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Le village afghan
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Libro electrónico401 páginas6 horas

Le village afghan

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¿Dónde se esconde el Mulá Omar? Una investigación policial desarticula un atentado en París el mismo día en que llega a La Habana una hija ilegítima de Fidel Castro decidida a encontrarse con su padre. Un día intenso en la vida de una galería de personajes inesperados.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ago 2013
ISBN9782312013060
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    Le village afghan - Ferrán Núñez

    cover.jpg

    Le village afghan

    Ferrán Núñez

    Le village afghan

    (Una novela cubana)

    LES ÉDITIONS DU NET

    22, rue Édouard Nieuport 92150 Suresnes

    Dedicatoria:

    A mis hijos Carla y Adrián.

    © Les Éditions du Net, 2013

    ISBN : 978-2-312-01306-0

    Capítulo I

    Le dernier Petit père des Peuples,La Habana, Cuba, 24 de diciembre  03:00 am

    Donde se observa que las sombras son testigos y las únicas que dejan testimonio de lo vivido.

    Ya no solía levantarse temprano desde que se enfermara gravemente, sólo que esa mañana abrió los ojos igual que años atrás con ganas de comerse el mundo. Por primera vez en todo el tiempo que llevaban juntos, miró a la mujer que dormía a su lado y se preguntó sin disimulo las razones por las cuales seguía viviendo a su lado. Lealtad y amor eran dos conceptos para los demás, nunca creyó realmente en ellos cuando se trató de tomar decisiones difíciles, sin embargo, sabía que podían servirle de instrumentos eficaces para mover a voluntad a las personas que siempre lo siguieron sin poner condiciones hasta ahora.

    Meses antes, cuando estuvo a punto de morir por culpa de una diverticulosis mal operada, solía acordarse con frecuencia de sus muertos; los mismos que adornan con sus nombres las instituciones estatales creadas desde que ganarse el poder en 1959 le otorgó el derecho de ir sembrando sus recuerdos en cada rincón del país. Si él se hubiese regido por la lealtad y el amor, su destino habría sido sin dudas muy diferente, suspiró. Existen sensaciones indestructibles que nacen con el alma y así, imperiosamente, se agitan dentro del cuerpo desde siempre. Los seres destinados a permutar el mundo, porque viven libres del lastre que representan los sentimientos ordinarios, lo saben perfectamente. Por eso, servirse de las emociones ajenas para alcanzar un objetivo superior a él mismo nunca le quitó el sueño, y la prueba de que había tenido razón era que nunca ninguno de aquellos muertos vino a pedirle cuentas en sus pesadillas. Dalia ya no era joven, pero aún conservaba la distinción de las mujeres de antaño, las mismas que en cincuenta años, él había hecho desaparecer sistemáticamente a base de trabajo voluntario y privaciones diversas. Disponía del carácter necesario para imponer orden a su alrededor pero, sobre todo, le protegía de su numerosa familia incluyendo a sus hijos. Mentía a todos con un desparpajo tan grande que muchas veces le hacía sonreír porque le recordaba su mismo descaro. «Papá tiene que trabajar, vengan conmigo que vamos a hacerle un dibujito». La escogió precisamente porque, de todas las mujeres que había conocido en su vida, Dalia era la única que había sido capaz de vivir tanto tiempo con él sin intentar juzgarlo con patrones racionales.

    La conoció durante la campaña de alfabetización en los años sesenta. Era la única rubia de buena familia que enseñaba a leer y a escribir en Maneadero, un caserío perdido en la ciénaga de Zapata. Se acostó con ella por primera vez a las setenta y dos horas de haber hundido el barco Río Escondido, el buque pirata donde se escondía la alevosa brigada 2506 que intentó apoderarse por la fuerza de su revolución. La euforia de la victoria y el deseo le hicieron olvidar los mosquitos y las balas que zumbaban por todas partes. Aquella noche, en los manglares del enorme pantano, la hizo suya para siempre.

