Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El adiós de la Tierra amada
El adiós de la Tierra amada
El adiós de la Tierra amada
Libro electrónico457 páginas7 horas

El adiós de la Tierra amada

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Todos absolutamente todos somos ángeles viviendo una aventura humana.

San José de los Altares...
Duerme tranquilo y sereno sobre la cima de los Andes...
Frente a la noche estrellada de Van Gogh.
Entre las filas de la Subversión...
Dos hombres se disputan el poder...
Hasta encarar su más poderoso y letal enemigo...
El Amor de una humilde profesora de escuela...
Un Club de suicidas liderado por un hereje...
Un Túnel y el robo perfecto...
Una Despedida Inesperada...
Un hombre probado como el oro y la plata.
Atrapado entre el poder y la soledad.
Encenderán la luz y el éxodo.
Que les llevara al adiós de la tierra amada.
Alonso Gahona

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 ene 2018
ISBN9788417321741
El adiós de la Tierra amada
Autor

Alonso Gaona

Alonso Lopera Gaona Calarca, Colombia 15 de Octubre 1967. Escritor, pintor y gestor de Derechos Humanos. Hijo de Gilberto Lopera Ramírez y Concepción Gaona Perdomo. Nació en casa de su abuelo materno Don Marcelino Gaona Reina (catalán) en medio de una familia numerosa de clase media alta; a los 6 años ingresa en la escuela pública Atanasio Girardot (Calarca). En 1980 con apenas 13 años se alistó en la JUCO (Juventudes Comunistas). Pasa 3 años en la profundidad de la selva colombiana. En 1983 al llegar a la ciudad de New York conoce la literatura poética de Griban Kahlil, Friedrich Nietzsche , Federico García Lorca. Amante de la prosa simple. En 2012 publica su primera obra universal El flaco y la ministra. En 1998 escribe El adiós de la tierra amada que se publica en el año 2018 (Sevilla, España). En el 2004 es exhibida su obra pictórica La muerte de las Naciones Unidas en la ciudad de New York como protesta a la invasión de Iraq.Ha recorrido más de 17 países intentando buscar la Resurrección del Derecho Internacional Humanitario. En el año 2012 fue desterrado de Colombia por grupos paramilitares. Suerte que no alcanzó su amigo Marino Mestizo, líder indígena en Toez, Cauca, asesinado el 25 de junio de 2009. Actualmente en la clandestinidad de su exilio en Europa, dedica su vida entre su búsqueda incansable de la riqueza Espiritual, el Arte y la Literatura.

Relacionado con El adiós de la Tierra amada

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El adiós de la Tierra amada

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El adiós de la Tierra amada - Alonso Gaona

    El-adios-de-la-Tierra-amadacubiertav11.pdf_1400.jpg

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    El adiós de la Tierra amada

    Primera edición: enero 2018

    ISBN: 9788417234409

    ISBN eBook: 9788417321741

    © del texto:

    Alonso Gaona

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Capítulo 01

    Isabel era hermosa, semejante a una mañana de verano sin nubes.

    El astro Sol penetró las hendijas de la inmensa casa colonial queriendo espiar su rostro frágil, cuarteado sobre su almohada.

    Por un momento abrió sus ojos sin hacer ningún gesto.

    Afuera los pájaros entonaron melodiosos himnos…

    El Creador inclinó su oído deleitándose en las perpetuas obras de sus manos, San José de los Altares.

    Encrespado en una colina como un viejo sin edad, sin principios ni fin, se mecía en un viejo sillón. Los vientos fríos de la cordillera lo mantenían joven y regocijante para siempre...

    Confiado cerca de las estrellas, tenía linderos con el mismo paraíso. Desde allí; se divisaron los pueblos titilantes de todo el valle como pequeños diamantes esparcidos por lo ancho y bueno de la tierra.

    Aquella mañana de domingo las campanas repicaron; los campesinos en la plaza del mercado bajaron a vender la siega de sus manos.

