Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La teoría del poder
La teoría del poder
La teoría del poder
Libro electrónico280 páginas3 horas

La teoría del poder

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Nos llega desde Colombia una nueva propuesta para pensar los resortes y alcances del poder Bruno Maduro empezó a darle vueltas al asunto ya a principios de los ´90, mientras trabajaba como docente en las comunidades indígenas que sufrían y resistían a la violencia político-militar. Luego fue trenzando con esa experiencia la lectura de un sinfín de fuentes, traídas desde la antropología política, la filosofía y el psicoanálisis."La teoría del poder. Hacia un inicio de las sociedades de consenso" sintetiza ese recorrido. Logra salirse de las visiones que lo centran en el Estado y lo vuelven sinónimo de coerción. Los problemas históricos e ideológicos de lo que el poder llegó a significar son recolocados, así, dentro de las múltiples dimensiones que atañen a esta institución humana tan compleja.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento15 abr 2022
ISBN9788728044575
La teoría del poder

Lee más de Bruno Elías Maduro Rodríguez

Relacionado con La teoría del poder

Libros electrónicos relacionados

Filosofía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La teoría del poder

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La teoría del poder - Bruno Elías Maduro Rodríguez

    La teoría del poder

    Copyright © 2015, 2022 Bruno Elías Maduro and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728044575

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    PRESENTACIÓN

    A la memoria de mi padre Simón.

    Cuando tenía 19 años comencé una formación continua e ininterrumpida en antropología, filosofía y ciencia política. Para ese entonces, ya había transcurrido un año trabajando con las comunidades indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta. Mi profesor de religión en la secundaria se había convertido en el coordinador regional de Etnoeducación, un programa que abarcaba tres departamentos de la Costa Caribe colombiana y 28 municipios ubicados en plena selva y en la alta zona de montaña. Mi labor transcurría en medio del conflicto armado. En el centro de la Sierra pululaban los cultivos ilícitos. El estado colombiano solo hacía presencia sino a través de agentes que, al igual que nosotros, llevaban una alternativa diferente a la coerción y violencia institucional. Esta autoformación en ciencias humanas sobre el poder, corría paralela a mis estudios de Derecho, que realizaba estando en el programa de educación indígena.

    Uno de mis mentores en antropología política, y que se convirtió luego en mi amigo, fue el antropólogo de la Sierra Nevada de Santa Marta, Julio Marino Barragán, a quien le debo el haberme iniciado desde esa época, no solo en los clásicos de la etnología como Frazer, Malinowski, Levi-Strauss, Evans Prichard, Radclife Brown y, sobre todo, Pierre Clastres, sino también el haberme inculcado el tema del poder desde muy temprana edad como un objeto de investigación. Todavía recuerdo que me prestó un libro de su biblioteca: Investigaciones en Antropología Política, de Clastres, discípulo de Levi-Strauss, además de unas copias en inglés de African politican system, de Evans Pritchard. Me las llevé para Barranquilla y, al lado del Código civil, me adentré en el tema del poder desde una perspectiva distinta a la de las ciencias jurídicas: la antropología política. Alternaba esta adicción académica con otra: la filosofía y la observación etnográfica.

    Como funcionario ocasional en la Sierra Nevada de Santa Marta y estudiante de derecho en la urbe, contribuí al montaje de varios programas de Etnoeducación en comunidades indígenas que eran reacias a la escuela de control occidental y a la institucionalidad del estado colombiano como agente de exclusión y gestor de apartheid. Fue una labor dura. A veces no teníamos ni para los transportes; pedíamos prestado para subir a la Sierra Nevada. Muchos indígenas, que hoy son víctimas del conflicto, nos ayudaban porque el Estado giraba una mínima cantidad; lo demás se quedaba en manos de la corrupción. Mi labor era la de diseñar los currículos. A pesar de ser joven, era obstinado y terco; aunque no hubiese ni galardones ni dinero, me encantaba este trabajo casi religioso. Al lado de Simón Esmeral Ariza, mi maestro de religión, excura y luego docente, montamos más de treinta escuelas, con una visión diferente a la institución tradicional y, además, fundamos una escuela de secundaria en la población de Bunkuimake, Sierra Nevada de Santa Marta.

