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Somos nuestro equipaje
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Libro electrónico306 páginas4 horas

Somos nuestro equipaje

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Información de este libro electrónico

Anhelos, aspiraciones y problemas de un grupo de jóvenes estudiantes.

Novela coral en la que los veintinueve personajes principales van entrando en escena por riguroso orden alfabético. La narración la inician Andrés y Beatriz, dos muchachos del mismo pueblo e igual edad que comienzan primero de químicas en la Universidad de Valladolid donde coinciden con los otros actores.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento3 feb 2016
ISBN9788491123590
Somos nuestro equipaje
Autor

Marco Temprano

Marco Temprano, Valladolid (España), 1950. Su formación plástica parte del estudio y composición durante su paso por la Escuela de Arquitectura (1969-1976) y del aprendizaje de las técnicas de grabado calcográfico, realizado en el taller municipal de Valladolid (1995-2000). Su eclecticismo le ha conducido a desarrollar múltiples técnicas de expresión: figuración, abstracción, collage, volumen, grabado e incursiones en la poesía y el relato. Es miembro fundador del GRUPO V/V (año 1999), con el que lleva editadas once carpetas de grabado, y socio fundador de la Asociación Cultural de Grabadores de Valladolid (año 2012); miembro de VacceArte desde su inicio (año 2008); colaborador habitual de la revista de arte Atticus, donde publica relatos e ilustraciones, así como del Anuario Vaccea que edita el centro de estudios vacceos Federico Wattenberg. Dentro del mundo literario ha promovido y editado dos libros de relatos colectivos, solidarios e ilustrados, para sacar fondos para la Fundación Segundo y Santiago Montes, con la que colabora desde su creación en el año 1994 y una edición no venal de su primera novela. "La dama del teatro", edición no venal (2009). "Relatos en torno al bar del teatro" (2010), escrito por veintisiete autores, él incluido, e ilustrado con cincuenta y seis grabados suyos. TR3S (2013) libro de relatos compuesto por veintiocho escritores y otros tantos ilustradores, que recoge su doble colaboración. Somos nuestro equipaje (año 2016) es su segunda novela.

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    Somos nuestro equipaje - Marco Temprano

    Título original: Somos nuestro equipaje

    Imagen de la cubierta de Marco Temprano.

    Primera edición: Febrero 2016

    © 2016, Marco Temprano

    © 2016, megustaescribir

          Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:  Tapa Blanda            978-8-4911-2360-6

                Libro Electrónico  978-8-4911-2359-0

    Contenido

    Andrés

    Beatriz

    Carmela

    Christelle

    Diana

    Ernesto

    Federico

    Gabriel

    Hugo

    Inés

    Julio

    Kiriano

    Luisa

    Lluna

    Margarita

    Nieves

    Ñandubay

    Óscar

    Paula

    Quinto

    Rosalía

    Sandra

    Teresa

    Úrsula

    Venancio

    William

    Xabier

    Yolanda

    Zenaida

    A Carmen,

    siempre cerca

    Andrés

    La noche en la que nació, una repentina helada echó a perder la cosecha de manzanas. A partir de entonces, cada cumpleaños, su madre se encarga de recordarle aquel gélido cinco de mayo. Año tras año se lo cuenta como si hubiera ocurrido ese mismo día.

    —La primavera estaba siendo cálida y húmeda. Las lluvias de abril presagiaban amplias y bondadosas cosechas. Mi enorme tripa me tenía relegada a la casa y poco más. Asomada a la ventana contemplaba nuestros espléndidos campos y, fascinada ante semejante belleza, te lo iba contando en voz bajita para infundirte tranquilidad. Deseaba que supieras que ibas a nacer rodeado de un intenso verdor; al verde profundo de los prados se unía el tímido verdear de los brotes en las tierras de cultivo. Los manzanos del huerto, plagados de flores, prometían tarros y tarros de mermelada. Luego, tras una larga y fría noche, llegaste a nosotros con las manitas azuladas y tiritando. Te arropamos lo mejor que pudimos y rogamos al cielo el calor necesario para caldear tu helado cuerpecito. Y ocurrió que todo el existente en los alrededores, acudiendo en tu ayuda, abandonó los campos dejando en su lugar un manto de escarcha. Mientras el calor activaba tu cuerpo, la helada hería pistilos y estambres arruinando la cosecha de manzanas.

