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La aldea debajo de la montaña
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La aldea debajo de la montaña
Libro electrónico411 páginas6 horas

La aldea debajo de la montaña

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A veces la gente inventa lugares habitables. Es el caso de la aldea que supieron fundar Mercedes, Luis Mariano y el Viejo Balía. Muchas mujeres y hombres aparecen en los 104 relatos breves que se engarzan en esta novela. El grupo de protagonistas, cada cual con su profundidad psicológica, se enfrenta a las amenazas de los cataclismos naturales y de la violencia política. Inspirada en los acontecimientos que vivieron personas reales, "La aldea debajo de la montaña" nos muestra lo que puede la literatura cuando juega con otros saberes. Nos sumerge en una ficción entretenida y reflexiva sobre los vínculos humanos, sobre el Caribe colombiano, sobre el paso del tiempo.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento29 abr 2022
ISBN9788728048856
La aldea debajo de la montaña

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    La aldea debajo de la montaña - Bruno Elías Maduro Rodríguez

    La aldea debajo de la montaña

    Copyright © 2022 Bruno Elías Maduro and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728048856

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Él sabía que si me abandonaba, ninguno cantara como canto yo…

    Leandro Díaz

    ....El día que terminé esta novela, y esta última página, me dieron la noticia de que mi abuela Mercedes había muerto. Alfonso, todos los días, va a resguardar lo que queda de las entradas de La Aldea. Doris no le ha dicho nada de la muerte de mi abuela a mi tío… yo tampoco quiero que le digan. Mi tío Alfonso sigue siendo el guardián de un territorio que existió y que muy pocos recuerdan… muchos lo tildan de loco. Hay testigos que dan fe de que no lo está. Yo soy uno de ellos. He aquí la prueba…

