Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Anna tiene un don
Anna tiene un don
Anna tiene un don
Libro electrónico896 páginas14 horas

Anna tiene un don

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Anna debe tomar una decisión importante: ¿debe usar un poder que jamás quiso tener para abrir la mente de las personas a la verdad de sus vidas? ¿Y si la vida de un niño está en juego? La aventura y la ética se entrelazan en este relato donde una adolescente tiene que crecer a un ritmo desenfrenado.

Anna es una joven inteligente y segura. Abandonada por su padre a los tres años se encuentra, a los dieciocho, como la protagonista del más increíble de los relatos. Nada ocurre sin motivo. Dentro de sí misma posee un poder que hará que el mundo que ella creía controlar se tambalee peligrosamente sobre sus cimientos.

Los motivos de la huida de su padre, la enigmática figura de su abuela, el imponente hombre de gafas oscuras que la vigila desde el día de su decimoctavo cumpleaños: todo ello lleva a Anna a despertar de su cómoda vida para enfrentarse a la solución o a la aceptación de ese don que, desde tiempos medievales es heredado por las mujeres de su familia.

Madrid, Cuba, Berlín son los escenarios donde se desarrolla la trama de final tan inesperado como intenso, que no podrás dejar de leer.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 ene 2016
ISBN9788491122791
Anna tiene un don
Autor

Bárbara Rodríguez Suanzes

Bárbara Rodríguez Suanzes nació en Ferrol, la Coruña, en 1981. Actualmente reside en Badajoz. Madre de tres niñas, no ha podido resistirse a su pasión por escribir. Hija, nieta y esposa de militar, es una mujer acostumbrada a los obstáculos del camino y que, con ayuda de las personas que la quieren, ha conseguido su sueño.

Relacionado con Anna tiene un don

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Anna tiene un don

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Anna tiene un don - Bárbara Rodríguez Suanzes

    Título original: Anna tiene un don

    Primera edición: Enero 2016

    Cubierta de Salvador Deudero Sordo

    © 2016, Bárbara Rodríguez Suanzes

    © 2016, megustaescribir

    Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    CONTENIDO

    Capitulo I   Ignorando lo que me pasa

    Capitulo II   Descubriendo lo que me pasa

    Capitulo III   Aceptando lo que me pasa

    Capitulo IV   Controlando lo que me pasa

    Capitulo V   No soy la única

    Sobre el autor

    CAPITULO I

    Ignorando lo que me pasa

    Aquel día Anna se despertó más temprano de lo habitual dejando al viejo despertador con las ganas de chillar su estruendo matutino. El mismo sueño… otra vez, ¿por qué su subconsciente insistía sobre lo mismo una y otra vez? Anna no lo sabía pero, hoy, poco le importaba. Luego lo pienso más a fondo, quizás sea bueno escribirlo para no olvidarlo nunca. Puede que así, de esa forma, el duende de los sueños se diera por satisfecho y se dedicara a sumergirla en otros nuevos.

    ¡Era el gran día! ¡Por fin! ¡Por fin! Desde que la tía Marta había dado la noticia de su compromiso, seis meses antes, la mente de Anna había planificado con esmero el vestido que mejor le sentaría a la novia, la música que habría de sonar en la fiesta ¡Incluso el viaje de novios ideal! Naturalmente, ella poco o nada tenía que decir a dichos asuntos pero era divertido. Adoraba a su tía Marta, la única hermana de su madre y su gran apoyo en lo que para el resto de la familia era todavía un secreto…

    Anna estaba feliz, exultante, llena de esperanzas de futuro para ella y para todos los demás, se sentía capaz de devorar el mundo de un bocado y relamerse después. Hizo un esfuerzo de concentración para atesorar esos instantes. Hay que llenar la despensa emocional de los escasos momentos en los que el ánimo es perfecto.

    Saltó de la cama dejando liberadas de la gruesa cobertura de lana un par de piernas largas como juncos, torneadas y, qué suerte, aún morenas a pesar de estar a principios de diciembre ¿Qué hora es? Vale, bien, tengo dos horas exactas para vestirme, desayunar algo para evitar los alaridos maternales y lo más complicado, arreglarme el maldito pelo.

    Se duchó en tres minutos poniendo cuidado en no estropear el moldeado que tres peluqueros armados hasta los dientes habían conseguido extraer de su larga cabellera, tan lacia que parecía un trozo de tela marrón con piedras colgadas en cada uno de los mechones. Se vistió en otros tres minutos, un traje verde esmeralda (hecho a medida por imposición) que dejaba sus bonitos hombros al aire y cubría sus brazos hasta el codo. Un cinturón dorado a modo de fajín completó su look, que la cubría hasta los pies. Parezco Sisí Emperatriz, y estos bucles…

    Comprobó, no sin desagrado, como tales bucles se habían evaporado ¿Será posible? En fin, esto es lo que hay. Debajo de aquel cabello lamido había un cerebro. En su sueño, aquella anciana tan elegante no paraba de recordárselo. Al diablo con los pelos, pues. Se maquilló ligeramente, se sonrió a sí misma en el espejo de cuerpo entero que le devolvía su imagen todas las mañanas y bajó.

    ¡Rosita! Una oleada de felicidad la invadió de repente. Su buena amiga estaría allí, con ella, cerca del altar. Volvió a mirarse en el marco de bronce de un gran cuadro que acompañaba la escalera. Su cuerpo le recordó que Rosi ya estaba bien; o por lo menos, en firme camino de recuperación. Durante el ingreso de su amiga después del accidente de moto, Anna había perdido cinco kilos, toda la alegría de sus ojos verdes y el tono aterciopelado de la voz. Mil veces la había advertido del peligro de acompañar a su nuevo amiguete en sus acelerones infantiles sobre el asfalto pero nadie hace caso de quien se esfuerza por sofocar un entusiasmo. Su preocupación había sido tal que no comprendía como toda esa potencia mental que le apretaba las sienes no tenía consecuencias reales, directas, en el Universo ¿No dicen que la energía ni se crea ni se destruye? Ya no quiso pensar más mientras descendía lentamente los escalones. Hoy Rosi estaría con ella. Pálida, en silla de ruedas, pero toda su persona al completo. Anna volvería a reírse por dentro al observar los vivarachos ojos de su amiga, siempre alerta, siempre a punto para afilar las situaciones con su ingeniosa ironía. Con nadie se reía tanto y su lealtad era un tesoro.

    Al llegar al rellano, giró sobre sí misma buscando algo de vida y, para qué negarlo, la oleada clásica de alabanzas hacia su aspecto de sus emocionadas tías abuelas. Las hermanas de Yeya no fallaban jamás.

    Al no encontrar a nadie y siguiendo su mente fija en su queridísima abuela Yeya, sus ojos se posaron con detenimiento en la gran fotografía que presidía un antiguo aparador rescatado de un punto limpio y teñido por su madre en rojo inglés y betún de Judea. La foto se había estropeado. Qué raro. Era muy vieja. De hecho, era la foto que había sido tomada el día de la celebración del compromiso de sus abuelos, osea, hace unos cincuenta años. Anna frunció el entrecejo, con razón se había puesto fea. Su instinto protestó ante lo que era, a todas luces, lo más extraño de todo: ayer estaba perfecta. Dudó. ¿Ayer? Sí, sí, ayer mismo había estado comentando con la asistenta lo hermosa que era su abuela cuando joven aunque Anna pensaba que aún reflejaba parte de esa belleza.

