La sal
Por Adriana Riva
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A partir de un accidente en su infancia, Ema indaga en el vínculo con su madre y, embarazada de su segundo hijo, encara un viaje en busca de respuestas: ¿quién es realmente Elena? ¿La conoce lo suficiente? Su madre es distante y hay una zona que ella no logra franquear por más que lo intente; eso no cambió con el paso de los años.
Con una prosa simple en apariencia pero cargada de imágenes certeras, Adriana Riva replantea los vínculos familiares con una precisión admirable, no exenta de humor y de crudeza, que convierte a La sal en una novela intimista y conmovedora.
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La sal - Adriana Riva
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01
De diciembre a marzo veraneábamos en Mar del Plata, en la casona de piedra de mis abuelos paternos, que tenía un techo de tejas musgosas. En lo más alto, la veleta de un Papá Noel en trineo nos protegía de las desgracias. Llevaba años oxidada, apuntando hacia el Este de manera caprichosa.
Mi hermana Julia y yo éramos las encargadas de decorar la casa para Navidad. Al costado de la chimenea armábamos el arbolito, un mamarracho de brazos plegables que, de tan escuálido, parecía uno de esos álamos desabridos de la precordillera. Lo reanimábamos con una colección estrafalaria de adornos: bolas de distintos colores y tamaños, un angelito con un solo ojo, una estrella de David áspera y fucsia, un cachorro adentro de una bota roja. El toque final se lo dábamos con una lluvia de guirnaldas y algodón. El algodón era clave: daba la ilusión de vivir rodeadas de blanco, un manto de felicidad.
Después armábamos el pesebre adentro de la chimenea. Las figuras de María y José eran de un mismo juego, pero el Niño Jesús era más grande que sus dos progenitores juntos. Había, además, dos Baltazares entre los tres Reyes Magos. Nadie se daba cuenta; la gente miraba nuestro rejunte y veía un pesebre, había un déficit de atención generalizado en casa. Por último, pegábamos con cinta scotch las tarjetas navideñas que llegaban cada año para las fiestas. En su interior, la mayoría llevaba solo la firma anodina de algún gerente colega de papá, pero juntas daban la dimensión de algo importante. Mamá no nos ayudaba con nada, era ajena a la tradición; en lugar de comprar pavita o vitel toné para la cena de Nochebuena, compraba sorrentinos de jamón y queso.
Dos días antes de una pegajosa Navidad, cuando estábamos por empezar a empapelar con tarjetones de buenos augurios los marcos de las puertas, la chimenea y la escalera, Julia dijo que ya no la entusiasmaba hacerlo. Tenía trece años, dos más que yo. Dejó caer la cinta scotch al piso y desapareció por el pasillo. Teníamos un problema de entendimiento, mi hermana y yo. Nos tirábamos del pelo, nos arañábamos, nos escupíamos, nos odiábamos durante días. Cuando le grité que volviese ni se dignó a contestarme. Agarré la cinta y, después de pegar las tarjetas, todavía encaprichada por el desplante, decidí sorprender a todos con un detalle único: adornar el trineo de la veleta con dos guirnaldas brillantes que habían sobrado del arbolito.
Las busqué y caminé hacia el exterior del garaje, donde siempre había una escalera apoyada contra la pared. Empecé a trepar. Las hortensias que rodeaban la casa se encogieron allá abajo. Cuando soplase el viento, pensé, las guirnaldas iban a transformar la cola de la veleta en una estrella fugaz. Miré hacia la calle desierta: solo había un auto estacionado en toda la cuadra. Era el de mamá, con la ventanilla del conductor abierta y un codo que asomaba hacia afuera.
Seguí subiendo. Detrás de la ligustrina del vecino, un labrador oscuro dormía tumbado sobre el pasto. En la casa de enfrente, un señor en musculosa limpiaba la pileta. Aunque nuestro techo era mucho más alto que los demás, no tenía miedo: me entusiasmaba el cambio de perspectiva, jugar a la jirafa. Cuando llegué hasta las tejas respiré hondo y con el dorso de la mano me aparté el pelo húmedo de la cara. El olor a lobo marino que traía el viento me hizo fruncir la nariz y, de golpe, la escalera empezó a separarse de la pared.
Me asusté y me sujeté con fuerza de los laterales, pero cuando comprendí que iba a caer de espaldas con la escalera encima me solté y salté, creyendo que estaba cerca del piso. Di una vuelta en el aire y golpeé de lleno contra el piso de lajas que bordeaba la casa. Después me dijeron que fue una caída de entre tres y cuatro metros. De lo último que me acuerdo es de una nube pálida y rezagada que se deshacía en el cielo y más abajo la visión fugaz de la cara de mamá adentro de su auto, mirándome caer con la boca abierta, una imagen que desde entonces intenté en vano digerir.
—No te muevas, Ema. Por favor no te muevas —me dijo mamá cuando desperté en el sanatorio, acostada boca arriba en una cama rígida y sin almohada. Me habían trasladado en ambulancia a Buenos Aires.