    La casona de doble piso era tan vieja como el aire, un carnaval de chambranas en el patio, una inmensa pileta donde se murmuró alguna vez que el libertador Simón Bolívar bebió.

    La cocina abrió sus puertas a las 4:30 de la madrugada.

    Doña Alba la Casamentera molía el maíz para las arepas, en cada vuelta del molino se escuchó el deslizar del tiempo en los oxidados rieles de la vida, aquella mañana como en casi todas, los acertijos de un nuevo día se abrieron como unas puertas doradas alargadas hasta el cielo.

    Entre los picos de la cordillera asomó el Sol su buena cara, fiel y oportuno.

    Isabel hizo caso omiso a las campanas de la iglesia, revisó con prudencia el armario de sus sentimientos sin encontrar nada interesante con recelo, tampoco guardó ilusiones para sí misma.

    Con malicia ingenua, abrió uno de los gabinetes sacando una pañoleta; recogió su larga cabellera al entrar a la plaza de mercado, los labriegos callaron ante su hermosura.

    Traía en su tobillo izquierdo una medallita, una de tantas baratijas adquiridas en una de las fiestas populares de San José de los Altares.

    Su aspecto mediterráneo no era común en un pueblo pequeño e ignorado, nunca recordó a sus verdaderos padres, siempre estuvo al cuidado de una tía entrada en años, era una mujer grande y robusta de origen hebreo quien jamás despertó de un coma diabético. Al marcharse, todo el pueblo le lloró. Siempre dedicó su vida al servicio de los demás.

    Isabel a los nueve años de edad, vio la muerte cara a cara frente a sus ojos tiernos.

    Doña Alba la Casamentera se hizo responsable de la niña.

    En ocasiones se la veía sentada frente a un piano de cola a improvisar, tan viejo como la guerra de los mil días.

    A veces subió hasta lo más alto de la montaña quedándose horas mirando aquel hermoso lienzo sin imaginarse las cortinas funestes de la vida; como una beta de diamantes en lo profundo de la tierra, se quedó dormida en lo verde de la hierba.

    Isabel se hizo grande y el pueblo, chico.

    Inocente de su propia belleza, se enamoró de sus largos silencios, en ellos se sintió consentida.

    Aquel domingo llegó a la casona en compañía de un pequeño niño quien le ayudó con la cesta del mercado. Le dio unas monedas como de costumbre. Doña Alba la Casamentera la saludó sin pronunciar palabra con un beso en su mejilla mientras tendía alguna ropa en el patio.

    La cocina era grande, sobre la pared, un calendario Bristol, un manojo de ajos machos, detrás de la puerta, una herradura vieja. Continuó a una totuma útil para guardar huevos.

    Una pequeña ventana desde donde se veían la alberca y el patio con sus árboles frutales. Doña Alba la Casamentera los cuidó con recelo.

    Al llegar la noche con sus huellas invisibles, Isabel en su habitación abrió las ventanas quedando al descubierto frente a sus ojos el cielo con sus millones de estrellas misteriosas; era allí donde se sentía invencible y eterna.

    Aquel octubre, la cosecha no fue lo que se esperó; aunque los cafetos gallearon como muchachos buenos, era normal por aquellos días en la casona albergar nuevos visitantes, por lo general pequeños comerciantes y humildes arrieros con sus bestias.

    Imelda, la sobrina de la Casamentera, bajó de la montaña a ayudar a su tía. Doña Alba tenía los ojos grandes, negros y profundos.

    Aquella semana la cordillera permaneció encharcada. Sus pies y vestidos estaban sucios por el barro. Era de mal genio, pero de una inmensa magia para atraer a los hombres. El mundo la recibió privilegiada con dos manzanos frescos a la altura de sus pechos.

    Era la envidia de muchas mujeres. Al verla entrar al pueblo, murmuraron.

    Imelda, percatada, no logró disimular el tamaño de sus senos.

