De Regreso Al Infierno “Dueño Y Esclavo”
Por Emily Díaz
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Emily Díaz
La autora escribe bajo el seudónimo de Emily Díaz, nació en Colombia. La obra está basada en la condición humana, en el pensamiento crítico y en verdaderos testimonios, donde se desarrolla el lenguaje del amor. La oposición se presenta en algunos personajes por odios y equívocos. ¿Por qué rechaza el hombre a Dios? Que arrojados a regiones áridas donde abundan los males y mantienen el espíritu reprimido «en el rocío de su juventud». El buen entendimiento de aquella pequeña élite de hombres bondadosos que tienen misericordia, que no suenan a falsos que rompen las prisiones del alma para un nuevo nacer.
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De Regreso Al Infierno “Dueño Y Esclavo” - Emily Díaz
Copyright © 2017 por Emily Díaz.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2017904359
ISBN: Tapa Dura 978-1-5065-1957-9
Tapa Blanda 978-1-5065-1958-6
Libro Electrónico 978-1-5065-1961-6
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Fecha de revisión: 18/05/2017
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757261
Índice
CAMINOS
UN NUEVO CAMINO
AÑOS DESPUÉS
ARRABAL
LOS CUATRO JÓVENES
LA CIUDAD DE CALI
APASIONADOS EN CASA DE ALBERTO
BAR LA CUEVA DEL HUMO
EL INFIERNO Y SUS CARDENALES
COMO UN HOMBRE DE BIEN;
ADIÓS AL HOMBRE DE AVENTURA
LA TRAMPA
¿FATALIDAD O HADO?
¿SUEÑO? ¡REALIDAD!
CARACAS, VENEZUELA
PRIMERA FUGA DE LA PICOTA
SEGUNDA FUGA DE LA PICOTA
EL ETERNO HUIR QUE TENDRÍA QUE SUPERAR
EL JARDÍN SECRETO
LA GUACA
EL POETA
EL FUEGO DEL INFIERNO
CAMINOS
Alejandro Bonilla, oriundo de la ciudad de Medellín —la capital de la montaña—, era andariego, un viajero incansable.
Al rayar el alba, cuando todo se vislumbra más hermoso, con los pastos frescos y la brisa tibia acariciando su rostro, enfiló su camión para buscar carga por caminos lejanos, en medio de montañas. Llegó a Dolores Tolima, un pueblo de gente sencilla y laboriosa, con campos sembrados de arroz, maíz, plátano y árboles frutales, que estaba de fiesta popular: había lechona tolimense, tamales, envueltos de maíz, música y danzas típicas de la región. Alejandro buscaba un lugar para almorzar y le llamó la atención un letrero que decía «lechona, tamales», los platos tradicionales de la comarca. ¡Quería probar algo diferente! El lugar era atendido por Gertrudis, una mujer gruesa de origen campesino, pero de grandes virtudes en el arte de la cocina. Los platos eran devorados por los comensales, las vasijas donde se cocinaban eran de un tamaño mayor que el usual, la templanza de la dueña de este lugar era conocida por muchos. A veces bajaban hombres de la montaña enruanados y engullían sus platillos. Una vez, uno se olvidó y se fue sin pagar. La mujer, sin ningún asomo de intimidación, tomó al jinete por la pretina y lo hizo bajar.
—Me paga. Ustedes, vividores, aquí no vienen a comer gratis.
—Cállese la boca —respondió el jinete, con humor negro.
—Hombre desalmado, no ve que yo vivo de mi trabajo. Aquí no se come gratis, si no, lave los trastes —contestó Gertrudis encolerizada.
