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El arenal, la carretera y la biblioteca
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El arenal, la carretera y la biblioteca
Libro electrónico183 páginas2 horas

El arenal, la carretera y la biblioteca

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Una plaga de grillos asola un pueblecito del Perú. Este suceso altera por completo las vidas ordinarias y pacíficas de sus habitantes, al tiempo que pone en marcha la más absurda de las carambolas políticas tanto a nivel local como nacional. Un retrato certero de todo un pueblo que va de lo pequeño a lo universal, de lo particular a lo trascendental, todo ello aderezado con una prosa tan bella como contundente.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento4 jul 2022
ISBN9788728373996
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    El arenal, la carretera y la biblioteca - Elena Portocarrero

    El arenal, la carretera y la biblioteca

    Copyright © 2011, 2022 Elena Portocarrero and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728373996

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Soñé que este libro se leía en parques y plazas y que los presentes encontraban su música y reían, reían, sin dejar de pensar.

    EL ARENAL, LA CARRETERA, Y LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA

    IGUAL que los granos de arena de las playas y los desiertos de la Tierra es la vida, un corto pasar y una al parecer eterna presencia en sus símiles. A veces una brusca turbulencia desplaza esos minúsculos puntos con violencia inusitada y por unos instantes las cosas parecen cambiar.

    En el principal club de la ciudad de Nylamp Nación y Patriotismo, tomó la palabra uno de sus distinguidos socios:

    —Decir que los grillos traen mala suerte es una tetudez. Anuncian lluvia y desaparecerán pronto.

    Fue el año más seco y de más grillos. El año de la plaga.

    Las afirmaciones fueron hechas por don Íñigo de Carbajal, nombrado por el Gobierno Prefecto de Nylamp, próspera provincia norteña situada a setecientos kilómetros de la capital, Lima, quien no era del lugar ni entendía de meteorología. Los presentes asintieron, él era la máxima autoridad y poco importaba la validez de sus pronósticos, no iban a contradecirlo.

    En el valle de Nylamp, los sembríos dedicados en su mayor parte al arroz fueron reemplazados por un cultivo más rendidor. En las inmensas haciendas se sembró caña de azúcar y se ampliaron y levantaron fábricas dedicadas a la producción de azúcar. Surtían al país y exportaban miles de sacos de azúcar, ceñidos a los cupos señalados por los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial a las naciones latinoamericanas, lo que llevó varias veces a la escasez del acostumbrado alimento en sus países de origen.

    Hasta fines del siglo XIX se llegaba mejor de Nylamp a Lima por mar, un viaje en vapor de varios días, años después se concretaron algunos tramos de la carretera que la uniría con la capital, los que serían incluidos en la construcción que le correspondía al Perú de la Carretera Panamericana, la joya de América del Sur.

    La carretera daba vida a los pueblos que atravesaba y muerte a los que alejaba de ella. Los habitantes de los descartados poblados, gente humilde y pobre, perdido su sencillo comercio, basado en los pocos productos de sus pequeñas chacras: papas, verduras y frutas que vendían a los viajeros de la primitiva y maltrecha ruta, incapaces, por miedo a lo que no conocían y por su falta de dinero, de dejar vivienda y escasa tierra, sobrevivían como podían después de colocar a sus hijas, señoritas en su casa, como humilladas sirvientas en la ciudad y de ver partir a sus hijos a buscarse la vida en las grandes ciudades, en las haciendas cercanas sólo había trabajo para los antiguos empleados y obreros calificados que solían cubrir los puestos vacantes con sus parientes, para los trabajos más ínfimos estaban los que bajaban de la sierra pobre, analfabetos y quechua hablantes, que cumplían cualquier tarea por lo que les dieran.

    Por las tardes los campesinos, algunos muy mayores, a los que hizo de lado la carretera, de regreso del campo cada vez más seco y necesitado de que lo removieran y de un poco más de agua que el hilillo que les mandaban una vez repartida entre los poderosos terratenientes, a la puerta de sus humildes casas, se balanceaban en sus viejas mecedoras, tratando de bajar el calor con el leve aire de su lento vaivén, oyendo, revivida la dolorosa impotencia de no pertenecer a la carretera, los lejanos motores de los vehículos que cruzaban la panamericana y recordando como los ingenieros, midieron la distancia de un punto a otro, sin tener en cuenta lo que dejaban, tratando de no perder la línea que ahorraba metros de construcción de carretera y también minutos de viaje que, en el tiempo largo de la Tierra no significan nada, y en el corto de la vida humana igual, engañosa cinta sin principio ni fin por donde se fueron yendo sus hijos y dejándolos sin medios para salvar a los cada vez más desvencijados pueblos y a sus necesitados pobladores.