    1

    Mercedes había tenido un sueño aterrador. Desde hacía varios años los aldeanos hablaban de la destrucción. Se despertó al final de la madrugada y vio el cubrelecho revuelto por el abanico de sus piernas. La cama había rodado en medio de la noche, la repisa aún se movía, la pared también temblaba, pero las otras cosas de su cuarto estaban en su puesto, la mesa de noche tenía sus dos osos de peluche, un muñeco hecho a mano por ella misma, la caja de moñas que le hizo su madre, el pedazo de pelo que conservaba de ella, un prototipo de madera que simulaba el universo, unos guantes para el frío, unas bufandas que tenían su rostro y dos dados de cristal. Colgados en la mitad de la alcoba, también temblando, sus vestidos; en la repisa había un candelabro que ya no ardía. Mercedes alzó su cabeza lentamente y la giró de derecha a izquierda, fue entonces cuando advirtió que las almohadas yacían en el suelo. Comprobó que la cubría un sudor abundante, y temblaba. En la madrugada había soportado un frío intenso; tocó su frente y no tenía fiebre o por lo menos no la sentía. Gradualmente, despacio, suavemente se puso en pie y empezó a componer su cama. Extendía las fundas en la ventana del cuarto, cuando de pronto vio a su padre, el carpintero Rafael Púa, que entraba a la habitación. Estaba limpiando la casa. Rafael había ordenado sus propias pertenencias, las tenía empacadas en cajas y bultos para el viaje. Faltaban las cosas de Mercedes. El terror estaba en el ambiente. El temblor de la tierra seguía. El día anterior, los últimos vecinos que habían quedado en la aldea, después del aviso, abandonaron el lugar. En el caserío solo quedaban Rafael y su hija pequeña de nueve años. Era viudo. Manuela Santander le había dejado al carpintero Rafa una sola hija, la pequeña Mercedes. Manuela murió de una apoplejía. El volcán cercano, o una avalancha que podría provenir de los cerros contiguos, o la inundación del gran río que bordeaba la aldea, podían causar la temida catástrofe. Las versiones eran disímiles. Cada quien tenía que ver para dónde se iba. Rafael, terco e incrédulo a los rumores, pragmático, versado en las contingencias, experto en soportar las calamidades, no prestó atención a los murmullos. La gente de la aldea se fue yendo lentamente, hasta que las calles quedaron solas. Mercedes, a pesar de sus pocos años de vida, había cultivado la dicha de la soledad y cada día, cada momento, cada hora transcurrida en su retiro, aprendía a ser feliz; era una felicidad diferente, una felicidad que no tenía precio. Iba al río y a las fincas abandonadas donde solamente encontraba, si acaso, algunos rastros de sus vecinos, los habitantes de la aldea solo habían dejado las huellas débiles de una humanidad sin nombre. Rafael, por su parte, había caído en la cuenta del estado en que estaban los dos, sabía que no era bueno vivir tan alejados de la civilización. Permanecer aislados, sin vecinos ni familiares, prácticamente como ermitaños, en medio de un pueblo fantasma, no lo veía como la mejor alternativa para su vida. Esta desolada situación ponía en riesgo a su hija. En la madrugada recogió lo que se podía empaquetar y envolver. No había dado a Mercedes las razones del porqué estaba amontonando y envolviendo los mobiliarios de su casa. Bajo un silencio casi absoluto, embaló una a una sus maletas. Empacó sus herramientas de carpintería en varias bolsas de fique, las amarró a los animales que estaban en la puerta, luego tomó un balde grande para darles de beber a las bestias, acompañando el agua diáfana que contenía el recipiente con una proteína vegetal que solo él sabía preparar. Debía alimentar muy bien a los animales, las bestias tenían que acumular energías antes de comenzar el inesperado e incierto viaje que los esperaba. El grupo estaba compuesto por dos caballos, una mula grande y tranquila y una vaca lechera. Cogió los animales y los unió a una cabuya. Acopló la mula a un diminuto carruaje, que previamente había construido con cuidado y esmero, suficientemente armado para soportar la carga y el largo trayecto que los esperaba. A Mercedes la montó en uno de los caballos. Él hizo lo mismo en el otro. Un camino largo sin rumbo fijo se les presentaba. Apenas comenzaba la marcha. Poco a poco, comenzaron los animales, sin ninguna voluntad, a caminar. Mercedes, a lo lejos, veía cómo se perdían las cosas más significativas de su vida, aquellos lugares por donde correteaba con sus amigas, aquellos donde estaba el recuerdo de su madre, espacios llenos de alegría y jolgorio, ahora se iban de ella. La quebrada limpia, en donde bañaba a sus muñecas. Los pastizales verdes donde jugaba con la lluvia y los insectos voladores. La escuela donde aprendió a leer. Esos espacios ahora estaban solitarios, hundidos en la desidia, lúgubres, desolados, vacíos, solo habitados por los recuerdos que deambulaban en las esquinas. En su memoria vibraban aún aquellos gritos de gozo de los niños en las aulas, jugueteando en los pasillos, bromeando por los jardines, saltando de júbilo entre las plantas. La caravana de los cuatro animales, el padre y la hija, iba dejando un polvo seco que se metía en las fosas nasales y dificultaba la respiración de Mercedes, y también de los caballos. Hacía meses no llovía, quizá más de un año. En la medida en que avanzaba la caravana, el pueblo se convertía en un punto que lentamente iba desapareciendo. Mercedes observaba cómo se alejaba la aldea. Cuando ya dejó de verla en la lejanía, empezó a llorar; presentía que la felicidad casi absoluta que había vivido en ese lugar, no volvería jamás a su vida. El dolor en el pecho se confundía con la rabia. La impotencia de no poder luchar con ahínco, con fuerza, con tesón, con coraje, con bravura, con esfuerzo, por las cosas que se aman, brotaba de su aliento entrecortado. Mercedes, a su pequeña edad, ya había aprendido que las circunstancias, los hechos, las condiciones que brotan de las cosas mismas, la mayoría de las veces ganan la partida y, esta vez, como había sucedido con la muerte de su madre, se presentaba otra de esas ocasiones en las que no se puede discutir de frente contra las vicisitudes de la vida, sin salir herido o derrotado. El lamento parecía la única alternativa. No hubo quejas contra Rafael. La rabia que ella tenía, comenzando el trayecto áspero y silencioso, era contra el destino. El dolor que brotaba de su alma tenía muy pocas salidas. Huir podría ser una de ellas, pero llorar no estaba contemplado como parte de la solución. El camino de la vida apenas estaba regalándole sus primeras letras. El ruido de los animales indicaba un trayecto largo y tedioso, el mismo que abría las puertas a un nuevo ciclo de la existencia, una existencia que desde ese momento se presentaba incierta e insegura.

