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Estados de excepción y democracia liberal en América del Sur: Argentina, Chile y Colombia (1930-1990)
Estados de excepción y democracia liberal en América del Sur: Argentina, Chile y Colombia (1930-1990)
Estados de excepción y democracia liberal en América del Sur: Argentina, Chile y Colombia (1930-1990)
Libro electrónico644 páginas14 horas

Estados de excepción y democracia liberal en América del Sur: Argentina, Chile y Colombia (1930-1990)

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Este libro cuenta una historia sobre la manera como las críticas al liberalismo y a la democracia, propias del siglo XX, impactaron las construcciones teórico-constitucionales de los estados de excepción en Argentina, Chile y Colombia entre 1930 y 1990. El autor nos invita a mirar la historia de las ideas jurídicas en la región a partir de un marco interpretativo de dos niveles: el primero conecta la política y el derecho, y el segundo integra la construcción global y local del derecho. Esto implica que, por un lado, los argumentos constitucionales sobre los estados de excepción se conectaron de diversas formas con las distintas ideologías políticas que se difundieron por la región en el siglo pasado; y por otro lado, que esas estructuras de pensamiento constitucional se fueron creando en el marco de lenguajes globales genéricos que si bien fueron hegemónicos, al mismo tiempo permitieron a los juristas e intelectuales articular disímiles interpretaciones sobre sus realidades locales. Con el uso de herramientas de derecho comparado, estudios jurídicos críticos e historia de las ideas, el libro es una interpretación específica de la forma como el derecho constitucional construyó su propio espacio político en donde los abogados se enfrentaron, algunas veces de manera irreconciliable, durante el siglo pasado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 feb 2015
ISBN9789587810172
Estados de excepción y democracia liberal en América del Sur: Argentina, Chile y Colombia (1930-1990)

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    Estados de excepción y democracia liberal en América del Sur - Jorge González Jácome

    JORGE GONZÁLEZ JÁCOME

    Reservados todos los derechos

    ©Pontificia Universidad Javeriana

    ©Jorge González Jácome Primera edición:

    Bogotá, D. C., febrero del 2015

    ISBN: 978-958-716-762-7

    Número de ejemplares: 400

    Impreso y hecho en Colombia

    Printed and made in Colombia

    Editorial Pontificia Universidad Javeriana

    Carrera 7a, Núm. 37-25, oficina 13-01

    Edificio Lutaima

    Teléfonos: 3208320 ext. 4752

    www.javeriana.edu.co/editorial

    Bogotá - Colombia

    Corrección de estilo:

    Laura Giraldo Martínez

    Diseño de colección y diagramación:

    Boga Cortés y Triana | www.bogavisual.com

    Desarrollo ePub:

    Lápiz Blanco S.A.S.

    http://lapizblanco.com/

    González Jácome, Jorge

    Estados de excepción y democracia liberal en América del Sur: Argentina, Chile y Colombia (1930-1990) / Jorge González Jácome. -- 1a ed.-- Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2015.

    375 p.; 24 cm.

    Incluye referencias bibliográficas.

    ISBN: 978-958-716-762-7

    1. ESTADOS DE EXCEPCIÓN - ARGENTINA - 1930-1990. 2. ESTADOS DE EXCEPCIÓN - CHILE - 19301990. 3. ESTADOS DE EXCEPCIÓN - COLOMBIA - 1930-1990. 4. DEMOCRACIA - ARGENTINA - 19301990. 5. DEMOCRACIA - CHILE. 6. DEMOCRACIA - COLOMBIA. 7. DERECHOS HUMANOS. I. Pontificia Universidad Javeriana.

    CDD 345.122 ed. 15

    Catalogación en la publicación-Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J.

    opg.                                                                        Febrero 24 / 2015

    Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

    A Sofía

    por enseñarme a fallar cada vez mejor

    Agradecimientos

    Todo texto es una colaboración, más si se trata de uno que se construye en un periodo de siete años como este. Pero sin duda las primeras líneas de agradecimientos se las debo a dos profesores que acompañaron muy de cerca mi trabajo doctoral en Harvard: a Duncan Kennedy, quien me hizo pensar y repensar muchas veces las ideas contenidas en este libro durante cerca de cinco años. Su generosidad ilimitada y su compromiso con su trabajo me han inspirado para pensar en mi propio rol como profesor y académico. Por su parte, Noah Feldman me contagió permanentemente de su entusiasmo para que aprendiéramos juntos sobre el constitucionalismo latinoamericano y pudiera terminar mi tesis doctoral. En Harvard, igualmente, le agradezco a Lewis Sargentich, Richard Parker y James A. Robinson que con paciencia se reunieron conmigo muchas veces para oírme y ayudarme a perfilar unas ideas que fueron fundamentales para la construcción de este libro.

    Bill Alford, Jeanne Tai, Nancy Pinn, Jane Bestor y Heather Wallick me brindaron un generoso apoyo institucional durante cinco años en Cambridge en la Escuela de Posgrados de Harvard. Mis amigos y colegas del Doctorado en Derecho (SJD) no solamente me ayudaron a construir este texto sino que me dieron una amistad generosa para hacer de Cambridge un segundo hogar. Ellos son: Jason Robison, Ale Núñez, Namita Wahi, Anna Su, Alejandra Azuero, Francisco Barreto, Afroditi Giovanopoulou, Shun Ling Chen, Yun Ru Chen, Nkatha Kabira, Gongalo de Almeida Ribeiro, Natalia Ramírez y Shunko Rojas. La vida en Cambridge fue más fácil también gracias a John y Phyllis Perrone, Andres Sanín, Ana María Tribín y Matilde, Mario Cajas y Patricia Bucheli: ellos fueron y son la familia extendida que acompañó este libro.