    Aún hoy Andrés sigue disfrutando de tan entrañable relato. Es parte importante de la celebración de su cumpleaños. Le aporta tranquilidad. Sigue viviendo en la misma casa donde nació, desde la ventana de su habitación ve los prados y, al fondo, el incipiente verdear en las tierras de labor. Las semillas del cereal ya germinadas brotan imparables. En la parte posterior de la casa los manzanos de la huerta, nuevamente floridos, le hacen pensar en esa mermelada que, desde que era poco más que un crío, tanto le gustaba preparar. Sentado junto a su madre con sendos cestos entre las piernas, pelaban y troceaban las manzanas que iban depositando en una gran cazuela de aluminio. Se relamía imaginando el sabor dulzón del almíbar; pero aún no era tiempo, faltaban varios meses.

    Recuerda su infancia con agrado. Los pueblos pequeños, ahora lo sabe bien, son el lugar idóneo para vivir las grandes aventuras que transcurren en la niñez.

    Conserva un grato recuerdo de primaria. A su clase, aparte de los que llegaban en autobús de los pueblos vecinos, asistían otros dos chicos y cuatro chicas. Los muchachos, en desventaja numérica con las niñas, vivían ajenos a ellas. No echando a nadie en falta, los tres se bastaban para montar sus juegos. A la salida de clase, antes de volver a casa, jugaban un rato al futbol; uno hacía de portero y los dos restantes pugnaban por ser el primero en meter cinco goles. Usaban carteras y abrigos para marcar los postes y se turnaban diariamente en la defensa de la portería. El guardameta realizaba además la función de árbitro, y era el encargado de llevarse la pelota a casa. Con la llegada de la primavera jugaban a batallas, en la ladera del pequeño cerro, contra un enemigo inexistente. Imaginando ser los más duros camaradas de un grupo de elite, se enfrentaban y vencían a fuerzas muy superiores en número. Ofensivas de las que siempre salían victoriosos, y satisfechos de haber salvado el mundo volvían a casa cantando loas inventadas. Paco, Manolo y Andrés se llamaban a sí mismos Los Mosqueteros de Villaverde.

    Luego llegaron los años de instituto. De lunes a viernes se reunían en los soportales del ayuntamiento, a la espera del autobús que les acercaba al Emperador Carlos de Medina. Los tres amigos seguían siendo inseparables, pero algo les estaba pasando con sus cuatro compañeras que ya no les parecían tan tontas y cursis. Cuando estaban junto a ellas, se embromaban dándose codazos unos a otros. Calladamente habían elegido pareja. Andrés, no queriendo dejar a ninguna abandonada, les dijo a sus amigos que él sería el novio de las otras dos. En poco tiempo, las chicas habían dado un sorprendente estirón y, dedicadas a tontear con chicos mayores, eran ellas las que cuchicheaban en el autobús, ignorándoles por completo. Terminada la educación secundaria, sus amigos Manolo y Paco, abandonaron los estudios y se pusieron a trabajar.

    Durante las vacaciones estivales se encontró solo. No teniendo con quien salir se dedicó a la lectura y se convirtió en un solitario. Por la mañana acudía a las piscinas municipales donde coincidía con sus compañeras de curso, cruzaba un par de palabras con ellas y se iba al rincón más apartado para devorar el libro de turno.

    En su casa había una pequeña biblioteca de cuando su madre era joven. La mayoría de los títulos pertenecían a su colección de soltera. El día que le pidió consejo sobre qué podía leer, tras mirarle perpleja le condujo hasta los estantes y le ofreció Demian, de Hesse.

    —Toma, empieza con éste, es uno de los que más me influyeron cuando tenía más o menos tu edad. Luego, si te gusta y quieres seguir leyendo, puedes continuar con cualquiera de los del segundo estante, que son mis preferidos. Alguno de ellos lo he releído una y otra vez.

    Los días veraniegos se convirtieron en una rutina. Salía a pedalear hasta media mañana, se bañaba en las piscinas hasta la hora de comer y pasaba la tarde leyendo en su habitación, ante el asombro de su padre que no sabía qué podía pasar por la mente de su hijo.

