Marzola
Por Dalgiza G.M.
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Dicen que la realidad supera la ficción, y este es el ejemplo más claro. Durante décadas, los grupos armados al margen de la ley desolaron el corazón de la bella Colombia, hasta casi aniquilar su alma y la de su pueblo, gente inocente que pagó consecuencias que jamás debieron asumir. Odio, crueldad, muerte e injusticia. Pero detrás de todo ello
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Marzola - Dalgiza G.M.
MARZOLA
PRIMERA PARTE
Dalgiza G.M.
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Publicado por Ibukku
www.ibukku.com
Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico
Copyright © 2021 Dalgiza G.M.
ISBN Paperback: 978-1-64086-888-5
ISBN eBook: 978-1-64086-889-2
ÍNDICE
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
Colombia, un país templado del extremo norte de Sudamérica. Tierra de luz, calor, playas de ensueño, aguas cristalinas, arrecifes de coral, bosques tropicales, las montañas de los Andes, plantaciones bananeras y de café. Paisajes únicos y ricos recursos.
Pero no es oro todo lo que reluce y la historia de este bello lugar, desde las entrañas de la selva, viene teñida de miedo, sangre y sometimiento.
El cultivo, la producción y comercialización del banano criollo empezó en la década de los sesenta en Urabá Antioquía, convirtiéndose en una de las bases de la economía territorial. Con el paso del tiempo y la aparición de diversas empresas explotadoras de la fruta, los nativos de la región, la mano de obra humilde, se vieron en medio de una intensa y ajena guerra que iba a condicionar toda su existencia.
Poder, dinero, grupos armados, terror, muerte, pérdida. Pero las injusticias y el dolor no tienen por qué truncar el futuro de una persona. Desde muy pequeña, Aisa ha conocido las hieles del infierno, pero su fuerza y determinación serán clave en la búsqueda de un futuro mejor donde, aunque los recuerdos duelan, ya no tengan poder sobre ella.
Porque la vida es como la misma Colombia, salvaje, preciosa, inabarcable, llena de misterios. Tiene luces y tiene sombras. La pregunta es: ¿Con qué versión te quedarás?
CAPÍTULO 1
Aunque el cielo estaba nublado, el sol pugnaba por salir entre los escasos huecos que encontraba, reflejándose sobre el agua y dibujando hermosas figuras y juegos de luz.
Desde el Johnson, la canoa en la que permanecía obedientemente sentada, la pequeña e inocente Aisa se embelesaba con estos juegos de luces y sombras mientras buscaba en el río la presencia de algún pez. Tras ella, sus padres la miraban sonrientes. Sólo tenía dos años y cada día descubría algo nuevo y fascinante que la sorprendía. Habían decidido hacer esta excursión para pasar un rato en familia y que Aisa conociera las maravillas naturales del lugar en el que vivían.
Todos los pasajeros de la barcaza de madera permanecían en armonioso silencio, dejando que el rumor del agua, el baile de las hojas y la brisa agitando las ramas, envolvieran su paseo.
De pronto, un extraño rugido sonó a su derecha. El conductor se detuvo y miró expectante alrededor, mostrándose preocupado y cauteloso. Con poco tiempo para reaccionar, una cortina de tierra se abalanzó sobre ellos. Las lluvias de los últimos días habían reblandecido el terreno provocando el deslizamiento de parte de la montaña. Nervioso, viró rápidamente queriendo evitar la colisión. La brusquedad del giro hizo que Aisa cayera al río sin que su madre pudiera remediarlo.
El agua la tragaba por completo. La pequeña no podía ver, hablar ni respirar. La agonía se apoderaba de ella, no entendía lo que sucedía.
Su madre, como cualquier madre horrorizada ante la idea de perder a su hija, se lanzó sin dudar pese a no saber nadar. Al mismo tiempo, el padre de Aisa saltó tras ella tratando de evitar perderlas a ambas.
La angustia de los demás pasajeros se extendió entre gritos preocupados e intentos desesperados por rescatar a la niña. Uno de ellos, un hombre fornido, de color, se sumergió con decisión en el agua turbia para ayudar. Pasados unos segundos que se antojaron eternos, emergió con Aisa, inconsciente entre sus brazos.
La tumbó sobre el suelo de la canoa, posó sus grandes manos sobre el pecho de la niña y comenzó a reanimarla. Un minuto, dos, tres minutos, cuatro. Hasta cinco minutos hicieron falta para que el agua que la ahogaba saliera de su pequeño y delicado cuerpo.
—¡Mi niña! ¡Mi pequeña! ¡Mi niña! —repetía entre alaridos la empapada madre, estrechándola entre sus brazos con profundo anhelo mientras las lágrimas inundaban su rostro—. Gracias… —acertó a decirle el padre al buen hombre cuya férrea imagen fue lo primero que vio Aisa al abrir los ojos, sorprendiéndose con la blancura radiante de su sonrisa.