    El programa tuvo acogida por parte de las etnias arhuacas, koggis y wiwas de la Sierra Nevada de Santa Marta. De hecho, hoy todavía funcionan a cabalidad y de manera mejorada, dirigidos por nuestros alumnos.

    En ese momento de agitación, de estudios duales de Derecho y Antropología, me centré en investigar un tema: el poder como fenómeno y categoría filosófica y política. Sabía que muchas de las frases cliché de la institucionalidad del estado colombiano en las comunidades indígenas, sobre todo las propias de su escuela, se debían a algo que no era elemental ni fácil de descifrar. Intuía que el problema era grave y que las soluciones que nos arriesgábamos a dar eran apenas las iniciales de una verdadera transformación del pensar social sobre las comunidades indígenas. El tema del poder era una llave maestra en nuestro programa. Al lado de mis compañeros Dith Mendoza, el matemático, y Fernando Castellón, el lingüista, discutíamos en medio de la jungla y las montañas los temas de por qué la escuela había fracasado en los pueblos indígenas al igual que otras instituciones del Estado. Ellos achacaban ese fracaso a la falta de investigación unas veces; otras, quizás, a la incapacidad de los funcionarios, otras a la malicia indígena que veía mal todo aquello que viniera de occidente, aunque era lógica esa resistencia y defensa justa, después de siglos enteros de exterminio y exclusión. Estábamos en un programa nuevo, sin rutas ni horizontes, sin recursos; solo con una devoción casi fundamentalista por comprender esa población y sacarla adelante.

    Desde 1990 hasta 1996, fui docente, de manera discontinua, de Legislación indígena de los resguardos y asistente del coordinador. Alternaba esta labor con mis estudios de Derecho en Barranquilla. No fue fácil. Hoy no me explico cómo lo hice.

    En ese lugar de la Sierra me apasioné por el tema del poder a raíz de la lectura inicial de Pierre Clastres y de los clásicos de la ciencia política; ellos me dieron una ruta que hoy tiene frutos en este libro. En el Centro Experimental Piloto de Santa Marta había una biblioteca que había donado Alberto Lleras Camargo cuando fue presidente de Colombia, destinada a aquellos docentes que querían aprender por sí mismos. En esa biblioteca había una funcionaria solitaria, Chayo, una señora incólume y respetuosa. Me dijo: Estos libros no los ha leído nadie. Aquí en el Magdalena los profesores no leen, compruébalo tú mismo. Prácticamente me pagan el sueldo por cuidar libros que nadie lee. Efectivamente, abrí las vitrinas y comprobé que los textos no tenían ni un lector, hasta las páginas se habían pegado unas con otras. Cuando vi ese tesoro, encontré la felicidad: libros, Sierra Nevada, jungla y un tema que averiguar. En cada viaje a la comunidad indígena me llevaba hasta veinte libros que devoraba y devolvía a Chayo cuando regresaba. Los indígenas se echaban a reír porque pasaba leyendo en la hamaca, aunque mis clases con ellos eran puntuales. Y en esa biblioteca, que hoy ya no existe, me adentré en los clásicos de la filosofía política. Leí el Leviatán de Hobbes; El Príncipe, de Maquiavelo; los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, la obra entera de Rosseau, la obra de Jhon Locke, el Tratado de Spinoza, La Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant, todos los diálogos de Platón, incluso hasta los más difíciles como El Timeo y el Sofista que no entendía en ese momento, pero aún así admiraba. Leí asiduamente a Kant. En la universidad, un amigo burlón me decía Inmanuel porque me veía con la Crítica de la razón pura bajo el brazo. Esto, al lado de mi obligada lectura de Derecho y de Antropología empírica o, como lo llaman los ingleses, etnología.