    Lo primero que le llamó la atención fueron sus ojos azules y su piel morena, prueba  de que por sus venas corría sangre negra. El difunto Nicolás apenas exageró cuando afirmó que en Cuba el que no tiene de congo tiene de carabalí. Sangre sabiamente difuminada por la mezcla permanente y la mejora constante de las condiciones de vida que, desde principios de siglo, habían ayudado a moldear mujeres espesas de carácter, pero finas y elásticas al mismo tiempo. Educadas para ser las señoras de sus casas con cintas, lazos, colonias, pero a la vez muy capaces de levantar temporales con el menor parpadeo. Delicadamente dotadas allí donde hacía falta, listas para la reproducción, al mismo tiempo que expertas en el amor, estimuladas por un trópico que excita y desafuera sin remedio a todos los individuos que lo sufren. Sí, mujeres había conocido a muchas, por su posición era muy fácil tener a cualquiera de esas mulatas orgullosas que se mueven igual que los leopardos por la sabana; amado, a ninguna, porque eso ellas lo suelen hacer muy bien solitas.

    Observándola respirar a su lado, con su pelo liso desparramado por la almohada abundante aún a pesar de los años, pronunciando palabras en el sueño, entreabriendo sus labios naturalmente carnosos —unos órganos de seducción indispensables, por los que ahora las mujeres en el extranjero pagan un dineral y que en Cuba salen gratis—, era difícil de creer que le hubiese dado tantos hijos.  Jamás se cansó de amar físicamente a esa estructura perfecta que, por cierto, nunca le molestó con obligaciones paternales adaptándose a su camino con firmeza, pero sin escándalos ni agitaciones que pusieran en peligro su equilibrio emocional; todo lo contrario a la mujer de su hermano, agitándose siempre fuera de la casa, inculcando ideas nefastas a su progenitura.

    Dalia era hermosa y, aún dormida, llevaba el fuego bajo la piel. Aquel rostro terminaba con un par de cejas gruesas que, delicadamente arqueadas, venían a confirmar su carácter dominante y enérgico con cualquiera que no fuese él mismo. Respiraba sin sobresaltos, tranquila, pero dispuesta a abrir los ojos al menor de sus movimientos. «Cualquier día de estos me lo canonizan y todo pero, ¡qué cabronazo era ese Reagan!».

    Se movió sobresaltado en la cama rememorando por un instante sus enraizados odios de antaño. Nunca fue de mucho dormir pero, de verdad se le fue el sueño cuando el antiguo presidente norteamericano bombardeó con nocturnidad y alevosía al Khadafi. «Durante el bombardeo le mataron a una hija, adoptiva creo, pero igual, da lo mismo, también lo hubieran matado a él de haberlo pillado fuera de base». Pensó en los años transcurridos y en lo que el mundo había cambiado desde entonces. ¿Tanto sacrificio habría servido para algo? De aquellos desvelos nocturnos, a ella también se le quedó el sueño ligero y la entereza de hierro. Aunque sabía que los tiempos eran otros, se sentía vagamente inquieto, más ahora que las fotos de su casa con lujo de detalles habían salido en la Internet.

    — ¿Qué te pasa? —Preguntó abriendo los ojos.

    No sabía cómo lo hacía, pero siempre lo sorprendía la rapidez con la que se despertaba y se ponía a funcionar.

    —Nada mujer, sigue durmiendo —respondió, sabiendo que su ruego resultaría inútil—. Quiero terminar de leer los cables que llegaron anoche y enviar a los compañeros de Granma mi último artículo.

    Ella no le contradijo llamándolo al reposo, igual que solían hacer todos a su alrededor, empeñados en verlo muerto. Claro que no se atrevían a enfrentársele directamente porque todavía le quedaban recursos y gente leal para hacer saltar algunas de esas cabezas locas. «No se preocupe por eso comandante, despreocúpese por lo otro», «concéntrese en recuperar la salud, en sus escritos que el universo entero lee y aprecia», «descanse, que ya ha hecho bastante por este país y por el mundo», solían decirle aquellas auras tiñosas de mal agüero. Todos eran unos hipócritas, empezando por la familia; pero él no iba a morirse hoy, ni tampoco mañana, todavía quedaba caballo para rato; igual que el Papa, se aferraría a su báculo para mantenerse erguido contra vientos y mareas luchando hasta el final.