    2

    El aguacero cayó sobre la minicaravana. La hizo colapsar. Cuatro animales, una carreta, una niña y su padre. Rafael no sabía adónde ir, pero caminaba con una seguridad como si lo estuvieran esperando. La selva sedienta los acompañaba, los árboles se abrían para recibir el agua, el dosel de la jungla gritaba de emoción al lado del viento. Desde hacía varios años no llovía de esa manera, los últimos aguaceros, en la antigua aldea, fueron débiles y muy calmados. Esta tormenta, en cambio, cobraba con fuerza y con agua, los años secos, y retribuía con abundante lluvia los períodos de sequía, sufridos por un largo tiempo. La carreta se atascó en el barro. La herradura de la mula se tropezó con una piedra de gran tamaño. Una piedra blanca, fuerte, dura, persistente, se levantó en contra de los caminantes. La roca se atravesó en el camino y el animal que llevaba la carreta, opuso resistencia. Por un momento, Rafa pensó que sería mejor esperar. El polvo rojo, que antes se metía en las fosas nasales, llegaba ahora hasta los pulmones y ocasionaba una tos seca y repulsiva en los andantes. La tierra se iba convirtiendo en un barro espeso que impedía a los viajeros rodar el carruaje. Literalmente, se encontraban caminando en una sopa de lodo, color ladrillo, un lodo acuoso, una melaza de fango rojiza, inundaba los pies y se pegaba en la ropa. Hasta que por fin escampó. La caravana encontró un camino sin lodazal. El sol entró por una esquina del cielo, pero las nubes seguían una ruta en círculo, los vientos iban y venían, aunque la pausa de la lluvia se notaba. Un ponche, de repente, cruzó por el camino y pasó por debajo de las patas de la mula. Rafael Púa tiró su machete. Fue certero. A las dos horas, la carne ahumada del animal aromatizaba el lugar. Mercedes sació su hambre con un placer inmenso, sentía la comida de tan alta calidad como si estuvieran comiendo en el mejor restaurante del mundo. Rafael la miró desde una esquina del fogón: tenía el mismo rostro de su madre; delgada, no muy alta para su edad. Después de la cena, amarraron los caballos y la mula. A la vaca la dejaron suelta; desde que era una ternera le obedecía ciegamente a Mercedes. Ella la perseguía por los caminos de la aldea, era su mascota preferida. Cuando creció, Rafael la ordeñaba con cierta delicadeza, para que su hija no viera la fuerza penetrante y dolorosa que en estos casos es necesaria, la misma fuerza con la que se obliga al ganado para que puedan producir en la granja. Antes de llegar la noche, Rafa se dispuso a construir un tenderete en el camino, sabía que vendría más lluvia y se hacía necesario la protección del grupo, para ello debía hacer una pausa en el viaje, desmontar los animales, resguardar las maletas y los bultos, estacionarse, hacer un refugio, buscar amparo del aguacero, que ya estaba anunciándose, y, en fin, dar una pausa al trajín del camino. En un terreno plano, semiseco, enterró varias estacas, las amarró entre sí, tendió la carpa encima y la ajustó fuertemente, acomodó piedras para habilitarlas como sillas e hizo un lugar para el fogón, colgó las hamacas y encendió una nueva fogata con hierbas secas y ramas de árboles que trajo de una cueva oscura, justo al lado del camino. Los mosquitos merodeaban y podían hacer daño. De pronto, una sorpresa terrible, una serpiente cascabel se acercó sin hacer ruido. Rafa la persiguió y la mató:

    ‒ No puede quedar rastro ‒dijo‒, después regresaba y nos podía atacar.

