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Vacaciones en el faro maldito
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Libro electrónico211 páginas3 horas

Vacaciones en el faro maldito

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Información de este libro electrónico

JERRY es un chico simpático e inquieto que siempre carga sus binoculares y su maletín de detective, pues quiere ser como su ídolo, SHERLOCK HOLMES.
Durante sus vacaciones de verano busca un caso que resolver. Tras dos intentos fallidos, termina en la playa de LIDO FUNESTO, en cuya isla cercana hay UN FARO envuelto en un misterio que JERRY quiere descubrir con ayuda de su intrépida amiga TILLA, el travieso perro MORTI y un bicho llamado WATSON.
Lo que no se imaginan es que vivirán UNA AGITADA Y PELIGROSA AVENTURA LLENA DE FANTASMAS Y SORPRENDENTES REVELACIONES...
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento27 jul 2020
ISBN9786072439566
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    Vacaciones en el faro maldito - Domenica Luciani

    I

    EL CASO QUE ME CONFUNDIÓ

    Lo admito: antes de aquel verano aterrador nunca había visto un faro, ni tampoco me había encontrado un ahogado en una noche de tormenta. Y esto me había garantizado una vida tranquila durante bastante tiempo (con excepción, por supuesto, del horrible verano en que perseguí a un fantasma maléfico en un pueblecito desolado de la región Trentino-Alto Adigio… una aventura en verdad increíble que ya les conté en Vacaciones en el cementerio).

    Pero la vida tranquila no se le da bien a alguien como yo, a quien le gusta resolver misterios inquietantes en donde quiera que se encuentre, incluso en una playa soleada, bajo una inocente sombrilla con franjas de colores. Elemental, mi querido Watson: soy un detective nato y es como si me llamara Sherlock (como el gran Holmes) en vez de Gerardo Conti (o Jerry, como todos me llaman).

    Si no lo creen (y si tienen el corazón fuerte y no hay casos de infarto en su familia), lean esta historia.

    Antes de que empiece a afilar la memoria para contarla, deben saber que todos los recuerdos relacionados con aquel verano van acompañados en mi mente por el sonido melancólico de las olas del mar cuando, al ponerse el sol en la playa de Lido Funesto y la Isla de los Ahogados, desaparecían abrazadas por las tinieblas… No es que las tinieblas tuvieran brazos, pero quizá ésta sea la expresión más acertada. ¿Se han dado cuenta de que cuando están a oscuras y se mueren de miedo se siente siempre como que alguien los toca?

    Pero volviendo a las olas del mar, ese sonido, junto al ulular del viento y a los chillidos de las gaviotas, fueron la verdadera banda sonora de aquella increíble aventura. Tanto así que, aún hoy, el chapoteo de las olas en cualquier playa es suficiente para que se me ponga la piel de gallina, porque no puedo dejar de pensar en que, si no hubiera tenido suerte, a estas horas mi esqueleto estaría en las oscuras profundidades del mar, cubierto de algas y lapas, y como hogar de los peces ciegos de los abismos.

    En cambio, hubo un giro inesperado y aquí estoy, vivito y coleando, para contarles lo que pasó, obviamente, desde el inicio.

    Una tarde de principios de julio me asomaba peligrosamente por el balcón de mi cuarto, mientras intentaba escuchar a escondidas la conversación que tenía lugar en el jardín pocos metros más abajo.

    Aquella mañana había visto a la señora Nebbiai (vecina nuestra y dueña del jardín) arrastrar furtivamente un costal de tela hasta su árbol de granadas. Parecía que en el costal había un cuerpo y, por las dimensiones, deduje que podía tratarse de un niño de unos tres años (precisamente como su nieto Attilio). Mi sospecha se convirtió en certeza cuando la señora tomó una pala y empezó a cavar una fosa justo debajo del granado. Echó el costal dentro y luego lo cubrió esmeradamente con tierra.

    Por la tensión del momento me paseé entre los dientes el palo de una paleta de hielo (todavía no fumo en pipa como Sherlock, por lo que en los momentos cruciales de mis investigaciones me meto en la boca lo primero que encuentro).