    Dalia Soto del Valle sólo se levantó diciendo:

    —Espero que me hayan traído el café Pilón, que ayer ya no nos quedaba.

    «¡Tantos años de revolución para esto!», pensó Castro con amargura. Pero no mostró inconformidad, tenían un pacto secreto, un contrato implícito, por eso nunca pelearon de verdad. Ella no se metía en política y él no se incrustaba en lo doméstico. A su mujer nunca le gustó el café nacional, mezclado con chícharos, ni siquiera el que fabricaban especialmente  para él en Banes o Caimito de Guayabal, y mucho menos el que producía su difunto hermano en su finca del Wajay porque ella decía que estaba envenenado por la envidia. Dalia quería Pilón y nada más que Pilón y, para salirse con la suya, valía cualquier excusa.

    —Desprecio las marcas, eso son cosas del pasado, lo sabes muy bien.

    Al segundo de haberlo dicho se arrepintió, porque ella le dirigió una mirada rápida, comprensiva y maternal al mismo tiempo, mientras se ajustaba la bata de casa y se ponía las chancletas.

    —Tienes toda la razón, pero ése es el que a mí me gusta y el que nosotros tomamos en  esta casa, ninguna de las opciones nacionales de las que disponemos tiene el mismo sabor. Ya lo hemos discutido mil veces, déjame el Punto Cero a mí y tú, ocúpate de lo demás, ¿quieres?

    En esta última parte de su réplica hubo seducción y súplica en el tono, los dos, mezclados a fuertes dosis y a partes iguales, por eso ni siquiera intentó enfadarse. ¿Cómo lo hacen?, se preguntó y luego esbozó una sonrisa.

    —Vale, contigo no se puede discutir.

    Capítulo II

    People

    Donde es evidente que las cosas no son lo que parecen y que los otros nos engañan con las apariencias.

    Distrito de Khakrez, provincia de Kandahar, Afganistán, 12:30 pm

    —Odio tener que subir estas cuestas peladas —dijo Tim respirando con mucha dificultad, aferrado a la correa de su cámara fotográfica—. Este sitio tan inhóspito me pone la carne de gallina. Lo estoy viendo, hace unos meses, apenas gordo y despeluzado caminando a duras penas entre las piedras, igual que una cabra perdida. Pobre animalito kéfir huyendo de sus miedos y ahora caminando con ellos, metido en ellos hasta el cuello. Cansado a veces, sin esperanzas siempre —No te desesperes, pedazo de carne, pronto llegaremos a la cima y podremos descansar. Ellos también son personas que se cansan —comentó Cullen bajando la voz al máximo.

    Su tono era afectuoso, benevolente, casi paternal. Desde que los habían raptado hablaba así, igual que un psicólogo de una célula de crisis después de un maremoto. Y era eso justamente lo que Tim no podía soportar de él. A veces le parecía que se encontraban trabajando en un episodio South Park, tan salidos de su contexto como se hallaban los dos. Sabía que, observando la situación desde lejos (lo más lejos posible), se hubiese reído y hasta se habría burlado con muchas ganas de ese par de pasmados en los que se habían convertido. Un comemierda, eso era lo que había sido viniendo a este país.

    «Será el reportaje de tu vida. Después de esto, tal vez la Fox o hasta la CNN», le había asegurado Gaby entre sonrisas. Mujer, como todas, llena de promesas. En sus palabras, el ánimo y el juicio moral. «Si no aceptas eres un cobarde; si me complaces, tendrás quizás el premio que arde entre mis piernas», y, aunque ella no fuese de ese tipo de mujeres que se acostaban con un simple free lance lleno de buenas intenciones pero sin un centavo, se había jugado el todo por el todo. El problema es que la suerte muchas veces se comporta como el viento y sopla por lo general en la dirección equivocada. El reportaje de su vida vale si sobrevivía, algo que, en la medida en que pasaba el tiempo, se le hacía cada vez más improbable.