    El tema del poder no es fácil de abordar. Incluso, cuando por primera vez me adentré en la obra de Marx, fue cuando caí en la cuenta de que en el pensador alemán, que todos elogiaban y seguían de manera fundamentalista, existía un craso error que no había dilucidado: el poder como un acto de victoria y de éxito, como una meta, como un fin en sí mismo. Caí en la cuenta de esa falla y me aparté del marxismo y de los marxistas. Los comunistas en mi universidad me decían anarquista porque, aunque era consecuente con las luchas sociales, no estaba ni estoy de acuerdo con muchos de los postulados marxistas, y eso me llevó a tener enemigos gratuitos y opositores sin justa causa. Al lado de Marx estaba Hegel, a quien admiro, sobre todo en sus primeras obras: el joven Hegel, quien deseaba desbaratar las cosas para volver a armarlas. En esa lógica de formación, me encontré con dos pensadores: Nietszche y Freud, a quienes durante muchos años he venido estudiando, para posteriormente apartarme de ellos, sobre todo del primero.

    Cuando inicié estudios de Maestría en Filosofía política, varios docentes cayeron en la cuenta de mi distancia con Nietzsche, a pesar de que ese pensador era el ícono de la maestría. En cambio, me quedé con Freud, el fundador del Psicoanálisis, quien, para mí, ha sido un preámbulo que aún no acaba; lo respeto y lo admiro; muchas de sus ideas aún resuenan en mi cabeza.

    El mismo tema del poder me llevó a asumir una formación en autoridad y familia. Ya retirado de la comunidad indígena y decidido a terminar mis estudios de Derecho, conocí al maestro Rubén Jaramillo, quien era profesor de la Universidad Nacional de Colombia. Cuando lo vi por primera vez me dije: Necesito estar aquí a su lado. Hacía lo posible porque mi universidad lo trajera por temporadas. Armé un grupo filosófico en la Universidad del Atlántico porque no existía el programa de Filosofía. José Gabriel Coley era un lobo solitario que aullaba a la luna en medio de la oscuridad, tratando de armar el programa de filosofía. Después fundó la Facultad de Ciencias Humanas. Con Rubén Jaramillo entré en un tema denso: el psicoanálisis de Freud, Horkheimer, Benjamin, Marcuse, Melaine Klein, Habermas, etc. Y, en ese rumbo, el tema del poder estaba en el centro. Después de los alemanes, llegaron los estructuralistas franceses y, por supuesto, Foucault.

    No se puede tocar el tema del poder sin hablar de Foucault. Cuando leí Vigilar y castigar, caí en la cuenta de que le faltaba un pedazo al tema, y luego me di a la tarea de devorar su obra hasta llegar al punto de tomar la distancia que hoy tengo de él.

    He caído en la cuenta de que el poder tiene muchos lugares comunes que lo vuelven confuso y frágil al deseo del intelectual o a la intención del pensador de querer abordarlo y modelarlo. Esos lugares comunes pululan entre nosotros como personas que hacemos parte de un conglomerado social, pero también están presentes en funcionarios, jueces, magistrados, políticos, empresarios, militares, líderes religiosos, etc. y, sobre todo, en pensadores clásicos que han abordado el tema.

    Enumero algunos de esos lugares comunes que en mi investigación he querido delatar y desarmar: El poder muchos lo piensan como aquella minoría que somete a una gran mayoría; que es una élite la que usufructúa y hace posible el poder como un acto de explotación o que solo usa la violencia y el terror para someter. Que solo existe una lógica dentro del poder sometedor-sometido. Asimismo, que él es el mejor rol que puede poseerse en una sociedad. Quizás también se piense que el poder proviene de personas extraordinarias y exitosas, que merecen ese estatus y ese rango, el abolengo.

