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Libro electrónico325 páginas5 horas

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Información de este libro electrónico

Nadie sabe lo alto que puedo llegar a volar...

Mi límite es mi imaginación.

«¿No has tenido nunca la sensación que no encajas en este mundo?

¿Que estorbas o molestas en todo lo que haces?

¿No has tenido nunca ese ahogo en el pecho al ver que estás fuera de lugar? o sí, no fue un sentimiento que surge en la adolescencia, la etapa más dura para una persona, si no que fue un sentimiento que ya desde niña fui cultivando y que creció a medida que los años pasaban.»

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento10 mar 2015
ISBN9788416339280
Folet
Autor

Laura Hermoso

Nacida en Sallent en 1988, aficionada a la ilustración y a la escritura se atrevió a adentrarse en el mundo de la literatura a los catorce años, donde descubrió lo que hoy le sigue apasionando: hadas, brujas, castillos, caballeros... en resumen, Folet.

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    Folet - Laura Hermoso

    © 2015, Laura Hermoso Jiménez

    © 2015, megustaescribir

          Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda           978-8-4163-3927-3

                 Libro Electrónico   978-8-4163-3928-0

    Contents

    Primera Parte

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Segunda Parte

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    Primera Parte

    ¿No has tenido nunca la sensación que no encajas en este mundo? ¿Que estorbas o molestas en todo lo que haces? ¿No has tenido nunca ese ahogo en el pecho al ver que estás fuera de lugar? Yo sí. Y no fue un sentimiento que surge en la adolescencia, la etapa más dura para una persona, si no que fue un sentimiento que ya desde niña fui cultivando y que creció a medida que los años pasaban.

    Aquella época queda ya muy lejana a mí y a mis sentimientos pero aún hoy, después de tantos años, de tanto tiempo, me quedan restos en la mente de lo que un día fue mi vida, aun viviendo ajena a ella y a todo lo que me rodeaba.

    Mientras compartía mesa con la gente más elegante, educada y refinada de todo mi barrio, en una excelente cena de navidad, mi mente volaba a kilómetros de todo aquello. Las damas más jóvenes conversaban y explicaban a voces que llevaban sus vestidos y sus peinados a la última moda, mientras, yo cabalgaba a lomos de un corcel y mis cabellos bailaban al son de una música celestial con el viento. Más de una vez mi madre me había dado algún codazo para que volviese al mundo en el que estaba esclavizada. Aprende de tu hermana me decía una y otra vez. Yo la admiraba de veras; admiraba su simpatía para con los demás, su alegría…pero lo que mi madre no lograba entender era que yo no había heredado tales gracias de ella porque se las había llevado todas mi hermana.

    Siempre me decía que me parecía a una tía abuela que tenía por parte de mi padre. Ella, según mi madre, también tenía siempre la cabeza donde no debía y así se había quedado, más sola que la una. La verdad es que la comparación con aquella tía no me resultaba desagradable, no me asustaba el hecho de que se hubiese quedado sola, si no que me fascinaba por tener esa capacidad de evadirse del mundo cuando quería. Puedo asegurarte que muchas veces deseé que viviese cerca para poder visitarla y charlar con ella, pero por desgracia estaba aislada del mundo, cosa que aún me fascinaba más, y no había manera posible de verla si no se le pedía que fuese ella la que viniese a vernos, pero yo jamás le pediría tal cosa a una persona que no conocía. ¡Qué verguenza!

    Aquella noche al llegar a casa, después de una tormentosa cena de navidad, corrí escaleras arriba para meterme de lleno en mi mundo, al cual había reducido a una habitación.