    Bueno, el caso está casi resuelto, murmuré para mis adentros.

    Imaginaba que la vieja, exasperada por el mocoso arrogante, lo había eliminado de alguna manera y luego se deshacía del cadáver de ese modo tan ingenuo (en un día, con ese calor asfixiante, el cuerpo habría empezado a apestar como una cloaca, llamando la atención de todo el vecindario).

    La señora Nebbiai no podía haber actuado sola; al parecer el marido había sido cómplice del infanticidio (así se dice cuando la víctima del asesinato es un niño). Ahora los dos estaban coludidos, con las cabezas tan pegadas como dos castañas dentro de su cáscara en forma de erizo. Yo afiné el oído.

    —Es una suerte que casi todos los vecinos estén de vacaciones —dijo el señor Nebbiai—. Así nadie se da cuenta de nada.

    —Eso espero —respondió la vieja asesina. Luego suspiró y dijo—: Pobrecito, ¡qué vida tan breve ha tenido!

    —Pues sí —agregó el marido—. No puede decirse que tres años sean muchos…

    Qué descarados, pensé. Pero si ellos lo eliminaron…

    El viejo volvió a hablar.

    —Por lo menos es una tumba bonita, a la sombra de este granado —dijo. Y distraídamente, preguntó—: ¿No hubo un poeta que escribió algo sobre un granado y alguien que yacía bajo tierra?

    —¡Sí, Giosuè Carducci! —contestó la abuelita Homicidio—. Le escribió un poema a su niño muerto.

    ¡Ya había oído suficiente! Así que entré como un rayo en mi habitación, tomé el teléfono y llamé a la policía seguro de lo que hacía.

    Me costó media vida convencer al agente de que se trataba de una urgencia grave y no de una broma. Al oír mi voz me preguntó mi edad; cuando supo que sólo tenía catorce años, creyó que le estaba contando una mentira.

    —¡Mmm!… ¿Un niño de tres años, has dicho? —me preguntó por tercera vez.

    —Sí, se llama Attilio Nebbiai, siempre lleva una camiseta de Pokémon y además chilla como esos patitos de hule con silbato dentro. ¡Ah!, y normalmente le salen mocos color verde pistache de la nariz. Tanto en invierno como en verano.

    —Bueno; el caso es que hasta el momento nadie ha denunciado la desaparición de un niño de esa edad.

    Comencé a perder la paciencia.

    —¡Obvio! —grité como un endemoniado—. Sus papás se lo encargaron a los abuelos y creen que está a salvo con ellos. ¿Cómo van a imaginarse que esos dos lo han matado y le han hecho una tumba en su jardín? —y como aún se oía desconcertado, agregué—: ¿No sabe que, según las estadísticas, noventa por ciento de los homicidios lo cometen los amigos o familiares de la víctima?

    —Es verdad, pero… —admitió (y les aseguro que había un dejo de admiración en su voz).

    No lo dejé terminar la frase y fui al grano:

    —¡Venga a hacer una inspección y verá que debajo del granado está el cadáver de un niño inocente! —insistí—. ¿O quiere que esos asesinos se salgan con la suya y acaben sus días en una residencia de lujo?

    —Está bien —dijo con cierta exasperación—. Mandaré a un par de colegas a inspeccionar el terreno y ya veremos.

    Colgué, choqué los cinco con el espejo y corrí al clóset de mi habitación. Acto seguido, pensé en quitarme mi ropa veraniega para la casa (pantalones cortos con la radiografía del cerebro de Homero Simpson en el trasero, camiseta sin mangas negra con Bugs Bunny vestido de jugador de basquetbol y mordiendo una zanahoria) y ponerme algo más apropiado para un detective famoso como yo que, además, se encontraba a punto de cosechar otro éxito deslumbrante.

    Habría sido perfecto tener una capa de cuadros con sombrero que hiciera juego, estilo Sherlock Holmes, pero en mi clóset sólo había ropa informal (jeans de tiro bajo, de los que dejan ver los calzoncillos, y playeras con una enorme variedad de personajes de películas como Shrek, Toy Story y compañía). Así que después de descartar la sudadera de Dylan Dog se me ocurrió una idea brillante y me precipité a la habitación de mis papás. Recordaba que papá tenía una maravillosa chaqueta a cuadros, con coderas de ante, al igual que los puños de las mangas. La compró en Londres, la patria de mi ídolo: ¡el mejor detective de la historia!

