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Cuando florece la higuera
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Libro electrónico358 páginas6 horas

Cuando florece la higuera

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Articulada a partir de tres ejes narrativos que corresponden a tres grupos de familias de distinta situación social pero vinculadas entre sí, Guzmán, con gran manejo de la tensión, nos conduce por los vericuetos y las luces y sombras en las existencias de sus integrantes. Novela situada en la postdictadura, muestra los conflictos y quiebres de seres de enorme precariedad emocional en un tiempo que no acaba de concluir ni de comenzar.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
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    Cuando florece la higuera - Jorge Guzmán

    Jorge Guzmán

    Cuando florece la higuera

    © LOM Ediciones

    Primera edición en Chile, 2010

    ISBN: 978-956-00-0160-3

    Primera edición, Debate, Barcelona, 2003

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    In memoriam

    María Chávez Alvarez

    Teresa Chávez Alvarez

    Jorge Guzmán Mieres

    Primera Parte

    I

    Desde mediados de junio empezó Beatriz a recordarle a su madre las magias de la noche de San Juan, y encontró en la Benita una aliada entusiasta. Que sí, señora, que hicieran lo que decía la niña, señora, lo de las papas y los papelitos con nombres, y que echaran cera derretida en agua a la medianoche. Terminaron por contagiar a doña Soledad, que sabía algunas otras de las brujerías tradicionales: rodear la manzana a las doce con una maleta en la mano, si se quería viajar mucho durante el año, o dormir con una prenda de alguien o con su fotografía bajo la almohada si se deseaba saber la verdad sobre esa persona en un sueño. Pero todo se les fue en conversaciones, y no prepararon nada. Recién la noche misma, al traerle al caballero el agüita de hojas de naranja que tomaba después de comida, la señora ¿por qué ladra tanto ese perro, Benita? y ella, no sé, señora, puede ser por la noche de San Juan, los perros ven cosas.

    No quedaba mucho que se pudiera hacer a esa hora, pero alistaron las magias de siempre, después de comida, entre las burlas cariñosas del padre que se puso a incitarlas, riendo, a que intentaran un complicado rito de adivinación ¿te acuerdas, Soledad? La oficiante debía sentarse, sola y desnuda, ante una mesa iluminada por dos velas, entre las cuales se habría puesto un tiesto blanco, ancho, como los antiguos lavatorios, lleno de agua, y frente a un espejo de tamaño adecuado para reflejar el agua, todo lo cual se completaba con un trozo de género que había de ser nuevo y blanco. A las doce, sosteniendo el género con ambas manos, como un telón, la oficiante vería correr ante sus ojos las escenas principales de su futuro reflejadas en el agua y en el espejo. Muy difícil, comentó Beatriz, mucha complicación, atenta a mondar hasta la mitad una papa cruda. ¿Alguien lo ha hecho alguna vez? Tu mamá y tu tía Cordelia. ¿En serio?, preguntó la joven, divertida, ¿y piluchas las dos, mamá? No, claro, estaban vestidas y tal vez por eso no consiguieron ver la película de su futuro esa noche.

    ¿Te acuerdas, Francisco? Fue en el segundo año de casados de ellos, cuando ocupaban el departamento de la avenida Bustamante, que les quedaba muy holgado para los dos solos con la Beticita recién nacida. En una de las habitaciones vacías montaron su tinglado adivinatorio. Beatriz pensó en el marido de la tía Cordelia, el tío Anselmo, de quien ella no conservaba ningún recuerdo. Había desaparecido al principio de la dictadura y nunca se hablaba de él. Doña Soledad, sonriente, que este tonto casi nos mató del susto, porque se acercó a ellas por detrás y descalzo, y de repente vieron aparecer su cara en el espejo y el grito que soltaron las dos casi me dejó sordo, interrumpió don Francisco.