    La noche empezó con el temido aguacero. El tenderete armado con una carpa vieja de circo y unas guayas de acero, resistía el embate del agua. Mercedes durmió tranquila. Rafa no pegó los ojos. Estaban en medio de un bosque espeso y desconocido, sin saber en qué puntos se ubicaban el norte o el sur. A pesar de la desorientación, cualquier cosa podía ser mejor que volver a la aldea, donde ya no había animales en sus campos ni personas con quienes conversar. Al día siguiente salió el sol, estaba más brillante que nunca, comieron ponche ahumado nuevamente, y luego retomaron la ruta. El camino, solitario y ancho, revelaba algunas huellas de tránsito humano. A lo lejos, al final de la ruta, el camino se bifurcaba en dos. Por un lado, Rafa vio cómo el trayecto largo llegaba hasta las montañas espesas del bosque tropical, y hacia el otro, la vía que se dividía acariciaba la ciénaga inmensa. La ciénaga estaba cubierta de un salitre que parecía mármol. Rafa había oído hablar de la gran montaña, ahora la veía de frente. Ahí estaba el rumor del tigre comehombres. No era buen camino. Pero también había oído hablar de la ciénaga en la aldea, su fama de tragar pescadores incautos y volverlos manatíes humanos daba vueltas en su cabeza. Había únicamente dos rutas. La tercera elección estaba proscrita: devolverse. Mercedes ignoraba los rumores sobre el tigre y la maldad de la ciénaga. La inocencia y la serenidad la caracterizaban. Rafael podía ver que su hija estaba feliz con el viaje, se comportaba como si estuviera descubriendo el mundo, y eso le daba valor a Rafa para seguir adelante. Faltaban algunos kilómetros para elegir. En ese transcurso, Rafa podía meditar y deliberar entre una y otra alternativa, la ciénaga o la jungla espesa, cualquiera que fuera la que eligiese, iba a ser un riesgo. Muchas veces, el tiempo presente agota las energías para pensar, y las decisiones trascendentales tienen que ser aplazadas hasta el último momento. Antes de llegar a la Ye, al final del camino, la mente del carpintero podía soportar una leve deliberación. La elección no podía dejarse al azar. Mientras caminaban, Mercedes jugaba con la vaca. La mula soportaba con fuerza la carreta, sin oponerse a su carga. Mercedes les hablaba a las bestias como si fueran unos hermanos menores. Los regañaba. Los increpaba. Cantaba para ellos canciones que iba inventando en el camino. Los trataba con cariño extremo. Su madre había criado cada animal. La vaca, la mula y los caballos habían nacido y crecido en el calor de su familia. Mercedes no tenía duda, la responsabilidad de cuidarlos recaía sobre ella. Su padre no los percibía así. Para Rafa los animales solo eran instrumentos aptos para la carga. La decisión que tuvo su padre de irse de la aldea implicaba también un peligro para los animales. Con cada paso que daban, Mercedes veía el riesgo que ellos corrían. La selva desconocida se metía en su ser, como enemiga de la existencia de esos tiernos acompañantes. Había meditado durante el camino. Para ella, la vida del ganado estaba prefabricada: trabajar, o morir en manos de un asador o de un depredador salvaje. Estos animales no tenían muchas alternativas en la vida, por eso había que cuidarlos. La lotería para ellos solo tenía tres números: morir de viejos, la depredación, o la cena de cualquier humano. Cuando Mercedes vio el camino largo y el corto tramo que faltaba para llegar al lugar donde se dividía el sendero, cayó en la cuenta de que para ella también había una lotería, pero a diferencia de los animales, ella no sabía cuántos números tendría ese juego. Cada vez que su madre en la aldea le enseñaba el juego de la lotería, jamás pudo comprender por qué se ganaba o se perdía. El azar se mostraba denso y obtuso ante Mercedes como algo absolutamente incomprensible. Pero ahora su madre no estaba, y ya no había juego, ahora estaba frente a la realidad pura. ¿Había alguien detrás de esa realidad, había alguien, acaso, gobernando lo que estaba sucediendo, alguien por casualidad presidía la lotería de los animales o el plan de su propia existencia? No sabía. Lo que sí presentía era que el juego de la vida apenas comenzaba. Los animales daban fe de que esa lotería era real. Por eso cantaba para alegrarlos y aligerar con su canto el peso que estaban cargando. El peso verdadero de la presencia vital, el peso de la subsistencia, el peso del alma que ha caído en la cuenta de su existencia, el alma que reconoce que la vida no va a ser para siempre.