    Al llegar a la casona trajo varios quesos envueltos en hojas de plátano; abrazó a su tía Doña Alba la Casamentera y a Isabel.

    Ambas le susurraron los últimos chismes del pueblo, se sentaron en horas de la tarde entre risas y murmullos.

    Aquella noche, Imelda entró en la habitación de Isabel sin avisar, barajando como dos expertas jugadoras sus más profundos secretos. Su juventud y los años maravillosos ardían en sus venas. Se acostaron sobre la cama abrazando sus almohadas entre risas maliciosas. Llegó la madrugada; olvidaron cerrar la ventana, un viento frío despertó a Imelda.

    Lo último en escuchar de Isabel fue su deseo de estudiar a distancia y ser docente por su profundo amor hacia los niños, en especial a los del campo de las ganancias de la casona. Se privó de comprar cosas para ella sin que nadie lo supiese, compraba zapatillas a los niños al verlos bajar de la cordillera a San José de los Altares.

    Aquella madrugada se escuchó el viejo molino de las arepas dar sus primeros giros.

    Un gallo a todo pulmón alcanzó sus más altas notas.

    El sol extendió de nuevo sus largas manos.

    Imelda susurró una canción mientras se duchó en el baño cercado de madera continuo a la alberca, lo cual aprovechó un joven comerciante espiándola desde un agujero. Al cerrar la plumilla del agua, se envolvió en una toalla subiendo las escaleras.

    Isabel se hizo cargo de las habitaciones. Minuciosa, limpió y organizó cada cosa en su lugar, la radio transmitió música campesina. Entre canción y canción, los campesinos y los del pueblo se mandaron saludos unos a otros con recordatorios o poemas de amor o la noticia desafortunada del anuncio triste de un difunto.

    En un escaparate encontró un sobre de papel.

    Lo abrió encontrando solo unos cabellos de mujer; sintió asco al tocarlos, lanzándolo contra el piso de madera.

    Isabel vestía un traje de una sola pieza. Con escoba en mano, quedó frente al espejo. Pensando en Imelda, aprisionó sus senos.

    Sonrió burlándose ingenua de sí misma.

    Era un día claro sin nubes, una bandada de palomas sobrevoló los arbustos en el patio de la casona.

    Doña Alba la Casamentera atendió la puerta principal negociando con un comerciante un juego de ollas frente a una carreta cargada de utensilios hogareños.

    Imelda interrumpió la conversación. Con disimulo desabrochó uno de los botones de su blusa. Por un momento los tres se miraron sin pronunciar palabra, el rostro del joven comerciante se desvaneció bajo la sombra de la puerta.

    Imelda movió su lengua, miró la carreta y los ojos del muchacho regresando a la cocina desde la puerta sin mediar palabra, minutos más tarde, cerró la puerta.

    Doña Alba la Casamentera entró con las ollas a muy buen precio…

    Un viento recio llegó del este. Algunas de las ropas y sábanas colgadas en el patio volaron por los aires; sobre la mesa del comedor, sonó una campana anunciando la cena.

    Aquella misma tarde llegó un hombre, tendría unos cincuenta años.

    Era alto, de buen parecer, cabello cano. Trajo con él dos mulas y sobre ellas, un baúl. Se identificó como un guaquero; había trabajado, según él, toda la noche anterior, deseando descansar, sentir la voluptuosidad de una cama con sábanas limpias.

    Imelda le ofreció un vaso con agua.

    Se acercó frente a sus ojos trastornándose con su mirada profunda y varonil ante el rostro acusador de su tía Doña Alba la Casamentera.

    Aquella noche en la casona, el largo corredor de chambranas bajo la luz viva de la luna vio salir de la habitación de Imelda su sombra fugaz asilándose en los fuertes pectorales del extraño.

    Isabel procuró ignorar los gemidos de la noche, pero no lo resistió e intentó con su pulgar unirse al himno del deseo y la pasión hasta el amanecer.