    En la Pontificia Universidad Javeriana agradezco a todo el equipo de la vicerrectoría académica que participa en el Plan de Formación Permanente del Profesor Javeriano, pues el soporte financiero y administrativo fue muy importante durante mis años en Harvard. Tres decanaturas de la Facultad de Ciencias Jurídicas han respetado e impulsado mi agenda académica colaborando con la publicación de este y otros textos. Por esto agradezco a Luis Fernando Álvarez, S. J., Carlos Ignacio Jaramillo y Julio Andrés Sampedro. En la Javeriana mis amigos y colegas Fernando Castillo, Carlos Andrés Uribe, Carolina Olarte Bácares, Liliana Sánchez, Juan Felipe García, Roberto Vidal, Rafael Prieto y Hernando Yepes me contagiaron con su entusiasmo por mi propio proyecto en momentos en que yo mismo me desanimaba; a ellos gracias por motivarme y creer incondicionalmente en mi trabajo. Espero que las líneas que siguen no los defrauden.

    En el proceso editorial un renglón aparte merece el trabajo de Javier Celis quien coordinó desde la Facultad de Ciencias Jurídicas este libro para que la Colección Fronteras del Derecho tuviera un nuevo número. Por su parte, el equipo de la Editorial Javeriana liderado por Nicolás Morales y compuesto por muchas manos tejió pacientemente este libro. Las revisiones y comentarios hicieron de este texto lo mejor que hubiera podido ser a pesar de sus obvios defectos que son atribuibles solo al autor.

    En la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes tengo amigos y colegas con quienes he compartido a lo largo de los años ideas contenidas en este y otros proyectos. Tengo la sensación de que algunas de las líneas que están acá seguramente salieron de conversaciones y sugerencias desinteresadas que me han dado Helena Alviar, Diego López, Isabel Cristina Jaramillo y Antonio Barreto.

    A mi papá, a la presencia misteriosa de mi mamá que me sigue acompañando, a mis hermanos Alberto y Carlos, a Gladys y Carlos Andrés: por el cariño sin límites y esa fe desmedida en lo que hago. Es un orgullo estar en el corazón de ustedes. A la familia Botero Navia, gracias por acogerme con una calidez conmovedora que fue una fuente de tranquilidad necesaria para terminar mi doctorado y este libro. En especial a Juan Carlos Buitrago y Liliana Botero, quienes me raptaron varias veces para visitarlos en San Luis donde tomé unas pausas decisivas para la construcción de este texto.

    A Sofía... a Elisa... a Felipe... por lo que son, por lo que han sido, por lo que serán. El amor de Sofía y nuestras preguntas por el pasado y la memoria dieron forma a este libro. Elisa y Felipe me han hecho parar del computador para pasar tiempo con ellos. Por ustedes termino estas líneas con una sonrisa dibujada en mi cara con la certeza de que escribí este libro sin sacrificar el tiempo para estar juntos. Porque finalmente esto es solo un libro y ustedes son la vida misma.

    Introducción

    Una historia de los argumentos jurídicos y la aproximación comparada

    En el 2003 un grupo de ONG al centro y a la izquierda del espectro político publicó un informe sobre el pobre desempeño del gobierno de Álvaro Uribe Vélez en materia de derechos humanos durante su primer año en el poder. En el informe, los defensores de derechos humanos argumentaban que el presidente Uribe había minado el estado de derecho al concentrar poderes en el ejecutivo y considerar la administración de justicia como una simple mercancía. En líneas generales, el informe señalaba que el gobierno Uribe era peligrosamente autoritario y amenazaba los derechos humanos más básicos. Así mismo partía del supuesto que un gobierno autoritario necesariamente viola los principios básicos del estado de derecho. Esta aproximación implicaba una perspectiva teórica desde la cual derecho y autoritarismo aparecían en una relación de tensión u oposición -tal como la razón se opone al ejercicio irracional y caprichoso del poder-¹.

    Este libro está en desacuerdo con estos presupuestos teóricos y argumenta que el autoritarismo tiene una relación más compleja con el derecho que no puede ser capturada simplemente con la oposición antes citada. Las agendas políticas autoritarias han estado permeadas históricamente por argumentos jurídicos y por ideas acerca del papel que juega y debe desempeñar el derecho en la sociedad. Al revelar parte de la tradición que conecta al derecho con el autoritarismo en Argentina, Chile y Colombia durante el siglo XX, este libro no quiere rescatar, resaltar o celebrar la propuesta del autoritarismo sino plantear una hipótesis descriptiva sobre las relaciones entre derecho y autoritarismo que permita atacar este último con mayor precisión y éxito en el futuro. Más aún, la base teórica de la aproximación presentada acá enfatiza que el derecho no es necesariamente un aliado en la lucha contra la arbitrariedad. El derecho es un vehículo a través del cual los actores políticos pueden lograr cambios pero no necesariamente está casado con una sola ideología política.

    Al proponer esta descripción sobre la relación entre autoritarismo y derecho, este libro cuenta la historia de las doctrinas constitucionales sobre el estado de excepción en tres países suramericanos entre 1930 y 1990: Argentina, Chile y Colombia. Esta historia muestra las transformaciones de las justificaciones políticas y jurídicas que sirvieron como argumento para que los poderes ejecutivos de estos países asumieran funciones legislativas y suspendieran o restringieran algunos derechos constitucionales para superar situaciones de emergencia. El libro sostiene, entonces, que las doctrinas constitucionales sobre la excepción fueron delineadas y permanentemente reformuladas dentro del marco de las cambiantes ideas políticas que dominaron la imaginación de las elites suramericanas en el siglo XX.

    En uno de los esfuerzos más concienzudos por explicar el origen de los regímenes de excepción de América Latina, Brian Loveman señala que el orden institucional de los gobiernos coloniales de España y Portugal determinaron las disposiciones constitucionales sobre los estados de excepción en las cartas políticas latinoamericanas del siglo XIX². Loveman se concentra en una perspectiva de diseño constitucional para enfatizar la manera como el texto expreso de las disposiciones normativas sobre la excepción organizaron los poderes en tiempos de crisis. En este sentido, Loveman deriva sus conclusiones principalmente del texto formal de la Constitución y esto, desde la perspectiva de juristas en un mundo posrealista, resulta ingenuo en la medida en que buena parte de la teoría jurídica del siglo XX y XXI parte de la base de que el significado de las disposiciones normativas no se encuentra simplemente conociendo el significado literal de las palabras. La interpretación e integración del derecho es un proceso más complejo que ha generado un debate considerable -y muchas veces irreconciliable- en la disciplina jurídica que se pregunta cómo llenar de significado las fórmulas textuales del derecho positivo³.