    3

    A cierta distancia se podía divisar la ciénaga. Algunas plantaciones esporádicas. Los sombreros de varios pescadores, el nailon, los anzuelos y las grandes atarrayas se asomaban. El mangle aún estaba seco por el prolongado verano que había sufrido, pequeñas hojas verdes salían de los troncos muertos, apresuradas por volver a la vida. En medio de un gris intenso, brotaban las ramas. Al final del recorrido, un caserío. Rafael Púa preguntó por el nombre del pueblo, alguien contestó:

    ‒No tiene nombre, este pueblo es muy pequeño para tener un nombre.

    ‒Un nombre es algo grande ‒dijo Rafael‒. Supongo que cuando crezca lo tendrá.

    ‒No creo ‒replicó el hombre ‒. Este pueblo tiene más de mil años. Hasta aquí vinieron los españoles y tampoco le pusieron un nombre, nadie se ha atrevido a bautizarlo.

    Los animales y la caravana entraron de una buena vez, sin pedir permiso transitaron por las dos únicas calles lúgubres que conformaban la urbanización de la pequeña comarca sin nombre. El paso lento se podía oír por el eco. Las miradas se asomaban por las ventanas, el saludo lo hacían con un gesto desabrido, parecía como si una sola alma humana estuviese repartida entre ellos, como si cada persona solo tuviera un pedacito de espíritu en su ser. En el caserío había un anciano sentado frente a la puerta de su casa. Tejía tranquilo un trasmallo. Se puso de pie para ayudar a Rafael a bajar las cargas; el viejo pudo atar los animales a una palmera que estaba casi seca, victima también del verano. Acomodó los equipajes y también los envoltorios, luego los puso contra una pared, seguidamente les brindó agua a los visitantes, bebieron hasta saciarse, cogió otra cantimplora grande y les dio de beber a los animales en una tinaja. De la ciénaga venía un olor a salitre mezclado con mariscos secos. El olor incisivo impregnaba los espacios, estaba por todas partes. La ropa de Mercedes quedó contagiada con ese aroma indeseado. El anciano les dijo:

    ‒Pueden acampar aquí en este bohío, muy pocos visitantes llegan a este lugar, somos pescadores, llevamos los peces que atrapamos a Tasajera, un pueblo que queda al otro lado de la ciénaga. Tasajera es un pueblo que aún no conoce la autoridad ni el gobierno y cada quien hace lo que le da la gana, yo les aconsejo que no vayan a ese lugar, nosotros solo compramos y vendemos allí.

    Rafael asintió y dijo que iba a tomar el consejo. Estaba agotado por el extenso viaje. Mercedes tenía el cuerpo destrozado, había soportado una larga y forzosa cabalgata. La niña solicitó con ruegos un lugar para sentarse. Se lo concedieron. El anciano quitó la vaca de la palmera seca, la amarró a un arbusto verde y le dio algo de la hierba que crecía en uno de los patios. El animal rechazó de un golpe la hierba criolla, revuelta con sal y mariscos. En cambio, empezó a comer de las hojas de varios arbustos con el beneplácito de los pescadores. A un lado de la aldea había un arroyuelo que traía agua dulce. De ese arroyo tímido, pero constante, se abastecían de agua los aldeanos. Rafael metió la mano en el agua del arroyo, la olió y la saboreó, intuyó que se podía beber. Después del ritual, sacó algo de dinero para pagar los servicios al anciano, quien lo estaba atendiendo. El anciano le devolvió el dinero.

    – Guárdatelos –dijo. Aquí en este lugar el dinero no sirve para nada, nos basta con tu presencia, es un honor que usted y su niña nos visiten–. No hubo más palabras sobre el asunto del pago.

