La Cálida Brisa
Por Alicia Vásquez
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Alicia Vásquez
ALICIA VÁSQUEZ, mexicana nacida en el estado de Veracruz, estudió medicina y se especializo en medicina interna, ejerciendo la medicina en una institución pública de su país, casada y madre de tres hijos. Tuvo la sensibilidad e inspiración que le permitió escribir poesía, ensayos, prosa y novelas, proyectos que tuvo que aplazar, por verse atrapada en la vorágine de las responsabilidades profesionales y del hogar. Escribe actualmente como analista política en un periódico de la provincia y esta es su segunda novela publicada.
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La Cálida Brisa - Alicia Vásquez
Índice
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo I
Cuando aun no existían carreteras de asfalto y solo había rudimentarios caminos de terracería, que apenas permitían el transporte a través de pesados camiones de redilas, burros o mulas; la comunicación, traslado de comestibles y enceres domésticos era muy lenta entre pueblo y pueblo. Pocos eran los que se aventuraban a recorrerlos sino tenían un propósito preciso.
Pero Juan se aventuraba viajando por la noche a caballo. El silencio del camino solo se interrumpía por el canto de los grillos y cigarras. La lejana y resplandeciente luna llena le ofrecía sus rayos plateados como única luz; que lo guiaban por el escarpado camino al tiempo que se producía una combinación de sombras que formaban espectros o deliciosas figuras, dependiendo de cómo y quién las mirara. Juan las observaba con beneplácito. Para él, las figuras eran duendes traviesos que jugaban con las hojas de los árboles, formando sombras; mientras su imagen juvenil gallarda y elegante cortaba el paisaje. Iba completamente vestido de blanco y el polvo parecía respetar sus vestiduras y su temperamento optimista lo hacía lucir fresco y feliz.
Se dirigía al pueblo de Azueta, a cumplir con una invitación hecha por el cacique del pueblo, Crispín Aguirre. Hombre de baja estatura, rechoncho, de facciones amables y duro carácter, a quien en forma paradójica a su estatura los habitantes del lugar respetaban y temían. El gobernaba desde hacía mucho tiempo, porque así era entonces, las elecciones las ganaba el más fuerte y él Crispín Aguirre, era el mejor. Tenía una gran sensibilidad, lo que le permitía distinguir a los buenos y agredir y hasta matar si era necesario, a los malos; con quienes era temible. Poseía una carismática sonrisa con la que envolvía a sus interlocutores, gran intelecto y dialogo ameno. Ser de sus simpatías era un privilegio, él ofrecía amistad sincera, ayuda incondicional y protección. También era apasionado y le gustaba la buena mesa, el buen vino y las mujeres bonitas, pero nunca perdía el amor por su familia y por los que consideraba los suyos, incluyendo claro está, a sus amigos.
Por eso Juan se sentía feliz, lo había conocido en Cafetales, de donde era oriundo Juan. Un pueblo más importante que Azueta. Y en una conversación múltiple, Crispín notó la inteligencia de Juan, le simpatizó y lo invitó a su casa.
Crispín preparaba un agasajo para Juan, por ese motivo la servidumbre se encontraba muy activa. La casa de Crispín era amplia con altas y pesadas paredes de adobe y numerosas habitaciones que formaban un cuadrado perfecto y rodeaban un hermoso jardín, enmarcado por anchos corredores de ladrillo rojo pulido; en cada esquina destacaban enormes macetas de barro barnizado coronadas por un follaje de helechos y piñononas, en el centro del jardín una fuente de cantera y azulejos de donde brotaba una cristalina cascada. Cada habitación contaba con puertas y ventanas de madera y cristal biselado, protegidas por celosías negras, que dejaban entrever las blancas cortinas de gasa.
Al fondo, atrás de la casa estaba la cocina en donde la servidumbre se encontraba muy activa. Ésta era amplia e inmaculada, con estufa de barro y azulejos con hornillas de petróleo y con hornos también de barro, un fregadero de trastes pegado a una mesa rustica de madera en donde se elaboraban los recaudos. Colgaban de la pared, grandes ollas de barro, peroles de cobre, peltre y cucharas de madera y peltre; llamaba la atención un molcajete sobre el piso con su mano de piedra junto a un impresionante metate, en donde se molía el maíz para las tortillas y los múltiples ingredientes para fabricar el mole y otros exquisitos platillos de la región. Al lado derecho estaba la alacena que almacenaban grandes cantidades de alimentos: semillas, cereales, piernas de jamón, longaniza y chorizo, no faltando las piezas redondas de queso.