    La encontré sin dificultad en la parte de la ropa invernal del clóset (de hecho, era bastante gruesa) y me la puse justo en el momento en que oí la sirena de la policía llegar a toda velocidad a mi edificio. Con el ímpetu del momento olvidé ponerme los jeans, así que me fui con los pantalones cortos. Luego me lancé escaleras abajo.

    ¡Los atrapé, vejetes!, pensé. Me sentía como el inspector Derrick cuando el episodio está a punto de terminar y el caso ya está resuelto. Sólo que Derrick es lento como una tortuga, mientras que yo bajé unos treinta escalones en un nanosegundo.

    Me encontré en el portal con los policías y me presenté como el que había hecho la llamada de emergencia. Ellos, en vez de escucharme, seguían mirando la chaqueta (que me llegaba a las rodillas) con una mezcla de asombro y prisa (no se esperaban un detective tan joven en uniforme de gala). En fin, tocaron el timbre de los Nebbiai y al poco tiempo se abrió la puerta y aparecieron las caras arrugadas de ese par de rufianes.

    No lo creerán, pero los viejos se cayeron de espaldas cuando uno de los policías les dijo que tenían que hacer una inspección porque habían recibido una denuncia.

    —¿Qué denuncia? —preguntó el señor Nebbiai frunciendo el ceño.

    —¿Qué quieren de nosotros? —preguntó la mujer justo después.

    Los policías no querían hablar abiertamente y querían ir directo al jardín. Los Nebbiai no tenían intención de dejarlos pasar sin antes ver una orden de registro. En vista de que todos estaban ocupados en gesticular y discutir y como agentes de la Bolsa, aproveché la confusión para colarme en la casa. Para nosotros los detectives es un privilegio presentarnos en el lugar del delito (o de la sepultura) antes que las fuerzas del orden.

    Enseguida me arrepentí. Temía que Babar, el perro de los Nebbiai, me saltara encima con las fauces abiertas. Por lo menos, ésa era la bienvenida que ese gruñón daba siempre al cartero y a todos los desventurados que traspasaban el umbral de aquella casa.

    Debo decir que en general no les tengo mucho cariño a los perros: cuando no te llenan de babas ladran sin sentido y te perforan los tímpanos, o te asustan con sus terribles apariciones (como el mastín de los Baskerville del célebre episodio de Sherlock Holmes). Pero el perro no apareció y yo, ingenuamente, pensé que estaba aturdido a causa del bochorno y que estaba durmiendo en algún rincón lejano de la casa.

    Había llegado a la sala que da al jardín cuando los policías se me adelantaron. En un santiamén vieron el montón de tierra removida debajo del famoso granado. Fueron corriendo y se pusieron a excavar como dos endemoniados, uno con la pala y el otro con las manos hasta que apareció un trozo de tela. ¡El costal con el cadáver!

    El viejo Nebbiai se abalanzó hacia el costal como si quisiera apropiarse de él y así hacer desaparecer el cuerpo del delito (o, mejor dicho, el cuerpo del nieto). Pero uno de los policías lo paró con la pala en mano e hizo una señal al otro para que abriera el costal. Entonces, la señora Nebbiai se quitó la máscara y se echó a llorar.

    —¡Oh, discúlpennos! —murmuró a los agentes sollozante—. Sabemos que no está permitido, pero es que lo queríamos tanto…

    —¡Lo que faltaba! —se me escapó decir—. ¡Primero se deshacen de él y luego lo sienten!

    —Chico, tú cállate —me dijo el policía de la pala.

    —Bueno, ¡esto es el colmo! —repliqué arremangándome la chaqueta (las mangas eran demasiado largas y no me permitían gesticular)—. Les recuerdo que si no hubiera sido por mí…

    Me ignoraron. Ahora todos miraban fijamente el costal del que asomaba una cabeza demasiado peluda. El mocoso tenía una buena cabellera, pero francamente eso parecía más un abrigo de pieles.