    Ya hacía años que la más alejada habitación de mi casa de la sociedad no la hacía servir nadie, así que, mi madre no vaciló demasiado en dar su consentimiento para que yo pudiese meter allí mis cosas, así las llamaba ella, en el trastero del piso de arriba. Unas pocas semanas me bastaron para transformar aquel hueco con paredes y techo en mi mundo. La mitad de las paredes las pinté en tonos azulados y la otra mitad en tonos verdosos. Con gran esmero dibujé en el cielo unas bellas estrellas y con gran delicadeza creé unas preciosas hadas que revoloteaban por la espesura del campo. En una esquina próxima a las ventanas coloqué un árbol que, a medida que iba creciendo cubría el techo con sus largas ramas, cubiertas de hojas verdes. En la esquina de enfrente hice poner mi escritorio de madera buena y una mecedora como silla para éste. Por todo el suelo fui colocando figuras, docenas de ellas, en forma de hadas, que si se seguía cuidadosamente el sendero que quedaba entre ellas, creaba un hermoso baile que acompañaba al son de una música que salía con gracia de un antiguo tocadiscos que tenía mi madre arrinconado en esa habitación cuando la adopté. Lo más difícil que yo quería conseguir y, que me costó fuertes discusiones con mi madre, fue el cambio que yo quería hacer en los cristales de las tres ventanas que había en la pared de enfrente a la puerta de entrada.

    Al final, después de mucho y mucho gritar, conseguí los deseados cristales. Eran perfectos, estaban divididos en dos partes; la superior era de cristal incoloro, para que dejase entrar la luz natural de la luna y el sol que impactaba con fuerza en la parte superior de las paredes; la parte inferior de los cristales tenía gran variedad de colores, así conseguí que la multitud de colores iluminasen a las hadas dibujadas en el prado.

    Recuerdo el primer día que entré en la habitación una vez acabada. Abrí lentamente la puerta, los nervios no me dejaban abrirla de una sola vez, si no que tuve que esperar a que la lenta puerta, conducida por mi ansiosa mano, la abriese del todo para que pudiese ver por fin mi mundo. La luz del sol cegó mis ojos y tardé un segundo más de lo que debía en ver mi trozo de mundo. La primera impresión fue…mágica. Por unos segundos creí haber despertado en uno de mis sueños, pero no, aquello era real. Aquel era mi sueño más anhelado, aquel era mi mundo.

    Con nerviosismo coloqué en el tocadiscos un disco de vinilo y puse en marcha el aparato. El gramófono quedaba a mi derecha, al lado mismo de la puerta, así que, puse el pie derecho por primera vez en aquella maravillosa habitación y seguí el sendero dibujado por las figuras del suelo. Al son de la música creé un baile guiado por las hadas de arcilla. La coordinación entre una bella flauta y un violín hicieron que mis sueños volasen lejos, muy lejos de allí. Cerré los ojos mientras mis pies bailaban armoniosamente y mis sueños se perdían en mis deseos de que se hiciesen realidad. Cuando abrí los ojos me vi rodeada de gente muy elegante, las damas, atabiadas con largos vestidos y, al igual que los hombres muy elegantes, tenían unas enormes alas. Estaba en un baile de hadas. Delante de mí tenía a un apuesto joven hada que bailó conmigo todo el rato, hasta acabarse la música del gramófono. Todos, al acabarse ésta hicimos una reverencia y, cuando levanté la cabeza mis invitados ya habían desaparecido. Volvía a estar sola.

    Así pues, desde aquel día, mi ritual para entrar en mi mundo y ser aceptada por las hadas era hacer el baile de bienvenida. Luego, mientras otro disco sonaba, me sentaba en mi mecedora y, balanceándome pensaba en grandes aventuras, grandes historias, grandes amores, grandes dolores…así que, cuando se me ocurría una escena, corría a buscar pluma y papel y me volvía loca escribiéndola. Sin pensarlo, una escena me llevaba a otra, y así, sin darme cuenta, creaba pequeños relatos fantásticos, en los que la protagonista era, naturalmente, yo. Pero aquella chica a la que describía no se parecía en nada a mí. Era fuerte, luchadora, bella, todo lo que yo nunca sería. Le atribuí mis deseos más profundos, virtudes que yo no tenía, defectos que la hacían aún más perfecta…Pero, aún y teniendo un carácter, un físico, una historia, una vida, un mundo, no tenía un nombre para ella. Así que, sin pensarlo dos veces, cogí dos diccionarios de lenguas extranjeras y empecé a buscar palabras que significaban algo especial para mí. Busqué como se llamaba lágrima, fuego, fuerza, inteligencia, pero por casualidad se me ocurrió buscar mi color favorito: el púrpura y, la versión que más me convenció fue la inglesa.