    Otro lugar común es aquel pensamiento que ve el poder como una mera fuerza o la capacidad de una persona sobre otra, o que es una mera relación personal que, a través de mecanismos y tecnologías de dominio, se impone.

    Muchos piensan que poder y la ventaja personal son sinónimos, pues el valor, la valentía, la fama, la riqueza, la potencia sexual o la capacidad para producir liderazgo son la fuente justa del poder. Nada más errado.

    Otro lugar común, quizás lo más dañino en los últimos 600 años de Occidente, está en creer que el núcleo del poder se encuentra en el Estado como entidad, en sus instituciones y, sobre todo, en la dirección general del mismo, así como en su monopolio de las armas y el control de la administración de justicia que tan tremenda manipulación y daño social realiza a diario.

    Estos lugares comunes llevan muchas veces a pensamientos radicales y, quizás, a una posición política muchas veces desgraciada: Hay que tomar el poder para controlar la sociedad, hay que tomar el Estado para transformarlo. Falacias que han producido catástrofes, guerras y asesinatos.

    Esos lugares comunes son pensamientos errados del poder y, a partir de ellos, de su delación y develación, arranca esta, mi investigación. Miro el poder como una institución humana, como un ente que se autoconstruye de múltiples formas y que posee una existencia propia y una lógica que lo coloca en la vida social como una estructura de control, que aparece muchas veces de manera no racional e inconsciente y se vuelve demoledora. Se puede afirmar que hasta los mismos poderosos llegan a ser víctimas del poder que regentan.

    La idea entonces de que el poder es un bien social, ha sido desvirtuada en este trabajo, lo mismo que la igualación entre autoridad y poder. He pretendido ir más allá de otras posturas filosóficas y políticas que colocan al poder y al poderoso como un ente o un ser exitoso, brillante y victorioso. La sociedad ha invertido los valores y nos hemos hecho a la idea de que esa inversión ha sido necesaria, cosa que hoy nos hace daño a montón.

    Quiero agradecer a Gilberto Herrera Rico, el matemático y físico, quien me ha ayudado grandemente desde la óptica metodológica, porque con sus discusiones me inspiró algunas de las ideas que se encuentran plasmadas en el último capítulo.

    Este libro lo escribí durante un año completo. No he tenido ni universidad ni institución que lo haya patrocinado. Lo he hecho en medio de una crisis personal, de ataques familiares y de improperios y exclusiones. Hasta no hace mucho, fui declarado víctima oficial del Estado colombiano. Por eso quiero este libro como a un hijo. No espero que el lector se solidarice con eso, sino que saque de él lo que he plasmado. Espero generar reflexión y estar al nivel de esa discusión y, aunque soy conocedor de mi incapacidad, me he atrevido, con mucha timidez, a dar a conocer estas meditaciones leales a una causa común: la libertad y la justicia como entidades alcanzables en esta época donde derechos como estos han entrado al olvido.

    Bruno Elías Maduro Rodríguez

    CAPITULO I

    LA PÉRDIDA DE LO PÚBLICO

    1. El problema del poder público ha estado instaurado en el inconsciente humano desde milenios, y durante ese transcurrir, su interpretación se ha ido transformando de acuerdo a los diferentes esquemas cognitivos que históricamente el individuo y las comunidades han tenido para comprender el fenómeno. En el trasfondo, el comparar al poderoso con un dios o con un ser extraterrenal, por ejemplo, ha sido la excusa normal de aquellos hombres que han quedado sometidos de una u otra forma a los lazos de dominio. Durante milenios, estas comparaciones han evitado el verdadero problema.