    Con la llegada del nuevo curso cambió la rutina, volvió a coincidir en el autobús con María, Conchi y Beatriz que le saludaban cariñosamente pero rara vez le dirigían la palabra. En clase coincidía con Beatriz, pues ambos estudiaban el bachillerato científico. Tal vez por ello, poco a poco fueron intimando. Ya no se ignoraban durante el trayecto, al contrario, les gustaba conversar de libros, música y películas. Los fines de semana, a veces, coincidían en el local que el ayuntamiento había montado con Internet gratuito.

    Al verano siguiente volvió a la soledad de la bicicleta, el baño y la lectura. Todos los días, cuando llegaba a las piscinas se encontraba con sus tres compañeras, achicharrándose sobre las toallas, tumbadas en el césped. Charlaba un momento con ellas y se dirigía a su rincón preferido a leer y observar a hurtadillas a Beatriz. Se había ido enamorando de ella durante sus charlas en el autobús, pero era incapaz de decírselo. Sentía un miedo atroz a ser rechazado. Luego, en la soledad de su habitación se reprochaba la cobardía y hacía cábalas sobre cómo abordarla. A lo más que llegó al final del verano fue a darle un beso en la mejilla, y ello por culpa de Conchi que, tras escuchar su habitual saludo, se levantó de la toalla y le dijo:

    —¿No vas a darnos un beso?

    María y Beatriz también se incorporaron y él, avergonzado, apenas rozó sus mejillas y se fue a su rincón a leer.

    A partir de entonces lo tomaron por costumbre y dejó de sentirse intimidado Sobre todo le gustaba besar a Beatriz. Pero terminó el verano y fue incapaz de decirle lo que sentía.

    A mediados del primer trimestre de segundo, una tarde, volviendo a Villaverde con el pretexto de comentar un texto, la invitó a sentarse a su lado y le declaró su amor. Pasaron el resto del trayecto susurrando, él, sorprendido al ser aceptado y, ella, feliz de que al fin se hubiera decidido a dar el paso. María y Conchi, cuatro filas mas allá, trataban de saber qué era lo que cuchicheaban. Ellos, para no levantar sospechas, decidieron llevarlo discretamente. Sería su secreto. Juraron no decírselo a nadie, ni siquiera a sus amigos más próximos. En un pueblo de poco más de quinientos habitantes, no querían ser «la parejita» y verse convertidos en la comidilla del lugar.

    Terminado el curso y aprobado el acceso a la universidad, se presentaba un largo verano antes de comenzar Químicas en Valladolid. Con Beatriz coincidía diariamente en la piscina. Se saludaban con un beso en la mejilla, hablaban brevemente y se intercambiaban un libro. Todos los días el mismo ritual. Al tener ambos fama de raros, a nadie le extrañaba el insistente trasiego literario. El pueblo entero sabía que se pasaban las tardes leyendo encerrados en casa. Se lo habían oído comentar repetidamente a sus propias madres. Lo excepcional hubiera sido verles de fiesta. Ninguno de los dos salía con nadie, de hecho, prácticamente no salían.

    —¿Es que tu niña no sale de fiesta? ¿Cuándo vamos a verla ennoviada? —le preguntaban a la madre de Beatriz en la tienda, para acto seguido añadir—: Seguro que cuando estudie en la ciudad, sí tendrá novio. Una chica tan guapa y tan lista, no quedará para vestir santos.

    Sin embargo, cuando se referían a Andrés no le trataban de la misma manera. Decían de él que era rarito y que no le gustaban las chicas.

    Ellos, que estaban al corriente de las habladurías del pueblo, encontraban en ellas la fuerza para seguir en su empeño. Todas las tardes se escribían largas cartas que introducían entre las páginas de un libro y se intercambiaban al día siguiente en la piscina.

    Andrés sufría intentando mantener el compromiso y se reprochaba el haber acordado semejante desatino. A medida que avanzaba el verano, se le iba haciendo más penoso conservar el acuerdo. Todas las tardes, en la penumbra de su habitación, leía las cartas de Beatriz emocionado. Ella también le añoraba y se lo exponía sin reparos. El amor platónico era muy hermoso en las novelas, pero ellos eran de carne y hueso. Se necesitaban y deseaban. Ambos estaban hartos de mantenerse a distancia y requerían contacto.