Crispín quería ofrecer lo mejor a Juan, había hecho traer el mejor borrego de su ganado y en la madrugada los peones habían iniciado el sacrificio, para desollarlo y preparar la rica barbacoa que se cocinaría lentamente en un horno improvisado bajo tierra, previamente envuelta la carne en grandes hojas de mata de plátano.
En la cocina las mujeres degollaban los pollos, mientras otras hervían el agua para desplumarlos, otras preparaban y amasaban la masa para el pan, mientras el nixtamal se molía para las riquísimas tortillas.
Crispín se sentía feliz, mordiendo una pajilla entre los dientes, recordó la tarde cuando había conocido a Juan y el brillo especial que había descubierto en sus ojos; ese brillo que solo produce la chispa de la inteligencia y franqueza. Le había gustado el muchacho, y ahora estaba contento de recibirlo en su casa.
Los plateados rayos de la luna empezaban a ser sustituidos por los dorados rayos del sol. A lo lejos las montañas parecían escarchadas de plata. El río de las Flores, bravo y caudaloso rugía con orgullo al lado del camino, permitiendo que se reflejara en sus cristalinas aguas los rayos del sol; los pájaros iniciaban sus trinos y una suave y cálida brisa acariciaba el rostro moreno de Juan, desordenado y jugando con sus cabellos.
Al fin se acercaba a Azueta, los perros se inquietaban con su lejana presencia. Los gallos anunciaban la alborada, despertando a la tranquila población. Juan sonreía, solo faltaban unos cuantos metros para llegar, se veían las doradas cúpulas de la iglesia y Juan hundiendo las espuelas lanzo un suspiro y emprendió el galope. Acortando aún más la distancia.
El sol daba un nuevo colorido al paisaje, todo era belleza y paz. Al llegar al pueblo las personas que cruzaban por su camino lo saludaban con curiosidad, era un pueblo, en el que los forasteros no eran vistos con agrado, pero la gallardía de Juan los hizo saludarle y preguntarse: ¿Quién es éste joven? Su pregunta quedaba sin respuesta, Juan ignorante de lo que pasaba por la mente de esa gente sencilla, trotaba erguido sobre su alazán, luciendo su blanca vestidura que le daba el aire de un jinete etéreo. Los moradores se asomaban a sus ventanas, al ruido de los cascos del caballo para mirarlo pasar y comentaban en susurros sus impresiones.
Las calles le daban la bienvenida, brillaban con el sol las piedras de rió, de las cuales estaban construidas. A los lados de la calle ordenados y alineados, las pequeñas casas de adobe con techos de palma y pintadas de blanco con cal. Todas tenían corredores adornados con macetas de donde crecían plantas y flores silvestres multicolores, que contrastaban con las blancas fachadas, las casas estaban provistas de patios traseros con árboles frutales y aves de corral. En algunas de ellas se veían borregos, chivos y un corcel, ya fuera caballo, burro o mula. Se distinguían algunos arados y otros utensilios agrícolas. El pueblo era bonito y agradable. Juan se iba acercando al centro en donde estaba la Iglesia y el parque, frente de estos se encontraba la casa de Crispín.
Juan se apeó del caballo con agilidad, sujetándolo en uno de los postes que expresamente se encontraba frente a la casa de Crispín. Con mano firme tocó.
Al escuchar el ruido de la aldaba, Crispín saltó sorprendido y contento ¡Juan había llegado!
Se arregló la ropa, se sacudió las mangas de la guayabera blanca, que acentuaba su globoso vientre, sacudió sus finos botines y salió.
—Juan, ¡qué alegría! te estamos esperando —dijo Crispín—. Juan se quedó sorprendido del lujo y la belleza de la casa. El aroma de las viandas inundaba el aire, mezclándose con el aroma de las flores.