    –Si usted quiere –prosiguió el anciano–, pueden quedarse a vivir aquí, no tenemos carpinteros, solo habitamos pescadores.

    – ¿Por qué sabes que soy carpintero? –inquirió Rafa.

    –Traes herramientas de ebanista en la carreta –respondió el anciano–. Eso te delata.

    Rafael prosiguió:

    –Voy rumbo a Barranquilla, pero desconozco los caminos para llegar hasta allá, un pueblo que, según me han contado, está habitado por judíos, turcos, árabes y cachacos. Ellos pueden llegar a ser mis clientes. La ebanistería es mi profesión. Agradezco la hospitalidad. Solo estaré unos días, mientras descansan los animales y mi hija toma fuerzas para seguir el duro camino. Es muy débil. Apenas es una niña.

    Al día siguiente, Rafael sacó sus herramientas y empezó a cortar árboles secos del manglar. Improvisó un mesón de carpintería y empezó a construir sillas, mesas, camas, alacenas y repisas para cada vivienda del lugar. Mercedes, ese mismo día, encontró amigas de su edad, les enseñaba juegos que en la soledad de la aldea abandonada había inventado. También empezó a enseñarles a leer y escribir. El pueblo no conocía las letras ni las palabras escritas. Mercedes les mostraba a los pobladores los párrafos largos que ella leía. A la gente le parecía algo extraordinario que existiese la escritura. Son diminutas pinturas, decían, cuando se juntan eso que tú llamas palabras, se arma una especie de jeroglífico, un acertijo lleno de manchas y pequeños espacios. Se necesita mucho esfuerzo mental para comprender una palabra, repetían. Es un invento, un invento extraordinario, recalcaban los ancianos. Se sorprendieron cuando vieron que Mercedes podía llegar a traducir esas manchitas y convertirlas en palabras audibles y agradables. Mercedes recortó los periódicos viejos que venían en las sillas de la mula y los caballos y se dedicó a enseñarles las letras y las palabras, una a una. Todos estaban sorprendidos. En el juego didáctico, Mercedes se comportaba como una maestra excelente, una oradora elocuente y una lectora voraz. Todos estaban fascinados con ella, sometidos a un asombro cautivador. El analfabetismo absoluto gobernaba el lugar. Mercedes quería forzar a sus amiguitas a leer en poco tiempo los libros de cuentos infantiles que ella traía en sus maletas. Pero cayó en la cuenta de que ese proceso podía durar mucho más. Entonces, al notar que ellas no avanzaban, cambió la estrategia y se dedicó a leerles las historias de sus libros en voz alta. La rodeaban. No solamente estaban los niños, alrededor de las lecturas la aldea completa estaba como hipnotizada. Cuando llevaban un mes en la aldea, los niños se habían vuelto adictos a la pequeña Mercedes. Rafa inundó de mobiliarios las pequeñas casas de la aldea. Cuando terminó de poblar cada casa con sus muebles de madera, llamó a su hija, la sacó del círculo de juego infantil donde se había reunido hasta ese momento con las otras niñas del pueblo lacustre, y le dijo:

    –No podemos quedarnos aquí. La ruta más cercana a Barranquilla dura un mes y medio completo, me lo dijo un poblador que acaba de regresar a esta aldea sin nombre, esa persona conoce los caminos, ya me indicó cómo puedo llegar a la gran ciudad, es un camino largo, pero ya sé cómo ubicarme, y tenemos que prepararnos para el extenso viaje.

    Mercedes ya se había acostumbrado a sus amiguitas y estaba amañada en el caserío. A pesar de ser un pueblo lúgubre y melancólico, tenía amiguitos reales y humanos, adultos que la amaban, las señoras de la aldea también estaban apegadas a ella, la habían adoptado como a una niña más en sus familias. Otra vez tenía que montarse en el caballo y soportar la marcha. Papa Rafa, como le decía, era terco. No resistía la contradicción. Cuando decidieron irse, los habitantes se reunieron para darles el adiós, quizá la niña y el carpintero podían ser los últimos visitantes de una aldea olvidada en medio del tiempo, sin nombre y sin rastro, pero con una humanidad indescriptible, la hospitalidad deseada por cualquier viajero. La despedida no fue placentera. Hubo dolor. Mercedes veía cómo el llanto de las amiguitas le desbarataba el estómago. En vano iba a soltar las lágrimas porque sabía que su padre no daría vuelta atrás.