    Para superar el inconveniente de Loveman, este trabajo reconstruye los principales argumentos jurídicos y políticos que impactaron las doctrinas constitucionales sobre los estados de excepción. Al mostrar la forma como los abogados entendieron el problema de la excepción y cómo interpretaron específicamente las distintas normas positivas que regulaban el tema, este texto intenta completar la labor de Loveman de revisar la lógica de los regímenes de emergencia en América del Sur⁴ y, en un sentido más amplio, revisar los fundamentos del constitucionalismo en la región.

    Un intento similar al que planteo en las siguientes páginas es el de Negretto y Aguilar⁵. Desde la perspectiva del diseño constitucional estos autores proponen que las constituciones latinoamericanas fueron mal concebidas desde sus inicios al no incluir disposiciones sobre estados de excepción. Ello forzó a los presidentes de los estados de la región a violar las constituciones de la era posindependentista cuando se presentaba una crisis, pues no contaban con las herramientas jurídicas necesarias para enfrentar la situación excepcional desde el derecho. Esto, a su vez, generó una práctica de abuso de parte del ejecutivo de modo que, cuando en la década de 1830 las constituciones de la región empezaron a consagrar las disposiciones de emergencia ya era demasiado tarde: se había generado una cultura de irrespeto a la norma y las disposiciones de excepción parecieron consolidar un poder de facto de los ejecutivos que intentaban neutralizar las crisis. Negretto y Aguilar señalan que ello se debió a la profunda influencia del liberalismo en los constitucionalistas de la era independentista en América Latina, quienes veían con malos ojos la inclusión de estados de excepción en la Constitución. Los latinoamericanos fueron más liberales que republicanos: mientras estos últimos aceptaban la inclusión de disposiciones constitucionales sobre la excepción, los primeros asumían que las constituciones no debían distinguir entre tiempos de crisis y normalidad. El problema de este argumento es que la definición de liberalismo es reducida a lo que Tocqueville y Constant planteaban como las fuentes de donde los latinoamericanos construyeron sus constituciones, pero excluye otros autores como Rousseau, Locke o incluso el propio pensamiento bolivariano en donde el problema de la excepción sí es tratado. A Rousseau los autores lo consideran un republicano, a Locke le reconocen que sí trató el tema pero minimizan su influencia en América Latina y del pensamiento bolivariano no presentan ningún análisis a pesar de su impacto en el pensamiento político de la época⁶.

    Negretto y Aguilar intentan conectar el problema de la excepción con tensiones ideológicas pero caen en un problema similar al de Loveman y es la concepción formalista del derecho; es decir, no hay una problematización sobre los cambios de significados que una misma disposición normativa pudo tener en diferentes momentos. En este sentido, el autoritarismo del siglo XIX es el mismo del siglo XX, lo cual ignora procesos históricos y cambios de mentalidades en las comunidades políticas en un periodo de casi doscientos años. Pareciera, en la visión de estos autores, que América Latina no tiene historia sino solamente un derecho fallido que hay que corregir, a diferencia de Europa o Estados Unidos donde el derecho sí ha respondido a un contexto social, político e intelectual inspirado por las normas constitucionales. Ello explica porqué los autores dedican más de la mitad del artículo a explicar las teorías de Carl Schmitt sobre la excepción explicándole al lector la compleja red intelectual y el contexto sociopolítico del autor para presentar en su mejor luz las teorías del constitucionalista alemán⁷. En la explicación de Schmitt hay un contexto, mientras que los autores latinoamericanos exponen la presencia o ausencia de la excepción en la Constitución de una manera más plana.

    Con el fin de dar respuesta a las perplejidades abiertas por los trabajos citados anteriormente, la historia que cuento a continuación rastrea la transformación de doctrinas constitucionales conectándolas con las ideas políticas prevalentes en Argentina, Chile y Colombia entre 1930 y 1990. Los argumentos constitucionales sobre los estados de excepción formalizaron -o positivizaron- una serie de ideas políticas globales que fueron hegemónicas en Occidente durante tres periodos de tiempo diferentes: las ideas acerca de la cuestión social controlaron la imaginación de las elites jurídicas y políticas entre 1930 y 1959; por su parte, las discusiones sobre revolución y contra-revolución fueron dominantes en el debate político que se dio entre finales de los cincuenta y finales de los setenta; por último, esta investigación se concentra en el periodo que va de finales de la década de 1970 hasta 1990, cuando las ideas sobre democratización y derechos humanos delinearon las discusiones político-jurídicas de las élites suramericanas. Al conectar las doctrinas constitucionales con ideas políticas, el propósito de este texto es explicitar la estructura fundamental del pensamiento constitucional suramericano en diferentes momentos del siglo XX y mostrar cómo los cambios en los argumentos jurídicos son el resultado de luchas políticas entre diferentes concepciones -algunas veces antagonistas- sobre el orden social⁸.

    Los argumentos jurídicos en los que este trabajo se concentra se enmarcan dentro de un vocabulario específico que una comunidad de juristas comparte con el fin de racionalizar o justificar los procesos de toma de decisiones. Las disposiciones de derecho escrito, reglas implícitas, doctrinas abstractas, decisiones judiciales y los presupuestos políticos comunes son parte de los argumentos jurídicos rastreados en esta investigación⁹. Teniendo en cuenta que estos argumentos de los abogados argentinos, chilenos y colombianos estaban articulados dentro de las ideas políticas prevalentes en un momento determinado (1930-1990), este texto no muestra el pensamiento jurídico latinoamericano como un espacio para la creación de teorías autóctonas y tampoco celebra la originalidad de las malas lecturas de doctrinas constitucionales que facilitaron la suspensión de la Constitución, por el contrario, los argumentos constitucionales sobre los regímenes de emergencia surgieron dentro del marco de las ideas políticas que controlaron la imaginación sobre la relación entre Estado y sociedad de Occidente en el periodo que aquí analizo. Un trabajo desde esta perspectiva de rastrear doctrinas constitucionales es el de Antonio Barreto en donde expone las principales posturas constitucionales sobre el estado de sitio colombiano desde 1928 construidas desde la Corte Suprema y cómo estas tuvieron un impacto profundo en las discusiones de la Asamblea Constituyente que expidió la Constitución de 1991¹⁰.