    Aquella mañana se precipitó un aguacero torrencial, algunas tejas podridas se vinieron abajo, el viento recio abatió uno de los manzanos del patio contra una de las puertas de la entrada principal.

    —Es un hombre muy extraño— susurró Imelda a Isabel mientras recogían algunos de los escombros. Isabel no le contestó, solo levantó sus cejas y sonrió levemente con aire de complicidad.

    En la penumbra de la casa, la Casamentera fue confidente de amores prohibidos. Resignada, los años le enseñaron a disimular todo lo que a veces escuchó al otro lado de las paredes de estiércol de caballo y esterilla.

    Horas más tarde, el sol se abrió paso entre los nubarrones negros, en segundos, el día se apagó y se encendió como una obra de teatro con muchas intermisiones.

    Isabel sintió tristeza al encontrar un pequeño gorrioncito ahogado en la pileta, quizás no alcanzó a ensayar su primer vuelo, lo sepultó cerca de un árbol de limón continuo al último muro del patio, era tan solo una bolita rosada con algunas plumas.

    Imelda lavó los tendidos, sábanas y ropas que volaron por los aires.

    Debajo de la alberca de lavar había botellas vacías y huesos secos lo cual la Casamentera apiló para luego vender en la chatarrería del pueblo.

    Un muladar de sombras sucumbió a la montaña. Entre verdes, amarillos, grises y valles azules, la tierra dio sus pacíficos ronquidos hasta quedar serena y confiada en un profundo silencio.

    A Isabel en las noches le divertía sentir el agua de la pileta entre sus dedos, cerró sus ojos acariciando el rostro amable del tiempo, imaginó la mirada profunda del libertador. Sus manos cansadas seduciendo, bebiendo las mieles más dulces de su cuerpo…

    Deliró entre espejismos. La unión de aquel hombre y la Gloria Divina darían luz a una pequeña niña llamada Libertad.

    Isabel en su catarsis era una ebria de estrellas, se ausentó en los más remotos planetas hasta suprimir su propia existencia.

    Imelda lo divertía; otras veces lo enojó, quizás ya estaba institucionalizada en la vieja Casona y a su Casamentera el extraño guaquero le dejó dos pepitas de oro.

    Al siguiente día después de verlo irse, caminaron juntas hasta la joyería del pueblo para venderlas. Pasaron frente al único almacén de telas La Meca.

    En su portal leyeron un aviso que decía:

    Se busca empleada bien presentada.

    Don Abdul, su dueño, era un viejo turco de estatura media, regordete y narigón con fama de tacaño.

    Detrás del viejo se tejían varias historias murmuradas en el pueblo: una, haber asesinado a su propia esposa para quedarse con su fortuna, otra, el encuentro de un entierro de origen pre-hispano, otra, haber cerrado un pacto con el mismo diablo…

    En su enorme casa solo dormían su ama de llaves, tres gatos negros y un loro tan viejo como él.

    Imelda e Isabel entraron al almacén. El viejo, disimulando leer un periódico cabizbajo, dormía sereno.

    Imelda jadeó con fuerza. El viejo despertó, se levantó de su silla con una sonrisa pícara ofreciéndose a su favor.

    —Esto por esto— dijo Isabel dejando el anuncio de trabajo sobre el escritorio donde tenía un libro grande y negro de contabilidad en uno de los gabinetes, una botella abierta de jerez y un revólver Smith Wesson calibre 38 del corto.

    Con lentitud cerró el gabinete con su pierna izquierda, no quitó por un segundo la mirada de los pechos de Imelda. Presumió: "El trabajo es para ella".

    —Ni lo pienses — dijo Isabel—, el trabajo es para mí.

    —¿Cuántos años tienes, jovencita?— preguntó el Turco.

    —Los suficientes para hacer lo que se debe— respondió Isabel.

    —En actitud seca, dentro de los parámetros normales— afirmó Imelda.

    —Entonces te espero a eso de las ocho de la mañana.

    —Aquí estaré— respondió Isabel.