    En esos pensamientos andaba cuando oyó cerrarse con estrépito la puerta del jardín, la que comunicaba con la cocina, ¿se ha roto algo? Un bullicio agudo siguió al de la puerta: eran su madre, su abuela y el resto de las gallinas. Sonrió. Le pareció sorprendente el silencio que reinaba justo antes de que entrasen las mujeres. O su casa tenía poderes anti sonoros o habían empezado a berrear nada más franquear la puerta, nunca lo sabría.

    -¡Aquí estas! ¡Por fin!- su madre ya se había arreglado y no había salido nada mal parada. Un vestido rojo de Valentino la envolvía con cariño dispuesto a potenciar el resto de los colores que convivían en su persona. El rojo era su color, de ello no había duda.

    -¿Por qué? ¿Me buscabais?- Anna no entendía. Quedaba media hora para la ceremonia y la iglesia estaba tan sólo a cuatro minutos de la puerta trasera de su cocina. Seis si ibas con tacones.

    -¿No te acuerdas, flor, de que ayer te dije que habría una sesión de fotos antes de la boda en el jardín de los Matute…? ¿Has desayunado?

    ¡El jardín de los Matute! ¡Cómo había podido olvidar el archipresente lugar! No había celebración alguna en casa de Anna sin que pasase ésta por el inevitable, maravilloso e incomparable Jardín de los Matute.

    Malenita, la madre de Anna, era aficionada a las flores, aunque quizás el adjetivo se quedase un poco escueto en su caso. Vivía por y para su pequeño jardín. El suyo no contaba con mucho más de cuarenta metros cuadrados pero, había que reconocerlo, Nita era capaz de jugar con gran gusto con los colores y tamaños de los más hermosos caprichos de la naturaleza. Dios las creó un día en el que estaba de buen humor. El terrenito estaba limitado por el fondo por una densa buganvilla color beige de la que Nita se sentía especialmente orgullosa, era su primer bebé vegetal. A uno de los lados, delante de una reja cubierta de hiedra, crecían sus adorados arbustos de vivaces: petunias combinadas, rosas inglesas de color dorado (que se escondían coquetamente hasta la primavera) y unos cuantos rododendros rosados. En el costado restante, Nita había combinado a la perfección el jazmín azul con la dama de noche que premiaba a los presentes con una fragancia embriagadora al ponerse el sol. ¿Podía existir algo más hermoso?

    No contenta con ello, no había parado hasta conseguir un generoso árbol limonero y una magnolia grandiflora que ocupaban, apretados, sendas esquinas del colorido rincón. Ni que decir tiene que las macetas con altos gladiolos coralinos, pequeños pensamientos e hibiscos rosas y naranjas aparecían por doquier donde fuera que uno mirase.

    Para Nita no importaba el día de la semana, ni la hora a la que se había acostado el día anterior o si del cielo caían piedras de granizo como melocotones. En este caso, cogía un ancho taburete y se cubría la cabeza agarrada a las patas con dignidad. Se plantaba en medio de su Edén particular y esperaba. La luz. Esa era la clave: observar sus flores en el preciso instante en que el sol se desperezaba en el horizonte. En cuanto el fiel astro asomaba, la madre de Anna se agarraba ambos brazos (si estaban éstos liberados del paraguas-taburete) e inclinaba el cuerpo ligeramente hacia atrás. Tras un suspiro, giraba con lentitud sobre sí misma y gozaba de su OBRA. Después, invariablemente, corría a la casetita de enseres como un basilisco para quitarles a sus niñas cualquier estorbo ante una nueva floración. Si no existieran las flores, se iría a buscarlas a la luna.

    Sin embargo, aquella eclosión de colores, aquella maravilla que con su empeño había logrado esculpir sobre la Madre Tierra no era suficiente para ella ¡Es muchísimo más bonito el jardín de los Matute, dónde va a parar! Así se defendía ante las protestas de su prole que iban arrastrando los pies a posar entre rosales y más rosales, como pasmarotes, y observados con orgullo por los propios Matute.

    -¡Perdón, perdón, perdón!- Anna abrazó a su madre con cariño. Era más alta y el trabajado tupé de Nita corrió el peligro de estropearse con su barbilla- Es que con los nervios, mami, me he olvidado de la sesión pero luego haremos muchas más fotos, ¿no es cierto? Y también habrá flores, la decoración del hotel será espectacular… Por cierto, se ha estropeado la foto de los abus…

    -¡Cómo si se pudiera comparar!- su madre se desenvolvió de entre sus brazos y la miró con orgullo- Mmmmmmhhh, guapa, sí señor, el pelo igual que antes de gastarme cincuenta euros en secadores pero es el tuyo, desayuna algo, ¿qué foto?

    Anna sonrió ¡Qué mujer! ¿Qué tenía? ¿Mil cerebros? Era capaz de pensar en diez cosas a la vez y jamás olvidaba un comentario o una cara. Su hija no sabía si tal capacidad se debía a que realmente le interesaban y le preocupaban los demás o si, y esto era lo más probable, le podía el ansia de controlarlo todo y a todos con esos diez cerebros que convivían detrás de sus cejas siempre interrogantes.

    En ese momento y sin que Anna tuviera tiempo de decir de qué foto se trataba, entraron en tropel tres señoras bien avenidas que parecían empeñadas en sujetar un botón entre sus rodillas mientras caminaban a pasitos veloces y precisos.

    Como si de una broma se tratara, la estatura de las tres estaba perfectamente escalonada. La más alta era morena, con un apretado moño en la coronilla, tez oscura y ojos árabes. Su elegante vestido floreado compuesto por una falda tubo y una chaquetilla a juego estaba confeccionado, casi seguro, por un modista de renombre. No admitía ni medio kilo de más ni de menos en la rotunda figura de la encopetada abuela materna. Malena era su nombre, al igual que el de su hija aunque todos la llamaban Yeya.

    Seguía a la señora otra dama pelirroja y otra parecida. Cada una de ellas, media cabeza más baja que la anterior: las tías abuelas. Idéntico peinado, mismo corte de vestido, diríase incluso que los zapatos eran iguales. La diferencia más llamativa entre ambas residía en los ojos. Tía Herm los tenía grandes, llenos de pestañas pelirrojas y de un color verde precioso que parecía morir cuando pestañeaba y resucitar cuando los volvía a abrir de nuevo, para deleite de quien los contemplaba.

    Tía Luci era más sencilla. Solía decir entre risas que Dios se había mofado al dotarle a ella de dos puñaladas en un tomate a modo de órganos visuales, en medio de su cara gordita.

    Como era de esperar, las tres cacarearon en torno a Anna, a la que adoraban, entusiasmadas con su atuendo, el bolso, los zapatos, la juventud… ¿Su pelo?

    La chiquilla, a todo esto, se hallaba con su mente a varios kilómetros de distancia. A veces le ocurrían estas cosas. En su particular partitura de normas diarias, brillaban intactos tres títulos imperturbables. Cada uno traía consigo una serie de actividades concretas que resumían lo que Anna creía que debía de ser un ser humano, con mayúsculas y no por denominación de especie: mente, espíritu y cuerpo. Cada cierto tiempo, la muchacha repasaba uno a uno los tres estantes y se esforzaba por ordenar lo que definía cada cual. Por ahora, en su corta vida, la tarea no estaba siendo difícil. La sonrisa estaba casi garantizada: cuerpo esbelto, conciencia tranquila, mente ocupada. Esta última era la que últimamente estaba más expectante. El presente curso, después de haber acabado el instituto con muy buen resultado, lo estaba dedicando al estudio exclusivo del alemán. Se había matriculado en una famosa academia y tomaba tres horas de clase diarias. El profesor era un nativo berlinés entrado en años con pelo y barba blanca y una de esas voces que consiguen que uno sienta que los músculos se encuentren justo donde deben estar. Tal era la suavidad del sonido que Anna tenía que esforzarse en aprender sobre la enrevesada lengua germana que tanto la apasionaba. Lo que tenía pensado hacer después de aprobar el grado avanzado de Escuela Oficial de Idiomas era ya parte del secreto compartido con su querida tía Marta.

