Vade Retro
Por Marta Biñasca
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Todos tuvieron un rostro inexistente al principio y fueron creándose a sí mismos a medida que avanzaba la trama, reacomodándose, reposicionándose.
Todas esas historias creadas del imaginario, dejaron sus huellas y así se las entrego como una parte de mí.
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Vade Retro - Marta Biñasca
Prólogo
Cuando tenía 10 años en Rawson, provincia de Buenoss Aires, pueblo donde nací y crecí, escribí mi primer poema inspirada en una noche de luna llena, un cielo estrellado y el lucero del alba. Hacía calor y en un pueblo tranquilo como el mío, dejábamos las ventanas abiertas de par en par, para que la brisa fresca nos acariciara mientras dormíamos. Mi habitación daba al fondo de la casa y, desde allí, podía ver los árboles frutales y la quinta. Aún conservo esa imagen, nítida, con detalle, hasta el movimiento de la cortina de la pieza corrida hacia los lados, era una sensación mágica y de paz. Busqué papel, lápiz y comencé rápidamente, las palabras fluían como apuradas por ser escritas una tras otra.
No había antecedentes de escritores en mi familia, ni de asiduos lectores, ni de libros. Solo los que sacaba a escondidas mi mamá de la biblioteca pública y leía cuando todos dormían, con la lámpara bajo la colcha para que no vieran la luz. Si no, cuando salía del colegio, corría las 5 o 6 cuadras a casa para poder leer media hora hasta que mi madre llegaba. Me encantaba leer lo que fuera, pero a nadie le gustaba, porque cuando empezaba el resto del mundo dejaba de existir. Era como ser parte del libro, concentración total y absoluta. Eso los enojaba mucho.
Lo primero que hice al día siguiente fue mostrárselo a mi hermana Elvira. A ella le gustó. Después pensé en mostrárselo a alguien mayor, más preparado y que supiera del tema, para que me dijera qué estaba bien y qué no. Elvira había leído algo de Alfonsina y Neruda con más frecuencia pero solo leerlos, no estudiarlos.
Así que decidí mostrárselo a mi maestra de la escuela. Ella lo leyó y no dijo nada del poema, ni bueno, ni malo. No me dio ningún consejo literario, ni verbal, solo dijo: Ser escritora no sería bueno para vos, debés buscar otra cosa más redituable
. No lo entendí, solo quería que me dijera si estaba medianamente bien o qué debería tener en cuenta. Faltaban muchos años hasta que decidiera qué quería ser cuando fuera mayor y a qué me dedicaría. Así que continué haciéndolo esporádicamente y solo se lo mostraba a Elvira, que los guardaba celosamente.
Seguí escribiendo, en momentos especiales como el nacimiento de mis hijos, la perdida de algún ser querido, para cantarles a mis hijos sus propias canciones de cuna, para las abuelas de Plaza de Mayo que siempre fueron especiales para mí, o solo porque sí.
Hasta que un día, ya adulta, me ocurrió algo muy triste e inesperado y mi vida cambió de golpe. En esos momentos sentí que el cielo se oscurecía y se me caía encima. Me faltó el aire, quedé aturdida, no sabía qué hacer, ni dónde correr a refugiarme o a quién contarle lo que me ocurría. Después, más tranquila, fui buscando la mejor salida, la vida debía seguir y cada uno con su impronta va buscando la mejor forma para volver a sonreír y seguir adelante. La mía fue volver a escribir, liberar ideas que estaban guardadas por muchos años, salieron como poemas, prosas y cuentos. Todos quedaron plasmados en este libro, que no fue lo primero que escribí, pero sí el que pude publicar para ustedes. Aquí se los entrego.
Volver a vivir
Se sentía como un león enjaulado. Cómo podía ser que estuviera allí lejos de toda civilización. Allí, entre gente ignorante, sin clase, sin un solo lugar decente donde tomar el té como lo hacía asiduamente con sus amigas en París. Era increíble que eso le estuviera pasando a ella. ¿Qué dirían las crueles y despóticas amigas de esta situación bochornosa? ¿Sabrían lo sucedido? ¿Qué pensarían de ella, acusada de defraudación, desterrada y confinada a un lugar alejado de todo, entre bosta de vacas? Horrible panorama, pero peor hubiera sido la cárcel. Imaginó los periódicos de París informando su detención y se aterró. Desde la ventana hasta donde llegaba su mirada sólo veía campo y animales.