    Juntas salieron jadeando de la risa del almacén de telas.

    El Turco regresó a su escritorio, se sirvió un vaso de jerez regresando a su siesta.

    Imelda e Isabel cruzaron el parque encontrándose con las hermanas Gutiérrez, Carlota y Margarita, dos solteronas ricas. Al ver a Imelda murmuraron, la tildaron de indecente y de perturbar la fe y la moral de los hombres puritanos de San José de los Altares.

    Los rayos del sol con sus pájaros alegres pre-dispusieron la tarde, los años maravillosos se atascaron como un fusil viejo y oxidado.

    Isabel e Imelda querían descubrir el mundo como dos pequeñas curiosas observando lo ancho y fresco de la tierra.

    —Viejas locas— dijo Imelda—, ni para vestir santos de yeso.

    En el fondo son buenas personas, solo un poco desocupadas— dijo Isabel.

    Pero no tienen idea de con quién se están metiendo —contestó Imelda.

    Entre risas regresaron a la casona.

    Doña Alba escuchó una vieja receta en la radio, la escribió en un cuaderno de hojas amarillas, esta vez la radio habló del hígado con sus achaques, luego cambio la señal a la de su programa favorito, El doctor Corazón. Era un programa radial y testimonial de despechados, a veces pasó sin saber por qué de la risa al llanto.

    Como una doncella madura cuya piel empieza a entristecer, ocultó sus manos entre el delantal rosa que solía usar por años e inquieta, cruzó los dedos bajo la tela sufriendo penas ajenas.

    Imelda e Isabel la espiaron desde la pequeña ventana fuera en el patio.

    No pudieron contener la risa hasta sentir ganas de orinar.

    Doña Alba la Casamentera al darse cuenta las persiguió con un vaso lleno de agua, correteándoles por el patio como pequeñas niñas quienes nunca superaron sus adolescencia.

    —Alguien tiene un nuevo empleo— dijo Imelda— ¿Lo digo o lo dices?— dijo mirando a Isabel— Aquí la nena como la ves se va para La Meca.

    —Uy, mija, pero si eso está muy lejos— respondió Doña Alba.

    —No creo tan lejos— dijo Imelda— tan solo como a unas tres o cinco cuadras. Isabel empieza a trabajar mañana en el almacén de telas del Turco, ese viejo depravado no me quitó los ojos de encima.

    —No pues, la niña, tan inocente — dijo Isabel.

    —Ojalá sea una buena decisión— respondió Doña Alba— Como sea tú lo sabes, este rancho con todo lo que tiene dentro es tuyo.

    —No es eso— respondió Isabel— Deseo cambiar un poco la rutina, además con mi sueldo puedo ayudarme para empezar mis estudios a distancia, eso de la correspondencia siempre es costoso —dijo Isabel.

    —Que sea la voluntad de Dios— afirmó la Casamentera.

    La mañana no se hizo esperar. Al llegar Isabel al almacén, el viejo ya parado junto al portón esperó mirando su reloj de bolsillo.

    El local de la tienda era amplio, tenía un pequeño baño con un olor fuerte a berrinches, al salir, el Turco siempre olvidó subir la bragueta de su pantalón, tampoco lavó sus manos.

    Isabel no logró disimular el asco; el viejo tendió su mano para saludarla pero ella la dejó extendida.

    —¿Por dónde empezamos?— preguntó Isabel.

    —Puedes empezar a limpiar allí atrás, busca la escoba y el trapero— respondió Don Abdul. — ¿Me imagino que tienes buen pulso?— preguntó Don Abdul.

    —¿Por qué la pregunta?— respondió Isabel asombrada mirándole la bragueta abierta.

    —Pues para enseñarte a cortar la tela, llevo treinta y cinco años en esto. Debes de aprender, no es cosa del otro mundo, pero primero limpia. —le dijo mientras se sirvió un vaso de jerez— No te preocupes, es para eso de los parásitos. ¿Cómo me dijo que se llama usted, señorita?— preguntó el viejo.