    Aparte de rastrear la dogmática constitucional que resulta relevante para cada uno de los países analizados, este trabajo trae una complejidad narrativa adicional pues ha sido escrito como una herramienta útil para la disciplina del derecho comparado en el Sur global. En la medida en que las doctrinas constitucionales de cada uno de los países estaban incrustadas en un discurso político global, el libro construye un telón de fondo común para analizar los diferentes debates que se produjeron en los tres países suramericanos objeto de esta investigación. Debido a que las elites jurídicas interpretan ideas globales de acuerdo con sus arreglos institucionales locales, esta narrativa también se concentra en la forma como ideas globales impactaron contextos intelectuales particulares y por consiguiente dieron forma a los debates constitucionales de cada uno de los países¹¹. Sin embargo, tal como mencioné anteriormente, esta historia evita sobredimensionar los procesos de trasplante jurídico de instituciones y doctrinas en la medida en que dicha aproximación ubica a América Latina como un apéndice de las doctrinas constitucionales originales surgidas en Europa occidental y Estados Unidos¹². En su lugar, la reconstrucción histórica de este libro resalta la forma como los juristas revisaron permanentemente sus doctrinas constitucionales a la luz de las cambiantes creencias políticas de su época y en consecuencia está menos preocupada por identificar las fuentes específicas de influencia extranjera en el constitucionalismo de América Latina¹³.

    El enfoque comparado de esta historia busca añadir nuevas perspectivas a los estudios de académicos latinoamericanos sobre el estado de excepción, las cuales se concentran excesivamente en las dinámicas institucionales locales¹⁴. Estas aproximaciones afirman que los arreglos institucionales nacionales, específicamente el rol del legislativo y el judicial en supervisar al ejecutivo y el lugar del aparato militar frente al poder civil, explican en buena medida el permanente recurso a las medidas de emergencia en cada uno de estos países¹⁵.

    Aunque las aproximaciones con énfasis en lo nacional son valiosas para explicar cómo las dinámicas institucionales influyen en la aplicación del derecho, aquellas no nos dan pistas suficientes para entender por qué diversos países con arreglos institucionales distintos usan frecuentemente los mismos mecanismos -estados de excepción en este caso- durante largos periodos de tiempo. A pesar de que estos países comparten la manera como están organizadas las instituciones, considero que si revelamos los debates ideológicos de Argentina, Chile y Colombia podemos entender las diferencias y similitudes en el pensamiento constitucional latinoamericano. En la medida en que el punto de partida de los debates ideológicos en estos tres países giraba en torno a la interpretación y algunas veces a la reforma de las disposiciones constitucionales existentes acerca de la separación de poderes y los estados de sitio, la siguiente sección describe el arreglo constitucional inicial de los años treinta que sirvió de base para el debate descrito en esta investigación.

    Los arreglos constitucionales iniciales

    Las constituciones vigentes para la década de 1930 en estos países mostraban algunas diferencias y similitudes en la organización del poder y los límites del estado de excepción. La Constitución argentina dividía el poder nacional en tres ramas: un presidente elegido democráticamente era la cabeza del poder ejecutivo, mientras que el Senado y la Cámara de Diputados eran el legislativo nacional. Por último, la Corte Suprema de Justicia estaba en la cúspide de la organización judicial. Las iniciativas económicas relacionadas con impuestos, aduanas, creación de un banco nacional y el comercio interestatal formaban parte del ámbito de prerrogativas del legislativo.

    De conformidad con la Constitución, la declaración del estado de sitio era un poder compartido entre el legislativo y el ejecutivo: el Artículo 86 núm. 19 establecía que el presidente podía declarar el estado de sitio en uno o más puntos del país si el Senado se encontraba de acuerdo con los términos de dicha declaración. Por su parte, el Artículo 67 núm. 25 afirmaba que el legislativo nacional (el Senado) debía aprobar la declaración del ejecutivo. Sin embargo, el presidente estaba autorizado para declarar el estado de sitio sin autorización parlamentaria cuando el Congreso estaba en receso. Una vez el Congreso se reuniera nuevamente, aprobaría o rechazaría la declaración de estado de sitio aprobada durante su receso. El Artículo 23 completaba la regulación del estado de sitio estableciendo que se podía declarar este último en casos de conmoción interna que pusiera en riesgo el ejercicio de la Constitución y las autoridades creadas por ella. Las garantías constitucionales quedaban suspendidas pero el presidente no podía asumir funciones judiciales. Su poder estaba limitado a detener individuos y transferirlos de un lugar del territorio nacional a otro, a menos que el detenido invocara el derecho de opción. Finalmente, el Artículo 29 establecía una limitación explícita a las atribuciones presidenciales pues prohibía al Congreso transmitir la suma del poder público al ejecutivo en casos de emergencia.

    Para 1930 había un acuerdo implícito en el constitucionalismo argentino: el poder judicial no tenía ningún rol que jugar en la declaración del estado de sitio. Los magistrados de la Corte Suprema eran nombrados de por vida por el presidente y confirmados por el Senado (Artículo 86 núm. 5). La Constitución establecía que la Corte debía decidir sobre los asuntos referidos a la aplicación de la Constitución. En este orden de ideas, y aunque la Constitución no lo mencionase expresamente, había un acuerdo entre los constitucionalistas argentinos: el hábeas corpus estaba disponible para aquellos individuos que creían haber sido detenidos ilegalmente. Las normas legislativas y las constituciones provinciales establecían que el hábeas corpus era el mecanismo para que se revisaran detenciones injustas¹⁶. En consecuencia, uno de los debates en Argentina era si el estado de sitio suspendía o no el hábeas corpus. Como lo veremos en el Capítulo II, la mayoría de constitucionalistas de los años treinta rechazaban la idea de suspender el hábeas corpus durante los estados de sitio y apoyaron la revisión judicial de las detenciones ordenadas en tiempos de emergencia constitucional.