    La llegada de Panchín estuvo en un tris de arruinar las hechicerías. Venía con una brazada de cosas universitarias: un tubo rígido como de metro y medio de largo para llevar planos, más varios libros, una gran regla té y un portafolios. Beatriz lo saludó, hola, hermanito, ¿qué te parece si mañana amanecemos sabiendo quién será mi marido y si va a ser rico o pobre? Que le cargaban las supersticiones, respondió Panchín, con muy mala voluntad y mucha cara de asco, especialmente cuando las practicaban gentes que se creían lógicas y cultas. Beatriz se enfureció. Con la segunda de sus tres papas en la mano izquierda y el cuchillo en la diestra, los ojos redondos de rabia y las mandíbulas apretadas, se quedó unos instantes mirándole el peinado rasta, lleno de rulitos y todo erizado, que le hacía un gran casco crespo alrededor de la cabeza. Y luego estalló en de qué te las vienes a dar tú, hipócrita asustado. Muy lógico él, y grave, y macho bárbaro materialista cuando no pasaba nada, pero eran puras poses. Apenas tenía que dar una prueba difícil o un examen peligroso en la universidad, te despides de tu mamiti, con cara de dolor de estómago, rogándole que le haga mandas a la Virgen y a todos los santos para que te vaya bien.

    Don Francisco interrumpió el altercado, pidiéndoles que se portaran como los adultos que eran, y no como dos infantes. Panchín siguió hacia el segundo piso en silencio, abrazado de sus cosas universitarias y la cabeza oscilante de furia. Se podía temer que hasta ahí hubieran llegado las brujerías de San Juan. En veces como ésta, la madre olvidaba su feminismo y reconvenía a la hija, o lo recordaba y se descomponía en contra del muchacho o no decía nada y se retiraba a su dormitorio, molesta con los dos. Dejó igualmente asombrados a don Francisco y a Beatriz, al no hacer ninguna de las tres cosas. Se contentó con mandar a la Benita a que le preguntara al niño si había comido o quería alguna cosa, y luego siguió con los preparativos de la cera para derretir y de papelitos con nombres para meter bajo la almohada de la hija. ¿Cuántos papeles vas a poner, Bea? Tres. Escríbeme tú los nombres, por favor. Bueno ¿qué nombres? Cualquiera, tú escoge.

    Después de las brujerías, Beatriz durmió profundamente, sin sueños, y amaneció en un mundo romo y triste, en que todo lo mágico se había ido o agonizaba por los rincones mientras la noche seguía oprimiendo la ciudad a las siete de la mañana, y todos se levantaban estúpidamente, alumbrados con luz artificial, a cumplir labores necias. En medio de su mal humor, ni siquiera sacó las tres papas que habían dormido bajo su cama ni los papeles que tapaba la almohada. Tenía razón su padre en sus afectuosas razones, y también el imbécil del Panchín, y eso hacía más lamentable y arrastrado tender la conciencia por todo lo ancho del mundo, y sentirlo regido por una lógica invariable, pareja y lineal. No pasaba nada maravilloso al iniciar el sol su regreso, por San Juan, hacia nuestro hemisferio desde el otro, el de los dueños de la Tierra. Ni tampoco ocurría ningún portento cuando, por Pascua de Navidad, empezaba a alejarse del Trópico de Capricornio y de nuestras pobrezas. ¿Qué había sido del ámbito azul donde alguna vez se pudieron esperar prodigios? ¿En serio, se pudo alguna vez?