    Por desgracia fueron pocas las veces que conseguí terminar con éxito el ritual, pues la coordinación de mis pies con la música que sonaba no siempre era lo más armonioso. En mi cabeza había un baile elegante, sofisticado y, como ya he dicho, podía ver a los bailarines que me acompañaban pero la realidad era que, a veces, al intentar bailar con los ojos cerrados para no perder mi mundo de vista ni un momento tropezaba estrepitosamente con alguna figura o simplemente mis manos no eran lo bastante rápidas para parar un choque contra la pared ni mis piernas se sujetaban con la suficiente fuerza para no hacerme caer al suelo. Más de una vez había escuchado a mi madre o alguna de las sirvientas enviadas por ésta, preguntándome algo irritada qué demonios estaba haciendo ahí adentro. Mi respuesta siempre era la misma y parecía funcionar bastante bien, pues no volvían a insistir, así que, con un «estoy ensayando para cuando se reanuden los bailes» era suficiente para calmar el temperamento de fuego que nacía ocasionalmente en mi madre. Supongo que se sentía satisfecha de saber que, aún sabiendo que no tenía talento ni gracia para bailar me esforzaba para contentarla y no dejarla en evidencia delante de sus amistades.

    Era fascinante cuando cerraba los ojos y me veía perfectamente imperfecta, como mi protagonista. La admiraba tanto pues ella poseía todos los dones que a mí me faltaban, belleza, modales, saber estar y sobre todo, fuerza, orgullo, valentía, coraje, independencia. La reina de un país muy lejano, su soberana, protectora de su pueblo, dueña de sus tierras, conductora de sus pasos, creadora de su propio camino. Sabía que aquellos sueños eran imposibles de cumplir, pues aparte de saber que jamás llegaría a ser reina de un país muy lejano, la época que me había tocado vivir condicionaba cada aspecto de mi vida y de mis circunstancias.

    Muchas veces reflexionaba sobre lo que era mi vida y era totalmente consciente de que era afortunada, ya que tenía una familia con la que más o menos me sentía confortable y una casa que me permitía refugiarme de todo aquello que me atormentaba de la sociedad. Más tarde era cuando unos repentinos gritos en mi cabeza vociferaban que aquello no era para mí. ¿Qué hacía yo sino asistir a fiestas, tomar el té y conversar con damas distinguidas y elegantes sobre temas tan aburridos como el tiempo y los nuevos matrimonios de aquella temporada? Yo había nacido para hacer algo más que aquello, quizá debía cambiar el rumbo de mi vida y convertirme en exploradora, pues no creo que se pudiera llamar «conocer el mundo» a visitar a menudo a dichas damas elegantes en sus respectivos hogares.

    Aquel pensamiento fue poco a poco, día tras día, perturbando mi mente hasta que llegó un día en el que ya no estaba agradecida por pertenecer a una familia acomodada, sino que maldecía la jaula de oro en la que me tenían.

    A medida que mi desacuerdo con todo lo que me rodeaba fue creciendo, la discordia con mi madre y mi hermana fue aumentando cada vez más, hasta llegar a un punto en el que me desesperaba porque pasara el tiempo a las horas de las comidas. «¡El señor no sé quién se ha enamorado de aquella dama bajita y gorda o de una de clase inferior!». Ése era el único tema que tenían en la cabeza y que soltaban por sus bocas mi querida madre y mi adorada hermana. No se preocupaban por sus asuntos, siempre eran más interesantes los de los demás.

    Cuanto más crecía mi dolor por pertenecer a aquella familia, más me atormentaba la idea de verme diferente a ellos y más me hundía en mi mundo literario. Al cerrar los ojos era cuando verdaderamente encontraba la ansiada felicidad que me faltaba cuando los abría.

    Mis conversaciones para con mi madre eran cada vez más escasas, tanto que, incluso delante de ella huía a mi mundo e inventaba nuevas escenas con las que en alguna ocasión, delante de sus amistades, me había reído sola. Recuerdo la mirada de pánico de mi madre, no sabía qué estaba haciendo la menor de sus hijas riendo sola y más cuando una dama recientemente viuda le contaba sus penas. Me disculpé tan rápido como fui consciente de lo que acaba de ocurrir, pero no fue suficiente para mi madre y al llegar a casa me tocó recoger lo que había sembrado. Creyó así, mi madre, que con una regañina bastaría para hacerme cambiar y volverme afable y simpática como mi hermana, pero muy lejos quedaba esa intención en mi cabeza pues pasé de reírme sola, a romper en llantos desconsolados al pensar en una escena trágica en la que mi protagonista iba a sufrir un duro golpe emocional.