    -¡Anna! ¡Despierta, corazón! Céntrate, mírame a los ojos y repite conmigo: soy un ser social y es bastante guay responder a las preguntas de los demás…- quien así hablaba era tía Herm que la miraba divertida superando el enrejado de sus rizadas pestañas cobrizas.

    Musitando una disculpa y agarrando a sus tías del brazo, salieron de la casa a paso ligero, como siempre que se va a algún acontecimiento importante, aunque no hubiera ninguna prisa…

    2

    El novio estaba nervioso, como es natural. Jaime tenía veintisiete años, guapo sin empalagar, ancho de hombros, alto, muy moreno y con unas características orejas de soplillo que por alguna extraña razón la naturaleza se abstuvo de pegar a su cabeza. No le quedaba mal, más bien, le daba a su porte caballeresco un toque de sentido del humor.

    Todavía no se creía que fuera a casarse con Marta, su indomable novia de quita y pon durante los últimos siete años. Marta era una chica buena de corazón, muy sensible y de una capacidad empática fuera de lo común. Si alguien de los aledaños lloraba alguna desazón, lloraba Marta también. Su compasión no era además puramente sentimental y de ahí su valía como persona. Ella reaccionaba con creatividad a las desgracias ajenas y no pocas veces aconsejaba e incluso solucionaba las cuitas que su querida sobrina le contaba cuando se hallaban en intimidad. Bióloga de profesión, su obsesión vital radicaba en los gorilas de llanura, especialmente en la relación de los gorilas hembra con sus crías. Marta era la encargada de estos simios en el zoo de la ciudad y su sonrisa al observarlos era tan amplia y luminosa que avivaban los celos de su inseguro novio ¿Había alguna vez esa boca sonreído hasta el dolor al contemplarlo a él, a Jaime? La respuesta siempre le dolía así que de una ligera sacudida de cabeza, se quitaba de encima los pensamientos que le enturbiaban.

    Fijó la vista al frente y se concentró en la llegada de la novia. Tal era la cantidad de pamelas, chales y abanicos que se ajustaban, retocaban o aireaban que a Jaime le costó distinguir a personas reales entre los pequeños huecos de carne que había entre los complementos. Ahí estaba Anna, espectacular. La sobrina predilecta de su prometida permanecía de pie, tiesa y elegante, centrada su mirada en el crucifijo de madera de detrás del altar. Espero que esté rezando por nosotros. Ay, Martita, no me falles, te quiero tanto… ¿Dónde estás? Al lado de Anna, Rosita, la sonrosada mejor amiga que, por alguna razón, parecía no querer alzar la mirada más allá de los hombros de la tía Luci.

    Marta seguía sin aparecer. Le había susurrado a Anna el día anterior que pensaba tardar un poco para hacerse desear. La definición de un poco quedó en el aire y esos veinte minutos ya transcurridos pesaban como losas sobre los hombros de Jaime, a cada segundo más encogido dentro de su chaqué.

    Rosita, desde la silla de ruedas medio ubicada en mitad del pasillo, le dio un buen codazo a su amiga en las caderas y la interrogó con los ojos, Anna se encogió de hombros discretamente y agarró con fuerza la mano de Rosi. Ésta frunció los finos labios de su regordeta carita blanca, era impaciente por naturaleza y su condición de inválida temporal la tenía más nerviosa que de costumbre. Según los doctores, esta tortura a cuatro ruedas la acompañaría a todas partes durante las siguientes seis semanas ¡Seis semanas! No quería volver a ver al chico cuya temeridad por poco se lleva a ambos al otro barrio. No era realmente su novio. Ni ella ni Anna tenían la más mínima intención de conocer a un chico que les desbaratase los planes. Primero nos comemos el mundo y de postre, quizás, dentro de diez años, se me antoje hombre. He aquí el mantra de ambas amigas.

    Súbitamente, cuando las murmuraciones empezaban a aflorar como el llanto de un niño al despertar de la siesta, la puerta del templo dio paso, por fin, a una menuda y fuerte figura en blanco marfil.

    Jaime se relajó tanto que su suspiro hizo ondear las pamelas de la tercera fila.

    Avanzó la novia sonriente aunque ni de lejos se parecía esa especie de mueca social a lo que ella sabía hacer con la boca cuando de verdad estaba feliz. A pesar de ello, siguió caminando mirando a ambos lados aferrada al tío Tom, marido de tía Herm. El padre de Marta, y abuelo de Anna, había fallecido hacía cinco años, dejando un inmenso hueco que todos se esforzaban en rellenar con bebés, maridos y esposas. Sin embargo, en vez de calmar el vacío, el aumento familiar lo hacía más patente, con todas esas personas que Abu habría amado al conocer…

    El traje de Marta había sido diseñado por ella misma casi en su totalidad. A pesar suyo y por opinión de la mayoría absoluta de las mujeres de la familia, el corte palabra de honor original había sido sustituido por un cuello de barco y una manga francesa en tela de tul. El vestido de crepé con una sobrefalda drapeada también de tul caía desde debajo del pecho en un corte imperio que recordaba a las túnicas de las mujeres de los senadores romanos. A lo único en lo que Marta no había cedido era en el peinado. Se negó en redondo a dejarse practicar un moño clásico tipo princesa Grace y, por el contrario, había escogido un semirecogido juvenil que dejaba escapar pequeños mechones rubios del indomable flequillo. Anna y Rosi la encontraron preciosa.

    Se dice que hay novias que parecen flotar hacia el altar por la ligereza que sus pasos asumen en la alegría de verse junto al novio. No era éste el caso de la tía Marta cuyos pies semejaban haber duplicado su tamaño, obligándola a arrastrarlos como a un par de piedras. Con una seguridad de porcelana china, Malena y las demás se decían entre ellas que tal reticencia era normal por los nervios. En realidad, Yeya no veía el momento de terminar con todo aquello.

    Al oír la voz del cura, el padre Jesús, tan amigo de toda la familia, todos se relajaron. Hombros cayeron y faldas se atusaron dispuestas por fin a disfrutar de una hermosa celebración. Anna, en cambio, no estaba tranquila aunque no llegaba a entender el motivo de su nerviosismo. Su temperamento pausado no estaba habituado a ese corazón inusitadamente acelerado. Sentía el estómago agarrotado y los latidos aprisionaban su cuello causándole una sensación de ahogo, abrió la boca como un pez y boqueó en busca de una buena ración de aire. ¿Bajada de tensión? ¿Subida, tal vez? Ignoraba la causa de sus males pero sí sabía que algo ocurriría a continuación, un presentimiento tan bestial como impreciso se adueñó de su mente. Con las manos encogidas sobre el pecho miró a su alrededor en busca de un algo desconocido o de un suceso inesperado. Ni siquiera oyó la última pregunta que, con voz gangosa, había hecho el cura a la pareja:

    -¿Habéis acudido libremente, sin coacción alguna, a contraer matrimonio en este sagrado templo en el día de hoy?

    Silencio.

