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Barrer la carretera
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Libro electrónico137 páginas2 horas

Barrer la carretera

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Barrer la carretera es una alegoría intensa de la vida y de las renuncias a las que nos vemos obligados. Partiendo de una metáfora bella, el escritor y psicólogo Enrique Galindo se adentra en el universo de las desgracias personales y de la imposibilidad de ser feliz.. en los sentimientos y en la realidad más oscura de la España rural, donde priman los prejuicios y las apariencias, y que se convierten en grilletes que impiden avanzar hacia la felicidad. El final de cada uno de los relatos, muchas veces trágico e inesperado, se torna, sin embargo, en una liberación...
IdiomaEspañol
EditorialCelya
Fecha de lanzamiento13 jun 2023
ISBN9788418117893
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    Barrer la carretera - Enrique Galindo

    BARRER LA CARRETERA

    Enrique Galindo

    Colección Lunaria, nº 78

    BARRER LA CARRETERA

    © Del texto ENRIQUE GALINDO BONILLA

    © De la edición CELYA

    Apdo. Postal 1.002

    45080 Toledo (España)

    Tel. 639 542 794

    www.editorialcelya.comcelya@editorialcelya.com

    Diseño de la cubierta Carolina Bensler www.carolinabensler.com

    1a edición: Marzo, 2017 ISBN: 978-84-16299-53-9

    Dpto. Legal: TO 31-2017

    Imprime CELYA

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de la propia editorial CELYA, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro. org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

    A mis padres y hermanos, con los que comparto lecturas desde que

    me salieron las letras.

    A los peces de raspa blanca del relato

    «Cuento del niño que no tuvo cuentos».

    A los que me apoyaron en el proceso de escritura: mi esposa Isaura Álvarez; Emma Corraliza, que aportó sus sugerencias en más de una ocasión; al grupo literario Arrendajos, con el que recorrí la carretera que lleva a la mayoría de edad literaria; a la revista literaria Hermes, de Toledo, por sus oportunidades.

    También a mis compañeros de letras de Santiago de Compostela, Guillerme Cohen, el grupo literario de Alicia López Gallego, y al escritor Francisco Castro por sus estímulos de maestro. Y al escritor David Luna por sus complicidades.

    Sin olvidar a los jurados de los premios Gabriel Miró (CAM), Enfermedad mental (Universidad de Jaén), Asociación Galega de Amigos del Camino de Santiago, Ateneo libertario Al Margen, de Valencia, Pasión por leer (Biblioteca de Castilla-La Mancha – Fundación Caja Rural de Castilla-La Mancha) y Kimetz de Ordizia (Guipúzcoa), que se detuvieron en estos textos y los valoraron.

    LEER ANTES DE BARRER LA CARRETERA

    Una paciente me contó la anécdota de una mujer que tenía la costumbre de barrer todos los días el trozo de carretera que pasaba por delante de su casa; no solo la acera, sino la carretera. Deduje de ahí un comportamiento obsesivo y me propuse crear un relato a partir de esa breve historia. El resultado me sorprendió al verme ganador del premio decano de los certámenes de relato: el prestigioso Gabriel Miró. Más me sorprendió saber que se habían presentado casi tres mil relatos de cincuenta y dos países, y que entre los anteriores galardonados estaban autores de la talla de Francisco Umbral, Félix Grande, Blanca Andreu o Matilde Asensi. El secreto de la carretera daba su fruto y no sería el único premio.

    ¿Qué secreto guarda la carretera que Antonia barre todos los días mientras recuerda un código impuesto por su padre de puertas para adentro? ¿Es verdad que los espejos pueden reflejar la muerte? Un joven aficionado al chocolate al que, de repente, todo le sabe a cacao, incluso su novia. ¿Qué ocurrió en la infancia del personaje para que se transformara en coleccionista compulsivo de cuentos? Estas y otras historias, la mayoría galardonadas, se esconden tras el título que abre el libro.

    Escribo porque me salieron las letras con los Dientes de tigre de mi infancia y leí a falta de cuentos que acunasen los sueños, como el personaje de Cuento del niño que no tuvo cuentos. Los fantasmas se conjuran con metáforas e historias traslúcidas que susurran a través del papel. O tal vez se filtran en una suerte de osmosis atraídos por la música de Beethoven, desde el Fondo del tiempo, para exorcizar enfrentamientos históricos entre dos bandos rivales de la España nuestra.

    He tenido que barrer la carretera −como en las imágenes icónicas de mujeres barriendo las aceras de los pueblos−, y buscar qué secretos se esconden en la imaginación. Tal vez para que no haya sorpresas ni los árboles milenarios decidan tomarse la justicia por sus ramas, y desencadenen su Furia lenta.

    A lo largo del camino nos podemos encontrar con Nubes donde imparten clase de filosofía profesores que pelearon con alumnos gamberros, en otros tiempos que se podrían llegar a recordar con añoranza. O tal vez sea la obsesión sea un laberinto de Espejos fríos a los que el hombre tiene respeto, pues pueden reflejar la muerte. Y hablando de obsesión, ¿no es el estado natural de los adictos al Chocolate? ¿Y si se convirtiera en realidad y al nuevo rey Midas le supieran a cacao, hasta las tetas de su novia?

    Los relatos, desde el comienzo del tiempo, son necesarios para subsistir. Incluso Mortadelo y Filemón, sin los cuales no estaría aquí delante de los leyentes. ¿Qué pudo pasar en la infancia de aquel niño, que se crió sin cuentos, para transformarlo en un coleccionista compulsivo? Las respuestas se encuentran en los textos y leer puede ser peligroso, ya lo advirtió Ray Bradbury, y más si lo hacemos «por encima de nuestras posibilidades», en una crisis de proporciones planetarias que etiqueta a los lectores con el nombre de Síndrome Quijano −o Trastorno de Personalidad Lectora−. La lucha cotidiana por seguir cuerdo, incluso de adultos, pasa por seguir Comunicando, al menos con siete personas, para mantener una aceptable salud mental.