    A los pocos días de las palabras pronunciadas por el Prefecto en el club, la situación en Nylamp había empeorado. Un largo escalofrío de miedo y repugnancia recorría a la gente al ver las calles y fronteras de las casas y edificios de la ciudad, cubiertas por miles de estridentes grillos apiñados junto a sus apestosas excreciones. Sus vellosas y pegajosas patas, saltones ojos, alharaquientas alas, largas antenas y unas frenéticas, devoradoras mandíbulas, helaban a cualquiera. Una cosa era ver un solo grillo, otra, millones.

    Se había iniciado la plaga.

    Las medidas tomadas por las autoridades locales y los afectados, fumigaciones con DDT y otros insecticidas, y recogida en las calles de los insectos por los camiones municipales para quemarlos, no daban resultado, pero aun así el Prefecto no quería informar al Gobierno para no ser calificado de exagerado e incapaz de solucionar un problema que considerarían falto de importancia, esos bichos no eran peligrosos y se habían concentrado sólo en una ciudad habiendo tantas en el país, por lo que no se podía hablar igual que los lugareños de Nylamp de plaga.

    Sin embargo, los grillos se reproducían sin cesar y además recibían constantemente la apabullante llegada de cientos de sus semejantes con los que iniciaban un terrible canibalismo que no parecía disminuir su número. Las puertas y ventanas de casas y edificios, cerradas a tope o abiertas y protegidas con tela metálica, no bastaban para impedir que algunos enloquecidos llegaran a las habitaciones, no les faltaba un resquicio por donde introducirse, o las manos de los niños abriendo una puerta para iniciar un mortífero juego con víctimas que no cesaban de caer y falsos héroes que terminaban por huir hechos un asco.

    Las familias a las que su economía se lo permitía, minoría, colocaron mosquiteros para cubrir las camas como en los tiempos en que, desde los hoy casi inexistentes pantanos, los zancudos, aliados de la muerte, propagaban el paludismo. A la hora de comer en la cabeza se ponían un tul que les caía sobre la cara y alrededor del plato protegiéndolo, trataban de no compartirlo con ningún asqueroso comensal de patas rasposas y con un hambre que quintuplicaba su tamaño.

    Los ómnibus gratuitos puestos por el alcalde, para evitar en parte el contacto de la población con la plaga, recorrían la ciudad desplazando a la gente a sus trabajos y obligaciones, estos vehículos y los que pasaban por las calles reventaban a los intrusos que esparcían un fuerte hedor y que de inmediato eran reemplazados por una nueva miríada de grillos que no se sabía de dónde venía cargada de atolondrados y voraces intrusos. Ninguna calle ni casa estaba libre de la insectívora invasión, las avenidas principales ya no lucían la cuidada pintura de las fachadas de sus mansiones y a los balcones los cubría un abigarrado conjunto de negro movimiento, era tan grande el número de bichos, que la ciudad parecía haberse convertido en un inmenso nido de grillos del que salían insoportables cric-cric.

    Los pegajosos invasores causaban desesperación en la gente harta de sus incansables y altos sonsonetes, de sus suciedades y de su multiplicación sin freno. Se prendían de los cabellos, de la ropa, subían por los pantalones y faldas llenando de apagados gritos la ciudad y no faltaron asustadas mujeres que aseguraran que los grillos eran machos porque buscaban su escote para morderles los senos y no desprenderse de ellos hasta que los aplastaban, a los niños pequeños no se les dejaba solos porque les daba pavor hasta enfermarse la creciente marea de insectos.

    La ciudad entera olía a grillo, las pocas flores de los parques desaparecieron y el perfume del agua de colonia de quienes podían adquirirlo daba mal maridaje con el olor de los invasores. Los estridentes, insoportables e incesantes cric-cric quitaban el sueño y en los mercados se encarecían y escaseaban los productos de primera necesidad. Por donde miraras estaban las redondas y fuertes cabezas de los grillos con sus mandíbulas en acción. Comían cuanto encontraban y las telas las perforaban en un tris trás, a este paso iban a dejar a muchos remendados y a no pocos desnudos.

    A la gente también la inquietaba no conocer qué enfermedades podían transmitir los grillos y muchos empleados dejaron de ir a sus trabajos por considerarse enfermos. Los decesos en la ciudad y en los pueblos cercanos adonde ya habían llegado los grillos aumentaban sin una causa clara, a no ser que en los males se incluyera también el hambre, que se extendía sin medida y que es igual al más terrible de los males, incansable guadaña.

    El Prefecto se decidió e informó al Gobierno, lo hizo a través de un telegrama urgente dirigido al Ministerio de Salud Pública, al mismísimo Ministro, no usó el teléfono ni mandó un oficio para que sus palabras no se volatilizaran ni quedaran en un papel que no lee nadie y va a parar a la canasta de basura, lo que no suele ocurrir con los telegramas que se agarran con las yemas de los dedos y sí que se leen por las malas noticias que suelen comunicar la mayor parte de veces. Precauciones que no adelantaron un ápice la respuesta del Gobierno.

