre el gentío vio a tres hombres bigotudos que se dirigían hacia ella. Los tres llevaban pañuelos rojos atados alrededor del cuello.

    Maggie se apresuró sobre sus piernas temblorosas en dirección a un callejón que se encontraba justo al lado del patio, en el que las niñas, aún absortas, jugaban y tarareaban los versos terroríficos.

    El callejón era de una estrechez y oscuridad agobiantes. De mala gana, Maggie entró en el túnel sombrío. Hasta el momento había rehuido la estrechez entre las casas y de todo lo que podía acecharla ahí: criaturas huyendo de la luz, enfermos, degolladores y carniceros asesinos.

    Después de unos pocos metros, los gritos de los vendedores, el canto monótono de los comerciantes y todos los demás ruidos se habían apagado. Solo se podía escuchar claramente el mamullar y el chupar de las suelas de sus botines sobre el suelo pegajoso.

    Un olor dulzón a moho se extendió hacia Maggie y esta arrugó la nariz. En el lodo debajo de ella nadaban hojas de col, huesos, espinas de pescados y conchas de ostras. Al descubrir una oreja de cerdo mordida, miró melancólica hacia el estrépito que ahora ya no le parecía tan malo. En ese momento, tres cuerpos se pararon frente a la entrada del callejón. Maggie sintió un miedo mortal. Eran los hombres con los pañuelos rojos que se acercaban a ella con paso ligero.

    Maggie echó a correr. Pero sus suelas no encontraban de dónde agarrarse y se resbalaban. En vez de ganar velocidad, dio de bandazos. Llena de miedo miró tras de sí. El primer hombre se acercaba cada vez más. Rápidamente, Maggie apoyó una mano en la pared y subió primero una pierna y luego la otra para quitarse los botines de seda. Con una bota agarrada en cada mano, se inclinó hacia delante como un pequeño toro y esprintó. Y entonces casi voló sobre el viscoso pantano.

    Muy cerca de sus espaldas escuchó una maldición. Se apresuró más y tomó el primer cruce que se le apareció. Sus pies revoloteaban sobre el blando suelo de tal manera que el lodo le salpicaba las piernas. Iba volando por escaleras exteriores, puertas, bidones para la lluvia, desechos de cocina y montes de cenizas. Una y otra vez cambió la dirección y se internaba cada vez más en el laberinto de callejones abandonados por las personas. La distancia con los hombres creció, se había librado de ellos, y de repente ya no tuvo hacia donde ir: un muro de ladrillos le cerraba el camino.

    Maggie tuvo que frenar de forma abrupta, se resbaló y cayó sobre su cara en el lodo. De prisa se levantó otra vez y buscó en el muro una posible entrada u otro camino de salida. No había ni una cosa ni la otra. Dio la vuelta hacia la entrada del callejón sin salida; el tamborileo de las botas de sus perseguidores se escuchaba ya cerca. Impotente, tuvo que mirar cómo los oscuros muchachos enlentecían sus pasos y caminaban hacia ella con los brazos abiertos.

    —Nuestra ave del paraíso ha caído en la trampa —gritó con entusiasmo uno de los hombres.

    —Palomita, tienes que regresar a tu jaula —dijo divertido el tipo de en medio.

    —Pero primero... —levantó el hombre que estaba más cerca de Maggie.

    No pudo decir más, pues el tacón de uno de los botines le había dado en medio de la cara. Sus acompañantes bajaron las cabezas y levantaron de golpe los brazos para protegerse cuando el segundo zapato voló contra ellos.

    Con un tacón hacia la derecha, Maggie le dio al primero, con un tacón hacia la izquierda le dio al segundo y con una voltereta pasó entre las piernas del tercer gángster. Se precipitó fuera de ahí y logró llegar a la segunda esquina con velocidad constante, cuando sus piernas volvieron a fallarle. Sus reservas de fuerza estaban definitivamente agotadas. Dio tumbos y llegó a detenerse en el resquicio entre las casas que habían quedado ocultas durante su escape. Se forzó a entrar de lado y se empujó hacia delante, fuera del alcance de un brazo que forcejaba y que había aparecido junto a ella. El paso era tan estrecho que los ásperos ladrillos de adelante y atrás arañaban su vestido. Por momentos, Maggie temió quedarse atorada. Entonces por fin salió al callejón siguiente.

    No obstante, no tuvo tiempo para alegrarse, pues de inmediato un puño la agarró y la empujó contra la construcción. Una mano se curveó sobre su boca y Maggie clavó los ojos bien abiertos en un rostro que estaba muy cerca del suyo. Le pareció conocido. Entonces se dio cuenta. Le pertenecía al hombre del hidrante.

    —¡Escúchame bien! —siseó el hombre—. Te voy a ayudar. Maggie lo miró fijamente.

    —¿Me entiendes? —El hombre arrugó la frente—. An dtuigeann tú mé? Verstehst du mich? Tu me comprends? —preguntó una y otra vez. Como no recibió respuesta, sacudió la cabeza—. Dios santo, ¿eres sorda?

    Finalmente negó con la cabeza.