    Por su parte, la Constitución chilena de 1925 representó una transición del régimen parlamentario al presidencial. El propósito fundamental era reforzar el poder del presidente concediéndole un periodo de seis años y otorgándole poderes especiales en asuntos referentes a iniciativa presupuestal (Artículo 45). Sin embargo, la Constitución de 1925 también enfatizaba una serie de controles legislativos sobre el ejecutivo. Por ejemplo, la mayoría de los miembros de la Cámara de Diputados podían enviar recomendaciones al ejecutivo cuando los legisladores no estuvieran de acuerdo con las actuaciones presidenciales. El presidente o sus ministros estaban obligados a responder estas observaciones (Artículo 39 núm. 2). A pesar de este control sobre el presidente, la Constitución le permitía a este último enviar mensajes de urgencia al Congreso para que adoptara rápidamente las medidas legislativas que solicitara. Si el Congreso no tomaba una decisión al respecto, la Constitución presumía que la iniciativa presidencial había sido aprobada por el legislativo (Artículo 46). De igual modo, las sesiones del Congreso en el texto original de la Constitución de 1925 iban del 21 de mayo al 18 de septiembre, pero el presidente podía llamar a reuniones extraordinarias y el Congreso estaba obligado a discutir aquellos asuntos que habían motivado este llamado especial (Artículos 56 y 57).

    Tal como ocurrió en Argentina, el arreglo institucional chileno buscó que el ejecutivo y el legislativo compartieran la responsabilidad en la declaratoria del estado de excepción. De acuerdo con el Artículo 72 núm. 17, el presidente podía declarar un estado de asamblea en casos de guerras externas y un estado de sitio en caso de conmociones externas. El Congreso debía declarar el estado de sitio cuando se tratara de conmoción interior. Igual que en Argentina, si el Congreso no estaba reunido, el presidente podía declarar el estado de sitio por un periodo de tiempo definido. Cuando el Congreso retomaba sus funciones, el estado de sitio se entendía como una proposición legislativa que requería la aprobación parlamentaria.

    Bajo el estado de sitio, el presidente podía solamente transferir a los individuos de un lugar a otro dentro del mismo territorio nacional y podía ponerlos bajo arresto en lugares distintos a prisiones y centros de reclusión destinados a detener delincuentes comunes. El estado de sitio no era el único mecanismo de emergencia establecido en la Constitución de 1925. El Artículo 44 núm. 13 señalaba que el Congreso podía restringir la libertad personal y las libertades de prensa o incluso suspender la libertad de asociación para defender el estado, preservar el régimen constitucional y la paz interior. Según la Constitución, estas limitaciones solamente podían durar seis meses lo cual fue ignorado a partir de la década de 1940 tal como se muestra en el siguiente capítulo.

    La carta chilena consagraba el hábeas corpus en el Artículo 16 permitiendo a los individuos retar la constitucionalidad de sus detenciones reclamando que habían sido ilegalmente arrestados o se les había denegado el debido proceso. Tal como en Argentina -donde se instrauró por vía parlamentaria- en Chile se estableció que los jueces controlaban la constitucionalidad de las detenciones dentro de un breve proceso encaminado a proteger la libertad individual. Así, los jueces podían ordenar la liberación de un individuo arrestado u ordenar a las autoridades enmendar los procedimientos bajo los cuales hicieron los arrestos para que aquellos se acoplaran a las leyes y la Constitución. La Corte Suprema tenía otra herramienta para el control constitucional. El Artículo 86 establecía que los magistrados podían abstenerse de aplicar una regla legislativa que consideraran inconstitucional para efectos del caso concreto -inaplicabilidad por inconstitucionalidad-. No se trataba de una declaración erga omnes sino una simple decisión para el caso concreto. Finalmente, las vacantes que surgieran al interior de la Corte serían llenados por el presidente a partir de una lista de candidatos propuestos por la Corte. Los magistrados eran convocados de por vida a menos que fueran objeto de una sanción disciplinaria. En comparación con Argentina, el Congreso no intervenía nombrando los magistrados lo cual daba al judicial una sensación de estar alejados de la política en general¹⁷.

    La Constitución colombiana de 1886 estuvo en vigor durante el periodo analizado en este texto y establecía un sistema político centralizado que buscaba controlar las fuerzas disociadoras que habían sido liberadas por la Constitución Federalista de 1863¹⁸. En consecuencia, la Carta del 86 reforzaba los poderes presidenciales y centralizaba la función legislativa en un Congreso bicameral sentado en Bogotá. El Artículo 76 establecía que el Congreso era el único autorizado para reformar y proferir normas legislativas, decretar impuestos, aprobar convenios que el presidente celebrara con los particulares o con entidades públicas y organizar los asuntos económicos en los cuales la nación tuviera interés. Adicionalmente, el Congreso determinaría el tamaño del ejército nacional para proteger la República. Sin embargo, este mismo artículo contenía una disposición polémica señalando que el Congreso podía revestir, protémpore, al presidente de la República de precisas facultades extraordinarias, cuando la necesidad lo exija o las conveniencias públicas lo aconsejen. Durante el siglo XX el Congreso profirió repetidamente leyes de facultades extraordinarias y en consecuencia transformó al presidente en un legislador más por largos periodos de tiempo¹⁹.

    De acuerdo con la Constitución de 1886 el presidente era el responsable de preservar y restablecer el orden público en la República (Artículo 120 núm. 8). Más aún, como comandante en jefe de las fuerzas armadas el presidente podía dirigir personalmente las operaciones de guerra (Artículo 120 núm. 9). Teniendo en cuenta estos deberes constitucionales, la Constitución otorgaba al presidente, incluso en tiempos de paz, el poder de arrestar individuos que amenazaran con perturbar el orden público (Artículo 28). Tiempos de paz se refería a la distinción implícita en el Artículo 121 que permitía al presidente declarar el estado de sitio en tiempos de guerra o en casos de conmoción interior. Para la década de 1920, el texto del Artículo que estaba vigente había sido reformado por las transformaciones republicanas de 1910 que intentaron controlar el poder presidencial. El Artículo 121, tanto antes como después de la reforma, autorizaba al presidente a declarar el estado de sitio sin ningún tipo de autorización previa del Congreso -en contraste con los arreglos institucionales en Chile y Argentina-. Luego de la reforma de 1910, el presidente estaba autorizado para suspender -y no para derogar- todas las leyes que fueran incompatibles con las medidas de emergencia. Además, esta reforma enfatizó que el derecho de gentes era una fuente fundamental para interpretar los poderes y límites de las facultades presidenciales en tiempos de emergencia. Finalmente, el Artículo obligaba al presidente a convocar al Congreso para que este se reuniera sesenta días luego de la declaración de un estado de sitio motivado por una guerra exterior. Dentro del espíritu presidencialista de la carta de 1886, la reforma de 1910 fue objeto de acalorado debate en los años cuarenta tal como lo veremos en el próximo capítulo.