    Todo lo demás ocurrió en un instante. Anna vio algo que nadie más pudo ver. Eso era obvio puesto que, en caso contrario, la estupefacción general habría sido excesiva y de consecuencias imprevisibles. Novio y novia se miraban a los ojos, las manos agarradas. De entre los párpados y la boca de ambos comenzó a brotar un fluido gaseoso, una nube, humo, Anna no podía, en su pánico, ponerle nombre a nada. Sólo sabía que le recordaba ligeramente al humo negro de las chimeneas aunque menos denso y más brillante. En lugar de ascender, este vapor se instaló al alrededor de los novios flotando a la altura de sus cabezas. Por si esto resultara poco para la pobre Anna, el tiempo estaba como paralizado. Nadie se movía y ella no podía descifrar si esa quietud era natural o en caso contrario… ¡Por Dios! ¿¡Es que nadie se da cuenta de que esos dos están ardiendo!?

    Lo que sucedió a continuación se transformó en un recuerdo que controlaría las noches de Anna durante meses. Jaime giró la cabeza y el humo desapareció con un chasquido sonoro y siseante. De pronto, en el momento en que Anna comenzaba a distinguir otra luz distinta que nacía, el sonido de dos letras unidas, contundentes, decisivas, aniquiló el silencio: NO.

    Luego, Anna se desmayó.

    3

    La anciana del sueño era su abuela paterna. Anna no recordaba a su padre, éste se fue cuando todavía no había cumplido los tres años. Holgar Jünemann no dio ninguna explicación. Un buen día, tras varios de miradas perdidas y apetito decaído, el guapo ingeniero alemán que había enamorado a Malenita hasta los huesos, cerró la puerta sin llevarse la llave. Pronunciar su nombre o hablar de él estaba casi prohibido en casa de Anna aunque ella había descubierto dos objetos que ponían cara y personalidad, al menos en parte, a su misterioso progenitor. Una foto revelaba unos rasgos que Anna había heredado directamente con la única intromisión del colorido hispano en cabello y piel. Rubio su padre como una espiga, morena ella como el carbón. En la imagen, su madre y él estaban tumbados sobre la arena de la playa, Malenita lucía un bañador color naranja butano que dejaba entrever una pequeña tripita que Holgar acariciaba con ternura. Ambos sonreían con cada átomo de sus caras.

    El segundo objeto era una carta en donde lágrimas enormes habían corrido la tinta sin piedad inflamando y encogiendo letras a su antojo. Tras varias semanas de dedicación exhaustiva, Anna pudo descifrar que su padre había regresado a Alemania y que algún día madre e hija comprenderían los motivos que tan urgentemente lo habían forzado a marcharse. Pues han pasado quince años, campeón. Rosita era la única que había visto la carta y no podía con la indignación de esas excusas tan huecas como juncos.

    Holger y Anna compartían con la anciana de su sueño los rasgados ojos de párpados ligeramente caídos que daban a sus dueños un aire despistado y soñador…

    Aquella mujer la esperaba como siempre en un verde campo junto a un lago cuya quietud sólo es posible en los sueños, en la orilla, una barca con sus remos en el interior. La anciana permanecía sentada en una roca, sonriendo ligeramente con sus finos labios e instándola con la mirada a acercarse hasta ella. Su peinado era igual que el de la Dama de Hierro británica y su vestido azul apenas se distinguía del fondo celeste y maravilloso que las envolvía.

    Anna se encaminó hacia la mujer sintiendo la humedad de la hierba colarse entre sus dedos descalzos. Se colocó de frente a la roca, enlazó sus manos y, esperando el discurso habitual, dijo con voz clara: Hola, abuela

    -Anna, querida, has crecido…. Sé que piensas que no es posible pues hace sólo dos noches que nos vimos por última vez, aquí, en el lugar donde viven tus sueños… pero, a través de mis ojos, puedo percibir el cambio. Con cada experiencia, y más si ésta es sumamente extraña, nuestra alma recibe el golpe de un cincel que hace que nunca vuelva a ser la misma.

    Anna se balanceaba suavemente hacia los lados esperando impaciente el resto del mensaje ya conocido.

    -Dile a tu padre que está cerca de la solución pero que a veces los problemas no lo son en realidad, la importancia de algo depende de la actitud que uno adopte. Los errores del pasado, aunque duelan, no tienen por qué repetirse por mucho que se repitan las circunstancias, ¿comprendes?

    -No abuela, no lo entiendo- la misma respuesta cada vez.

    -Lo harás. Eres lista, no lo olvides, más que yo. Dile a Holger que me perdone, que creí estar actuando como una madre responsable. Vete a ver a tu padre mi niña y suplícale que me perdone. Ojalá pudiera hacerlo yo pero no creo que se me presente la oportunidad…

    Llegado a este punto, la abuela lloraba invariablemente. Se cubría el rostro con una mano y sus delicados hombros se sacudían con ritmo incierto entre sollozos. Anna no sabía si lo que quería su abuela era controlar el llanto o buscaba quizás vaciarse de dolor. En todo caso, tenía la sensación de que la pobre mujer no guardaba en su interior el consuelo de las lágrimas derramadas en el sueño anterior. Se acercó en silencio, alargó un brazo y justo antes de que sus dedos rozaran el suave tejido de la chaqueta, Anna, como siempre, se despertó.

    4

    6 meses antes:

    Rosita se aferró a la chaqueta de cuero negra que tenía delante. Ya era de noche, las nubes habían castigado a la luna sin salir y la carretera tenía un aspecto siniestro. La única luz provenía del faro delantero de la Yamaha Fazer de seiscientos centímetros cúbicos del guapo Carlos. La chica apretó los dientes e intentó ahuyentar el terror concentrándose en la discusión que había tenido con Anna aquella misma tarde: doña Anna Jünemann, la gran chica sensata, la autora del manuscrito original de su propia vida, la que nunca dudaba de nada… Su amiga la había regañado concienzudamente sobre su repentina afición a jugarse la vida sobre las dos ruedas que giraban en ese momento entre sus piernas vacilantes.

    -Ese chico no va a traer nada bueno, te lo digo ya. No estudia, ni trabaja, ni nada de nada ¿Qué pasa contigo, Rosita? ¿Estás perdiendo la cabeza por él? ¿Y nuestros planes…? El año que viene vamos a la facultad y tenemos que…

    -¡Qué tendrá eso que ver con Carlos! Sólo es un amigo, para que te enteres. Sigo siendo tan ambiciosa como tú pero, a diferencia de ti, me gusta divertirme un rato, para variar.

    -¡A mí me gusta divertirme! Pero sin que nadie controle mis emociones. Por Dios, Rosi, ya habrá tiempo para eso…

    -TÚ vives como si el resto de las personas no existiesen, Anna Jünemann, y un día te darás cuenta de que no tienes un escudo protector y que, aunque tú no quieras, tendrás que ceder, soñar, llorar y puede que, y no te asustes, ¡enamorarte!

    Tras esta última palabra, había salido de la habitación violeta de Anna dando un portazo que hizo tambalear los estantes repletos de libros sobre la Segunda Guerra Mundial…

    El recuerdo, a su pesar, hizo que una lágrima resbalara por su mejilla siendo inmediatamente absorbida por el esponjoso material del interior del casco. No tuvo tiempo de plantearse darle a su llanto una segunda oportunidad. Una luz cegadora. Un frenazo. Un derrape. Oscuridad total.

    Rosita quería abrir los ojos pero los párpados eran sus enemigos. Tenía que derrotarlos. Sus manos, localizadas, tiraron con fuerza de las sábanas. Venga, Rosi, abre los ojos. La luz la volvió a cegar y los cerró de nuevo. Le dolían terriblemente la espalda y la cadera. Una voz, tan familiar como la suya propia, la sacudió por dentro y una corriente eléctrica le subió desde el estómago hasta las pestañas que, por fin, liberaron a la chica de la negrura. Movió las pupilas y ahí estaba, Ann, su Ann ¿Dónde estoy? Tan sólo pudo articular las palabras con los labios porque su voz yacía enterrada bajo un enorme peso en la garganta. Anna la abrazó con fuerza y cuidado a la vez. Empapó la almohada de su amiga mientras, sollozando, no paraba de decirle una y otra vez ¡Te lo dije, cabra loca, te lo dije…!