    De la noche anterior, recordaba especialmente una brujería nueva que habían hecho. Hallaba estúpido estar desencantada por eso, pero lo estaba. ¿Quizá esperó, a pesar de su incredulidad y su ánimo a medias burlesco, que, por ser la noche de San Juan, de veras estallaría en flores la higuera al dar el reloj las doce? Extrañadas de que la empleada doméstica, la Benita, no quisiera participar y perdiera súbitamente todo entusiasmo y se retirara a su dormitorio declarándose muy cansada, se habían sentado juntas en la oscuridad, su madre y ella, al pie de la higuera, envueltas en varios chalones, dispuestas a ser testigos del florecimiento, dijo la madre, aunque se murieran de susto, y seguras de que no iba a pasar nada. Pero, livianamente, mantenían ambas una sonrisa sobre la cara, y Beatriz no podía cerrar en su corazón un escenario vacío donde su deseo esperaba, contra toda razón, algún prodigio nebulosamente relacionado con sus ansias de éxito profesional y afectivo. ¿Qué pedías tú, mamá, cuando tenías mi edad? Vaciló la madre, movió la cabeza, cambió de posición las caderas sobre el suelo. Cosas, quería cosas, siempre me ha gustado tener cosas bonitas. Pero, mamá, de todas las mujeres de la familia, ¡tú debes ser la que menos compra! Porque me aguanto, confidenció la señora. Y tampoco es mucho lo que me aguanto. Tengo todos los clósets reventando de ropa. Mira, cuando salió en los diarios que la Imelda Marcos tenía cinco mil calzones, a mí me pareció natural. Se sumaron a la alegría de la noche mágica estas juveniles confidencias de su madre. La abrazó y le dio un beso, mamá, te adoro. La alegró mucho decirse la quiero mucho a mi vieja, pero que ellas dos eran muy diferentes. Por sobre todas las cosas, Beatriz deseaba un destino personal en el mundo real de las editoriales, una gerencia que los enorgulleciera a todos, pero más que nada a su padre, mejorar el desempeño empresarial de Ramblas Ediciones. ¿Y nada más?, preguntó la madre. Riéndose dijo sí, algo como que el nuevo editor fuera muy mino, y además, un portento de hombre y se enamoraran y pudieran trabajar juntos en la editorial, ayudándose mutuamente. ¿Y casarte y tener niños? Eso no sé, todavía. Su madre tenía la mismísima cara y la misma actitud de veinte años atrás, cuando le escuchaba seriamente hacer planes descabellados. Y quiso cambiar de tema. Mamá, ¿se acuerda de cuando me dio por que me regalaran una ternerita? ¿¡Una ternera!? ¿No se acuerda? Yo había leído que una niñita empezó a levantar una ternera recién nacida y a pasearla por todas partes, y que al final del año andaba con la vaquilla en brazos como si fuera una muñeca. Sí, tú querías tener mucha fuerza, y cierto que pediste ternera para Navidad, se me había olvidado. Nunca he visto un niño tan obsesivo como eras tú. ¿Te acuerdas cuando te dio por dejar tazas con vinagre escondidas y destapadas, porque habías leído que haciendo eso, se formaba una película sobre la superficie? ¡Siiiiiiiiií! yo era tan pajarona que esperaba que la mía fuera de monitos animados, de la Mujer Maravilla. Y tú eras una mamá maravillosa. Las dos estaban cada momento más amigas, más cercanas, más contentas. ¿Qué tal si resultaba verdadera la leyenda popular y a las doce aparecían las flores infernales en el árbol y junto con ellas acudían poderosos espíritus a decirles su futuro y las premiaban con enormidades por haber presenciado el florecimiento? Se instalaron bajo el árbol pasadas las once y media, entre risas y pequeños ataques de miedo. Se agudizaba la mirada esperando prodigios infernales. Mirando hacia el cielo a través de las ramas desnudas, parecía como si maravillosamente el varillaje retorcido del árbol sostuviera el firmamento estrellado. Se iluminó el tronco blanquecino y las ramas, porque doña Soledad encendió con un fósforo su cigarrillo de la noche. Se extinguió la llama, y Beatriz dijo en voz alta que le parecía no haber visto nunca tantas estrellas sobre la ciudad. Entre la ramazón desnuda del árbol, el cielo brillaba espeso de luces. La madre no respondió. Se sentía mucho más frío del normal para cualquier noche de invierno. Pero los chalones eran gruesos y en vez de sufrir el tormento de la helada, Beatriz se halló disfrutando de la compañía y la buena disposición de las dos, también de la quietud de la noche, orillada por el ruido como de agua lejana, que hacía el tránsito de la ciudad. También estaban hermosísimas las luminarias del cielo, y el aire gélido mordisqueaba suavemente la cara, y parecía un enamoramiento el suave calor que empezó a entibiarle todo el cuerpo. Quizá la que tenía razón resultara ser la Benita, y en el solsticio de invierno algo mágico invadía la noche entre nosotros. Verdad que se ven más estrellas. Parece una noche de verano de las de antes, respondió, por fin, la señora. Después de unos segundos, cambió de tema: ¿Llegó el editor nuevo? No, recién mañana, respondió la hija, pero se demoró en responder. Su madre seguía adivinándole los pensamientos, como siempre, y especialmente los deseos. ¿Cómo dijiste que se llamaba? No me acuerdo, mamá. Tiene un apellido alemán, pero se llama Nicolás. ¿Es alemán? No, es de aquí. ¿Y de dónde viene ahora? De un pueblo en Brasil, mamá. Bahía creo que es. Ya te dije. Sí, cierto, ya me dijiste, reconoció la señora con la voz indiferente. Luego se aplicó a apagar el cigarrillo restregándolo contra la tierra, junto a su muslo. Pareció demorarse más de lo debido en extinguir todas las chispas en que se desgranó la pavesa. Hasta eso del editor parece brujería, comentó, con la voz deformada por un bostezo. Hay como cuarenta mil casas de macumba en Bahía. Nosotros estuvimos en una con tu papá, el año antepasado. Me estoy poniendo una vieja latera yo. Ya te lo he contado no sé cuántas veces.