    La reforma de 1910 también fue relevante pues amplió el control constitucional de legislación en cabeza de la Corte Suprema de Justicia. Mientras que en 1886 la Corte fue creada principalmente como un Tribunal de casación cuya función era revisar si los tribunales de provincia aplicaban correctamente la legislación nacional, la reforma de 1910 estableció la acción pública de inconstitucionalidad dándole a cualquier ciudadano la posibilidad de retar la constitucionalidad de las reglas legislativas ante la Corte²⁰. Este control abstracto generó una retórica al interior de la Corte Suprema colombiana que la diferenció de sus pares chilena y argentina en materia de razonamiento judicial. La versión colombiana del control constitucional tenía mucha más apertura política que las otras dos, las cuales aún estaban rodeadas de la imagen tradicional de un juez removido de las disputas políticas cuyos fallos se dictaban con una marcada lógica formal²¹. Mientras que los casos colombianos de control de constitucionalidad abstracta contenían amplios debates doctrinales desde la primera mitad del siglo XX, los fallos judiciales en Argentina y Chile eran cortos silogismos que resolvían el caso particular²². Teniendo en cuenta que los decretos proferidos por el presidente bajo estado de sitio eran considerados disposiciones legislativas extraordinarias, estos podían ser cuestionados ante la Corte Suprema gracias a la reforma de 1910.

    El trasfondo ideológico para interpretar las disposiciones constitucionales

    Las categorías más importantes para interpretar estas disposiciones jurídicas vigentes en los tres países giraron alrededor de las crecientes críticas dirigidas a la democracia liberal después de la década de 1920. A pesar de que existe una discusión sobre los contenidos esenciales del liberalismo²³, puede afirmarse que desde una perspectiva histórica esta doctrina tiene al menos dos propósitos: liberar a la comunidad política de la autoridad eclesiástica y liberar a la sociedad civil de la intervención abusiva de los monarcas²⁴. Al perseguir estos fines, el liberalismo resalta que la existencia de los individuos precede a cualquier asociación, incluido el estado; en su vertiente racionalista afirma que los hombres descubren una serie de derechos naturales a través de la razón y, por consiguiente, la legitimidad del poder estatal se basa en el acuerdo de los individuos de transferir al estado su derecho natural a proteger su esfera privada. En consecuencia, la meta del estado es garantizar la paz y la seguridad para el ejercicio de los derechos y libertades naturales individuales. En sus versiones utilitarias, el punto de partida del liberalismo no es el de los derechos individuales sino el deseo individual de maximizar el placer y disminuir el sufrimiento. El papel del gobierno es proteger una esfera privada donde los individuos están en libertad de perseguir lo que consideran beneficioso para sí mismos. En ambas versiones del liberalismo, el objetivo es limitar los poderes del estado que se concibe como un árbitro imparcial que evita a los individuos ejercer los derechos y libertades individuales a punto tal de invadir los derechos y libertades de los demás²⁵. Al buscar un límite al poder político, el liberalismo favorece aquellos mecanismos jurídicos que desincentivan el ejercicio arbitrario del poder; la teoría liberal de la separación de poderes evita la concentración de la autoridad política y la descompone en tres funciones -hacer el derecho, ejecutarlo y juzgar su trasgresión- que no puede desempeñar la misma persona. Quienes están encargados de hacer el derecho se pueden entender como si estuvieran por encima de los demás poderes en la medida en que a través de las leyes generales que ellos crean limitan el ejercicio de la autoridad²⁶. En consecuencia, el liberalismo incluye el principio del estado de derecho -o rule of law- el cual somete el ejercicio del poder político y la autoridad privada a una serie de criterios pre-existentes, tales como las reglas y los principios, a través de los cuales se garantiza que la autoridad está explícitamente limitada y los individuos saben de antemano las normas jurídicas que controlan el ejercicio de sus derechos y libertades²⁷.

    En el siglo XIX algunos pensadores liberales creían que la democracia era una consecuencia necesaria de sus postulados, mientras otros se esforzaron por separar tajantemente democracia de liberalismo. La democracia, o el gobierno del pueblo, sostiene la idea de que las decisiones colectivas en una comunidad se deben construir desde abajo y por lo tanto cada individuo debe participar directamente o a través de unos representantes que tienen derecho a escoger libremente²⁸. La principal idea que subyace al gobierno democrático es que los ciudadanos no deben experimentar la autoridad política como una imposición de otros; por el contrario, la democracia implica el autogobierno gracias al constante proceso de elecciones que le permite a los ciudadanos reconstituir periódicamente los cuadros dirigentes de la comunidad. Por ello, las limitaciones y reglas que rigen las acciones de los individuos son percibidas como autoimpuestas en virtud de participación directa -referendo o plebiscito- o indirecta -elección de representantes- en la toma de decisiones. Algunos demócratas señalan que la esencia de la representación es la responsabilidad política de los representantes que tienen que tomar decisiones de acuerdo a los intereses del electorado como un todo indivisible; por consiguiente representan al pueblo y no simplemente intereses fraccionados o partidistas²⁹. Sin embargo, otros señalan que la esencia de la democracia no es la representación; para que la democracia sea realmente una experiencia de autogobierno debe haber una identidad entre gobernantes y gobernados³⁰.