    Algunas semanas pasaron hasta que Rosita comenzó a sentirse mejor. Ya se incorporaba sin dificultad, comía bien el perpetuo puré color vainilla que debió de cocinarse, según ella, en una olla del tamaño de una gasolinera. Decidió, en su aburrimiento, que había una conspiración para anular su nada despreciable placer por la comida y su cara sólo se iluminaba cuando Anna la visitaba. Ésta aparecía siempre con dos o tres pelis, unos discos de La Oreja, sus apuntes de alemán y bien sujeta entre los dientes una bolsa transparente con dos regalices de nata, frescos, frescos. Un día, las amigas estaban charlando sobre los chicos del instituto y los vanos intentos de un par de ellos para quedar con Anna cuando una enfermera entrada en años las interrumpió. Concha era su nombre y amable su apellido. Tenía una piel finísima, sin arrugas y unos grandes ojos grises ¡Cuánta paz desprendía! Sonrió a las dos muchachas y dijo, mirando a Rosita, que tenía una visita masculina. Esto último lo pronunció despacio para que la chica se colocara correctamente el tirante del camisón y subiera el embozo de la sábana. Rosita comprendió y obedeció soltando una risita, ¿quién podría ser, a todo esto?

    Anna miró el reloj, le dio un beso rápido en la mejilla y salió corriendo mascullando algo sobre unas clases extra en la academia. Al salir, se topó de bruces con Jaime, el novio de la tía Marta, casi irreconocible con su bata blanca y unas gafas de montura gruesa de carey. Anna recordó al instante que el hombre acababa de aprobar la oposición y estaba de residente en la planta de medicina interna, ¿nueve pisos por encima de traumatología? Con estos pensamientos, desapareció dejando sin saberlo a una Rosita roja como la grana.

    Durante las siguientes semanas, Jaime la visitó con una frecuencia que, sin poder tacharse de abusiva, tampoco podría calificarse de ocasional. Tras un rápido saludo de esos que intentan evitar sacar el tema de los motivos por los que uno está ahí, se ponían a charlar y las palabras se deslizaban con la facilidad que da esa extraña química que se produce a veces entre dos personas. Nada importante sucedió pero Rosita, sin saber muy bien por qué o quizás por todo lo contrario, decidió ocultar a su amiga todo sobre aquellas visitas masculinas.

    5

    Después de la boda:

    Un fuerte olor a sales la despertó. Parpadeó dos veces e intentó incorporarse con demasiada brusquedad, tanta que un ligero mareo la obligó a recostarse de nuevo sobre el mullido cojín ¿Qué ha pasado? En ese mismo momento, como si un rayo le atravesara la cabeza, Anna recordó con claridad lo ocurrido antes del desmayo: la boda, su tía, la nube, el rechazo… y, por encima de todo, la sensación punzante de que algo excepcional había pasado con ella misma.

    Muchos pares de ojos la observaban con avidez. La chica había sido llevada en volandas al salón de su casa donde ahora, sobre un blanco sofá de chenilla, una multitud la rodeaba pensando, probablemente, que el día nunca se desarrolla como se espera uno. Las tías la palpaban pero su cuerpo estaba intacto gracias a Rosita que se las apañó, desde su posición desventajada, para que su amiga no diera con la frente en el banco de delante.

    -Estoy bien- musitó Anna- por favor, apartad ese frasco de debajo de mi nariz…

    Su madre estaba arrodillada junto a ella, con el tupé aplastado y tomándola de la mano comenzó a interrogarla sobre cada uno de sus actos desde que se había levantado de la cama. El tema del no-desayuno fue la conclusión de una enfadada Malenita que ordenó que le trajeran de inmediato una coca-cola. La tía Herm no le quitaba el ojo de encima y Anna creyó ver en ella una expresión suspicaz que la forzó a bajar la mirada. Lejos de darse por vencida, la señora se acercó a su oreja y apartando suavemente los cabellos le susurró:

    -¿No habrás fingido, alma de Dios, para restar protagonismo a la simpática de tu tía?

    Anna se retiró al rozarle sus pestañas en la sien y la miró incrédula. Se había desmayado de verdad por primera vez en su vida pero, ciertamente, habría sido una jugada perfecta para desviar la atención de los presentes. Cuando su cabeza desapareció bruscamente del jardín de testas emperifolladas y ante el grito de Rosita, novia, novio e invitados dejaron de pensar en la fatídica palabra pronunciada por la que se equivocó aquella mañana al enfundarse en el blanco vestido para concentrarse en la muchacha desmayada…

    Después de tres sorbitos a la fría lata de refresco, la chica se sintió mejor. Rosi la observaba con las cejas alzadas elaborando mentalmente lo que más tarde le contaría a su amiga sobre la escenita que había montado. La gente de la calle había asistido muda a como un tropel de flores con tacones cargaban a toda velocidad a otra flor, acaso muerta…

    Para rematarlo una loca en silla de ruedas se esforzaba por alcanzar al ramillete derrapando en las esquinas al grito de ¡¡¡esperadme!!!

    -¿Dónde está la tía Marta?- preguntó Anna con pocas esperanzas de verla por ahí.

    Los más allegados de los invitados a la boda estaban en el salón. Tía Herm y tío Tom con sus tres hijos: las mellizas Sara y Guadalupe, ambas de la edad de Malenita y Tomcete, de veinticuatro años, bronceado y con las cejas primorosamente depiladas. Sujetaba sin pudor a su nueva novia por detrás, apoyando la cabeza encima de su hombro, aún más bronceado. Ella alucinaba y él parecía ser el único que se aburría.

    Entre todos los allí reunidos: maridos de las tías, primos y amigos de los novios flotaba una misma pregunta que los unía en un lazo invisible: Y ahora, ¿qué hacemos…?. La alusión de Anna a Marta, única responsable de todo el tinglado, despertó del letargo a los presentes que se miraron con una boba expresión… ¡La novia! ¡Y el novio! Era evidente que ambos debían de estar en paradero diferente y, seguramente, muy distanciado. Jaime habría huido con alas en los mocasines hacia su piso de soltero. Anna se lo imaginó sentado en la cocina, con la mirada desvaída e intentando encontrar respuestas en un vaso de whisky y sus tintineantes cubitos, ¡pobre, pobre Jaime!

    Murmurando que ya se encontraba mejor y que quería cambiarse de ropa, Anna logró zafarse de las quinientas manos que quisieron mantenerla en posición horizontal, ni hablar, no tenía tiempo que perder. Se dirigió a su cuarto lo más rápido que sus aún titubeantes piernas le permitieron, se puso unos vaqueros a la velocidad del rayo y blandiendo una camiseta, bajó de nuevo las escaleras, esta vez, procurando no hacer ningún ruido. Pero en el salón la atención del público estaba centrada en Yeya que, como madre de la novia y por tanto, la desairada mayor del reino, había asumido el mando. Anna no dudó de que la casa estaría vacía en un periquete.

    Ya en el jardín delantero, fue corriendo a buscar su bicicleta. Sabía perfectamente donde estaba la tía Marta pero, por ahora, no pensaba compartirlo con nadie.