    Le habían dejado la cámara fotográfica y aún le quedaba espacio suficiente en la carta de memoria para sacar fotos de todo el valle y de sus montañas adyacentes. Tal vez, llevaba en ellas el reportaje de su vida, pero su vida, ella, no lo llevaba a ninguna parte ¿Cómo había llegado a ser tan estúpido para meterse en ese lío? Gaby era guapa, pero tampoco para tanto. Siendo tan poco, su ambición personal podía considerarse como desmesurada, pero su apego al departamento del Bronx, a su barrio y a su perro también lo eran. ¿Entonces? Ya tendría que pensárselo con más calma. Por el momento, tanta caminata lo había vuelto casi delgado y, aunque todavía le faltaba mucho para quedar reducido a la materia fibrosa de Cullen, tampoco estaba nada mal. ¡Hostias, qué gracioso! Recién se daba cuenta de que su compañero se llamaba igual que el vampiro de un libro para adolescentes que leía su hermana pequeña.

    Cullen se movía más rápido y los pantalones afganos le quedaban mucho mejor, pero no por eso tenía el derecho de considerarse mejor que él. Aunque todavía se sentía gordo en las cuestas empinadas, y en esos momentos no soportaba ni el peso de la Nikon, su compañero de cautiverio no estaba en posición de darle lecciones a nadie.

    La columna de hombres se inmovilizó de repente. Enseguida llegó la orden desde lo alto de la cuesta. Sabía que, si se sentaba, le costaría un infierno levantarse, por eso ni lo intentó siquiera. Tampoco, en aquel país agreste, había un pedazo mínimo de árbol a diez mil millas de distancia. Un tramo de roca saliente podría ayudarlo ahora, de taburete o brindarle un poco de sombra, pero no a esta hora en la que el sol se hallaba casi en el medio de su cenit. Delante y detrás de él sólo había una pendiente infinita. Sabía que no iban a quedarse en medio de la cuesta, nunca pasaba. Lo que le extrañó fue que los mandasen a buscar. No se podía decir que tenían mucha relación con el jefe de ese grupo con el que habían atravesado casi toda la cordillera del Hindu Kush. No le costó nada ponerse en marcha, quedaba muy poco para llegar a la cima.

    —¿Qué ocurre? —Le preguntó al mujaidín que se encontraba a su lado.

    Evitó hacerle la pregunta a Cullen, ya que su suficiencia era tan grande que habría encontrado una explicación sólo para demostrarle su superioridad. «Es un creído que se supone experto porque ya lo raptaron una vez en Bosnia y consiguió salir con vida». Por supuesto que el mujaidín no le contestó, pero tampoco lo miró con desprecio, al menos eso era un paso de avance. Fue Cullen el que dijo sin que nadie le preguntase nada, mirando el cielo preocupado:

    —Hemos llegado. Fíjate en el sol, creo que por hoy ya hemos caminado bastante. ¿Has podido sacar algunas fotos?

    Decididamente no soportaba su tono amable, pero tampoco tenía por qué achacarle todas sus desgracias.

    —No. He estado sin aliento toda la mañana. Cuando me falta el aire, no consigo que respiren las musas.

    Lo dijo sin agravio, pero tampoco se esforzó por mostrarse amable. Cullen no pareció sorprendido; como estaba muy bien educado nunca hacía reproches.

    —No te preocupes Tim, saldremos de esta, sólo es una cuestión de tiempo. Conozco a carceleros más espeluznantes que estos.

    —¡Deja de tranquilizarme, joder, no soy un crío!

    —Vale, repuso Cullen sin escucharlo de veras, nos escaparemos, te lo prometo. En algún momento bajarán la guardia y nos largaremos de aquí. Les daremos por el culo a estos locos de mierda —repitió convencido, sabiendo que el mujaidín que los escoltaba no comprendía ni una palabra de lo que estaba diciendo.