    La primera quincena de agosto, Beatriz se fue a la costa con sus padres. El dejar de verla, unido a la momentánea interrupción de su correspondencia, le mantuvo nervioso e irritable. Se levantaba a las siete y, pedaleando con rabia, iba y venía a los pueblos cercanos con el único propósito de que pasara el tiempo. Luego, en la piscina, nadaba como loco mientras echaba de menos su tímido saludo: el fugaz beso en la mejilla y el ocasional roce de su mano. Sentado en el césped evocaba su sonrisa; la añoraba y sufría su ausencia. Todos los días coincidía con María y Conchi, les daba el beso acostumbrado, cruzaba un par de frases con ellas y se iba a su sitio de siempre. Por la tarde se conformaba con releer sus cartas y mirar su foto. Se la había dado el día de su cumpleaños, en el autobús, junto a una carta de felicitación. Era de las vacaciones del año anterior en la playa; medio incorporada sobre la toalla, con los codos apoyados en la arena y la cara levantada, miraba sonriente a la cámara. El bikini amarillo realzaba su bronceado. Estaba deslumbrante. Guardaba la foto junto a sus cartas como su más preciado tesoro en una carpeta negra que ocultaba en el fondo del armario, bajo el jersey de cuello vuelto que nunca se puso.

    Puesto que tardaría quince días en volver a verla, el mismo día de su marcha decidió escribir lo que sentía en su ausencia, le relataría todo lo hecho, pensado, deseado y sufrido en las dos semanas de separación. Para ello, eligió un cuaderno y fue escribiendo sus hojas en plan diario, una tras otra. Tras poner la fecha en la parte superior, le contaba lo ocurrido ese día, la tristeza que sentía, los días que faltaban para su regreso y la necesidad que tenía de verla.

    La víspera de su regreso, releyendo el cuaderno, tuvo la tentación de tachar alguna frase e incluir modificaciones, pero al final decidió dejarlo como estaba. No quería entregárselo con tachaduras y correcciones; se había esforzado en su caligrafía y el conjunto tenía buen aspecto. Mirando las ordenadas líneas y los casi perfectos márgenes no fue capaz de alterar tan satisfactorio resultado. Escribió las últimas páginas y decidió ponerle un título. Tras largas cavilaciones rotuló en la portada: Crónica de una ausencia.

    La misma tarde del regreso de Beatriz, olvidándose de los pactos, la propuso ir una tarde al cine. Lo ocurrido esa mañana en la piscina le incitó a ello. Nada más llegar la vio tumbada en su toalla junto a sus inseparables María y Conchi. Él hubiera preferido verla a solas y tener un reencuentro más íntimo. No obstante, el beso que le dio al verle lo sintió especial. No sabía explicárselo, pero había sido diferente, más tierno, cálido e insinuante. Algo había pasado en esos quince días de ausencia. Hablaron brevemente de las vacaciones, alabó su bonito bronceado y le dijo, ante las risitas burlonas de las amigas, lo guapa que estaba. Ella le dijo que le había traído un libro, y se lo ofreció envuelto en papel rojo brillante; Andrés le dio las gracias y con la mayor naturalidad añadió que también él tenía algo que darle. Le entregó el cuaderno que había escrito para ella y se dirigió a su hueco de costumbre, extendió la toalla sobre el césped y ya sentado abrió el paquete. Dentro, junto a El niño con el pijama de rayas, de John Boyne, había un abultado sobre cerrado que no se atrevió a abrir. Con el libro entre las manos, pasó la mañana fingiendo que leía. Ella, tumbada sobre la toalla, acaparaba toda su atención. Los dos hoyuelos de la parte baja de la espalda le tenían embelesado.

    El bikini de Beatriz le mantuvo obsesionado toda la mañana. No podía dejar de mirarla. Primero se sacó los tirantes, dejando sus hombros libres de ataduras, más tarde, para evitar marcas sobre el moreno de su piel, soltó el cierre y ofreció su espalda entera al sol y a él. Lo hizo pausadamente, con deliberada parsimonia, mientras le miraba directamente a los ojos. Él, intuyendo su cuerpo medio desnudo, sufrió una repentina excitación. Ella, sonriendo y sin dejar de mirarle, se apoyó en los codos y se incorporó levemente dejándole entrever un pecho. Andrés quedó desconcertado; estaba seguro de que lo había hecho deliberadamente. Su mirada así se lo había indicado. No le cabía duda, se había incorporado ligeramente para que él lo viera. Intentó centrarse en la lectura, pero la exagerada risa de Beatriz charlando con sus amigas, reclamaba su atención; se estaba haciendo notar, sin duda quería que él la mirara, pues en el momento en que se cruzaron sus miradas, ella le sacó la lengua.