    Aparcó su bici al lado de la verja. Desenganchó la cadena del candado que siempre llevaba en el manillar y la pasó por detrás de uno de los barrotes para después echar la llave. Todo lo hizo con calma en un desesperado intento de sosegarse, demasiadas cosas habían sucedido en poco tiempo. Formuló una pequeña oración sin palabras, una petición muda para, quizás, sentirse menos sola y más valiente.

    Pagó la entrada con un billete de veinte euros que había encontrado en el bolsillo de su pantalón por lo común bastante escaso de capital. A veces, la suerte en los pequeños detalles está de parte de uno.

    Se encaminó por la avenida principal del zoo retorciéndose las manos, tomó el segundo camino de la derecha y, haciendo caso omiso a las miradas de reproche de cebras y jirafas, poco acostumbradas a que uno de esos monos vestidos las ignorasen, llegó a su destino: el área destinada a los gorilas. Ahogó un grito. Dio gracias de que fuera la hora de comer y de que el cielo, plomizo, amenazara un inminente chaparrón. Aunque realmente esperaba ver allí a su tía, no dejó de sorprenderse ante la escena que se desarrollaba ante sus ojos manchurreados de máscara de pestañas: una familia de gorilas enormes dormitaban perezosamente en torno al macho de espalda plateada tumbado como el rey que era en un cómodo tocón. Entre ellos, como una más, la tía Marta. Aún llevaba el vestido blanco casi irreconocible. A Anna le produjo un especial desasosiego la visión de un traje de novia, que creemos incorruptible, en semejante estado. Una cría muy pequeña se acurrucaba en su regazo mientras sus hombros se agitaban por el sollozo. Dos segundos más tarde, a la vez que Anna gritaba el nombre de su tía, un trueno retumbó entre las nubes, preludio de una cortina de agua que empapó en un instante y sin piedad a las dos mujeres.

    Anna corrió hacia la puerta de metacrilato de la moderna jaula golpeándola con fuerza pero Marta, sin verla, se estaba introduciendo junto con sus amigos en peligro de extinción en una pequeña construcción de cemento destinada precisamente a protegerlos del clima, parecía la viva imagen de la desolación. Escurridiza como una sirena, brillante su piel y pálida su cara, desapareció de la vista de Anna.

    Ésta gritaba y gritaba pero el viento se llevaba su voz mezclándola con la lluvia. Se preguntó si habría otra entrada y justo cuando se disponía a recorrer el transparente perímetro, una fría mano en su cintura la hizo girarse bruscamente. Respiró aliviada y abrazó a su tía. Ambas lloraban.

    Como si alguien las estuviera espiando, cosa que haría cualquiera que se hallara en las inmediaciones, corrieron ambas de la mano con Marta como guía, pronto llegaron a una especie de caseta de madera. La tía cogió una chorreante maceta con un cactus y se hizo con un manojo de llaves, una de las cuales abrió la ligera puerta de una diminuta oficina. Hizo entrar a su sobrina que la miraba horrorizada de lo que las circunstancias pueden hacerle al aspecto de una persona. La antaño resplandeciente tela inmaculada se había pegado a sus musculosas piernas como una segunda piel, la tía Marta, sin embargo, se movía con total agilidad por el reducido aposento. Abrió un armario y se puso una camisa de cuadros masculina y unos shorts caqui. Le lanzó una versión de lo mismo a Anna que se mudó de ropa por tercera vez en un mismo día. Después, ambas se sentaron en el catre cuyos muelles crujieron bajo el peso de sus cuerpos.

    -Te debo una explicación- empezó su tía mirándola a los ojos.

    -¿A mí? Yo creo que Jaime se la merece más que nadie…

    Anna ya había decidido para sus adentros no contar nada de su insólita experiencia. En el fondo de su alma, latía la esperanza de que se hubiese tratado de un hecho inexplicable pero único.

    -Ya, claro, Jaime.

    -¿Ya, claro, Jaime, tía? Lo dices como si te hubieras olvidado de comprar sal, ¿te has vuelto loca?- en la cabeza de Anna, por lo común tan ordenada, la espontánea acción de dejar al novio plantado en el altar no entraba ni con calzador.

    -Loca no, Anni, loca no. Por primera vez en mi vida he visto las cosas claras. Creo, de hecho, que nunca he estado más cuerda. Menos mal que me he rajado ¿no crees? Él no era para mí. No se merece un amor descafeinado, además…

    -Además, ¿qué?

    -Además, tengo la certeza de que él tampoco me quiere a mí como él cree. El amor, si no es correspondido, no es real.

    -¿Tú crees?- a pesar de su nula experiencia, Anna sí que creía que era posible que Cupido disparase su ardiente flecha en una sola dirección ¿Por qué no?

    -Hoy me he levantado con la sensación- continuó la mujer ignorando el ceño fruncido de su sobrina- de que no estamos hechos el uno para el otro. Me consta que no es así como deben hacerse las cosas pero créeme, Anni, lo único que he hecho es actuar con lealtad.

    -Pero, Marta…, ahora se supone que deberías dar una explicación…

    -¿Una explicación? ¿Para qué? ¿Para quién? Yo creo que el haber dicho que NO a la pregunta más importante de mi vida lleva consigo todas las explicaciones posibles: no le amo y punto. Me muero del hambre, ¿y tú?

    En ese momento, su sobrina sintió como si el estómago hubiera tomado posesión de su cuerpo ¿Dónde se había metido antes? Afirmó rápidamente.

    La tía Marta se levantó de un salto y comenzó a lanzarle a Anna todo un surtido de galletas, patatas y frutos secos de una atiborrada alacena que asistía muda a tal saqueo. Sujetando una tableta de chocolate negro al cincuenta y dos por ciento de cacao, volvió a sentarse junto a la muchacha.

    -Tú y yo tenemos que hablar seriamente, seriamente de veras- se acuclilló en el suelo y posó sus codos sobre las rodillas de Anna. Sus ojillos marrones, enmarcados en unos párpados arrugados debido al perpetuo empeño de su sonrisa en contagiar al resto de su cara, se centraron en los de su sobrina preferida. Se apartó un mechón de pelo y esperó.

    Anna carraspeó y fue incapaz de sostenerle la mirada. Confiaba mucho en su tía; de hecho, ella era la única que sabía que tenía planeado viajar a Berlín durante las vacaciones navideñas. La tía Marta conocía el contenido de los sueños con su abuela e incluso había comprendido por qué Anna tenía ese súbito deseo de localizar a su padre. Era lógico que la niña sintiera curiosidad por conocer a aquel ser enigmático que le había dado la vida y el mensaje encriptado de Rebeca era una excusa perfecta, aunque sólo se tratase de una broma del subconsciente. Marta adivinó que la muchacha se debatía interiormente sobre qué decir a continuación.

    -Veamos, Anna, voy a hacerte una pregunta que quiero que respondas sinceramente.

    -Te escucho- dijo a media voz arrebujándose en una vieja manta, no conseguía entrar en calor…

    -En la iglesia… ¿Has fingido el desmayo para provocar un revuelo o aquello ha sido de verdad?

    -¿Esa es la pregunta? ¿Tú también? ¿Es que acaso no me conocéis? Te prometo que he perdido completamente el conocimiento- se mordió los labios. Si le confesaba lo que había vivido antes…, casi con seguridad, tía Marta le aconsejaría amablemente consultar a un profesional de esos con la sangre densa como un puré que le preguntaría sobre unos traumas que acabarían inventándose entre los dos. Ni pensarlo

    -Eso creía- dijo su tía palmeándose las rodillas- Entonces, me temo que ha llegado el momento de darte algo que llevo guardando muchos, muchos años- de pronto, se puso visiblemente nerviosa- ¿Te he dicho ya que no te disgustes, cariño? En un gesto que su sobrina había heredado, se retorció las manos como si cada uno de sus dedos tuviera la urgente necesidad de entrar en contacto con todos sus hermanos.