Crispín con solmene actitud presentó a Juan a su familia. Primero Belén su esposa, mujer de mirada bondadosa e inteligente, cuerpo robusto y baja estatura a sus dos hijos varones adolescentes espigados y asustadizos y a su pequeña hija, una hermosa niña de bucles dorados y sonrisa traviesa,
Crispín lo llevó a una de las habitaciones:
—Ponte cómodo, en veinte minutos te esperamos para desayunar.
En la habitación sobresalía la cama con cabecera de latón dorado artísticamente trabajado. A la derecha un ropero de madera labrada, junto una palangana, con una jarra de porcelana con agua, montados en mueble de herrería, colgando en uno de los lados una toalla blanca para secarse. A lado de la cama en el piso un tapete de lana fabricado por los nativos del lugar en brillantes y contrastantes colores. También había una mesa de fina madera redonda, sobre la que descasaba una carpeta de hilo fabricado a gancho, seguramente por la dueña de la casa y encima un florero con aromáticas rosas amarillas.
Juan se sintió cohibido, no se creía merecedor de tantas atenciones por parte de un hombre tan importante ¿Quién era él? Un joven de apenas 25 años ¿Cómo podía él corresponder a Crispín?
—No merezco tanta molestia señor —balbuceó quedamente Juan—.
Crispín con una palmada cariñosa en la espalda lo empujó con suavidad.
—Anda Juan, no digas tonterías y entra.
Juan obedeció, pero se sintió más intimidado, ¿Qué quería Crispín de él, por qué lo había invitado? No encontró respuesta y retiró sus desconfiados pensamientos haciendo gala de su autodisciplina y se obligó a apresurarse y salió de la habitación reconfortado y disculpándose por haberlos hecho esperar.
En la casa todo era alegría y movimiento y Juan se dejó contagiar y sonriendo se olvidó de sus dudas anteriores.
Sentado en la mesa comió con apetito, sin inhibiciones, mientras Crispín lo observaba feliz.
—Hoy es la fiesta del patrón del pueblo, día de San José, ¿Lo sabías Juan? Habrá feria, oficios religiosos y baile, me agradaría que nos acompañaras, mi familia y yo nos sentiremos honrados con tu compañía.
—¿Por qué señor tanta distinción? No lo merezco, me apena usted —dijo Juan—.
—Tú no digas nada muchacho.
—Tú desde ahora eres uno de los míos y lo único que te pido es que te diviertas.
Así continuó la plática, poco a poco Juan se sintió confiado y empezó a platicar haciendo gala de sus brillantes comentarios que tanto admiraba Crispín.
Por la tarde llegaron más invitados, la gente circulaba alrededor de la mesa principal, gozando del banquete, entonces Juan fue menos importante, lo que le permitió relajarse y realmente divertirse.
Observó la concurrencia a su antojo, asimiló con rapidez quienes eran los invitados e eligió con quien conversar y curiosamente los elegidos fueron personas mayores, que le ofrecían una conversación interesante para Juan y divertida para ellos.
Juan salió a platicar con Manuel, un señor de edad madura amigo de Crispín, platicaban animadamente. Juan se veía regio, con su porte distinguido, su figura alta y esbelta, su inmaculada indumentaria que remataba con un sombrero carrete ligeramente ladeado. Su piel morena y bronceada hacían resaltar sus pequeños ojos aceitunados y su amplia sonrisa dejaba al descubierto una blanca dentadura, acentuando su imagen varonil. Apoyando su pie en la banqueta y sobre la rodilla doblada su brazo y el mentón recargado en la mano, miraba a la gente que acudía a la iglesia, cuando de pronto la vio pasar, era menudita y frágil, con los ojos azules como el cielo que enmarcaban rizadas y abundantes pestañas rubias, en un rostro redondo y sonrosado, con una abundante cabellera dorada que llegaba hasta su cintura. Juan pensó para sus adentros de existir los ángeles deben de ser como ella. Al aproximarse la niña a ellos, sonrió y saludó levemente con la cabeza, Juan extendió la mano y con ternura le acarició la cabellera. Ella indignada volteó con un gesto de desagrado y desapareció rápidamente entre la multitud que se encaminaba