    Beatriz volvió a perder la vista en el cielo coruscante de estrellas. Era cierto: varias veces había escuchado la historia. Pero no le habría importado oírla de nuevo. El cuento de la desilusión de la señora no perdía un ápice de gracia, aunque lo repetía casi a la letra. Don Francisco había logrado con grandes dificultades que les permitieran asistir a un verdadero ritual de macumba, y lo consiguió solamente porque un funcionario izquierdista de la embajada, amigo suyo, conocía a un famoso escritor, que resultó ser Rey de Candombles, y por simpatía política consiguió que los admitieran. Y ella no esperó jamás que en la realidad la cosa fuera tan pobre, tan caliente y sudorosa, ni la habitación tan pequeña y atestada de tantísimos negros, la mayoría feos. Y mucho menos, que el oficiante, que debía pesar unos doscientos quilos, degollara un gallo ahí mismo y le lloviera la sangre del animal sobre la cabeza a un feligrés que necesitaba ayuda. Beatriz pensó con cariño en su padre, que por darle gusto a su mujer se avenía a acompañarla en las cosas más disparatadas, pero no de mala gana, sino con una curiosidad de niño, hermosa en un hombre de sesenta y dos años. Se fue deslizando Beatriz hacia una conciencia oscura, un espacio cruzado por presencias informes, no del todo extrañas, pero inquietantes. De pronto entró en un ámbito iluminado y lleno de colores fuertes, donde alguien quería decapitar un gato con unas tijeras enormes, de payaso. Y volvió a la plena conciencia con un poco de horror. La sorprendió el ronquido suave de su madre y no quiso despertarla. No tenía mucho sentido contarle la barbaridad que acababa sin duda de soñar. ¿Efecto mágico de la higuera? La señora respiraba con un sosiego infantil, la cabeza apoyada contra el tronco, ladeada, y los nudillos de su mano derecha incrustados en la mejilla, como si meditara. ¿Se le estaría poniendo vieja la madre y se dormía sin darse cuenta, en cualquier parte? No podía ser. Cada vez tenía más clientes su consultorio de sicóloga familiar y recibía más alabanzas de sus pacientes.

    Sacó varias alegrías de la estancia bajo la higuera: el recuerdo un poco sobresaltado de su visión del gato, pero mucho más la tranquila imagen de las estrellas entre las ramas, y el sentimiento cariñoso de haber recibido una confidencia extrañísima de su madre y haber sido cómplices en el juego brujo de San Juan. De repente encontró una explicación que le gustó para esa brujería que estaban haciendo: en alguna noche clara, se le habría ocurrido a alguien, contagiado por la magia de la fecha, que las estrellas eran, mientras el reloj daba las doce, las flores prodigiosas de la higuera que otorgaban poderes y cumplían deseos. Hacía años que no se le ocurría nada tan espontáneamente. Despertó a Soledad y se lo dijo. La señora abrió los ojos, no entendió nada la primera vez, pero cuando le repitió su ocurrencia, le palmeó la mano cariñosamente, y comentó que le parecía muy linda la explicación, semejante a las que daba de todas las cosas cuando era niñita. No volvió a dormirse y, en el entusiasmo de las magias, decidió fumarse un segundo cigarrillo. Beatriz sintió una alegría de adulto que recobra su infancia por hallarse allí, esperando un prodigio con su mamá, y formuló una suerte de vaga decisión de hacer con más frecuencia pequeñas locuras como ésta de acostarse en el suelo del jardín a mirar las luminarias del cielo. Además, la emocionaron unas súbitas reminiscencias de los días festivos de su niñez, cuando les permitían salir después de comida a jugar en el jardín con su prima Ximena, la Nena y el Panchín, cuya presencia insistente no las dejaba a ellas tres jugar al doctor tranquilas con los mellizos vecinos, el Noro y el Titín. Claro que esos juegos eran siempre de verano. Años que no veía a los mellizos, y la Nena vivía ahora con una mujer.