    Me imaginé en su piel, como si fuese yo quien sufriera aquel dolor y sin poderlo remediar aquel nudo que nace de la nada en la garganta fue tomando fuerza, un regimiento de lágrimas fue escalando por mis ojos hasta desbordarse por ellos y el incontrolable movimiento de mi barbilla se puso en marcha a toda prisa hasta que mi voz no lo aguantó más y soltó un quejido que dio vía libre al llanto. Llegué a temer que los ojos de mi madre hicieran dos cosas: una, salirse de sus cuencas y, segundo que se derritiesen dentro de ellas pues por un momento los vi arder en llamas. En aquella ocasión mi primera reacción fue la de ponerme la mano en el estómago y simular un repentino dolor agudísimo. Mi madre me apoyó momentáneamente para la salvar la situación, mientras que mi hermana se tapaba con disimulo la boca y la nariz que era lo más discreto para ocultar su vergüenza ajena.

    Aquella tarde al llegar a casa, no fue una regañina como las de costumbre, sino que se despachó a gusto contra mí y mi cordura. Mi padre le decía una y otra vez que eso era cosa de la edad pero mi madre no atendía a razones y, creyendo que me estaba imponiendo un castigo torturador y cruel, me prohibió asistir a más reuniones y fiestas hasta que supiese controlar mis modales. Sin dar muestras de arrepentimiento, pero tampoco de satisfacción, subí a mi pequeño trozo de mundo con el corazón latiéndome de felicidad al saber ¡que ya no estaría en la obligación de ir a ningún sitio en el que se me viese en público! ¡Qué alegría! No más fingir, no más sonreír sin ganas, no hablar de temas absurdos… pero lo que me tenía algo inquieta era la dureza con la que me había hablado mi madre. Según sus palabras, yo era la vergüenza de aquella familia, seguro que a mi hermana la atormentarían sus amistades con preguntas y burlas acerca de mí ¡y qué malo era eso para su reputación! Si seguía haciendo cosas de ésa índole se vería obligada a ver un médico.

    ¿Me estaba llamando loca? ¿Cómo se atrevía? Tal y como había dicho, que era muy sabio, todo aquello se debía a la edad, pero claro ¿cómo iba a acordarse de cómo era ella a mi edad si eso fue cuando los humanos vivían en cuevas? Lo que le pasaba era que tenía celos, envidia de ver que yo era dueña de mis pensamientos y me podía ir con ellos y sentirlos tan fuertemente cuando a mí me pareciese oportuno.

    Al abrir la puerta de mi mundo, aparté las figuras del sendero, cerré la puerta y respiré hondo. Empecé a recordar todos y cada uno de los insultos que me había lanzado mi madre, así que, de repente empecé a sentir cómo mis dientes se apretaban los unos contra los otros, cómo mi respiración se aceleraba poco a poco y como una furia jamás sentida escuché un rugir dentro de mí. Mis ojos lo reflejaron a la perfección. ¿Qué se había creído? ¿Quién era ella? ¡Nadie! Tan sólo una dama, sin expectativas, ni objetivos, ni esperanzas… Yo tenía todo lo que ella quería, juventud, independencia mental, imaginación, un mundo…Mis puños se cerraron conteniendo un sentimiento tan fuerte que me hubiese hecho explotar en un chillido desgarrador todo lo que sentía. Inesperadamente noté el peso y la frialdad de algo que sujetaba mi mano derecha. Al mirar me sorprendí cuando descubrí que estaba empuñando una espada de oro blanco, su empuñadura representaba lianas llenas de hojas que se entrelazaban entre sí llegando a fundirse al mezclarse con la hoja. «Si yo fuese la protagonista de mis historias no dudaría en bajar ahí abajo empuñando la espada y obligar a mi madre a reconocer sus errores» pensé. Levanté el arma y la miré con detalle, vi como a la luz de la luna, que ya hacía un buen rato que estaba gobernando en el manto negro, brillaba con hermosura y elegancia. Olvidé el enfado por unos instantes y me dediqué a dar golpes al aire con ella, maravillándome con cada movimiento que hacía, escuchando el melodioso silbido que hacía la hoja al cortar el viento y, como a su vez resplandecía con los pálidos y luminosos rayos de la luna.