    Cuando pudo incorporarse, se zambulló en la piscina y se dedicó a hacer largos como loco. Cansado y jadeante, recogió sus cosas y al pasar junto a ella le dijo:

    —Hasta mañana, chicas. Beatriz, ya te contaré.

    —¿Qué mosca le ha picado a éste? —le oyó decir a una de sus amigas al alejarse.

    Sin volver la vista atrás se dirigió a casa. Estaba tan nervioso que se olvidó de la bicicleta y se fue corriendo. Al entrar en casa, su madre, viéndole tan acalorado, le preguntó asustada qué había pasado.

    —Nada, madre, no te preocupes, he venido corriendo. Se me pasa enseguida.

    —¿No habías llevado la bici?

    —¡Anda madre! La he olvidado. Luego volveré a recogerla.

    Tras darse una ducha y cambiarse de ropa, volvió para recuperarla. Cuando estaba soltando el candado, salieron Conchi y María.

    —Hola, Andrés, ¿qué haces aquí? ¿Has olvidado a alguien? —preguntó María con segunda intención.

    —¿Qué tal, chicas? No, no he olvidado nada. Simplemente me he entretenido. Como veis, me estoy yendo ahora.

    —Pues, tío, parece que esperas a alguien. ¿No será a Bea? —apuntó Conchi.

    En ese momento, Beatriz, que salía del recinto, sin llegar a verle, preguntó a sus amigas:

    —¿Qué decíais de mí? —para, acto seguido, añadir asombrada–. Hola, Andrés, qué sorpresa. Aún estás aquí.

    —Te debe estar esperando.

    —No digas tonterías, Conchi, que ya os he dicho que me he entretenido. Adiós, chicas, hasta mañana.

    —Hasta mañana, Andrés —le despidió Beatriz.

    Salió pedaleando despacio, sabiéndose el blanco de las miradas de las tres amigas. La había vuelto a ver y era feliz.

    Después de comer, encerrado en su habitación, contó los folios. Quince, uno por día de ausencia. Leyéndolos le pareció que era prácticamente lo mismo que él le había escrito en el cuaderno. Beatriz le hacía partícipe del desamparo que sentía ante su ausencia, del anhelo de regresar pronto a su lado. Le contaba cómo se había pasado las mañanas enteras tumbada en la playa para volver bronceada. Quería estar guapa. «Quiero ser la chica más bella de tu entorno. Volver tan deslumbrante que sólo tengas ojos para mí». Se lo había escrito en la última hoja. Al leerlo, le hizo recordar la fugaz visión de su pecho. Evocando ese pedacito prohibido de carne pálida, le volvió la excitación. Era tiempo de decidirse. Tenía que salir de aquel ostracismo voluntario. Esa misma tarde le pediría un encuentro. Podrían quedar en Valladolid e ir al cine. Necesitaba sentirla próxima, acariciarla, besar sus labios.

    Releyó todas sus cartas y se dispuso a escribirle la más emotiva. Le salió de un tirón; a sentimiento. Releyéndola, pensó que tal vez había sido demasiado claro. Pero más clara había sido ella con su comportamiento en la piscina. Le había encendido de tal manera que era el momento de derribar murallas. Debían eliminar las barreras que ellos mismos habían levantado. Acordándose del «Ya te contaré», que le había dicho al despedirse, decidió hacerle la propuesta. Quería estar con ella y disfrutar la proximidad. Sin duda, Beatriz era la chica más guapa de su entorno y su cuerpo le enloquecía. Al verla, de pie en la piscina, con su diminuto bikini realzando sus largas y bien torneadas piernas, le parecía una diosa.

    Estaba felizmente asombrado de lo ocurrido en la piscina. Ella se le había insinuado. Deberían cambiar de actitud. No podían seguir atormentándose. Ahora veía próxima la salida. Su vida cambiaría radicalmente. El paso a la Universidad le facilitaría su sueño. Por suerte iba a seguir estudiando junto a Beatriz; tras pasar una temporada indecisa, al final había decidido estudiar Químicas con él.

    Muy pronto, todo en su vida sería perfecto.