    La mañana siguiente abrió los ojos con mucho desagrado todavía en la oscuridad de la mañana de invierno. Se arrastró fuera de la cama con la garganta apretada y se metió en el baño. Permaneció mucho más que de costumbre bajo la ducha caliente, con los ojos cerrados, sintiendo cómo el agua le llevaba las lágrimas, y casi desesperada por las ganas de regresarse a la cama y no tener la obligación de pasar el día entero en el escritorio desde donde dirigía las ventas de Ramblas Editores, S. A. Con movimientos casi inconscientes, iba poniendo distintas partes de su cuerpo bajo la lluvia caliente, y sufriendo al mismo tiempo la angustia de una enojosa sensación de pérdida. Hasta el placer diario de la ducha se le había vaciado de alegría. No pasaba de ser un fenómeno físico de transmisión de calor en una mañana de invierno. Tenía recuerdos, pero sin nostalgia, chatos. Tampoco hallaba las sanas ambiciones alegres de cada día. La desolaba un feroz aplanamiento de toda la realidad, que había hecho desaparecer las estrellas, lo maravilloso, las ilusiones, las imágenes de su niñez. Estaba aposado y parejo el mundo después de acercarse tanto a su madre y recordar tanta cosa vieja bajo el árbol de mierda que no floreció, porque, ¿adónde iba a haber magia en este mundo estúpido, y tedioso y desierto de alegrías? ¿Qué más podía ser la realidad, que un agregado de calles llenas de automóviles, de smog, de frío y de gentes grises? Mientras se secaba rápidamente, temió por un momento que fuera a adelantársele la regla y se pasó la toalla blanca por entre las piernas.

    Ya vestida, luego de descorrer las cortinas del dormitorio y descubrir que se había descompuesto el tiempo, y que en lugar del cielo diáfano de la noche estaba empezando la claridad del día bajo una opresión de nubes bajas, casi negras, se arrodilló en el suelo y sacó al tanteo una de las papas. Era la medio pelada, la de la fortuna mediocre. Le pareció depresivamente natural. Bajo la almohada, los tres papeles doblados estaban en blanco. Su madre había olvidado escribir los nombres o se habían equivocado de papeles.

    II

    Tampoco la Benita se levantó contenta la mañana del 24, después de haber dormido menos que lo habitual, y soñado con muchas cosas revueltas, pesadas, con animales que caminaban raro, y con esperar algo que no llegaba, y encontrarse en el sueño a lo menos con media docena de muertos. Se levantó apesarada, segura de que algo malo estaba por acontecerle a la Beticita o a su hija Nena. Ni siquiera tenía ganas de preguntarle a la señora qué les había pasado debajo de la higuera al dar las doce. Empezó a preparar los desayunos en medio de muchos recuerdos de cuando ella estaba chica. La vieja montura que tenía su padre, que crujía con cada paso del caballo. La callana de fierro con tres patas, trizada, en que su madre tostaba maíz. Si vivieran los dos viejitos, ella podría darle en este mismo día a cada cual su regalo. Una montura nueva a él y una batería completa de cocina a ella. Los habría alegrado mucho tener cosas nuevas para San Juan. Vuelta de año decían todos, allá, en el Alto Bío-Bío, cordillera adentro, que era esa noche, y la celebraban con mucha alegría y con mucho respeto. Ella era muy chica entonces, pero recordaba como si las estuviera viendo varias cosas de las ¿dos?, ¿tres?, ¿cuántas serían? fiestas de San Juan que vivió allá y de lo alegres que eran. Pero algo de ese recuerdo le daba vergüenza. El papá de la Nena, en cada pelea, mientras vivieron juntos, después que ella le contó que allá todos decían que era vuelta de año y que echaba de menos el contento de esa celebración, le sacaba la cosa como una asquerosidad. ¿Año Nuevo?, ¿Año Nuevo?, se carcajeaba el hombre. ¡Habrase visto, indios pa’ brutos! ¡Cómo no van a saber que el Año Nuevo es el primero de enero! Cuando poco después ella le dijo que estaba embarazada, una de las cosas que le tiró a la cara en la última de las diarias peleas, antes de irse para siempre, fue que no quería tener chiquillos en una india de mierda que creía que el Año Nuevo caía la noche de San Juan. Ella siguió recordando en silencio las fiestas aquellas, y los preparativos que hacían todos, por semanas, para celebrar dignamente.

