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Bahasir
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Libro electrónico167 páginas2 horas

Bahasir

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En la Valencia musulmana del S. XIII, Bahasir, un niño de 12 años, vive la llegada a Balansiya del rey Jaime I con sus ejércitos y observa con temor las huestes amenazantes que acompañan al monarca, cuyo objetivo es apoderarse de la ciudad. Confinado tras las poderosas murallas, el muchachito se pregunta constantemente cuánto tiempo podrán resistir sin alimentos y qué le sucederá a su familia y al resto de los habitantes de la ciudad si los cristianos consiguen conquistarla.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 mar 2024
ISBN9788410229150
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    Bahasir - Rosa Ortega Alonso

    Bahasir.jpg

    Bahasir

    Rosa Ortega

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    © Del texto: Rosa Ortega Alonso

    © Editorial Samaruc, s.l.

    978-84-10229-15-0

    info@samaruceditorial.com

    www.samaruceditorial.com

    Agradecimientos

    A mis hijos:

    Enrique y Gloria, por salvarme en las batallas informáticas. A Eva, por su portada y los dibujos de tantos cuentos. Y a Guillermo, siempre cerca, por sus por si necesitas algo.

    También quiero dar las gracias a Javier, por sus consejos en las primeras versiones. A Mª Carmen, por la corrección esmerada de mi frágil gramática y a Manuel, por su valiosa revisión histórica.

    Balansiya

    Madinat al-Turab, la ciudad de polvo, se desperezaba con el amanecer. El verano tocaba a su fin y quedaban todavía cosechas por recoger.

    Najma comenzó a despertar a sus hijos. Les esperaba una ajetreada mañana. Los más pequeños se hicieron los remolones, tenían sueño, era demasiado pronto para ellos. Por el contrario, Bahasir, el mayor, ya estaba preparado desde hacía un buen rato. Para él comenzaba la aventura; se repetía todos los años por esas fechas desde que tenía recuerdos. Ayudó a su padre, Kamal, a preparar sobre el mulo las alforjas en las que se acomodarían sus dos hermanos menores. Él caminaría junto a sus padres; pronto cumpliría 12 años y era ágil y fuerte.

    Unos golpes sonaron en la puerta. Era Ismail, hermano menor de Kamal, que vivía en la casa contigua. También él había preparado su mulo y se llegaba a saludar a la familia. Detrás de él, gritando y corriendo, entró Zuhar, su hijo mayor, que haría el camino a pie como su primo. Todos se abrazaron. Que Alá el Misericordioso nos guíe en esta jornada, pidió Kamal. Que así sea, respondieron.

    La pequeña comitiva comenzó su andadura por las intrincadas calles de la ciudad aún silenciosa. Delante, los dos hermanos con el ramal de cada mulo. Detrás las mujeres. La esposa de Ismail portaba en un pañuelo anudado a la espalda a su pequeño de pocos meses. Se cruzaron con gentes que como ellos, buscaban el frescor de la mañana. Un Alá sea contigo y cada cual su camino, mientras escuchaban al muecín, que desde la torre de la mezquita llamaba a la oración. Despacio atravesaron la parte alta de la ciudad y luego por una ligera pendiente llegaron a la puerta de Baytala o Boatella. Desde esta puerta salían las pequeñas caravanas en dirección a Denia, Xàtiva o Alzira. Allí los de viajeros preparaban a sus animales y carretas para la marcha. La mayoría solían ser modestos mercaderes que se agrupaban para mayor seguridad. Llevaban pieles curtidas de oveja y tejidos de lino, enseres de cocina y platos decorados con filigranas geométricas de dorados matices. Kamal y su familia se alejaron del tumulto dejando atrás las murallas de la ciudad.

    Desde allí tenían por delante un sinuoso camino hacia las huertas más hermosas jamás vistas: La Ruzafa, un vergel terrenal regalo de Alá. En el trayecto emplearían buena parte de la mañana hasta llegar a la alquería de Ben Abul Jayan, donde el patriarca de la familia tenía su casa. Allí les esperaban sus hermanos y un montón de sobrinos.

    El camino discurría entre espléndidas huertas bien cuidadas. Las alquerías se rodeaban de olivos, limoneros y frondosas higueras en las puertas de cada casa. La blancura de sus muros destacaba sobre el verde de los cultivos. Los huertanos madrugaban. Doblados sobre su espalda mimaban verduras y hortalizas afanándose en liberarlas de las malas hierbas. Los pájaros revoloteaban atentos a esa maniobra, ya que cada golpe de azada removía la húmeda tierra y dejaba al descubierto insectos y lombrices que les servirían de alimento. Todo parecía saludar a la curiosa comitiva con tantos niños y en hora tan temprana.