    4

    El viaje había durado tres días con sus noches. En la oscuridad del bosque espeso se oía el ruido del tigre. Rafael tenía una pistola Colt 45 y una escopeta de dos tiros. Dormía con ellas, listas para tirar, la pistola en la cintura y la escopeta en la mano. Pero tenía un sueño intranquilo, cada diez minutos se despertaba y revisaba con la mirada el lugar donde estaban su hija, los animales y la carga. La hamaca que le había tejido su mujer en vida se había convertido en una perfecta compañera para descansar en mitad del monte. No supo en qué momento lo cogió el sueño. Cuando despertó en la mañana, vio a su hija dormida, entonces se apresuró a levantarse y, en silencio, empezó a desbaratar el tenderete, compuesto por las carpas de circo viejo, palos secos amontonados, y algunas guayas de amarre. En la noche anterior había armado la barraca a un lado del camino. Alzó el rostro desde un montículo para terminar de revisar el sitio. Fue en ese momento cuando vio la mula descuartizada. El tigre los había visitado. Rafael corrió para ver si con la vaca había ocurrido lo mismo. Una evidente tragedia para Mercedes. Pero la vaca estaba intacta. La besó con emoción o susto. No levantó a su hija para darle la mala noticia. Veía tan frágil a la niña, ese espectáculo podía ser para ella macabro, desagradable y triste. Recogió rápidamente los restos del animal, los tiró fuera del camino, echó tierra sobre las partes descuartizadas, tapó la sangre con lodo y hojas de árboles, y, luego, empezó a desarmar la carpa sin molestar el sueño de Mercedes. Mucho después la niña despertó y se levantó de su chinchorro.

    – ¿La mula, Pá? –fue la primera expresión al levantarse, como si hubiera estado soñando con el animal.

    ‒Creo que se perdió o se fue, hija ‒dijo Rafa.

    Mercedes se puso triste, amaba a ese animal. La mula llevaba la gran carga, pesada, valiosa y vital para la travesía, pero también se comportaba como una compañera, como una amiga, como una hermana, como un soporte afectivo, fiel a sus regaños y a sus tiernas caricias. En la caravana, animales y humanos parecían allegados, individuos muy cercanos, quizá parientes, familiares, o hermanos de compañía.

    –En el próximo pueblo tendremos que vender la vaca ‒dijo Rafael. Esa frase la golpeó.

    – ¡No, Pá! – dijo Mercedes, llorando y pataleando‒. Esa vaca nos da leche, es lo único que me queda de mi mamá. ¡Yo la vi nacer!

    Rafa no respondió. Cuando llegaron al Hatal, un viejo caserío se asomó al final del camino selvático, situado en medio de mangos y bananos. Rafa cambió la vaca por víveres y vestidos, y algo de dinero.

    – ¿No te tropezaste con el tigre? –le preguntaron a Rafa.

    – No, no he visto nada.

    Mercedes se despidió de su vaca noble que la había alimentado por años, era como si Rafa hubiera vendido a su madre en el mercado. Pero no podía discutir con su papá. Desconsolada, triste, adolorida, lloraba a su animal. Después de la venta quedaron los dos caballos, uno que tiraba de la carreta y el otro que llevaba a la niña. Rafa andaba de a pie. Todavía faltaba algo del camino para llegar al lugar a donde iban. No mencionó al tigre. Tampoco a la mula descuartizada. El rugido del felino los acompañó por varias noches. Treparon una meseta alta y luego Rafa le dijo:

    –Te voy a dejar un tiempo donde mis hermanas, hija, es muy peligroso seguir contigo hasta Barranquilla. Mis hermanas viven en ese pueblo, cercano a Orihueca y la cacica de ahí es Simona Púa. Manda en ese lugar más que el presidente de la república, ellas te van a cuidar. Me criaron a mí, y lograron conocerte el mismo día en que naciste. Las dos fueron amigas de tu madre. Solo me iré por un corto tiempo.