    La primera vez que no aguantó las ganas de hablar de sus recuerdos, le preguntó a la señora Soledad por qué sería que en el Alto Bío-Bío todos decían que era vuelta de año. Y la señora le contestó, medio distraída, qué cosa tan rara, Benita, serán ideas que tiene la gente del campo, y que tengo tantas ganas de comer papas rellenas, Benita, ¿usted no me haría para el domingo? Días después la Benita volvió al tema de las celebraciones de su niñez, y la señora no solo se mostró interesada en el cuento, sino que le dijo tienen toda la razón, pues, hija, tal como en el hemisferio norte a los gringos les empieza el año a fines de diciembre, en la mitad del invierno de ellos, aquí debería empezar a fines de junio, en la mitad del invierno de nosotros. Un poco enredado el asunto, pero la Benita quiso mucho a la señora por decir eso, y desde entonces, cada vez que le daba la gana, cada vez que volvía a acordarse del tiempo de sus padres, le sacaba a la señora los sabrosos temas de San Juan o de algún otro cuento de entonces. Hablaba de la Calchona, de los Tué Tué, de la Laguna Fría, de los entierros. Lo que no decía, por no ser una vieja amargada, era que cada vez echaba más de menos las cosas de entonces, y le daban ganas de llorar cuando pensaba que nunca volvería a estar allí, junto a las hogueras que en el potrero de su padre entibiaban y alumbraban la noche hasta los mismos árboles del cerco, y dejaban ver los grupos que comían por el suelo o sobre mesas, y bromeaban y conversaban y bailaban. Hablando con la señora de su gente campesina y echándola de menos, comentaba que la vida en el campo era muy dura y muy pobre, y que si un milagro le permitiera volver a esos tiempos, le gustaría mucho ir de visita, pero se regresaría corriendo a su pieza de ahora, calefaccionada y pintada, a mirar su televisor a colores, regalo de la niña. Sin saber por qué, cuando hablaba de esas cosas con la señora o con la Beticita, de repente se encontraba criticando lo que hacían sus parientes. ¿Va a creer, señora, que pasan semanas preparándose para la fiesta, mucho más las mujeres que los hombres? Y no crea que por ser invierno falta qué hacer. Pero todas hallan tiempo para ir alistando la celebración. Y cuando se va acercando la fecha, hacen montones de cosas. Hacen muday. ¿Usted sabe lo que es muday? Es una chicha bien suave de trigo, que la pueden tomar hasta los niños, pero a mí nunca me gustó. Mire, señora, las tonteras que cree la gente: se ponían muy tristes si no tenían algo nuevo para estrenar esa noche, porque decían que el año les iba a venir muy pobre. Y también creían la tontera de que hay que comer cereales del año a la medianoche para no pasar hambre durante los doce meses. Lo peor es que bailaban un baile que le dicen murrún, que lo bailan las puras mujeres y parece que se estuvieran casando y su madre decía que estaban ayudando a la tierra a que produjera más plantas y más animales. La señora le contestó que entonces tenían razón los que decían que ése era de verdad el Año Nuevo mapuche, porque esas eran las mismas cosas que en las ciudades hacía la gente cada 31 de diciembre. Se comen lentejas, las mujeres estrenan calzones amarillos regalados, se baila y todos se dan abrazos. Y también se bañan allá, señora, en los ríos. A mí por suerte no me bañaron, porque era muy chica. Pero mi mamá decía que todas las aguas venían tibias para San Juan. Y doña Soledad se rió de ella y le dijo que debía ser porque esa noche andaba suelto el Diablo. La mujer no contestó nada, y de nuevo no quiso contarle que allá no decían que florece la higuera. Decían que le salen flores al canelo, el árbol sagrado de los mapuche. Y ahora pensó que allá no andaba el Diablo suelto, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Allá era pura alegría, pero de otras alegrías, no de las de aquí. Lo pensó con tanta fuerza, que mientras hacía las cosas del desayuno, se siguió repitiendo lo mismo, y gastó medio rollo de toallas de papel para secarse los ojos y sonarse. Y por primera vez se dijo, con el corazón encogido, que aquí tal vez esa noche anduviera el Malo llenándolo todo de miedo y sufrimientos. Allá no. Solo al terminar el lavado de las cosas del desayuno, se dio cuenta de que todos se habían ido a sus trabajos. En el silencio de la casa sola, pensó que quizá los ricos no eran como la demás gente. Pero luego se acordó de la Beticita y decidió, sonriente, hacer un postre especial para la noche.