    «Ahora va a sonreírme —pensó Tim—. ¡Dios, que ganas tengo de que se acabe esta pesadilla! No sé lo que es peor, si el cautiverio o este gilipollas».

    La voz vino de arriba, tenían que subir ellos, los dos blancos y alcanzar al mullah en lo alto de su gloria.

    —Vamos —dijo Cullen— no lo hagamos esperar, que luego se me impacienta y corre la sangre.

    Amine contempló el valle que se abría a sus pies a simple vista. Apenas se distinguía algo más que la hierba verde y el río, pero si se observaba atentamente con los binoculares de campaña, podían apreciarse algunas cabras pastando allá abajo y hasta una pequeña tienda de pastores. Pero lo que más le impactaba no era la naturaleza sino la presencia de Dios, porque eso era lo que sentía contemplando aquellas cumbres. Toda la potencia y la gloria de Allah se extendían hasta perderse de vista y más allá, tal y como decía un personaje de dibujo animado de Walt Disney que había visto años atrás en Londres con sus hijos, Buzz Lightyear.

    Dos cosas lo ponían orgulloso y feliz: la certeza de tener algún vínculo con Dios, de formar parte de su lista para cumplir con su Propósito, era sin duda la primera de ellas; la segunda, consecuencia directa de la primera, era que todos sus actos pasados se anudaban con la garantía de un mecanismo suizo de relojería perfeccionado, empezando por su vida misma. Amine era un instrumento divino y lo sabía, estaba más que convencido. Y el resultado de esa convicción no se traducía en un fanatismo religioso, ni tampoco en un proselitismo desenfrenado, sino en una persistente comunidad con el altísimo a través de la cual leía el mundo. Lo cierto era que su seguridad resultaba contagiosa. Los otros invitados, entre los que se encontraba el jefe del distrito, habían llegado más temprano y todavía seguían llegando a la reunión; ya iba siendo hora de ponerse a trabajar. Los demás lo veían como a un hombre piadoso y temeroso de Dios. Si bien esta percepción convenía perfectamente a su causa, ya que el ejemplo inspira, Amine navegaba en ausencia de Dios por los mares de la felicidad mística. Llevaba cinco años en esas montañas y nunca se había sentido mejor. Ni la lluvia, ni el frío, ni el calor ni mucho menos las balas, los obuses de la coalición de infieles, habían disminuido esa alegría ni hecho mella en ella, al contrario.

    Tampoco le tenía miedo a la muerte porque él, entre todos los hombres, había sido escogido precisamente para vivir directamente en el paraíso. Había orado, pero no estaba buscando respuestas para sus dudas, él no las tenía. Cuando ponía a rodar las cuentas del rosario, su alma abarcaba el universo y, si bien no podía modificarlo con sus experiencias, experimentar sus más íntimas imbricaciones con lo divino era una recompensa más que suficiente. Su grupo de guerrilleros lo veneraba ciegamente; él no lo quería numeroso, la guerra era una estupidez necesaria. Mucho tiempo dudó antes de tomar las armas sabiendo que esa decisión, más que ninguna otra, lo cortaría de su antigua vida. El no buscó la guerra, fue ella la que se puso en su camino, igual que la estupidez humana. Aceptarla a su manera resultó algo natural como el respirar, comer y defecar cotidianos, sin más.