    Los dos primos corrían como gamos intentando cada uno ser el ganador en la porfía. Luego jadeantes se sentaban a esperar a sus padres. Otras veces caminaban silenciosos al lado de los mulos, mientras agitaban ramas de olivo para espantar las moscas. Tenían la misma edad, Zuhar más menudo, era inquieto y saltarín, por contraste también muy atento y estudioso. Bahasir parecía mayor para su edad, no solo por ser más alto y fuerte, era por algo que emanaba de su interior y que transmitía confianza y valor. Tenía la complexión fuerte de su padre y la piel aceitunada como su madre. El pelo siempre alborotado, los ojos llenos de luz. Pronto reclamaron los pastelillos endulzados con miel que Najma había preparado para el camino. Mientras comían, verdosas lagartijas que tomaban el primer sol del día les observaban. Atentas a sus movimientos, giraban los ojillos en todas las direcciones, buscando rendijas entre las piedras para esconderse en caso de peligro.

    Bahasir pensaba en sus primos, en cómo los encontraría, pues hacía varios meses que no se habían visto. Hamza era fuerte y grande como el león que significaba su nombre. Llevaba el pelo recogido dentro un gorro, aunque siempre se le escapaba algún rizo. La última vez que lo había visto, una pelusilla le oscurecía el labio superior y su voz tenía un sonido raro, ni de niño ni de hombre. Le gustaban los pájaros, los conocía por sus colores y trinos. Si encontraba alguno herido lo cuidaba con mimo hasta que sanaba y luego lo dejaba en libertad. Tenía varias palomas que eran su pasión y pasaba largas horas en el palomar que había en el tejado de la casa. Cuidaba que estuviera siempre limpio y que no faltase agua y grano en los comederos. Por las mañanas, temprano, abría la puertecilla para que las palomas salieran al campo. Estas volaban primero en círculos por encima de la casa y luego se alejaban hasta los pinares de la dehesa, al atardecer regresaban con sus arrullos. Estaban las chicas, muy tímidas, siempre se escondían detrás de su madre. Malak significa ángel y Falak estrella. Verdaderamente, los nombres las acompañaban. La primera era dulce y tranquila, y la pequeña tenía los ojos como estrellas reflejando el mar. Su hermano las adoraba, les ponía los polluelos en las manos mientras les enseñaba como acariciarlos con cuidado.

    Poco a poco dejaron atrás las huertas periurbanas y atravesaron extensos prados sin cultivar de una belleza inigualable. Conocían el camino, sabían que ya quedaba poco para llegar a la alquería donde vivía su abuelo. Otras veces hacían el recorrido desde la ciudad siguiendo el cauce del río, pero los senderos que lo bordeaban estaban en peores condiciones dadas las ocasionales crecidas del río.

    Ruzafa

    Bien avanzada la mañana, llegaron a su destino. A trote de caballo se hubiese tardado una cuarta parte, ya que la Ruzafa no estaba lejos de la ciudad, pero con niños y los lentos asnos, era el tiempo que normalmente empleaban en hacer el recorrido. Sus familiares les esperaban en la puerta de la casa. En cuanto los vieron asomar por el recodo del camino, salieron a su encuentro. Niños y mayores se fundieron en besos y abrazos. Las mujeres miraban sonrientes a esa bulliciosa familia a la que pertenecían por casamiento y daban gracias a Dios por haber sido generoso con ellas. La abuela Haifa lloraba de alegría al verlos una vez más reunidos en torno a ella. Su corazón de anciana albergaba temor por los tiempos venideros, pues se oían noticias inquietantes. Abul Jayan, el que hace el bien se mantenía apoyado en su bastón. Desde la puerta miraba orgulloso a sus hijos. Estos llegaron hasta él y le besaron las manos con respeto, luego se fundieron en un largo y profundo abrazo.

    Había dos primos más, hijos de Fagir, el mayor de todos los tíos, este tenía el pelo rubio pelirrojo y sus hijos entre 10 y 14 años, habían sacado el mismo color. Parece ser que en la familia de vez en cuando salía alguno, herencia del tatarabuelo, decían. El anciano numeraba los nietos, once le parecían pocos. Comentaba siempre que tenía ocasión, que ellos fueron seis hermanos y dieron a sus padres veintisiete nietos. Cuando se reunían para la fiesta del cordero parecían un pueblo entero. Esto causaba risa a los más pequeños y le reclamaban al abuelo que lo contara una y otra vez.