Era una leona dispuesta a despedazarlo. Así que él sacó de sus bolsillos un billete arrugado. Cuando partió, la mujer se sacudió las manos y causó admiración. Era este su sostén y no temía enfrentarse, así se ganaba el respeto. Desde que era niña siempre había trabajado en distintos menesteres. Era su vida. Sola, con una hija y con pocos recursos, había montado una tolda para cocinar a quienes pasaban por la carretera y se detenían a buscar almuerzos. Entre ellos, Alejandro, que al llegar echó una mirada buscando una mesa y allí vio discretamente a la hija, Elena. Era una doncella, una mujer diminuta, silenciosa, activa e inteligente, de carácter enérgico. Alejandro la observó y encontró en ella las cualidades para ser una buena esposa. Sería la compañera ideal. Eran dos mujeres serias y honradas. Con su madre, mujer fuerte de manos laboriosas en la cocina, luchaban por salir adelante dedicadas a trabajar en un restaurante para la supervivencia, donde Gertrudis vendía todos los platos con buena voluntad y desempeño.
Estaba deseoso de compartir su vida con una buena mujer y de tener hijos saludables. Ya era hora, a su edad, de formar un hogar.
Era una época de odios, la violencia había empezado como un enfrentamiento entre liberales y conservadores. Las personas sentían que estaban amenazadas, vivían temerosas. La violencia se extendía de los campos a los pueblos. Las fincas eran abandonadas, corrían tiempos difíciles para la vida rural. Muchos debían hacinarse en casas de parientes. La realidad se había transformado en un conflicto, una injusticia inminente de no acabar.
Elena y Alejandro se conocieron, y él, siempre locuaz, no paraba de hablar.
«Qué agradable este hombre afable, locuaz y recorrido», pensaba Elena. Lo veía como un salvador. Las miradas comenzaron a cargarse de anhelos, y con el tiempo los dos se fueron enamorando. Él, venido de una ciudad entre montañas, alto, rubio, de ojos azules. Ella, de figura menuda, piel trigueña, cabellera negra, lisa y abundante, y de ojos grandes, cuando los oriundos de estas regiones eran de ojos pequeños y rasgados. Eran dos culturas diferentes dedicadas a las labores campesinas. Alejandro manifestó que se casarían, y así pasaron los meses, la relación continuó. Elena era una mujer de pies firmes y deseosa soñaba con tener un hogar, entregarse con alma y vida, por la exigencia de las costumbres, hasta que la muerte los separara. Enamorados, se casaron con grandes planes de formar una familia intachable. Así empezaron los viajes, y ella humildemente aceptaba la estadía en diferentes territorios.
Los evangelistas, que asiduamente los visitaban, les ofrecieron la salvación para la vida eterna si practicaban la religión. Debían conservar como primera medida la observancia de las normas. Pero no se decidieron, ya habría tiempo para todo. Como viajero, Alejandro llevó a su esposa y su suegra a vivir en el Dovio. Allí nació su primera hija. Siguió viajando incansable, llevando con él a su familia. En Manizales llegó el segundo hijo. Continuó recorriendo, y cuando se fueron a vivir a Pereira nació el tercero.
En sus viajes solo, compraba muchas cosas que encontraba a su paso, como pájaros raros y regalos para la familia. Luego seguía por la carretera, atravesaba montañas y regresaba a casa.
Al poco tiempo, le salió un viaje para la ciudad de Cali. Le gustó su clima y continuó el trayecto. Se detuvo en el siguiente pueblo, Palmira, donde quizás encontraría carga, ya que por esas tierras desfilaban los camiones cargados de azúcar de los ingenios.
Alejandro bebió agua mientras esperaba el turno para cargar su camión. Luego se alejó un poco para respirar el aire tibio y juguetón. El aroma de la caña de azúcar lo embelesó. Era conocedor de variedad de climas fríos, templados, calientes, pero este era diferente. Porque despertaba emociones tiernas. Regresó por más agua. Algo extraño, ya que nunca sentía sed. Todo eso le parecía hermoso. La magia de los paisajes, las planicies, los grandes manantiales de aguas frescas, el tendido de grama verde. Allí se podía ver cómo se encuentran los cielos y la tierra. El sol imponente, de un tono rojizo como el fuego, daba vida y color a las semillas de la tierra, que perpetuaba una naturaleza viviente. Se respiraba alegría, vida. Era un pueblo con mezcla de razas donde se vivía una época sin prisas, desinteresada, con alegrías simples. Su gente andaba a un ritmo pausado, esperando que acontecieran las fiestas y los ritos.