    Lo que no soportaba era la injusticia de ese estado alterado que suponía la guerra en el orden del mundo. Los aviones y los obuses modificaban su armonía; no se trataba de tener la razón o de no tenerla, los aliados tenían sus razones y los jefes de guerra afganos las suyas, pero en el fondo, todos estaban equivocados. Se trataba de restablecer el equilibrio y cada cual llevaba su papel hasta las últimas consecuencias, inspirado por su propio motor interior. Por el momento existía un espacio para todos ellos, cuando la guerra terminara sería otro el gallo que cantaría. El futuro, mientras estaba con Dios, le importaba muy poco. Cualquiera hubiera dicho de él que se trataba de un hombre santo, pero se habría equivocado; algunas personas no caben en las categorías humanas establecidas por la razón. No sabía qué hacer con esos extranjeros que llevaban con ellos pero, ya que estaban, preferiría que de alguna manera aprendiesen algo útil para sus propias vidas. Por eso le había devuelto a ese gordo despreciable su cámara fotográfica, pensando que en algún momento dejaría de ver el mundo deformado a través del cristal de su objetivo y empezaría a vivir su propia vida. Cada vez que se capturaban periodistas, se seguía un protocolo similar. Para evitar reivindicaciones personales, se dejaban bajo la custodia de otros grupos guerrilleros y para evitar que los encontrasen las Fuerzas Especiales de la coalición, los iban cambiando de región cada cierto tiempo. A veces, cuando los liberaban, si ésa era su suerte, podían aparecer en zonas improbables a las que ningún grupo de marines se les hubiera ocurrido ir a buscarlos jamás. Hasta hoy, no les había dirigido la palabra. Llevaba observándolos casi un mes, preguntándose si valía la pena hacerlo. El tipo de conversaciones entre rehenes y carceleros le aburría. «¿Cuándo seremos liberados?». Lo peor de todo era cuando se alzaban pretendiendo imponer razones pueriles: «Somos periodistas, somos cooperantes humanitarios, monjas de clausura, mansas palomas, detenernos no os ayuda, al contrario, somos los buenos en esta película». Pero, cuando rogaban, era todavía peor: «Por favor, tengo a mi esposa embarazada, a mi madre en el hospital con cáncer en fase terminal, piense en mi hijo que nació hace poco y no me conoce, en mi abuela que esta viejita». Juraban hasta por la madre de los tomates si se les dejaba. En resumen, cualquier cosa valía para intentar convencer a sus captores, sólo que esos estúpidos ignoraban que entrando en el juego, ya sólo les quedaba aceptar las reglas y que, modificarlas, ya no era de su incumbencia. Seguir nadando, les tocaba seguir nadando, pero eran tan tontos que no podían darse cuenta.

    Claro que podían invocar a Dios, pero Allah no iba a andar escuchándolos a ellos mientras su pueblo sufría en carne propia por las injusticias de otros hombres como aquellos que custodiaba. Ningún Dios se interesaba en las razones humanas, por naturaleza, egoístas y tendenciosas. Si los rehenes llegaban a entenderlo en algún momento, era cuando, ¡pobretes!, tenían el cuchillo a dos centímetros del cuello. Evitaba hablar con ellos, porque le molestaba tener que explicarles esas evidencias y por eso igualmente, evitaba llevar extranjeros capturados en su grupo. Pero eran las reglas y ni siquiera él podría derogarlas. La llegada de los dos hombres lo sacó de sus pensamientos.

    —¡Hola! —Les dijo en inglés perfecto—. Creo que nos vamos a quedar aquí por esta noche, me señalan movimientos de tropas en el valle, no quiero que alguien salga herido.

    Uno de los extranjeros era delgado y lleno de pecas, agravadas por el sol. Debajo de la camisa se adivinaba un cuerpo musculoso y seco.

    —¿No tiene noticias para nosotros?

    «¡Ya estamos!», Amine lo observó por encima de sus gafas finas, con una armadura fabricada con una carapazón de tortuga y cristales Varilux, «demasiado caras como para venir de Pakistán», observó Tim, que ahora sí que se moría por derrumbarse después de subir toda la cuesta. El hombre de turbante blanco no respondió a su pregunta, ni siquiera pareció haberla oído. Tim estaba cansado, pero tampoco quería que los dos muyahidines, que se burlaban de él todo el tiempo con cada tropezón, le enseñaran sus dientes sucios otra vez. En la montaña, no sólo se perdía el miedo a la muerte sino que las relaciones entre los humanos ganaban en importancia llegando a ser incluso capitales. De querer impresionar a Gaby y sus pestañas de muerte, había pasado a estimar la opinión de esos palurdos  con turbante. Decadente.

    —Mañana llegaremos al distrito de Khakriz. ¿Sabíais que en 1982 los rusos intentaron hacerse con el control de esta región y que nunca pudieron conseguirlo?