    La emoción de conocer a sus tías se mezclaba con la tristeza de dejar a su padre. El amor por su padre cubría todo su ser, era un amor total, un amor convertido en un sentimiento que la amarraba a él con una fuerza indescriptible.

    – ¿Por qué no te quedas, Pá? ‒dijo Mercedes.

    ‒No, hija ‒replicó Rafa‒, solo voy por dos o tres semanas, y vuelvo por ti, quiero organizar la casa en Barranquilla, y adecuar un lugar en donde tú puedas estar cómoda–. Mercedes se quedó tranquila, creía y confiaba en su padre de manera absoluta.

    Esa tarde volvieron a comer ponche ahumado. Después de la cena, Rafael armó un nuevo tenderete al caer la oscuridad. En la noche llegaron los mosquitos. El fuego se apagó y Rafa no pudo encenderlo nuevamente, había demasiada humedad en el lugar. En medio de la oscuridad, arropaba a su hija para protegerla de los insectos, pero en vano: los mosquitos hicieron su agosto en la piel de la niña. En la mañana, Mercedes empezó a tener fiebre. Rafa apuró el paso para llegar a Orihueca. Desde allí caminó, con la niña en sus brazos, hasta el sitio donde estaba el pueblo de Simona Púa. Ahí apareció Isabel, su hermana mayor, vio a la niña pálida, casi desmayada. Se la quitó de los brazos.

    ‒Tiene mucha fiebre, está casi muerta ‒exclamó Isabel.

    ‒Le picaron los mosquitos ‒dijo Rafa.

    Isabel la cogió y la metió en una tina de agua fría, le dio curarina y la bañó con un ron revuelto en raíces secas, le untó una pócima extraña en la cabeza, cuya fórmula secreta solamente Isabel conocía. Cuando cedió la fiebre, Mercedes cayó en un sueño profundo. Su recuperación duró varias semanas. La niña, mucho tiempo después, recuperó la plena conciencia. Preguntó si su padre ya había vuelto. La matriarca Simona Púa dijo:

    ‒ Él se fue ‒recalcó‒, pero conozco a Rafael, no volverá por ti.

    El llanto salió de la chiquilla como un volcán en erupción. Isabel trataba de consolarla.

    – ¿Por qué le dices eso, Simona? ‒le reclamó Isabel a su hermana‒. Eso es como si le dijeran que su padre ha muerto.

    Simona tuvo lástima por su sobrina y no tocó más el tema. Cuando la niña soltaba el llanto de repente, por la ausencia de su padre, Simona se apartaba para que el dolor de Mercedes no la contagiara.

    El camino había sido trágico y la vaca ya no estaba, ahora la criatura podía estar convertida en una mera historia, en una pieza de carne cocinándose en el hornillo de alguien. Una gran pérdida para Mercedes. Por otra parte, su papá se encontraba en Barranquilla, buscando oportunidades en una ciudad en donde, según él, se podía cultivar el futuro por pedazos, como se hace con una siembra de mangos. Ella se había obstinado en no creer en las palabras crueles de su indomable tía. Sabía que su padre iba a cumplir la promesa de volver. Durante días y semanas se asomó a la ventana para ver si el caballo de su padre llegaba con el preciado jinete, quería abrazarlo, quería tenerlo y apretarlo y amarlo, como siempre lo había amado. La espera larga y tediosa se convirtió poco a poco en un vacío, en un abismo, en un precipicio del cual Mercedes sentía que si caía en él no volvería a levantarse. Pero la leve esperanza de volver a ver a su padre la mantenía viva, ella esperaba que de pronto su padre pudiera aparecer por la puerta, no solo lleno de regalos, sino de mucha ternura, esa misma ternura que ella había sentido desde el momento en que tuvo alguna forma de conciencia. Se acordaba de las

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