    A partir de aquel día, la situación comenzó a cambiar. Lo de ir al cine, había sido una buena idea. Beatriz se lo debió contar a sus inseparables amigas, pues Conchi y María les echaron una mano. A pesar de que siempre las consideró unas entrometidas, y no le caían demasiado bien, les arroparon en sus encuentros. Yendo en grupo no levantaban sospechas, eran cuatro jóvenes del pueblo que se iban al cine a la ciudad. Cuando iban en tren, les solía acercar a la estación el padre de Conchi, y a la vuelta les recogía la madre de Beatriz. En un par de ocasiones fue la madre de Beatriz la que, con el pretexto de ir de compras, les llevó a la ciudad y quedó con ellos para traerles de regreso.

    Laura era muy amable y tenía una preciosa voz que, a veces, confundía con la de su hija. Era muy afectuosa y les trataba con deferencia, interesándose por sus cosas sin entrar en molestos interrogatorios. Andrés se sentía bien sabiendo que ella conocía y aprobaba el noviazgo, aunque le intimidaba y se mostraba cohibido y ligeramente avergonzado ante ella. Se le hacía difícil tratarla de tú y llamarla por su nombre. Le parecía demasiada familiaridad. Sus padres le habían inculcado el respeto a las personas mayores, por lo que procuraba evitar el tratamiento.

    Con la llegada del otoño iniciaron los años de Universidad en Valladolid. A pesar de compartir aula en la Facultad de Químicas, el comienzo del curso les separó. Mientras Beatriz se quedaba a vivir en la ciudad, compartiendo piso con unas compañeras, él, de lunes a viernes, iba y venía en tren.

    Beatriz

    Beatriz era la única hija de un farmacéutico de Medina, quien, siguiendo las directrices familiares, había estudiado la carrera en Salamanca y se había hecho cargo de la farmacia a la muerte del abuelo, mientras su madre se dedicaba a cuidarles y mimarles. Todos los días, desde que a Beatriz le alcanzaba la memoria, una vez recogida la mesa y despejada la cocina, Laura volvía a la sala con café para su marido y un libro para leerle a su niña. Cuando su padre salía de casa, disponían de toda la tarde para disfrutar leyendo juntas.

    Fue creciendo arrullada por la voz de su madre. Primero fueron los cuentos infantiles, luego relatos breves, para terminar introduciéndola en la poesía y en los clásicos. Disfrutaban tanto con sus lecturas en común, que continuaron haciéndolo a lo largo de los años. Tenía doce años recién cumplidos cuando una tarde su madre la pasó el libro proponiéndole que fuera ella la que lo leyera en alto. La emoción la mantuvo temblorosa, mientras su madre, cariñosamente, le iba indicando el tono y la entonación necesaria para la mejor comprensión, haciendo hincapié en las pausas y los énfasis que marcan los signos del texto. En pocos meses aprendió a hacerlo tan bien como su madre. Ambas disfrutaban de las lecturas compartidas y de la complicidad que emanaba de ello. Adoraba a su madre y se sentía muy unida a ella; a su padre le tenía admiración y respeto. Era poco comunicativo pero cariñoso. Al volver de la farmacia, invariablemente, desde el zaguán les gritaba:

    —Hola, ¿cómo están mis adorables mujeres?

    Por todo ello se sentía feliz; siempre fue la primera de la clase en la escuela, en el instituto e incluso en los primeros años de Facultad. Sabía de literatura más que nadie de su entorno. En los estantes de su casa había más volúmenes que en las polvorientas librerías de la Biblioteca Municipal. Su padre también era un empedernido lector, pero lo hacía en silencio, sin mover ni un músculo, el único movimiento que se permitía era el estrictamente necesario para pasar de página. Encerrado en su despacho y acoplado en su escritorio, como él llamaba a su mesa, pasaba las horas medio enterrado en libros. Los incontables volúmenes lo ocupaban todo, desbordaban los estantes, se apilaban sobre el mobiliario, abarrotaban la mesa de lectura, inutilizaban las dos butaquitas e incluso formaban pequeños montones en el mismísimo suelo, bajo el hueco de la ventana.

    Esa afición familiar le granjeó a Beatriz la envidia de alguna compañera y sus mayores éxitos en las tediosas tardes veraniegas. Se sabía textos enteros, con los que encandilaba a sus amigos, que exponía con gracia y soltura. Su voz, acariciando las palabras, fascinaba a los oyentes; su dicción era capaz de convertir los textos más áridos en suaves

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