    —Lo sé —contestó David pensando en el libro de Jagielski Una oración por la lluvia, la Biblia del free lance en Afganistán, olvidada ya casi un año en la mesilla de su hotel en Kapisa—. También que lo volvieron a intentar en el 1987 y que fracasaron.

    —Así es, nadie ha logrado nada en este país y lo que digo no es un lugar común. A pesar de que lo repiten tanto en vuestros periódicos ¿Alguien  parece haber comprendido lo que significa?

    Estuvieron mirándose unos instantes los tres, valorándose mutuamente. Amine no les iba a echar un sermón, no era de ese tipo de personas que van por la vida dando lecciones de moral a su prójimo.

    —Son hechos concretos, nosotros también vamos de paso —continuó despacio—, es sólo cuestión de tiempo. Vosotros os marcharéis un día y los talibanes también, este país no tiene la importancia estratégica de Persia y, en el fondo, cualquiera sabe que estos valles sólo son importantes para las cabras que viven en ellos. Lo sabe todo el mundo. Siempre se supo y es una locura ignorarlo mucho más tiempo, será lo mejor para todos.

    —Parece un discurso muy pesimista señor —repuso David, sonriendo.

    Por una vez, Tim estuvo de acuerdo con él.

    —¿Me está diciendo que los muyahidines van a perder la guerra?

    —No, pero lo entenderás más adelante si sobrevives.

    No era una amenaza ni había sido dicho en tono pesimista, su voz era casi afable como si estuviesen sentados en un café de la quinta avenida de Nueva York.

    —Se acerca la hora en que voy a pasar vuestra custodia a otro grupo. En Khakriz están las fuerzas canadienses de la coalición y también un puesto avanzado de la policía afgana. Si han insistido en que los lleve hasta allí es porque, sin dudas, los que negocian por sus vidas han llegado a algún acuerdo con las autoridades competentes. Entiendan caballeros, de que se trata de una posibilidad basada en la experiencia, no quiero darles falsas esperanzas.

    Se hizo silencio por unos instantes y los tres hombres se miraron otra vez. Tim respiró despacio y tragó saliva, no se lo podía creer, pero la esperanza es lo último que se pierde en las montañas. Aún en los días más negros no dedicó un solo instante a pensar en la muerte. Amine tenía razón, en estas montañas no cabe ninguna red vial, tampoco hay petróleo. Dicen que existen reservas minerales infinitas en el país, pero también abundan en África y no hay ninguna coalición allá haciendo la guerra. «¿Qué quieren los americanos y occidente? ¿Cambiar los burkas por minifaldas? ¿Cuándo se ha visto que la humanidad ha hecho guerras para salvar a las mujeres de su suerte?». El mullah no había hablado de las mujeres pero, a fin de cuentas, fue uno de los argumentos principales a la hora de congraciarse con la opinión pública. Las mujeres occidentales, a pesar de creerse tan listas, también pueden llegarse a comportarse de una manera muy tonta.

    Parecía muy lógico todo aquello y quizás en algún sitio, en algún estado mayor, en algún gabinete ministerial, se estaban moviendo fichas en favor de aquellas ideas tan diáfanas. Ya era tiempo, llevaban exactamente 253 días con sus respectivas noches dando vueltas sin jamás llegar a ninguna parte. En el verano nunca se habían quedado dos veces seguidas en el mismo sitio, y durante el invierno los mantuvieron encerrados con las cabras la mayor parte del tiempo. En todos esos meses nunca había escuchado la voz de una mujer. Tim miró al mullah con envidia, «tan delgado, y no es por las pajas que se hace», pensó.

    —Dígame algo señor, si es tan amable. ¿Dónde aprendió a hablar inglés? Porque usted no tiene ningún acento. Juraría que debajo de ese turbante tan estricto, duerme un becario londinense.

    Amine sonrió.