    —Tú debes de ser la niña a la que buscan los Whyos. Es un milagro que sigas por ahí caminando libre. Dandy ha puesto en movimiento todas las ruedas para poder atraparte de nuevo. Yo podría ganarme una buena suma con la recompensa que él ofreció por ti. Para tu fortuna, yo no soy sobornable. Y menos aún por esa banda de asesinos. Trato como amigos a todos los enemigos de los Whyos. Por eso quisiera ayudarte.

    El hombre sonrió displicente, quitó la mano de la boca de Maggie y estiró los brazos doblados con las palmas de la mano hacia arriba. Maggie se le quedaba viendo imperturbable. El temor de su mirada se había transformado en brillo peligroso.

    —¿Quién o qué son los Whyos? —preguntó ella con la voz temblándole—. ¿Y de que dandy está hablando? Hasta el momento solo me he topado en este agujero con uno y se encuentra justo delante de mí.

    El hombre miró con cara de tonto hacia adentro y luego rompió en una fuerte carcajada que se apagó abruptamente. Antes de que Maggie pudiera hacer algo, dos manos agarraron sus brazos. Tan fuerte que le dolió.

    —Para bien las orejas. No me tienes que contar cuentos chinos. Es muy evidente. Te escapaste de su gallinero. Deja que te diga algo: quien se pelea con Dandy Dolan tiene muchos problemas. Si amas tu vida, decide ahora si aceptas mi oferta o si quieres seguir jugando al señuelo con tu encantador vestido. No nos queda ya mucho tiempo.

    Maggie miró detenidamente al hombre. Su rostro era astuto y osado. Pero sus ojos gris verdoso miraban con franqueza. Después de todo no parecía un loco. ¿Y acaso tenía otra opción? Debía confiar en él, pues en caso de quedarse sola su situación parecía desesperada.

    —Lo escucho —dijo finalmente.

    El hombre asintió serio.

    —Yo me ocuparé de los Whyos. Mientras tanto, tú vete por ahí. —Señaló hacia el callejón—. Cuando puedas, gira a la izquierda y luego sigues derecho. El camino te lleva directamente a Paradise Square. Ahí da vuelta a la derecha. En ese lugar está Gates of Hell. Pregunta ahí por Fagin. Dile que Sheppard te envió y él te esconderá. ¿Entendiste?

    Maggie no entendió nada y encogió los hombros.

    El hombre sonrió irónicamente.

    —Tan terca como una mula. Pero tienes agallas. Goblin se alegrará por ti.

    El hombre la tomó de los hombros, le dio la vuelta y le dio un empujón.

    Maggie se tropezó al dar algunos pasos. Después miró una vez más hacia atrás. El hombre ya había desaparecido.

    Maggie miró fijamente Paradise Square. Era la mancha más descuidada de la tierra que jamás había visto. La plaza estaba bordeada por barracas de tablas inestables. A su izquierda y derecha había dos edificios de ladrillos. El de la izquierda era un bloque de pisos feo y gris en cuya fachada una escalera podrida llevaba hacia un techo plano. El de la derecha era más feo aún y más grande, un bloque sin ninguna ventana que estaba cubierto de cascajo. A lo largo de las casas corría una calle terrosa que delimitaba la plaza en el centro. La plaza no era más que una zanja esponjosa de purín desde la que se elevaban vapores y en la que los cerdos sobrevolados por mosquitos se revolcaban. En medio brincaban niños medio desnudos que perseguían por el estiércol a una ardilla que chillaba.

    De ahí en fuera había pocas personas por ahí. Solo en la esquina había una larga fila de mujeres que llenaban cubetas de hojalata con agua frente a una bomba. Maggie maldecía en sus adentros. Evidentemente el hombre se había burlado de ella. Era seguro que aquí no podía esperar ayuda de nadie. Pero como ya había seguido sus instrucciones buscó a la mano derecha Gates of Hell. Ahí sobresalía un bloque sin ventanas. Aunque el nombre de este lugar fuera tan extraño, le iba bien a este barrio popular. En las escaleras de Gates of Hell había en cuclillas unos niños de la calle.

    Maggie se acercó al lugar sin vacilar.

    Maggie se quedó parada en las escaleras de piedra y encogió los brazos sobre el pecho. Los niños de la calle la miraban con la boca abierta, lo que hizo que Maggie mirara hacia atrás. No podía tomarse a mal sus miradas. El vestido adornado con flores y lleno de volantes y que no iba de acuerdo con este lugar estaba en un estado lamentable. En algunas partes, la tela estaba tan desagarrada como si hubiera tenido una pelea con un felino. Además de eso, no solo su vestido estaba completamente embarrado de lodo, sino también sus brazos y piernas. Y sus pies, desde que perdió sus zapatos, estaban envueltos en calcetines que se habían convertido en bultos costrosos.

    Maggie se quitó algunos mechones de cabello despeinados de la cara y examinó más detenidamente a los niños. Estaban más descuidados y sucios que todas las demás personas de este lugar. Sin embargo, Maggie ya no se sentía tan perdida. En comparación con los adultos de rostros apáticos, este montón colorido parecía más vivo y menos negativo. Eran parte de una comunidad. Eso pudo sentirlo de inmediato.

    Maggie observó a los cuatro niños con renovado interés. Justo delante de ella estaba un joven en cuclillas con cabello de zanahoria y ojos azules penetrantes que la atravesaban con la mirada. Detrás del pelirrojo estaba sentada una niña de unos diez años, que ausente acariciaba la barriga de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1