    La alquería en la que vivían era un conjunto de casas en el límite de lo que se conocía como la Ruzafa. Estaban situadas no demasiado lejos del marjal del río y habían pertenecido a la familia a lo largo de varias generaciones, Ben Abul Jayan, heredó la casa principal y las tierras y continuó allí toda la vida. Sus dos hijos mayores siguieron la tradición y se quedaron en la casa familiar. Los más jóvenes decidieron vivir en Balansiya. Allí trabajaron varios años y prosperaron, adquiriendo nuevas tierras extramuros de la ciudad que les permitían vivir holgadamente. Incluso vender sus excedentes.

    Las tierras del abuelo eran esponjosas y fértiles. Se distribuían en huertas cercanas a la casa, terrenos más alejados destinados al cereal de invierno y un pequeño arrozal para consumo familiar que, las aguas del cercano Guadalaviar, fertilizaba en su recorrido hacia el mar. El término era de una belleza singular, mitad huertas y mitad jardines asilvestrados que llenaban el aire con eterno perfume a limoneros y jazmines. Había en la zona otras alquerías, todas ellas formadas por núcleos de cinco o seis casas como mucho. La del abuelo, bastante alejada de las demás, se encontraba en el límite de las huertas de Ruzafa y no lejos de una hermosa dehesa. Senderos invadidos por la maleza en esa época del año guiaban a duras penas hasta la al-Buhayra (Albufera), hermosa laguna llena de vida. Allí se extendían numerosos campos de cáñamo y también frutales. En los frondosos pinares cercanos había caza, conejos, perdices y otras aves. Cuentan los ancianos que antaño estaban habitados por ciervos, cabras y jabalíes; pero al crecer la población humana desaparecieron. Quedaron solitarias y vigilantes, las extensas franjas de dunas que protegían a los árboles del mar.

    En los días siguientes al reencuentro familiar comenzaría el plan de trabajo para los hombres, como siempre por esas fechas. Su contribución era importante para agilizar las labores de la recolección estival. No había que descuidarse, las lluvias y granizos en esas semanas de septiembre y octubre amenazaban duramente la recogida de las frutas maduras. Los granados, manzanos, la vid y el arroz, que peligraban por las tormentas y pedriscos, ahora tenían una amenaza mayor que se cernía por encima de todas. El peligro de las incursiones cristianas, que no andaban demasiado lejos y que podrían llegar hasta allí para apropiarse de las cosechas familiares, por lo cual se debía hacer rápido y esconder en algún lugar seguro lo recolectado.

    Bahasir y sus primos mayores saldrían con los hombres de buena mañana. Siempre había tarea para ellos, amontonar el forraje junto a las carretas, llevar agua fresca a los sudorosos recolectores, ayudar a cargar los mulos y lo que se presentase; la intención era sentirse útiles y responsables. Después, al final de la jornada, siempre les quedaba tiempo para jugar y bañarse en las acequias. Allí en las frescas aguas intentaban atrapar sin conseguirlo pequeños pececillos que se aventuraban entre los lirios de la orilla. Otras veces probaban con las ranas, y aunque se acercaban con sigilo, estas saltaban al agua con un estrepitoso chapoteo y desde una prudente distancia croaban desafiándoles. Hamsa, el mayor, solía quedarse en el palomar, pues al atardecer regresaban sus palomas. Le gustaba contarlas, comprobar que no faltaba ninguna y que estaban bien. Después acariciaba sus alas hasta que poco a poco se acurrucaban en silencio hasta el día siguiente. Bahasir pasaba largos ratos con él. Su primo trasmitía paz, tan grande y protector.

    Por las noches, toda la familia cenaba en la larga mesa del patio. La luz de las linternas de aceite atraía a los insectos voladores, que atacaban sin compasión. La abuela colgaba grandes ramos de menta y albahaca con la intención de disuadirlos, sin éxito. Solo el paso rápido de los murciélagos aligeraba los ataques, aunque esto duraba bien poco. Las mujeres se afanaban en la cocina, habas con ras-hanout, pastel de berenjenas y algunos pescados de la al-Buhayra cercana. Cada día era

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