    —No se equivoca, pero eso fue hace mucho tiempo. Las comodidades de la civilización nunca me faltaron. Tuve de todo y, mientras estuve en Londres, hice cuanto hay que hacer para ser feliz siguiendo vuestros criterios al pie de la letra. Así es que tuve sexo con hombres, con mujeres, fumé mariguana, aspiré cocaína, probé los champiñones alucinógenos, participé en orgías, primero de cuatro, luego de diez, y terminé una noche de éxtasis hasta el culo, en una de veinte personas y la verdad fue que me divertí un montón. También estuve en cuartos oscuros, oriné encima de hombres que ya no lo eran, tipos despreciables, que al día siguiente te miran con aire autosuficiente desde las ventanillas del correo, o en las oficinas del paro. No reniego mi pasado —se detuvo unos instantes para mirarlos a los dos dejándoles asimilar todo lo que les había dicho. Se habían quedado muy impresionados. La sonrisa de Tim se había borrado por completo, David había dejado de mirarlo como si se tratara de una curiosidad anatómica—… Pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa.

    El mujaidín empezó a desatarse el turbante. De repente Tim tuvo miedo de que les quisiera hacer un striptease

    —Ahora, si me permiten, tengo que resolver algunos asuntos internos. Es probable que mañana tengamos una larga jornada.

    El sonido lejano de un motor los devolvió a la realidad. Una escuadrilla de F-16 pasó volando muy alto. Se veían como platillos voladores; el sol iluminando sus fuselajes desde lo alto. «Daría el culo por ser uno de ellos —se dijo Tim—; estoy hasta los cojones de estas montañas».

    Capítulo III

    Petit père des peuples

    Donde se planifican grandes sucesos que ilustran el teatro del mundo.

    Los informes eran coincidentes, América estaba quebrantándose de veras, perdiendo la guerra en Afganistán, arruinando su influencia en América Latina, desmoronándose económicamente. La última crisis había puesto de manifiesto que el sistema se les estaba yendo al carajo. «Quizá, con suerte, vea el fin del capitalismo antes de estirar la pata», pensó mientras contemplaba la cadena de televisión de su amigo Turner. Por cierto, fue él mismo quien le aconsejó que la creara durante una de sus visitas privadas a Cuba junto con Jane Fonda, una de esas burguesas americanas bien alimentadas y de dientes perfectos, pueriles y desconcertantes, capaces al mismo tiempo de cualquier cosa, como la loca esa heredera de los Hilton.

    Le había dicho en aquel entonces: «Eres el único no judío que ha hecho fortuna en los medios de comunicación, así es que, como quiera que sea, siempre serás una opción para la gente». Después, la cadena de Ted se había convertido en una referencia y había sido tragada por la Warner, por lo que ahora ya no era  independiente. De todas maneras, hoy, el noventa y seis por ciento de los medios de comunicación en occidente están en manos de judíos. En total, sólo seis compañías judías controlan los medios de difusión en Occidente; es un hecho que hasta un ciego podría ver si quisiera. El magnate siempre le quedó agradecido y todos los trece de agosto, fecha de su cumpleaños, le renovaba el abono gratis «Para ti y para tu gente —le dijo—. Esto es un regalo para siempre». Todavía lo recuerda y le da la risa. Estos americanos siempre tan ocurrentes cuando llega la hora de extender su influencia por el mundo. «Mientras menos saben los pueblos, mejor es»; todos los hombres de poder conocen este axioma y, por tanto, aplican la regla simple de la ignorancia servida en la salsa de la desinformación; quien lo olvida pasa a la historia. El Gorbachov vino también a estar jeringando aquí con su perestroika y su glasnot, y mira en que terminó todo. Por eso a mí, mientras me quede un soplo de vida, no me van a coger de tonto. Después de CNN, otros magnates relacionados con la industria abrieron cadenas similares, la prueba absoluta de que la información es parte integrante de la maquinaria ideológica del mundo occidental.

    Mientras cavilaba, Dalia llegó con el café. Era la primera que abría la puerta de su despacho y, ahora que venía menos gente, podían quedarse más tiempo juntos. Alexis, Alexander, Alejandro, Antonio y Ángel, sus hijos, eran su tema de conversación preferido. «Cinco hijos

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