Derrotado, él se dejó caer apoyándose en un lateral de la barcaza y, llevándose las manos a la cara, empezó a reír de forma compulsiva e imparable.
—Está viva…está viva… —reiteró entre carcajadas de alivio.
Y así, al borde de la muerte, comenzó la vida de Aisa. Quizá una segunda oportunidad a muy temprana edad. Quizá el motivo por el que se convirtió en una muchacha resistente que iba a luchar con contundencia por lo que quería.
Pero su historia no era solamente de ella, venía determinada y condicionada por quien heredó la fuerza y la tierra, una tierra que marcó sus destinos y los de sus descendientes de forma irremediable…
CAPÍTULO 2
—S eñor Mora, créame si le digo que es la mejor decisión que podía tomar —le dijo con media sonrisa de superioridad mientras ceñía la mano derecha en torno a su rifle.
—¿Tengo má alternativa? —respondió Tulio con gesto entristecido. La rabia lo consumía, pero no podía encararse a alguien tan peligroso; no si quería mantener a salvo a su familia.
—Somos gente justa —el hombre, vestido de riguroso camuflaje, sacó una bolsa de cuero de su mochila y agregó—: aquí está el pago convenido por sus tierras.
—Gracia’ —musitó tomando el dinero y echando un último vistazo a aquello por lo que tanto había luchado y que ahora tenía que dejar atrás forzadamente.
Era el año 1965 y no eran tiempos fáciles para la gente de Colombia. Diversos grupos armados se habían hecho con el control de determinadas zonas fuera de las ciudades. La hacienda ganadera de Tulio, ubicada en el departamento de Córdoba, era un emplazamiento estratégico para el grupo armado y no se anduvieron con miramientos.
En cuanto llegaron a esas tierras, las amenazas no se hicieron esperar. Tulio vio cómo algunas se cumplieron contra vecinos y conocidos, así que, cuando una buena mañana varios hombres armados aparecieron a su puerta, supo que había llegado el momento de marcharse. Jóvenes casi sin alma, con la mirada cargada de odio y guerra, que escudriñaban a su hijo con ansia sanguinaria y lascivia a sus hijas pequeñas. Lo adornaron con la palabra venta
, una compensación irrisoria a cambio de cederles toda una vida.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tulio reunió todos sus bienes, el dinero ahorrado, su familia y, sin mirar atrás, decidió probar suerte en el golfo de Urabá Antioquía. No fue un destino escogido al azar, años atrás ya había recorrido esas lindes cortando madera.
Con lo poco que tenía, se hizo con 140 hectáreas de una montaña. Allí crecerían, allí empezarían de cero.
Para llegar hasta su nuevo hogar en terreno empinado, había que cruzar y atravesar por trochas durante cinco días a caballo y con carroza. No era un trayecto fácil, el mundo parecía quedar muy lejos mientras ellos construían su futuro en una realidad paralela donde sólo ellos mismos y la grandísima naturaleza les servía de compañía.
Durante cinco largos y extenuantes años, Tulio y sus hijos, José, María del Carmen, Nidia, Petrona, Estebana, Elvia y Cándida, ayudados por algunos otros familiares, trabajaron con esmero la tierra, aguardando pacientes los frutos. La convirtieron en potreros aptos para el pasto del ganado y fueron adquiriendo con el tiempo diferentes animales. También tenían caballos, algo que a José y sus hermanas les colmaba de alegría; les encantaba pasear a lomos del animal y peinar su crin cada mañana. Poco a poco, el nuevo paraíso de la familia Mora iba tomando forma, borrando los malos recuerdos y dejando el triste pasado enterrado en el duro olvido. Ya no añoraban sus viejos terrenos, no esperaban volver, aunque allá habían dejado familia con la que no querían perder el contacto. A Tulio, la presencia de los grupos armados en la zona le generaba cierto respeto, pero sus hijos tenían derecho a pasar tiempo con sus tíos y primos, por eso permitía que, de tanto en tanto, fueran a pasar unos días.
Aquella primavera José llegó hasta el departamento de Córdoba para permanecer unas semanas con sus primos. Ellos no habían tenido que dejar su hogar pues la parcela era un pequeño terreno que apenas creó interés en los hombres armados que se habían alzado como reyes del lugar. Al mismo tiempo, su vecino Marco Jiménez y su familia se habían librado del exilio obligado y seguían sobreviviendo, pese al miedo reinante, gracias a los frutos de sus pequeños terrenos.
—¿A dónde va? —preguntó su primo al verlo subir al caballo cuando apenas había salido el sol.
—Me gusta empeza’ la mañana con un buen paseo —respondió José sonriente mientras azuzaba al animal para recorrer los potreros que limitaban con las tierras de los Jiménez.
José no conservaba demasiados recuerdos de la infancia. A veces la memoria borra ciertas cosas para que podamos centrarnos en el presente y el futuro sin dolor. Llevaba una vida sencilla,