Ella seguiría perteneciendo a la aristocracia de todas maneras, pensó, pero ni esa idea la tranquilizó. El proceso seguiría, poco a poco iría perdiendo todo, fortuna, títulos de nobleza, amigos, familia, como había perdido su preciada libertad. Cómo pudo confiar en él, debió ser más cauta, precavida, más previsora, pero era su contador, como lo había sido su anciano padre al que él había reemplazado en el puesto cuando enfermó de Alzheimer, mal que hasta hoy lo aqueja y por lo cual no puede recordar y mucho menos atestiguar, si no sería diferente, él no sería capaz de mentir delante de su padre.
Ella no podía controlar todo, no era una máquina, era solo un ser humano, aunque no cualquier ser humano, era una Southier Palacios Achával y no podía permitir que ensuciaran el apellido, no debía quedar ni una mancha o duda sobre ese distinguidísimo apellido que tan honrosamente llevara su esposo toda su vida, no podía permitirlo de ninguna manera.
Se sentía abrumada y decidió salir a caminar. Hacía tantos años que no iba allí que prácticamente no recordaba nada, era como verlo todo por primera vez. Se había ido apenas terminada la escuela primaria para seguir su carrera de bailarina clásica en París cuando, en una presentación hecha en la escuela de danzas, un productor la descubrió, quedó enamorado de su danza y armonía, convenció a los padres y la llevó con su nana, ellos la visitaban muy seguido. Allí, después de años de estudio, fue muy exitosa su carrera y en una fiesta conoció al su esposo el marqués Aníbal Ignacio Southier Palacio que amaba París y lo tenía como su segundo hogar ya que vivía en Alemania. Habían sido muy unidos y no puede superar su perdida.
Desde la ventana le había llegado el aroma a flores del jardín y allí se dirigió erguida como una doncella y vestida como si estuviera paseando en París con un vestido azul de una renombrada marca que hacía resaltar el color de sus ojos, llevaba zapatos costosos e inconvenientes para ese terreno y situación, incómodos pero acordes al cinto que ceñía su diminuta cintura y su capelina. Nada iba a hacerle bajar la guardia, debía verse perfecta siempre, podría ir alguien a visitarla, algún atrevido paparazzi, nunca se sabe, o el sol afectar a su piel.
Al llegar, con sorpresa, vio un enorme jardín con un camino bordeado de flores de todas clases y colores, con hermosas plantas de todo tipo y color, muy bien cuidado, rodeado de pinos y abedules con una enorme fuente en el medio cubierta de enredadera y flores. Era un sueño, la estatua de una bailarina con zapatillas de punta con sus brazos bajando hacia el piso la enterneció, no recordaba haber visto eso jamás pero era tal cual como ella lo hubiera diseñado, coronado al fondo con una enorme pileta olímpica. Cerró sus ojos para deleitarse con el aroma que lo cubría todo, de pronto un recuerdo llegó a su memoria, se vio corriendo feliz y despreocupada, riendo a carcajadas con otra niña, fue un recuerdo fugaz, tanto, que pensó que había sido fruto de su imaginación o de alguna película de las tantas que vio y rió por la ocurrencia.
Siguió caminando. En paralelo al parque había plantas frutales, duraznos, ciruelos, nogales, membrillos, naranjos, mandarinas y algunos que no distinguió, no salía de su sorpresa cuando al girar a su derecha se encontró con una una niña de unos 6 ó 7 años, cabellos trenzados, castaños, de piel blanca, vestida humildemente, que le cambiaba la ropa a una muñeca de trapo mientras la reprendía por haberse ensuciado.
—Te dije Nuria, no debes ensuciarte, debes cuidar más la ropa, mamá tiene mucho trabajo y no puede estar siempre lavándola, además se gasta.
De repente la niña se sintió observada, giró la cabeza y la miró sonrojada, luego esbozó una sonrisa.
—Hola, Señora Elena
—Hola niña ¿quién eres y cómo sabes mi nombre?
—soy Isabela y estoy jugando con mi muñeca ¿necesita algo?
—No, nada… no sabía que había niños aquí
—Nací acá, mi abuela me hablaba de usted y cómo le gustaba verla danzar y por eso se su nombre
—¿Tu abuela?
—Sí, ella vivía aquí cuando las dos eran niñas.
A lo lejos se escuchó una voz que la llamaba. Isabel se levantó rápidamente y se despidió con cortesía.
—Disculpe, me llama mi mamá para merendar, aún queda torta –dijo y se alejó corriendo.
Esa niña le hizo pensar en lo solitaria que es la vida en el campo, jugando sola, con una muñequita de trapo, sin posibilidad de crecer, tener una carrera, trabajar siempre ahí como su madre, como su abuela, sin otra aspiración que casarse