    Se dirigió a una mesa escritorio de formica blanca con varios cajones cerrados con llave. De una cajita antes hogar de una pequeña joya, sacó una llavecilla y abrió uno de los cajones. No sólo lo abrió sino que lo extrajo totalmente, se lo puso sobre las rodillas y lo revolvió con brusquedad. Su cara de concentración mientras examinaba uno a uno los inútiles objetos que allí vivían, le hizo temer a Anna que su tía se hubiera vuelto completamente loca.

    -¡Aquí esta!- la mujer sostuvo delante de sus narices un sobre amarillento- Mira, sobrina, esto me lo dio tu padre antes de marcharse. Bueno, más bien me lo deslizó por debajo de la puerta, para ser francos… Este sobre venía acompañado, además, de la nota más incomprensible que he visto en mi vida…

    Anna miraba el sobre como queriendo devorarlo.

    -La nota era para mí- dijo su tía contenta de que, al menos, por ahora, su sobrina no se le hubiera lanzado a la yugular- En ella decía que si a partir de que cumplieras los dieciocho años te desmayabas, sin motivo médico aparente y con personas a tu alrededor, pues que te diera este pequeño sobre. ¡No lo he abierto!- ceremonialmente, la tía Marta se lo entregó a Anna cuyos dedos estaban como electrizados. Le parecía increíble que el abandono de Marta a su novio en los mismísimos pies del altar hubiera pasado a segundo plano. Entrecerrando los párpados, tomó el viejo papel sospechando por primera vez si todo aquello no sería más que una broma, la televisión nos da ideas absurdas que llegan a formar parte de nuestro abanico de hipótesis. Desechó tal posibilidad y abrió el sobre. Dentro: un papel de cuadrícula doblado excesivamente y, junto a él, un anillo. Lo observó cuidadosamente bajo la atenta mirada de su tía. Era muy original: ancho, de plateado mate y con una línea negra brillante que recorría la circunferencia rodeándola por completo, de dicha línea negra colgaban dos cadenitas finísimas y cortas de las que pendían dos figuritas. No tardó en darse cuenta de que eran letras: una H y una M. Holger y Malena. No había duda. Se lo probó en la mano izquierda. Le quedaba bien. Era un anillo de mujer y, por alguna razón, su padre lo había dejado para ella. Se preparó mentalmente intentando suavizar sus constantes vitales y desdobló el papel con sumo tiento. Estaba muy estropeado por las esquinas y el color del óxido se había instalado en las dobleces por el paso de los años. Sabía positivamente que, bajo ningún concepto, la buena de su tía iba a soportar no conocer el contenido de la nota; así que, en un inteligente ahorro de energía, alisó la hoja ante los dos pares de ojos:

    "QUERIDA HIJA:

    Si tienes este papel en tus manos es porque algo extraño te ha sucedido hoy. Confío en que tu tía haya sabido guardarlo todo este tiempo y cumplido con las instrucciones que le di…

    (Marta tosió discretamente como para hacer notar la rectitud con la que había llevado a cabo el encargo)

    Tenemos que vernos. Es tan importante como lo es tu propia vida y la de los tuyos. JAMÁS cuentes más de lo debido (estoy seguro de que entiendes lo que quiero decir) a nadie.

    Es posible que hayas notado que alguien te lleva siguiendo durante algún tiempo. Es importante que te pierda el rastro.

    A continuación te doy las pautas que has de seguir para contactar conmigo. No te muevas de la ciudad bajo ningún concepto.

    Te quiere: tu padre.

    PD1: quemar inmediatamente después de leer.

    PD2: dejo en tus manos el anillo que, en su día, regalé a tu madre. Es la prueba de que soy yo quien te escribe estas palabras.

    Holger Jünemann. A 24 de febrero de 1997"

    Al final de la hoja, había escritas una serie de instrucciones divididas en los pasos concretos que Anna debía de dar. Ya se concentraría más tarde en esto último.

    Le dio la vuelta al papel con ansiedad, ¿ya? En su fuero interno, Anna había esperado una especie de carta lagrimeante, con su padre rogando por su perdón o algo por el estilo. Desde luego, todo menos ese incomprensible galimatías tan prosaico y desprovisto casi de sentimientos. Apartó la decepción agitando la cabeza y se centró en el contenido de la misiva. ¿Qué narices significaba todo aquello?

    -Parece la carta de un esquizofrénico sin tratamiento- la tía Marta hizo honor a su afamada sinceridad- No le irás a hacer caso, ¿verdad? Al final va a ser verdad lo que decía tu tía Herm sobre ese alemán. Era como un bloque de hielo con forma humana, más introvertido que un caracol y, por lo que ahora parece, un loco de remate…

    La cabeza de Anna bullía de actividad. Un millón de pensamientos se agolpaban sin orden ni concierto en su afán de comprender siquiera una milésima parte de lo que estaba pasando. Imposible atar cabos con cuerdas tan cortas.

    -Vete a casa cariño y descansa. Diles a todos que estoy bien y que me perdonen…

    Anna asintió como un robot a los sonidos que salían de la boca de su tía. Su mente, absolutamente absorta, había declarado la independencia al resto del mundo. Susurró un amago de despedida y salió de allí con una única idea clara en la cabeza: resolver el misterio en la más absoluta soledad.

    La explosiva reunión estaba teniendo lugar en el jardín de los Matute, a tres casas de distancia del adosado de Anna. Ante el nerviosismo general, doña Isabel Matute pidió permiso a Yeya para que su trocito de cielo verde sirviera de cuartel general donde llorar, chismorrear, decir palabras malsonantes y holgazanear, como el primo de la novia chamuscada.

    Mágicamente, apareció una ingente cantidad de sillas y vasos de zumo de limón (el limonero de los Matute daba unos limones como pelotas de baloncesto, Nita procuraba no mirarlo mucho). Más de un varón acepto un whisky que Óscar Matute ofrecía encantado bajo un aluvión de miradas de reproche de su enérgica mujer. El pobre llevaba con resignación su justificado complejo de chófer y paga facturas.

    La abuela, con voz autoritaria, decía a los presentes que sentía lo ocurrido y que, por supuesto, jamás tuvo ni la más mínima sospecha de que algo así podía pasar. La suspicaz Rosita percibió un par de centelleos dorados en sus ojos rasgados, ¡ja! si alguien era capaz de semejante tropelía, ésa era sin duda su díscola hija Marta. Buena como una nube de golosina e igual de inestable.

    Súbitamente, Rosi se percató de la ausencia de Anna y recorrió visualmente todo el jardín girando sobre sí misma en la silla de ruedas con una digna habilidad. Abrió su bolso de raso azul y la llamó al móvil tamborileando el suyo con sus dedos regordetes. Nada. Colgó irritada. ¡Buen momento para desaparecer!

    Un aumento considerable en el volumen de las voces del jardín atrajo su atención, todos rodeaban algo o a alguien, alargando los brazos y murmurando todo tipo de pésames y condolencias. Rosita se abrió paso a empellones con su armadura de metal y pisando algún pie que otro obtuvo plaza en primera fila. Ahí estaba él: el novio sin novia, sin corbata, sin orgullo… Sentado en una silla de jardín, no decía ni media palabra, con las piernas separadas y masajeándose salvajemente el cuero cabelludo. Miró a sus espectadores.