—¿Qué pasó? —le pregunté con la boca pastosa. Cuando traté de girar la cabeza para ver dónde estábamos sentí un cimbronazo tan penetrante que, antes de perder el conocimiento por segunda vez, alcancé a ver estrellitas girando a mi alrededor, como en los dibujos animados.
Cuando volví a abrir los ojos, papá me agarraba la mano. Supe sin mirarlo que era él porque reconocí sus dedos callosos y peludos. Tenía las manos de un salvaje.
—Ema, tenés que ser una estatua. Por cada minuto que no te muevas te doy un austral —me murmuró al oído—. Quieta, quieta —dijo, como si le hablara a una mascota. Cuando se aseguró de que había entendido el mensaje me explicó que me había aplastado tres vértebras dorsales: la tres, debajo de los omóplatos, la seis, un poco más abajo, y la once, ahí donde iba a tener tetas algún día.
—¿Qué es dorsal? —quise saber. Papá encontró una hoja en alguna parte de la habitación y dibujó un montón de rayas horizontales, una debajo de la otra, en fila. Esas rayas eran las vértebras de la columna, me explicó: la estructura que sostenía mi esqueleto. Las que se habían dañado eran tres. A esas les dio volumen y las remarcó de un lado, para explicarme que estaban acuñadas. Después dibujó una larga línea vertical por encima de las rayas horizontales, y dijo que eso era la médula. La pintarrajeó y le hizo rayitas alrededor para darme a entender que estaba inflamada. Cuando dio por terminado el dibujo, vi un jeroglífico amenazador y me sentí más desorientada que antes.
Mientras él hablaba yo había estado mirando el mundo de refilón, moviendo los ojos de un lado a otro igual que un reloj cucú para tratar de comprender mi nueva realidad. El sufrimiento había desaparecido junto con la nitidez. Me sentía borrosa. Por momentos me desdoblaba y me veía a mí misma desde ángulos imposibles. Años después supe que recibí morfina por vía endovenosa.
—Por eso es que no te podés mover, Ema, ni un poquito. Hasta que este camino central se mejore —dijo papá, apuntando a la médula con la birome. Antes de irse, me dio un beso en la frente y me pellizcó la pera.
Averiguar el significado de dorsal
fue mi única obsesión durante mis primeros días de convalecencia. De a poco fui sabiendo, eso y unas cuantas cosas más, a través de murmullos escuchados a medias, voces roncas de médicos que le contestaban a la voz tensa de mamá en algún lugar de la habitación. Por culpa de esos susurros constantes, cambié brujas y espíritus por tullidos y mutilados, sin estar segura de a qué especie de monstruo le temía.
El traumatólogo que me asignaron me revisaba por las tardes con pinchazos en los pies y las piernas. Sonreía cada vez que yo decía duele, duele. Lo bauticé Corazón de Plomo. Nunca me regaló un caramelo ni me dedicó un comentario amable, pero supe que después recorrió el país contando mi caso en congresos y recibiendo diplomas con los que empapeló su consultorio. Mi accidente había sido catalogado de excepcional, fue un milagro que no quedase paralítica.
Las primeras dos noches que pasé en el sanatorio, mamá durmió conmigo, en una silla que no alcanzaba a ver, porque no podía mover el cuello. Sé que había también una ventana, porque las enfermeras la abrían a diario para airear la habitación, pero no conseguían ventilar el olor a yodo y lentitud que se pegoteaba en mis encías. Mi visión se limitaba al techo de un blanco lunar, donde las manchas de humedad formaban ratones, picos y caras sin bocas. Fueron los amigos invisibles que tuve durante mi internación.
La tercera noche, cuando le volvieron a decir que era imposible sumar una cama de acompañante en el cuarto, mamá se fue a dormir a casa y mandó en su lugar a Juvencia, una mucama paraguaya que había entrado tres semanas antes a trabajar con nosotros. Fue ella quien soportó dormir sentada en un butacón individual, sin apoyabrazos, el tiempo que estuve internada. Su única comodidad era una almohada que le contrabandeaban las enfermeras del turno noche y que ella devolvía clandestinamente cada mañana.
Juvencia era retacona, con piel morena y pelo de carpincho. Sus ojos marrones eran del tamaño de las bolitas de vidrio que guardaban mis primos en una lata. No sé cómo se vestía, porque solo le conocí el uniforme azul con lunares blancos que le apretaba a la altura de las caderas. Cuando aparecía alguien en la habitación corría a calzarse las chancletas. El resto del tiempo prefería estar en patas.
Me hablaba en guaraní, con una sonrisa franca de labios de guayaba. Che mitãkuña, che mitãkuña, me decía, mi niña, mi niña. Así me llamó desde el primer día. Por las mañanas me lavaba durante horas con un trapo húmedo, que cada tanto retorcía con sus brazos rechonchos. Mientras me lo pasaba, silbaba un mantra apacible, pero yo no lograba entregarme al ritual: me incomodaba el toqueteo entre las piernas, en los muslos, en las axilas. No estaba acostumbrada al contacto físico. Mamá nunca me había abrazado. Papá ni siquiera me pasaba el brazo por la espalda para sacarse una foto. Éramos una familia de palos de bowling. Me sometí a esta ceremonia