Sentado en la grama, Alejandro reflexionó: «Qué bueno sería traer a toda la familia a este mundo tan expresivo y armonioso». Dos parroquianos, joviales, lo saludaron. Alejandro observó a su alrededor con tranquilidad: «¡Esto sí que es una ilusión! Me gustaría vivir aquí. Podría dedicarme a cuidar bien de mi familia sin tanto ajetreo». Los parroquianos compartieron sus comentarios.
—¡Son tierras de paz y prósperas! ¡Aquí se vive demasiado tranquilo! —afirmaron.
—No se diga más —respondió Alejandro.
—Usted no conoce bien lo que son estas tierras.
—¡Hombre, estoy amañado! Y quisiera quedarme por estos lugares —confirmó.
Era consciente de que sus hijos estaban creciendo y muchas veces se sentía atormentado pensando en el peligro de ciertas regiones agitadas por la politiquería que se estaba desatando. Muchos se iban desplazando, era un desorden. La violencia había empezado, en el campo la muerte azotaba con frialdad. Era un exterminio. La tierra quedaba abandonada y desolada. Se vivían horrores, atrocidades, un clima de pesadilla.
La violencia castigaba a todos los estamentos sociales. Abusos, injusticias por doquier. Las familias huían buscando refugio. Ese era el problema de las guerras. Y la situación empeoraba.
«En mi próximo viaje podré mirar un terreno apropiado para comprar», pensó Alejandro, contento de haber hablado con los dos hombres.
Ya en el camión, al frente del volante, se arrellanó en el asiento. Se hacía tarde. «¡Sí, quiero vivir aquí!», reconfirmó, repasando con mirada llena de avidez el lugar: a lo lejos vio pasar los carros cañeros, cargados de corteros, hombres campesinos dedicados a cortar la caña de azúcar. Iban cantando, ataviados con sus vestimentas sencillas —un pantalón recortado a la rodilla y una franela manga larga— y el machete amarrado a la cintura.
La mayoría era de raza negra y manifestaba la serenidad y la alegría a flor de piel. Llevaban una vida sin apuros. Con voces alegres, moviendo los hombros y golpeando con sus manos en las rodillas, cantaban un son de tamborera versificando su historia. Las canciones recorrían los cañaduzales llenos de coloridos ritmos de cumbia: «Tierra de alegría es la tierra mía», se oía.
El cielo se veía infinito en su grandeza. El sol, rojizo, había salido a campear dando fertilidad a estas tierras, quedando un paisaje de fuego en el horizonte: de gran colorido, con grandes llanuras, cultivos de arroz, de caña de azúcar y ganado.
Era un pueblo de costumbres campesinas, los comerciantes se arremolinaban con sus toldos. Gente alegre, sencilla, que vendía sus productos. Algunos camiones llevaban carga de hortalizas de algunas regiones, y de regreso eran colmados con ganado.
Se respiraba una atmósfera de tranquilidad, de fe y de ilusiones. Los domingos, los habitantes salían en grupos familiares al parque y descansaban, se refrescaban, algunos se sentaban en las bancas, otros paseaban alrededor de los grandes árboles, que con sus ramajes daban sombra. Allí los pájaros formaban sus nidos y silbaban alegres.
El atrio de la iglesia se encontraba lleno de parroquianos que se disponían a participar de la eucaristía, como es costumbre en todas las regiones los domingos.
La vendedora de chontaduro, en su alegre caminar, expresaba con su potente voz: «Aeeee, lleve el chontaduro, paʼque contente a su mujeeee».