    Al menos dos líneas de argumentos pueden conectar a la democracia con el liberalismo: la primera es cercana al enfoque de los derechos naturales y por lo tanto considera que la esfera individual preexistente al estado contiene no solamente derechos de propiedad y libertad sino un catálogo más amplio de derechos donde se incluyen las prerrogativas políticas -libertad de asociación, libertad de prensa, derecho al voto secreto y periódico para elegir gobernantes-³¹. La segunda está conectada a la versión utilitarista del liberalismo y justifica la democracia bajo el supuesto de que si cada individuo persigue la maximización de su bienestar, incluso quienes gobiernan no están exentos de esta búsqueda. Por lo tanto, la responsabilidad política -accountability- frente al electorado es la manera más apropiada para controlar esta tendencia natural de los individuos y así proteger a cada persona del abuso y perpetuación del poder en manos de unos pocos³².

    Sin embargo, algunos pensadores liberales han sido hostiles a la democracia. Tocqueville es un ejemplo recurrente de un liberal antidemócrata al punto que expresaba sus temores respecto a la manera como un gobierno democrático fácilmente podía deslizarse hacia el despotismo e incentivar el gobierno de muchedumbres desenfrenadas. Por ello Tocqueville apoyaba teorías que conferían la responsabilidad de las decisiones públicas a aristocracias iluminadas que lideraban las naciones, quienes podían conocer mejor los intereses de la comunidad política³³. Bajo el predominio del sufragio universal y el ensanchamiento del derecho al voto, la democracia envuelve un proyecto de igualdad ciudadana que para algunos termina en la tiranía de la mayoría, la cual perjudica el desarrollo de las libertades individuales.

    Este libro muestra que la democracia liberal fue inicialmente criticada en la década de 1920 y 1930 y pudo reconstruirse en los años ochenta. Las críticas fueron dirigidas contra las bases individualistas del liberalismo y la democracia:

    Tanto el individualismo liberal como el individualismo democrático nacieron luego de una lucha contra varios modelos organicistas, pero como resultado de procesos particulares a cada uno [...] [El individualismo liberal] reduce el poder público a un mínimo [mientras el individualismo democrático] lo reconstruye como una suma de los poderes particulares [...] anclado a la esfera de los derechos privados.³⁴

    Una versión de organicismo antiliberal dominaba el pensamiento político latinoamericano para la década de 1930. Dicha corriente ideológica criticaba el individualismo subyacente al enfoque de derechos naturales defendido por el liberalismo acusándolo de atomizar a los seres humanos y motivarlos a perseguir fines egoístas que en últimas contribuían a la desintegración de una verdadera vida en comunidad. Por esto, las teorías antiliberales intentaron construir un sentido de unidad y una serie de raíces comunes entre los individuos para responder a las teorías liberales que cortaban los nexos sociales entre los seres humanos³⁵. Los antiliberales, entonces, entendían que el estado era un organismo vivo hecho de diferentes partes interdependientes que cooperaban para cumplir unos propósitos colectivos. El individuo seguía el destino de la colectividad y no tenía una existencia autónoma sino como miembro o parte de ese organismo³⁶.

    Dentro del auge de las ideas colectivistas, los pensadores políticos discutieron sobre la manera como un orden social, político y económico organicista iba a ser implementado en las comunidades políticas. En el siglo XX la principal justificación para la autoridad política era su origen democrático. Sin embargo, el reto de los nuevos arquitectos políticos era la reformulación de la democracia sin adoptar el liberalismo. Por ello, esta postura llevó a una crítica de los partidos políticos, la pluralidad ideológica y la representación popular, así como a la defensa de la identificación entre la voluntad del pueblo y los líderes iluminados elegidos, aclamados o defendidos por la mayoría de la nación. Estos líderes encarnaban la nación y obtenían su autoridad de una noción reinventada de democracia no-liberal³⁷.

    En la crítica al liberalismo y la reformulación de la democracia, los estados de excepción jugaron un papel relevante. Los debates constitucionales alrededor de esta figura que describo en este libro fueron de dos tipos: los primeros tenían un trasfondo liberal y se enmarcaban en la discusión sobre la correcta aplicación de las disposiciones constitucionales y la adecuada interpretación de su alcance. Dentro de la tradición liberal-republicana, los pensadores políticos han señalado repetidamente que las comunidades eventualmente enfrentarán crisis imprevistas cuyo desarrollo particular habrá escapado a previsiones específicas del legislador o el constituyente. Sin embargo, para afrontar estas crisis los gobernantes no pueden actuar fuera del derecho. Maquiavelo, por ejemplo, alababa la Dictadura Romana que fue diseñada presuntamente para proteger la República de ataques extranjeros y resaltaba el hecho de que esta institución debía considerarse como una de las razones por las cuales Roma alcanzó un esplendor y grandeza republicana. Maquiavelo sostenía que el poder del dictador romano consistía en decidir cuáles eran las mejores medidas para lidiar con situaciones de riesgo para la República y tomar las decisiones que considerara necesarias sin necesidad de consultar con cualquier otra autoridad. Los dictadores eran llamados a ejercer su cargo por un periodo de tiempo limitado -seis meses- y mientras ejercían sus funciones no podían alterar la forma de gobierno, derogar las instituciones existentes y crear nuevas. Si los arreglos constitucionales no contemplaban mecanismos de emergencia similares a los del dictador romano, los gobernantes de una República se verían envueltos en una situación trágica en los momentos de crisis: podían decidir someterse a los procedimientos y reglas ordinarios para lidiar con la amenaza pero la República seguramente perecería porque el mal se movía más rápido que las reglas e instituciones republicanas. La otra opción era actuar y salvar la República violando las leyes; en dichos casos los gobernantes serían acusados de trasgredir el derecho en perjuicio de las virtudes republicanas, entre ellas, gobernar bajo el imperio de la ley³⁸.

    Mientras que la idea de evitar la corrupción de la República justificaba la existencia de la dictadura de conformidad con Maquiavelo, Rousseau señalaba que los mecanismos de emergencia debían entenderse como una expresión de la voluntad popular cuya intención principal era su propia conservación³⁹. Rousseau creía que las constituciones podían tener dos tipos de mecanismos para lidiar con la emergencia -ambos inspirados en el ejemplo romano-: de un lado, la crisis podía resolverse sin cambiar la esencia de las leyes, simplemente modificando la manera de administrarlas concentrando el poder en uno o varios miembros del Estado. De otro lado, Rousseau señalaba que si la parafernalia de las leyes amenazaba la conservación de los miembros de la comunidad, el gobierno podía nombrar un jefe supremo que silenciara todas las leyes y suspendiera la autoridad legislativa. Las constituciones no debían dar al dictador más de seis meses para silenciar las leyes porque en tiempos de crisis, concluía Rousseau, pronto se sabe si el Estado se salvará o perecerá⁴⁰. A pesar de que la opción de silenciar las leyes parece más radical que la dictadura regulada de Maquiavelo, Rousseau creía que el propósito de la excepción se justificaba en la medida en que se trataba de defender al Estado de perecer, un tema común en la tradición liberal-republicana. En todo caso, las constituciones debían incluir disposiciones que regularan las condiciones para el nombramiento del dictador.