    2. El carácter divino del poder engendra de por sí unos rituales religiosos que lo acompañarán en todas sus formas, ya sea en la ejecución de la fuerza y el dominio entre los hombres, o en otras maneras parecidas. El ritual se traduce en dramas y situaciones comparadas al show moderno. El primer espectáculo que el hombre vivió, como hoy se vive las escenas de una presentación artística o de masas, fue el espectáculo del poder. Sus tramas, rituales, misterio, secretos y sobre todo su inaccesibilidad, creó en el inconsciente humano la idea de que el poder era algo extrahumano, extraterrenal, hasta incluso inmortal, pensado para mortales¹ .

    3. El síndrome que produce el espectáculo del poder quizás tenga sus raíces en la victoria que se obtiene después de una guerra. El jefe militar victorioso entra a su ciudad, a su pueblo, en medio de una multitud de elogios y alabanzas. Los aplausos que da el pueblo al poderoso producen un doble trance, por un lado el pueblo se siente protegido y dichoso de que el victorioso haya traído el premio y por lo tanto brinda una paga que se da con gloria y honra. El pueblo cede al guerrero la cantidad de prestigio necesario que lo va a revestir con una investidura real. Será el victorioso un rey momentáneo. El militar se arropa, por otro lado, con su ánimo de dominio; el pueblo lo ha hecho líder supremo y, por tanto, se está formando en él un nuevo yo que proviene de otro trance: el de él mismo. La vanidad y el narcisismo se ponen al descubierto; en este instante, el poderoso, que no carece de autocontrol, perece ante su peor enemigo: su misma vanidad. Y he aquí donde el espectáculo se vuelve poder y el poder espectáculo. Y es este síndrome el que nos ha presentado el poder como algo fuera de lo común.

    4. El poder, como drama que produce un espectáculo, no necesita llevar a cabo ensayos o entrenamientos para su salida al público, mientras que los otros shows sí lo necesitan. El teatro, los rituales religiosos, las bodas, los bautismos, los estados de iniciación, los ritos y las fiestas, etc., se preparan de antemano porque se llevan a cabo en un tiempo determinado y en un espacio geográfico. El que se prepara piensa en el público y en los aplausos que darán reconocimiento a su labor, o en la gratificación positiva, en la alabanza parecida a la victoria de la guerra. Pero cuando el poder se engendra como espectáculo permanente, el acto del poderoso como show se combina con sus defectos y sus malestares. El poder como espectáculo entroniza la ridiculización del endiosamiento, ha empezado la ceremonia solemne de ese individuo que se cree ahora cercano a los dioses. Él ahora no necesita ensayar. El poderoso es un permanente show. El poder se ha convertido en espectáculo² .

    5. El poderoso, inconscientemente, se asimila al hombre exitoso. El sentido común piensa que poder es igual a victoria o a éxito. De ahí su capacidad para engendrar actos show y actos espectaculares. Pero esta institucionalización de la farándula es una de las grandes mentiras que hacen que el poderoso empiece a disfrazar lo verdadero y muestre una realidad impostada, para así hacerse creer o vender la idea de que él es un hombre de éxito y de victorias, y que de ahí proviene su fuente de dominio: es esta una de las mas tradicionales estrategias que se han vendido por siglos. No es así, en el fondo ocurre otra cosa. El éxito como fuente de poder es un disfraz, una máscara que se pone el poderoso para auto justificarse, para no mostrar su rostro y así manipular la información concreta de su andar. Es aquí, en esta manipulación, donde se genera el nacimiento del discurso de dominio; otros dirían, de la ideología. El ideólogo, como brujo social, sale al ruedo³ . El ideólogo, como exorcista de mentes que busca adentrarse al alma para que se pueda justificar el poder en cada uno de los espíritus individuales de un cuerpo social, nace a la vida. Ideología como hacedora de palabras, como fuente de dominio.