    En Nylamp las misas y rosarios tenían plenas las iglesias de acuciantes feligreses y matadores de grillos: las sirvientas que acompañaban a sus patronas, los peones pedidos por los curas a los hacendados para limpiar la iglesia de los indeseables y, los beatos y beatas de ardoroso empeño, que protegían las imágenes cubriéndolas con telas y lo que se pudiera para evitar las afrentosas defecaciones de los bichos, que tal como se presentaba la maldita plaga no dudaban que era obra del diablo que, por el momento, no podría hacerles daño vengando la destrucción de sus enviados por estar en lugar sagrado.

    La fe en Dios había aumentado en la ciudad, lo que no impedía a los feligreses sentir cierto desaliento y un soterrado reproche al Creador, pese al temor que le tenían, por permitir que esas inmundas criaturas hubiesen aparecido y sentado sus reales en un lugar donde la gente era tan honesta, de irreprochable comportamiento, intachable moral y sobre todo buenos cristianos, reconocimientos que no impedían admitir que por alguna razón habían sido enviados para hacer daño a sus habitantes, de inmediato se acordaron de la inmoralidad de tal o cual, de los malos manejos en las arcas públicas, de los abusos de los patrones y los no patrones, de los pecados de muchos personajes conocidos, para nada recordaron sus propias faltas.

    Era domingo, estaba a punto de empezar la misa de una de la tarde en la Iglesia Matriz, la más concurrida por las damas de la sociedad local que a la devoción unían el lucir sus joyas y flamantes ropas. La hora permitía que los dormilones pudieran levantarse, las señoras dejaran dispuesto el almuerzo con sus sirvientas que no iban a ninguna misa ni las incentivaban para su cumplimiento, los misioneros ya se habían extinguido; los señores podían tomar en el club el aperitivo sosteniendo su habitual y seria charla dominguera sobre política y los atributos de las putas recién llegadas al principal burdel de la ciudad; las jóvenes probarse suficientes prendas hasta encontrar la que más les favorecía y los mendigos colocarse en los sitios que les correspondía a las puertas de la Iglesia después de haber afeado más sus purulentas heridas y sucias ropas antes que un avivado colega tratase de arrebatarles el puesto, cada día les era más difícil despertar la compasión de unos pocos, se estaba perdiendo la escasa capacidad de la gente de conmoverse ante la miseria.

    En cuanto a los jóvenes, entre los que se encontraban los alféreces y tenientes, aviadores de la base aérea establecida en la ciudad, de pie en la parte de atrás de la nave, no perdían la oportunidad de lanzar a las muchachas más guapas, mantilla en la cabeza y rosario en mano, ardientes miradas cuando se volvían a verlos, pura atracción a la que se sumaba el uniforme que recordaba que pasaban mucho tiempo volando, como los ángeles. Los grillos que no habían sido cazados entorpecían los romances, ya que cada mirada iba acompañada de un intercambio de los interfectos que con su repelente roce producía resquemor en los tocados.

    Llegaban a la iglesia flamantes automóviles de los que descendían hombres y mujeres de diversas edades envueltos en sábanas de la cabeza a los pies. A las puertas del templo los sirvientes les quitaban cuantos grillos podían antes de que entraran, el constante desfile de los ensabanados daba la impresión que asistían a una reunión de fantasmas.

    El Obispo de Nylamp, padre Rufino Catalino, que oficiaba la misa se dirigió a los fieles:

    —¡Antes de que la pesadumbre se apodere por completo de nosotros debemos rezar con fervor para que termine esta espantosa plaga!... ¡Es un castigo de Dios para los malos cristianos! ¡Para aquéllos que no cumplen los preceptos divinos, que no siguen la ley de Dios! ¡Ay, de quienes pensaban que en esta vida su justicia no los alcanzaría y que en la otra estaba por verse, descreídos de...

    El Obispo se detuvo a tiempo antes de soltar la palabrota, él sólo había sido un cura de un pueblo inculto y olvidado que en la fiesta en honor de San Roque, Patrón del Pueblo, que organizaba su parroquia y los principales vecinos de la localidad, tuvo la oportunidad de conocer a un destacado sacerdote del Arzobispado de Lima, padre Amadeo Gálvez que decidió, de paso a una hacienda cercana donde bendeciría el matrimonio de una pareja amiga, asistir a la celebración de dicha fiesta en la que se mezclaba el fervor religioso con rezagos lúdicos, a la alegría del baile acompañado por arpa, violín y flautas, se añadía el que todos cubrieran sus bastas ropas con improvisados disfraces hechos con papel cometa de colores y también de periódicos con los que jugaban a intentar ocultar su identidad, las muchachas que llevaban con gran dignidad doradas coronas de cartón eran perseguidas con picardía por los jóvenes y también por algún viejo verde que pretextaba hacerles guardar las formas, era un sano jolgorio.

    El sacerdote recién llegado escuchó con interés las costumbres del lugar que le explicaba

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