Flora: Mitos y tradiciones pames
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Flora - Ramiro Castillo Mancilla
∴Heurística Informática, Procesos y Comunicación Objetiva∴
Flora
Primera edición: diciembre 2023
ISBN libro electrónico: 978-607-8773-71-8
© Ramiro Castillo Mancilla
© Gilda Consuelo Salinas Quiñones
(Trópico de Escorpio)
Empresa 34 B-203, Col. San Juan
CDMX, 03730
www.gildasalinasescritora.com
facebook Trópico de Escorpio
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Distribución: Trópico de Escorpio
www.tropicodeescorpio.com
facebook Trópico de Escorpio
Diseño editorial: Karina Flores
HECHO EN MÉXICO
∴
DEDICATORIA
A usted, don Prócoro Fernández, por su
paciencia y buena disposición, pronto nos
veremos nuevamente y tomaremos una copa.
∴
Como lo supe se lo endoso.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
∴
PRÓLOGO
Flora es una novela indigenista, cuya narración está llena de elegancia y colorido que se pinta con el lenguaje natural, pero vigoroso, de los indígenas pame. Pueblo enclavado en las inmediaciones de la Sierra Gorda de Querétaro, colindante con la parte sur del estado de San Luis Potosí; de esas tierras mexicanas orgullosas de su diversidad cultural.
Los escuchamos a través de los diversos personajes que desfilan en la narración autóctona, donde el énfasis de sus expresiones toma sentido en sus formas de comunicación, a veces ingenua y en ocasiones retadora. En sus páginas palpita el alma de esos pueblos étnicos. De esa otredad marginada y olvidada, que se muestra al natural en su idiosincrasia con sus mitos y costumbres; en las vicisitudes del diario vivir, sin tapujos. Así como en sus paisajes naturales con sus árboles y sus ríos.
Por la salida del pueblo, una figura blanca caminaba después de haber tomado la hiel amarga de las despedidas y una madre lloraba en silencio en su humilde choza, las lágrimas se confundían con la masa que molía en el metate. Después salió a asomarse al camino del cerro y se dio cuenta de que lo habían regado con leche antes de clarear del alba, y escudriñó las piedras de caliza a la distancia, pero ya no alcanzó a ver a su hijo, que fue tragado por los breñales que rodeaban el cerro, y ya no entró a la cocina, su llanto provenía de atrás de los jacales (Extracto).
La narración es aderezada con un poco de poesía, que es la forma que el autor Ramiro Castillo Mancilla emplea para enaltecer la naturaleza del entorno muy a su estilo, como un escritor retratista del campo mexicano por excelencia.
Pascual Guillermo Gilbert Valero
Maestro en literatura
∴
Inicio de la historia
Aquel astro nocturno, el más brillante después de la luna, que los astrónomos identifican como el planeta Venus, se colgó del cielo encima de aquellas nubecillas grises, para iluminar los campos solitarios que dejó la desvanecida primavera, dando paso a los vientos tibios del verano que respiraban los habitantes pame de aquella comunidad indígena; donde aún seguían la tradición ancestral, en la que los matrimonios eran arreglados por los padres de los contrayentes de acuerdo a sus intereses, y cuando algún joven hombre o mujer, en edad de merecer, tomaba la iniciativa por cuenta propia y eran descubiertos, por ejemplo: platicando a escondidas, era reprendidos duramente y en ocasiones, eran azotados por parte del pilar fundamental de la familia.
Solo así se había hecho respetar el vínculo familiar desde tiempos inmemoriales y esas costumbres seguían siendo válidas hasta el presente de esta historia. Claro que, dentro de lo posible, pues siempre ha habido excepciones a la regla y más cuando se adelanta el travieso cupido que, sin tener nacionalidad ni horario, no hay poder humano que se le resista cuando de amores se trata.
Y así fue como viajó con sus certeras flechas encantadas hasta aquella comunidad indígena perdida en la agreste geografía de la Sierra Gorda, de nuestra querida República mexicana, orgullosa de su diversidad cultural.
Pues aquella noche estrellada, bajo el regazo de un frondoso naranjo, dos jóvenes se arriesgaron a platicar de manera furtiva, siguiendo los designios de su corazón. La joven estaba dentro del solar a un costado de sus casuchas, parada encima de las ramas secas que formaban la cerca. Como ella era bajita de estatura, solo así podía asomarse a la calle a ver a su amado. El muchacho estaba por fuera, untado en la cerca para pasar inadvertido, en caso de que caminara por ahí algún vecino.
—Aquí estoy, ya estoy aquí —dijo el joven con voz quebrada, el nerviosismo lo invadía.
—Sí —dijo la muchacha y se acomodó el rebozo que cubría su cabeza.