    -Entonces, ¿nadie sabe dónde está?- sus ojos delataban ansiedad y preocupación… ¿desolación? Como respuesta, sólo obtuvo silencio y miradas perdidas. Siguió buscando hasta que sus pupilas se toparon con otras que le lanzaron un chorro de energía revitalizante y el corazón afligido entrevió la estela de una nueva ilusión. Dos cosquilleos ocurrieron a la vez en dos cuerpos distintos que se miraban, sensaciones tan involuntarias como el hambre e igual de invisibles para los demás. Rosi bajó los ojos y fue consciente de que tenía, de una vez por todas, que reconocer un hecho tan real como su propia existencia: estaba enamorada del novio de la tía Marta. De ese hombre de orejas como trompetines, leal como el mejor de los perros y tremendamente masculino en el fondo y en la forma. ¡Madre mía! ¡Se había enamorado de Jaime! Ocurrió, lógicamente, durante sus visitas en el hospital, ahora lo veía claro: él se relajaba en su presencia mientras ella desplegaba su mejor repertorio de comentarios jocosos. Dios mío, que me deje de mirar… Jaime, a su vez, no podía evitar acordarse de cómo ella lo tranquilizaba dulcemente en sus desvelos de residente, tratándolo con tanta familiaridad que tuvo que controlarse en más de una ocasión para no multiplicar por diez el goteo de tímidos saludos desde la puerta.

    Los demás asistieron anonadados a cómo el rostro de Jaime adquiría una inesperada serenidad. ¡Gracias a Dios que no se había casado! Una sonrisa iluminó su semblante y con un par de palmadas al aire se puso de pie. Hizo frente al auditorio como mejor supo:

    -Bueno… yo me marcho. Gracias a todos por vuestras palabras (aunque no había escuchado ninguna) y disculpad las molestias- y sin más, se dirigió a su nuevo y reluciente Volvo al que alguien había tenido el detalle de retirar los ramilletes de margaritas que colgaban de la puertas. Rosita lo observaba mordiéndose con saña el inocente labio inferior al que soltó para lanzar al aire la pregunta que su sentido de la responsabilidad le exigió de repente:

    -¿Sabe alguien dónde está Anna?

    El revuelo fue instantáneo.

    6

    Quince años atrás:

    -Entonces, ya lo sabes. Siento ser yo la que te diga esto, de veras. No es fácil para mí- Rebeca Jünemann no intentó acceder a la casa. Sabía que era inútil tratar de ver a su nieta.

    -¿Y has venido hasta aquí sólo para decirme esto?- su hijo Holger no daba crédito- ¿Cómo lo has sabido? No la conoces… ¡Espera! Te has agazapado entre los setos, ¿no es cierto? Nos has espiado, mamá. Es repugnante.

    -Pero cierto- replicó Rebeca sin dar señal alguna de remordimiento- Desgraciadamente.

    Holger chasqueó la lengua y meneó su rubia cabeza. Se atusó hacia atrás los cabellos intentando asimilar la información. El sentimiento de pena de su madre no era más auténtico que una orquídea de plástico pero Rebeca Jünemann no mentía nunca, Holger creía conocerla bastante bien. Demasiada clase, demasiada dignidad.

    -Tienes que irte hijo. Lo sabes muy bien. Tienes que irte cuanto antes y…

    -¡Cállate madre! La niña está en la casa. Tiene tres años pero no es estúpida.

    Como suele suceder, cuando se invoca a alguien en su ausencia, la persona suele aparecer. Así que una divina carita morena de ojos de gatito curioso se asomó por detrás de las piernas de Holger.

    -¿Quién es esta señora, papaíto?- la chiquilla pronunciaba con claridad y miraba con esa tranquila inocencia del que se sabe amado.

    -Hola preciosa- su abuela se agachó y la tomó de las manitas- Que guapa eres. Se parece a ti cuando tenías su edad, Holger, sólo que remojada en un tintero. Su hijo no la escuchaba, meditando profundamente con el codo apoyado en el umbral.

    Disimuladamente, la señora apartó unos cabellos a un lado de la cabeza de la niña para mirar detrás de su oreja derecha. Ahí estaba, sus antepasados, sus descendientes, la maldita familia. Notó la mirada de Holger clavada en su coronilla y alzó el rostro hacia él. Esta vez sí que había genuina compasión en su mirada.

    -¿Qué?- pregunto el padre, jadeando.

    -También- fue la escueta respuesta.

    -Lo resolveré. Lo juro- sus ojos recorrieron la casa como si alguna silla o cojín fuera a darle la respuesta. No te dejes llevar por el pánico Jünemann.

    -Es posible. Creo que sabrás por dónde empezar… pero no olvides que a veces todo se queda en…

    -Sí, claro- ironizó Holger con amargura- Puedes marcharte madre. Quizás nos veamos pronto.

    -No lo creo. Tomo un avión esta misma noche a Nueva York. Tengo trabajo. Después Washington. Ya sabes.

    -Sí, ya sé- murmuró el hijo despechado. Perfecto traje sastre, carísimo broche en la solapa, zapatos de diseño… Todo su aspecto era testigo de lo bien que la trataban aquellos que la habían descubierto. Ella era una joya de un valor incalculable y había sido poseída por las que sí se pueden comprar. Es difícil apearse del tren del dinero una vez que se viaja en primera clase.

    -Adiós, pues.

    Holger la vio subirse en el oscuro Bentley habitual sin poder explicarse tamaña frialdad, él mismo era una brasa incandescente al lado de aquel témpano que le había dado a luz.

    El hombre pasó varios días deambulando sin acertar a tomar ninguna decisión, consumido por la ansiedad. Observaba a su familia con ojos tristes y una sonrisa que no sonreía: todo mentira. Antes o después, ese castillo que creía seguro caería igual que uno de naipes. Y además estaba Anna: su concienzuda hija de tres años que cada diez segundos le preguntaba como se decía esto o aquello en alemán. Su interés era descomunal, el pequeño cerebro se maravillaba de que cualquier cosa pudiera decirse de varias maneras diferentes. Distinta palabra, mismo dibujo en la cabeza. Fascinante.

    -Este mundo me va a divertir- palmeaba la niña como si hubiera otros en los que uno pudiera irse a vivir.

    Sentado en la mesita de la cocina, Holger encendió el pequeño televisor. Las noticias. Un avión había sido víctima de un fallo mecánico justo cuando se disponía a despegar del aeropuerto de Madrid, ni cuatro metros de altura llegó a alcanzar aquel desafortunado pájaro hueco. Sesenta y tres personas fallecidas y un centenar de heridos. Su destino eran los Estados Unidos, el mismo lugar a donde su madre se había ido la noche después de su visita, haría ya una semana. De pronto, recordó un detalle que hasta ese momento no había creído necesario evocar: cuando Rebeca se agachó para observar a Anna, dejó el bolso en el suelo. A través de la apertura de la rígida piel asomó una entrada para una obra de teatro cinco días más tarde pero en España: Cinco horas con Mario. Rebeca amaba el arte y la belleza, y tampoco desdeñaba el glamur de los palcos… Holger comprendió que su madre le había dicho que partía de inmediato como excusa para no tener que verse más, estando el tema que la había traído hasta allí más que zanjado, ¿para qué pasar otro mal rato? Terrible y dolorosamente lógico.

    Sin despegar las pestañas de la pantalla, Holger cogió el teléfono y marcó el número del aeropuerto. Tuvo que esperar diez eternos minutos hasta que una voz aniñada le preguntó: ¿Podría usted decirme el nombre y los apellidos del pasajero?

    -Er, no estoy seguro de si

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1