    A medida que pasaban los días, se fue convenciendo de que la señorita Beatriz ya nunca fue la misma después de ese San Juan. Al principio no se notó mucho, porque ya de chiquita tenía a todo el mundo acostumbrado a que muchas veces se ponía bien idiotita, la pobre. Culpa de don Francisco, decían todos. La niña eran sus ojos. Cuando se volvió señorita, se ponía inaguantable siempre que don Francisco estaba en casa, porque el caballero la malcriaba que llegaba a dar rabia. Pero estas de ahora se iban pareciendo cada vez menos a las idioteces de siempre.

    Con algo parecido a un enojo raro, a una sequedad del corazón, fue siguiendo los cambios de la niña. Ella nunca se engañaba con la niña ni con el Panchín. Por algo los había criado desde la cuna, mientras la señora se iba cada mañana a su trabajo de arregladora de mal casados. Los crió a los tres, la suya y los dos ajenos, pero jamás consiguió quererlos igual. Siempre prefirió a la niña, por encima del Panchín y de su propia Nena.

    Ni siquiera cuando se le había puesto difícil su propia hija, se preocupó tanto, ni cuando empezó con la lesera de que ya no quería vivir más con ella, ni cuando, al final se fue a vivir con esa gringa guatona, la Ilonka, que lo único bueno que tenía eran los ojos azules y el pelo medio rubión. Estuvo triste varios días entonces. Pero esto de la Beticita se le daba más. Se aliviaba al final del día con el regreso de la familia y que volviera el ruido de las conversaciones y las músicas. Y al acostarse, se prometía que mañana no iba a andar pensando y pensando en qué estaría haciendo o qué le estaría sucediendo a la Beticita. Pero al amanecer se levantaba otra vez preocupada. Consiguió que la Nena le trajera de su barrio una ramita de palqui, con la que preparó un encanto consistente en una cruz pequeñita, cuyos dos palos ató con un pedacito de lana roja, y la puso al fondo de uno de los cajones de la niña, adonde no fuera fácil que la hallaran. Algo la tranquilizó la cruz de palqui, pero ¿serviría para los peligros de la ciudad?

    La misma mañana de San Juan llamó por teléfono a la Nena, que también trabajaba, y muy bien, en el negocio ese de abarrotes que se llamaba El Escudo Azul, y donde doña Soledad hacía sus compras. Le pidió, a la rápida, que cuando terminara de trabajar, le devolviera el llamado. Y no te olvides, Nena. Cuando la muchacha llamó de vuelta, como a las siete de la tarde, la Benita se sorprendió. No sabía qué era lo que tenía por la mañana para contarle. Esforzando la memoria, halló que lo único raro había sido lo del sánguche. No se lo quiso llevar al trabajo la señorita Beatriz. Y eso no lo hacía ni enferma. La Benita se lo preparaba desde que era una niñita y estudiaba en el Colegio Latino. Tan sencilla la señorita Beatriz. Cuando entró a la Universidad de Chile a estudiar administración, siguió yéndose con el sánguche en la mochila. Y ahora, ya jefa de ventas en la librería, no le importaba lo que dijeran cuando ella desempaquetaba su pan con palta y carne o jamón y huevo. (No es librería, Benita, es editorial, que no es lo mismo.) Y bien jodida también, la señorita. No se iba a echar tierra a los ojos la Benita. Reconocía: cuando se le daba por algo, no la cortaba nunca. Y a veces eran puras tonteras. Se enojaba si le decían que trabajaba en una librería. O si no le tostaban a su gusto el pan del sánguche. O si le tendían su ropa a secar como a ella no le gustaba. Ah, sí, otra cosa rara recordaba. Por eso la había llamado, ahora se acordaba: para decirle que esa mañana, después de la noche de San Juan, la Beticita le hablaba a la señora como si ella fuera la mamá y doña Soledad, la hija.

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