    Una fuerza interior nació en lo más profundo de mi alma, pues por primera vez en mi vida me sentía segura de mis actos. Éste sentimiento creció al ver que mis ropas quedaron cubiertas hasta desaparecerpor una tela negra que me envolvió por completo creando un vestido larguísimo, de cuello alto llegando hasta las orejas, con estrechas y largas mangas, de busto ceñido y de cuerpo ancho y vaporoso.

    Me sentía tan bien, con tanta fuerza, miré mis manos; en una seguía empuñando la espada y en la otra no había nada, pero supe enseguida que aquellas no eran mis manos. Palpé mi cara, sin atreverme a mirar el reflejo borroso de un ventanal, pero, sólo con rozar la piel de mis mejillas supe que aquella no era mi cara. No supe qué pensar, estaba demasiado nerviosa como para poder auto-explicarme aquel momento o simplemente para atreverme a mirar al ventanal. Qué tan extraña fue aquella situación que al mirar al vidrio inconscientemente vi por una milésima de segundo a una muchacha que sin duda no era yo.

    Pero cual fue mi torpeza que al pestañear perdí la visión, el vestido, la espada y el coraje. Sentí que en un momento me había quedado vacía. No sabía qué había sido aquella ilusión, pero decidí describirla en un papel, paso por paso, detalladamente antes de que se me olvidara cualquier pequeño pensamiento acerca de lo que había ocurrido.

    Durante días, encerrada, según mi madre por castigo, según yo gracias a Dios, pensé largos y profundos ratos el motivo de aquel acontecimiento mientras me mecía en mi balancín. «Quizá han sido las ganas de hacer frente a mi madre y a sus problemas» pero aquella idea pronto voló de mi cabeza para dejar paso a mejores especulaciones que tanto a mí como a mi imaginación nos eran de más agrado. «Aquella que fui en otra vida me necesita o simplemente quiere hacerme llegar que está aquí» pero la idea de que fantasmas revoloteasen por mi casa no me hizo mucha gracia. Y, como si lo estuviese leyendo de un libro, dije lo que mi cabeza y mi corazón proclamaban a gritos: «Es alguien que está viviendo en mi mismo tiempo pero no en el mismo espacio; puede que por eso sé lo que va a ocurrir en su mundo, porque no es mío, ¡sino de las dos! Una mente para dos cuerpos, dos mujeres atrapadas en un mismo cuerpo, ¡una mujer entre dos mundos!». Tan sólo el pensamiento, contradictorio en sí mismo, me hizo abrir los ojos y regresar a la realidad de un salto y con una sonrisa. Me paseé por la casa, arriba y abajo y vuelta a empezar, murmurando aquellas tres frases que lo eran todo para mí. La protagonista de mis historias pensaba igual que yo, aun teniendo diferentes personalidades y físico, éramos semejantes en mente. Su dolor era mi dolor, cuando ella sufría yo lo hacía y viceversa porque en realidad éramos dos personas entre dos mundos, el suyo y el real. Por desgracia para mí, sentía que era más mío el suyo que no el real.

    Una de aquellas noches en las que me pasaba horas y horas escribiendo, decidí que ya era hora de conocer el mundo y, ¿qué mejor manera de hacerlo cuando no hay nadie en la calle y la noche me protege de comentarios de la gente? No lo dudé, estaba sorprendida de mi cambio de actitud, ¿de dónde nacía aquel valor?

    Pero ahora no me preocupaban tanto mis cambios de humor ni nada que se le pareciese, pues tenía un objetivo y había de cumplirlo. En un arranque de adrenalina abrí uno de los ventanales de mi mundo, dispuesta a bajar por las paredes, saltando por las ramas de los árboles hasta llegar al suelo de mi jardín, por suerte, la razón sonó en mi cabeza a voces y retrocedí en mi plan de saltar por la ventana. «Una cosa es que crea que soy invencible y otra que sea inmortal» susurré para mis adentros.