    6. La ideología como discurso de dominio⁴ . La ideología no la debemos ver como una explicación del mundo; es una explicación de la totalidad de los asuntos que tienen que ver con el poder. La ideología, vista así, cambia su sentido tradicional. Aquí se considera como mero discurso de dominio. Por lo tanto, la ideología desde una teoría del poder, es el discurso central que fabrica, que realiza el poderoso para explicar los hechos de poder. La ideología no es, entonces, la conciencia del hombre determinando su ser, ni incluso su ser social determinando la conciencia, como pensaban los marxistas; la ideología es un método, un método hipnótico, un método para someter en trance a grandes masas de individuos. Ideología que se respete no explica los hechos de la realidad, por el contrario, los manipula. Así, el subordinado no solo será sometido en su cuerpo y en su libre albedrío, sino en su manera de pensar⁵ .

    7. La ideología⁶ como discurso de dominio no acepta el error, la mentira, ni la falsedad. Para el ideólogo, todo lo que el poderoso hace es verdadero. Las falsas creencias y los errores los tiene la contraparte, según el ideólogo: los opositores, los enemigos, los candidatos al exilio, a deportaciones, a desaparecimientos. La escisión de la conciencia es una de las tareas de la manipulación cognitiva que se engendra en el discurso ideológico. Lo real debe ceder. El ideólogo es un transformista, un hipnólogo nato que somete en trance a individuos que caen a sus pies, quienes lo prosiguen, lo acompañan, lo mantienen y hasta dan su vida por él. La ideología es el poder metido en las tripas de la conciencia y, como tal, el mejor veneno que tiene el poderoso para matar la libertad del hombre desde adentro de su alma.

    8. La ideología⁷ no es una superestructura que se instaura como una etapa previa a las condiciones concretas. No. Es un factor real, tan objetivo como la economía, las clases sociales o el mundo de la política, pues en una lógica de poder ella es tan primordial e importante que, si no está presente, el poder fenece. Marx⁸ y los marxistas no tenían la razón cuando afirmaban que la ideología era una superestructura en la sociedad. Afirmamos lo contrario: como discurso de dominio, ella es contemporánea al andamiaje de control, pues en medio del acto obediente y dócil se necesita del trance. La hipnosis se da en medio de los hechos y no después de ellos. La ideología es psicología del poder puro y, por tanto, parte de la estructura de dominio, su elemento más eficaz.

    9. Marx⁹ inventó un nuevo concepto de ideología y lo adaptó a su manera de pensar el mundo; los marxistas extremaron esa expresión y llevaron el pensamiento de su maestro en esta área a una catástrofe. El tratar de igualar el concepto de ideología a un pensar general de las cosas, ha sido en el fondo un acto que estrangula la realidad. El universo, como está caracterizado por el marxismo, se vino abajo; el solo hecho de querer totalizar el mundo y tratar de colocar la ideología en el ámbito casi de la metafísica o en el puesto que ocupan la teoría general de las ideas, catapultó la imaginación de los seguidores de Marx. La ideología para Marx es un acto imaginario del mundo en su totalidad. Los marxistas⁹ llevan la noción de ideología a un totalitario proceso de conversión, a una categoría metafísica de lo real. Ella es interpretación del cosmos, de la vida y de los hombres del mundo político donde todos estamos inmersos¹⁰ .

    10. Pero el acto ideológico no es una mera imaginación del mundo. El acto ideológico es una precondición contemporánea a la toma del poder político que busca generar legitimidad en la mente de sus súbditos. La ideología no es un efecto, es una causa en sí misma. La ideología como instrumento de poder se considera discurso de dominio. Ella hace parte de las armas previas a la toma del poder, está ahí, latente, y luego se ensancha y se vuelve discurso de control cuando ya el poder se ha vuelto una institución en medio de una comunidad que ha sido declarada como sometida. Lo que antes era proyecto de intención, ahora es poder-legítimo. La ideología pasa a ser pieza clave en la instauración de un sistema de dominio; la ideología es manipulación que le sirve a las estructuras que subyugan comunidades. Esa manipulación llega a ser tal, que el manipulador que la inventó, muchas veces llega a creer que es cierto lo que él mismo ha inventado para dominar

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1