    Otra figura clave del pensamiento político liberal es John Locke quien creía que la comunidad política podía afrontar las emergencias desde el derecho -aunque no desde el derecho positivo-. En Locke hay una asociación clara entre los regímenes de emergencia y el liberalismo a punto tal que la prerrogativa de ponerse por encima de los procedimientos jurídicos preestablecidos para proteger el commonwealth se deriva del precepto de derecho natural salus populi suprema lex esto -el bien del pueblo es la ley superior-. De acuerdo con Locke, la comunidad política se establecía para proteger las libertades individuales y la propiedad de las trasgresiones de otros individuos y de posibles intromisiones estatales en esa esfera individual⁴¹. Así las cosas, la prerrogativa de actuar en contravía de normas preexistentes del derecho positivo en momentos de crisis solo podía justificarse en aras de avanzar el bienestar del pueblo: la prerrogativa no era nada distinto a alcanzar el bien común sin la existencia de una norma positiva previa⁴². A pesar de la imposibilidad de apelar a instituciones terrenas para supervisar al soberano en el uso de la prerrogativa, Locke concluía que los hombres podían apelar a los cielos para determinar si un soberano había usado correctamente esta facultad -teniendo como ratio última la protección de la libertad y la propiedad- o si era necesario ejercer el derecho natural originario a la resistencia y la revolución⁴³. En suma, Locke resolvía el problema de la excepción como una facultad prescrita por el derecho natural, el cual imponía límites de este tipo al soberano.

    Mientras estos tres autores reflejan el primer tipo de debates sobre los estados de excepción, en donde lo relevante es determinar los límites del derecho preexistente para definir si hubo un uso correcto de los poderes de emergencia, el segundo tipo de debates apunta hacia otra problemática: la posibilidad de crear momentos de no-derecho a través del estado de excepción con el fin de reorganizar el orden político y social. Esta aproximación antiliberal, la cual es central para este libro, fue utilizada repetidamente en América del Sur a la luz de los deseos de líderes políticos de transformar unas sociedades presuntamente caóticas y desarticuladas para convertirlas en comunidades corporativas y orgánicas. En consecuencia, los estados de excepción no solamente fueron espacios y momentos en donde regía una legalidad transitoria para la emergencia sino que eran herramientas que creaban espacios y momentos de no-derecho que permitían la destrucción de la vieja legalidad y la creación de una nueva a quienes detentaban el poder estatal. Esta aproximación estaba basada en la creencia de que la validez y la eficacia del derecho estaban necesariamente conectadas. Las leyes seguían las realidades sociales y reflejaban las relaciones y asociaciones que surgían en una comunidad política. Como resultado de ello, quienes hacían las leyes tenían en mente una serie de relaciones particulares que pretendían regular con el derecho. Si estas relaciones desaparecían o se presentaban circunstancias sociales que las hacían irrealizables, las leyes se volvían ineficaces porque la situación social que las había inspirado era ahora inexistente. Cuando las leyes se mantenían a pesar de estar desconectadas con la sociedad se convertían entonces en una mera imposición arbitraria del soberano⁴⁴. En conclusión, los estados de excepción, desde la perspectiva que analizaremos en este texto, eran una herramienta que permitía la destrucción de una vieja legalidad y la atribución de un poder constituyente y legislativo en un líder que buscaba mantener al derecho conectado permanentemente con la cambiante realidad social⁴⁵.

    En América del Sur el enfoque antiliberal de los estados de excepción mencionado anteriormente no fue invocado como una suspensión de la democracia sino como un mecanismo para su avance y apropiada implementación. La transición del liberalismo al corporativismo fue señalada como una voluntad del pueblo y por ende se trató de justificar dentro de las líneas democráticas; los estados de excepción fueron un mecanismo constitucional que permitió esta justificación. En este libro sostengo que después de los treinta y hasta el inicio de la década de los ochenta, los pensadores políticos argentinos, chilenos y colombianos atacaron al liberalismo y buscaron reemplazarlo con ideas corporativistas sobre las comunidades políticas. De igual forma, estos pensadores se esforzaron en destruir los vínculos entre el liberalismo y la democracia, los cuales solamente se reconstruyeron hacia finales de los setenta con el resurgimiento de los derechos humanos a través de una masiva movilización social.

    Teniendo en cuenta estas discusiones, este libro sostiene que los desarrollos políticos alrededor de la relación entre liberalismo y democracia influenciaron las doctrinas constitucionales de los estados de excepción de la siguiente forma: en el primer capítulo sostengo que las críticas iniciales a la democracia liberal llevaron a la reinterpretación de las disposiciones constitucionales sobre estados de sitio llevando a que las elites jurídicas resaltaran la protección de la armonía social como el principal propósito de las excepciones constitucionales. En el segundo capítulo argumento que la Revolución Cubana produjo un deseo urgente de fuerzas conservadoras locales en diferentes países de lograr ciertas transformaciones sociales que neutralizaran la lucha de clases -y la toma del poder por parte de grupos guerrilleros-. Las ideas contrarrevolucionarias que vinieron desde la derecha llevaron a excepciones amplias que otorgaron poderes legislativos y constituyentes en el ejecutivo por prolongados periodos de tiempo. El tercer capítulo explica cómo las ideas nacientes sobre derechos humanos dispararon la democratización en América del Sur y cómo esta agenda tuvo efectos paradójicos y contradictorios: reforzó la despolitización de los asuntos sociales en Chile al aumentar el rol del judicial por controlar el estado de sitio en perjuicio del legislativo,

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