    Tal vez la carretera que hay que barrer continuamente, nos lleve Contigo, al fin del mundo, a Fisterra, estación término del Camino de Santiago, y para ir haga falta la excusa de un termo de café y una promesa por cumplir.

    La carretera existe, y está llena de oscuridades. Algunas son como una Amada sombra que se empeña en seguir al marido cosida en la maleta de viaje, sin olvidar que los celos son una emoción que no termina con la vida. Por ello, barrer para mantener la escoba dispuesta, no sea que no podamos abandonar el pueblo, ni pedir ayuda al alcalde vecino, ya que también se halle sitiado por Círculos de nieve. Lo que importa es que el final de la carretera nos llevará a que las obsesiones sean más dóciles y las mentiras de la literatura supongan un bálsamo que alivie nuestra vida cotidiana y cure las heridas, como si se tratase de un Mago croupier que hiciera malabarismos con las cartas y aliviara los rasguños. Y si no, siempre nos quedarán personajes emergentes que añoran el Inmenso mar, desde un geriátrico de la llanura manchega. Aunque para hablar de Toledo, lo mejor es asistir, además de a un concierto de piano, al Congeso de Uendes y Libos que se celebra en la biblioteca del Alcázar.

    He querido presentar una obra sobre personas, sus miedos y obsesiones, sus sueños y carencias. Una serie de relatos avalados algunos por premios internacionales como el prestigioso «Gabriel Miró», de la Caja de Ahorros del Mediterráneo, o la Universidad de Jaén. Además de otros galardones de carácter nacional: «Asociación Gallega de Amigos del Camino de Santiago», «Pasión por leer» (Biblioteca de Castilla-La Mancha-Fundación Caja Rural), «Kimetz de Ordizia», y el Ateneo Libertario de Valencia.

    ¿Te atreves a barrer la carretera?

    El Autor

    Cobisa, enero de 2017

    Puede usted asegurar que antes de llegar a la página siguiente no entrarán?

    José Ma Alvarez

    BARRER LA CARRETERA

    Barre la carretera. Siempre la barrió desde que la C-321 pasaba por delante de su puerta, incluso antes de ser la casa de su propiedad, cuando era dominio de su padre y en la cual estaban incluidos su madre y ella misma desde que nació. No se conforma con la costumbre adquirida, como una necesidad urgente del aliento, de barrer la casa. Ni siquiera con acudir día a día, a las ocho de la mañana –el ritual marca la vida–, con el tiempo que caiga, a su cita con quitar el polvo acumulado en la acera y continuar después, siempre en ese orden, con el asfalto de la calzada.

    Son cincuenta y ocho los años y está soltera. Además, está sola. Su padre partió hacia algún lugar del más allá –Dios lo tenga donde tenga que estar– tal vez hacia aquel sitio donde el olvido es un deseo y la amenaza del dolor una constante. El hombre de su vida, el primero, que no el amado, se fue cuando ella cumplía los cuarenta y cinco y ya era tarde para todo. El arroz se había pasado junto con la oportunidad de una mediana y aceptable felicidad en compañía. Su madre aguantó un poco más sobre la casa, quizá con la esperanza de tener un cachito de disfrute sin su marido y con la escasa comodidad que da una vivienda por la que iba a transitar pronto una carretera comarcal y les uniría más al mundo. Pero cinco años más tarde y una hija con el alma resentida, junto con la artrosis corroyéndole los huesos, la dejaron en manos del polvo y de la carretera comarcal.

    Cuando llegan las ocho hace media hora que dejó la cama, ha tomado un café desleído en leche semidesnatada y una magdalena. Es el instante de la cita, ahora que aún no pasan muchos coches y el sol no ejerce su justicia soberana sobre el alquitrán. En invierno, hay que tener en cuenta que el asfalto puede ser de escarcha o hielo. El cepillo siempre queda presto a ser pasado por la acera y eliminar los restos de polvo, humo y tierra acumulados desde el día anterior. Persistentemente, sin obediencia ni ruegos, cada amanecer las huellas de tierra y caucho recuerdan que han pasado vehículos arrastrando la prisa tras de sí. Antonia fue invariablemente un ejemplo de mujer limpia y hacendosa de tener la casa impoluta, y dispuesta por si una visita no esperada se personase –su madre se persignaría ante esa posibilidad– y pudiera luego ir criticando por ahí que una es una guarra o no ejerce su tarea de mujer de casa. Es lo que vio y absorbió de su madre. Ella no sonreiría pero, eso sí, nadie podría decir que la casa y su espejo de cara, la acera, no estaban intachables.

    La entrada de una casa habla de lo que ocurre dentro, eso machacaba mil y una veces su padre; por ello las ventanas han de tener geranios y hierbas olorosas (tomillo y romero), el azul de la fachada se pintaría cada año en vísperas de fiestas, la cortina que protegía la madera de la puerta habría de ser lavada cada mes y la acera…; esa siempre barrida y regada con un cubo de agua que esparcía con la mano –que quien pase por la puerta sepa que somos gente honrada y de buen hacer–. La portada de una casa es el rostro que habla del alma de sus habitantes, pobres pero rectos, con la cabeza bien alta; que no digan los vecinos. Pero los visillos siempre corridos, nadie necesita fisgonear la

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