    Me quité los zapatos para bajar las escaleras y recorrer todo el piso de abajo hasta llegar a la puerta, cogí mi capa más oscura y haciendo todo el esfuerzo del mundo para que no se escuchara la puerta al abrirse salí de mi casa a hurtadillas. Una vez en la puerta volví a poner los zapatos donde tocaba y salí a toda prisa de mi calle antes de que alguien pudiese darse cuenta de que estaba allí.

    No sé por cuanto rato estuve andando, pero a la que perdí de vista las calles de mi barrio empecé a notar que las calles desaparecieron para dejar paso a senderos y éstos a un bosque. No negaré que la excitación y el nerviosismo que tenía al principio por alcanzar mi primera meta habían desaparecido por completo. La verdad es que estaba asustada, aterrorizada, para ser sinceros, una pequeña voz me reñía una y otra vez recordándome que era una cobarde que sólo había hecho el ridículo y que ahora no sabría volver.

    Volver… aquella palabra me hizo darme cuenta de que no me había fijado en el camino para volver a casa. El miedo se apoderó de todo mi cuerpo, empecé a notar el frío que hacía, pues con la emoción del principio no me había ni percatado que la primavera quedaba aún algo lejos para que pudiese soportar aquel frío. Miré a mi alrededor, no conocía nada de aquello, estaba perdida y me percaté que mi sentido de la orientación era nefasto por no decir inexistente. Caminé en no sé cuántas direcciones y no encontraba ningún sendero de tierra y, para desgracia la mía, al andar en la oscuridad caí en un enorme charco que hasta hacía bien poco había sido hielo puro. Como pude salí de allí dentro y, sumándole el miedo al estar perdida le añadí el de estar segura de morir congelada.

    Para mis piernas pasaron años hasta que por fin encontré un sendero, lo seguí, pero éste me llevó a otro y así hasta dar con el quinto que fue el que me llevó de nuevo hasta las calles de mi barrio. Jamás se me había hecho tan larga una noche y aquella no parecía tener fin. Cuando por fin encontré mi calle, pues en la oscuridad todas lo parecían, llegué a la puerta de mi casa y, antes de poner la mano en el pomo de la puerta ésta se abrió de par en par dejando ver la cara de mi madre que, en aquel momento no supe distinguir si era furia, preocupación, enfado o decepción lo que había en ella. Enseguida mi padre se abalanzó sobre mí y me agarró con fuerza mientras me daba un dulce y cálido abrazo.

    Una vez dentro, me reprendió por haber hecho lo que hice, mi madre sin embargo no me dirigió la palabra, le deseó buenas noches a mi padre y regresó a su habitación regalándome una mirada fría e hiriente. Supe que desde aquel instante, las cosas iban a ser muy diferentes. Mi pobre padre intentó sonsacarme el motivo de mi huida pero no pudo lograr su propósito pues yo estaba cerrada en banda y no daba pie a conversaciones largas que pudieran sonsacarme información indirectamente. El castigo de no salir, por supuesto, se alargó eternamente y, la conversación con mi madre se redujo a cero o uno en caso de que mi padre estuviese delante. Mi hermana que la imitaba en todo intentó lo mismo pero más suave, pues ella no tenía excusa para enfadarse conmigo y menos por haber ido a dar una vuelta en la noche. Aunque, a decir verdad, la conversación más larga que tuvimos desde el momento en que subí las escaleras para ir a mi habitación, fue esa en la que me acusó de sabotear su vida, de intentar llamar la atención, de hacerme siempre la víctima; «estás loca» me dijo pensando que aquella iba a ser la última palabra de aquella noche. «La locura es un privilegio para aquellos que están rodeados por seres simples, de vidas simples y conversaciones simples. Si la locura es un defecto para ti, estoy orgullosa de estar loca y si fuera posible lo dibujaría en mi piel para que pudieses apreciar el don de la locura en alguien que ni posee ni desea la razón mundana». Creo que no entendió mis palabras, porque con un gesto con la cabeza regresó a su habitación y cerró la puerta en mis narices. Pero yo había tenido la última

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