Al lado, los niños formaban corrillos alrededor de los cholados, con raspado de hielo, miel, anilinas de colores y sabores, y del famoso salpicón con gran variedad de frutas.
En la Iglesia primitiva católica, se escuchaba el órgano y los coros elevaban alabanzas. Las voces de las monjas se dejaban sentir como un grandioso concierto a Dios. El sacerdote, con vehemencia, proclamaba la doctrina de origen divino, defendido por Dios y sus servidores en la Tierra. Así hablaba: «El espíritu de Dios se nos revela en nuestra conciencia en toda forma. Es un ofrecimiento rico y fecundo. Por consiguiente, hay que medir los actos. No debemos vivir confundidos ni llevar una existencia desenfrenada o de locura. La vida es un regalo, y hay que hacerla brillar. Conozcamos a Dios para que no vivamos en la oscuridad».
Alejandro había prometido a su esposa que se irían a un pueblo tranquilo y que allí compraría una casa para dejar de andar. El trabajo estaba disminuyendo, ya no salían tantas cargas, y además en las carreteras había asaltantes, se ponía en juego la vida. Entre los ríos caudalosos pasaban de prisa, llenos de lodo, cadáveres. El miedo de una guerra causaba la migración. Por eso había prometido encontrar un pueblo donde pudiesen vivir tranquilos, alejados de las depresiones psíquicas de encontrarse con los fantasmas de la guerra. Donde él pudiera trabajar en la artesanía con maderas, haciendo lindas repisas y tocadores para damas, sin más viajes. Con muchas ilusiones, buscaba dónde comprar una tierra con vivienda. Gertrudis les reprochaba: «¡Ya es hora de estar en un solo lugar! De vivir en tantos sitios nunca echarán raíces». Elena repetía: «Me adaptaré a cualquier lugar con tal de tener un techito confortable con toda mi familia, donde vivir en paz y donde no nos alcance la desgracia recordando los sufrimientos y las ruinas por causa de la violencia».
Así fue como escogieron la pequeña ciudad de La Villa de las Palmas, aquellas tierras del valle llenas de calidez donde Alejandro había sentido una alegría desde el comienzo, sobre todo por sus gentes tranquilas. Compró un terreno con una casa vieja y se trasladaron con la familia: su esposa, sus tres hijos mayores y la suegra.
Fue arreglando muchos aspectos feos para dar paso a algo mejor. Tumbó y derribó puertas y arboles buscando un sitio vistoso para colocar la pajarera: el corredor grande con un árbol en el centro. Las instalaciones, altas, pues no quería que nadie le fuera a abrir las puertas de las jaulas, jactándose de que solamente él conocía esa labor, solo él. No la confiaba a nadie, porque en un descuido los pájaros se podían dar a la fuga. Los vecinos estaban encantados con el canto y el alborozo de los pájaros, que daban alegrías a los corazones. Había muchas variedades: arrendajos, pericos australianos, capuchinos, mirlas, pájaros carpinteros delgados, de pico largo y trepador, y muchos más, todos importados, comprados en puertos y por los alrededores en sus viajes por las carreteras. Los visitantes, entre murmullos, solían repetir: «¡Qué belleza este abanico de preciosos ejemplares! Miren lo maliciosos, comen y vigilan que no nos acerquemos, ¡sí! Tienen mucha similitud con el hombre».
Dentro de sus jaulas, inquietos, se movían de un lado a otro sin reposo. Algunos se dejaban coger fácilmente, otros andaban libres arriba de las copas de los árboles, se limpiaban su plumaje y alegres volaban de árbol en árbol, brincaban de rama en rama, silbando alrededor de los enjaulados. Otros llevaban en sus picos pequeñas ramitas secas para formar sus nidos. Mientras, el gato solía observar los movimientos de los pájaros con curiosidad desde el techo, con el deseo de cazarlos.