    —¡Un perro! —exclamó el policía que abrió el costal.

    —¿Un perro? —repitió el otro, incrédulo.

    —Sí, nuestro perro —precisó el viejo.

    —Nuestro Babar —dijo la vieja sorbiéndose los mocos—. Tenía sólo tres años, pero le salió un tumor. El veterinario decidió dormirlo para evitar que sufriera, y nosotros… —aquí se detuvo y volvió a llorar.

    Entonces su marido continuó en su lugar:

    —… hemos pensado en hacerle una tumba bonita en nuestro jardín. No nos gusta pensar en su cuerpo incinerado en un horno crematorio común con los cadáveres de otros animales desconocidos.

    ¡Maldita sea!, pensé.

    No vayan a creer que estaba maldiciendo a Babar (que en paz descanse), sino a mi mala suerte. Por desgracia mi intuición no había sido buena esta vez… Y les pasa hasta a los mejores detectives.

    Es cierto que ambos viejos habían infringido la ley porque está prohibido enterrar cadáveres de animales mejor vida con una inyección letal. De hecho, el veneno es muy contaminante y puede causar daños al medio ambiente (como hacer que la lechuga se vuelva tóxica y las zanahorias radioactivas).

    Y esto explica la preocupación de los Nebbiai de que los vecinos los descubrieran.

    Como en nuestras leyes un delito de ese tipo no amerita el arresto, ¡los viejos ni siquiera pagaron multa! Los policías, compadecidos por las lágrimas nauseabundas de aquella mujer, los obligaron sólo a darles el costal con los restos de Babar para llevar a cremar su cuerpo como señala la normativa.

    Por eso todavía no entiendo por qué querían que yo, que no tenía nada que ver con el asunto del perro, les pagara cincuenta euros por una falsa llamada de emergencia.

    Como es natural, empecé a enumerar mis motivos afirmando que para mí aquella emergencia sí había sido real, y que si no hubieran ido a inspeccionar, no habrían podido demostrar que era falsa.

    Esta discusión tuvo lugar en el portal de nuestro edificio, ya que los Nebbiai, entre ofendidos y enfadados, nos echaron de su casa después de haber entregado a los policías el costal con el perro muerto.

    En fin, la mala suerte quiso que papá entrara en ese momento y, para colmo, iba sudando como un cerdo echado al sol en su corral.

    Lo primero que dijo con tono de fastidio fue:

    —¡¿Qué demonios haces con mi chaqueta de Londres?!

    Cualquiera sabe que no se puede contestar una pregunta con otra pregunta, pero eso fue precisamente lo que ambos policías hicieron al decir al unísono: ¿Por casualidad es su hijo?.

    A lo que papá, con tono feroz, contestó que sí, que desgraciadamente así era.

    —¡Genial! —dijo el policía que llevaba el costal en la mano (que ya empezaba a apestar)—. Dado que él es menor de edad, usted tendrá que pagar la sanción.

    —¿Qué sanción? —preguntó papá entrecerrando los ojos como los villanos de los cómics.

    Los policías expusieron en detalle el asunto empezando desde mi llamada de falsa emergencia hasta el momento en que encontraron los restos del perro. Y durante ese tiempo ambos sujetaban mi hombro con sus manos, lo que me impedía levantar los brazos para rendirme, y menos podía escaparme.

    Y cuando se fueron (satisfechos de haberse metido en el bolsillo uno de cincuenta) yo habría preferido que me llevaran esposado con ellos antes que caer en las garras de mi padre.

    II

    COMO EN UNA PELÍCULA DE HITCHCOCK

    ¿Qué posibilidades de hacer carrera puede tener un detective que está obligado a pasar el verano en una ciudad sin habitantes?

    Agosto ya estaba muy avanzado y Florencia se había convertido en una ciudad fantasma: calles vacías y silenciosas; en las persianas cerradas de las tiendas decía Cerrado por vacaciones y las casas estaban mudas y con las contraventanas selladas.

    Aparte de la diversión

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