Y quedaron en silencio, pues ninguno de los dos había estado en un lance amoroso. Las palabras se negaban a salir, su inexperiencia era evidente. Después de aclarar la garganta el joven continuó:
—Solo he vendido a decirte, solo he venido a comunicarte que te prevengas para la próxima luna llena, para la luna llena que sigue, porque voy a traer a mi padre para hacer el pedimento —dijo el joven indígena con cierto nerviosismo, con el sombrero en ambas manos y volteando para todos lados.
—¡Sí! —respondió la muchacha agachando la cabeza— Nuestros padres se entenderán, ellos saben lo que hacen. Yo solo sé que mi corazón te busca, que mi corazón te extraña.
—Yo también te veo en todas partes, cuando voy al monte, cuando voy a la milpa, oigo tu voz y volteo y no hay nada, pero como quiera, me lleno de contento, mi corazón se regocija —dijo el muchacho poniéndose la mano en el corazón con la vista gacha—. Mi corazón se bulle bien bonito aquí adentro, mi corazón suspira por ti…
Estuvieron diciéndose cosas de amor, pero de lejecitos, pues si platicar era mal visto, ahora imaginémonos tomarse la mano, era lo último que se podía esperar de ellos. Pasados algunos minutos, los jóvenes se despidieron con una pequeña inclinación de cabeza y un «hasta la luna llena» en aquella noche tranquila en que el aire dejó de correr. Cuando la muchacha movió la rama del naranjo, para bajarse de la cerca, calló al suelo una naranja amarilla que no fue vista por ella en la oscuridad de la noche, pues sus ojos nada más veían estrellitas y sus oídos nada más escuchaban campanitas. Y caminando en puntas se introdujo en su jacal para no ser escuchada por sus padres. Su corazón acelerado no la dejaba respirar.
El joven se fue a paso rápido, en forma clandestina, por las calles solitarias del pueblito, cuando llegó a la puerta de su jacal salió a recibirlo un perrillo flaco moviendo la cola. Levantó los ojos al cielo y vio que el lucero de la noche se colocó encima del cerro y que parecía observarlo fijamente, y con todos los sentidos alerta volteó a ver si no lo seguían. Apenas escuchó el canto de los grillos.
El pueblito entero dormía.
❀
¡Uyujiii!, el grito se fue rebotando entre las piedras de la loma esquivando las puntales puyas de magueyes, cual si fuesen bayonetas desenfundadas, hasta que llegó a los oídos de Salustio, que quitaba afanoso las hierba del tronco de los verdes agaves, y de inmediato soltó el talache y puso las palmas de las manos abiertas a ambos lados de la boca contestando al grito, ¡Uyujaaa!, el sonido corrió raudo y veloz cuesta abajo, llegando certero hasta donde estaban sus padres esperándolo para comer.
Pasaba del medio día, el sudor escurría por su frente, pero no le importó, corrió con el sombrero en el pecho hasta llegar con ellos, que esperaban bajo la fresca sombra de aquel encino, situado en medio de la pequeña plantación.
Su mamá estaba sentada en la tierra con los pies tirantes, al lado de una canasta que permanecía tapada con una servilleta blanca, adornada con unas toscas florecillas bordadas manualmente con estambre. Al lado de ella, estaba su padre, Nicasio, sentado en cuclillas con el sombrero de tule en el suelo. Le comentaba a su mujer, llamada Cuca, que ya mero sacaban el compromiso de podar y limpiar los magueyes que faltaban, antes de que se retiraran las aguas, que según sus cálculos en una semana le daban «mate». Interrumpió la plática cuando vio que su hijo bajaba de la loma corriendo. Cuando estuvo a poca distancia le dijo:
—Vente, Salustio, vamos a comer, vamos a hacer por la vida —dijo mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano, negra de tierra, luego de tomar unos tragos de agua del acinturado guaje que colocó a su lado, después de taparlo con un olote.
—¡Ándale, hijo! —terció Cuca—, antes de que se enfríen los tacos, antes de que se pongan duros —y destapó la canasta con comida.
—Sí, pues —se sentó al lado de su padre.
—¿Trajiste los chiles toreados? —preguntó a la mujer. Ella de inmediato sacó una jicarita donde estaban en sal, al fondo de la canasta. Ello ocasionó que sus papilas gustativas reaccionaran y se le hiciera agua la boca.
Enseguida la familia pame comenzó a saborear los sabrosos tacos de quelites con garbanzo, bajo la fresca sombra de aquel encino verde. En esos momentos el cielo azul era engalanado por el sol precioso antes de la caída de la tarde y su luz se dispersó sobre aquella alfombra verde, con sus agrestes lomas aún húmedas por los suaves y