Alejandro, como era su costumbre, daba de comer a los pájaros imitando sus silbidos detrás de las jaulas. En un frondoso árbol, a veces un pájaro de pecho rojo con una capa de plumas de color negro permanecía solitario, observando a los demás comer y conversar. Un día, Alejandro deseó cazarlo y empezó la cacería. El astuto pájaro no cayó en sus trampas.
La gente comenzó a visitar a las aves por los hermosos coloridos y silbidos. Una de las mujeres que fue dijo que los animales no eran felices, y disgustada le reprochó: «¿Por qué tenerlos presos si nacieron libres, con alas, y ellos mismos buscan su comida? ¿Quién le hace daño un pajarito? Solo el corazón del hombre cuando está lleno de ardor.
¡Pobres pajaritos, tan encerrados en esas jaulas!». Pero Alejandro terminó la discusión respondiéndole: «¡Si no fuera así, no podríamos ver tan raras especies!». Adornaban los espaciosos y ventilados corredores.
La serena y laboriosa Elena estaba contenta. Decía haberse ganado la lotería al encontrar un hombre de gran linaje, sentía que la tranquilidad había llegado. Por una parte, liberada de tensiones al no tener que vivir el desaforado problema de Alejandro, que por su temperamento de hombre fuerte acostumbraba discutir acaloradamente de política con los amigos. Había ganado por ese lado, pero perdía por el otro, con una neurosis que padecía heredada del abuelo, un viejo español de malas pulgas que gritaba y castigaba sin compasión, golpeaba a los trabajadores, a los esclavos, era despectivo y su familia le temía.
Entre los visitantes empezaba la propagación de una nueva doctrina: la lucha del hombre contra el mal; y el hombre era el campo de batalla entre Dios y el diablo. Jubilosa, Elena encontró la fuerza espiritual que no poseía ninguno de la familia, deseaba vivir plenamente el evangelio. Debía ser humilde, porque todos serían rescatados por un mediador, Jesucristo, quien prolongaría la fe y la fuerza para vivir a plenitud el evangelio.
Un hombre demasiado elocuente los seguía frecuentando y solía decir que debían renunciar a muchas comodidades que el mundo les ofrecía para poder encontrar la libertad ante la esclavitud del pecado como verdaderos hijos de Dios. «El que obra de acuerdo a las escrituras puede tener la salvación gratuita y vivir bajo la luz del evangelio», les dijo. Lo intentarían. Elena, con toda entereza, respondió: «Cumpliré al máximo». Pretendía ser muy estricta de las enseñanzas de la doctrina. Esa sería su tarea original al huir de una violencia agazapada. ¡El camino parecía el más adecuado según las enseñanzas! Soñaba y repetía «Viviremos felices en un ambiente distinto, alejados, en una sociedad diferente, buscando refugio de los grandes males, de las desgracias de la existencia humana. Disciplinando a nuestros hijos —dotados de una constitución biológica extremadamente susceptible— para que permanezcan en los estudios y se adapten, buscando desentrañar el origen para adecuarse apropiadamente. Con la nueva doctrina, quizás Alejandro borre estas huellas, quizás modifique su mal carácter».
Y pensaba que, dada su naturaleza, como procedía de una familia de campesinos adinerados sin cultura, tendría que seguir las escrituras al pie de la letra.
Siguieron las visitas de los pocos protestantes que asiduamente se acercaban a los Bonilla, y los esposos finalmente aprobaron pertenecer a la congregación cristiana. Era algo asequible, y Elena siempre había soñado con ver crecer a su familia cumpliendo con la doctrina, todos reunidos alrededor de los mayores, rezando oraciones, leyendo la biblia, finalizando con las alabanzas. Y en la casa cumplían con esos deberes. Aunque, de todas formas, existían muchas deficiencias.
Muchas de las desavenencias habían empezado con Gertrudis. Elena citaba párrafos bíblicos y en las conversaciones explicaba: «Dios es nuestra fortaleza y vivificará nuestras vidas para elegir nuestro verdadero destino, porque la paga del pecado es la muerte y quiero vivir