    —Isabel.

    —Ya, lo había olvidado, ¿su amiga no es de este pueblo?— preguntó Don Abdul.

    —Y eso, ¿por qué lo preguntas?— dijo Isabel.

    —No, por nada, curiosidades de hombre— respondió Abdul.

    Aquel primer día fue fácil, el viejo se quedó dormido con la boca abierta y la cabeza hacia atrás, como un inmenso pez atrapado con un anzuelo. Durmió profundo con intermisiones; pronunció palabras incoherentes en su idioma natal.

    Isabel aprovechó mientras roncó mirando sus manos grandes y pesadas velludas, como estudiando un dinosaurio milenario. Aquella mañana solo entraron tres clientes, uno de ellos le trajo un sobre. Era un hombre calvo y maduro. El viejo con recelo sacó de la pretina de su pantalón una llave.

    Con pasos lentos y fijos abrió con destreza un pequeño baúl de cedro oculto detrás de los abultados rollos de tela. Isabel intentó disimular la situación pero le pudo más el morbo de la curiosidad.

    En las tardes, cuando la luz del sol de frente daba a la vitrina, el viejo le hacía colocar unos cartones grises para evitar marear el color original de las telas.

    Era lento pero seguro de sí mismo, pronunció palabras nuevas, sello de alta definición para los oídos de Isabel.

    Le narró la historia de sus padres y abuelos, cómo en Turquía los mercaderes de su línea genealógica combatieron desde la era de Marco Polo.

    Isabel, como una niña, ni siquiera parpadeó ante las historias maravillosas sentada frente a su guerrero galáctico.

    Sintió su fuerza sísmica hasta sospechar desde el fondo de su corazón y cuello la soledad del viejo. Aquella mañana le recompensó con una sonrisa.

    Al otro día por la mañana Isabel lo esperó primero.

    Con sus manos, levantó la rejilla de seguridad e introdujo la llave abriendo el pesado portón de metal.

    Isabel limpió el baño, un olor a azufre se percibió en el aire; el viejo al orinar su chorro se escuchó por todo el almacén.

    Era lento, a veces se detenía para volver a comenzar. Isabel sonreía, pensó estar frente a una sinfónica sin director.

    El viejo tenía la impresión de dormirse haciendo espuma.

    Isabel después de unos minutos se vería obligada a limpiar la orina sobre el piso, tuvo el deseo de sugerirle lavarse las manos, pero sintió vergüenza ajena.

    Quizás así son sus costumbres, pensó.

    Al terminar, el Turco quiso de nuevo estrechar sus manos, pero ella de nuevo lo rechazó.

    Isabel en su mente sintió tener frente a ella la librería de Alejandría, un hombre sabio pero mañoso. Seguro que en su vida había escrito ya muchas enciclopedias.

    Estuvo tentada de preguntarle por su fallecida esposa pero resistió la curiosidad, decidió la prudencia y el silencio.

    En una de sus historias le narró cómo su padre a comienzos de siglo combatió contra los griegos. En 1919 fue herido en combate. Una hermosa mujer lo cuidó sanando sus heridas. Terminada la guerra, regresó buscándola pero no encontró a nadie, todos fueron fusilados, entre ellos la mujer y su familia:

    "En mi niñez vivimos cosas horribles, terror y hambrunas, después de la muerte de mi padre me alisté en el ejército, entonces escapé. Buscando nuevas tierras llegue a América del Sur.

    Escondido en un barco de polizón después de una semana en alta mar oculto se acabó la comida y el agua que cargué en un cuero de becerro; enfermé en aquella travesía, una mala fiebre se apoderó de mí con un temblor de pies a cabeza. Al ser descubierto por la tripulación querían tirarme a la mar por miedo de una peste.

    Cumplía en aquellos días diecinueve años, jamás regresé a mi nación, hoy solo me quedan fantasmas; a veces pasan por la oscuridad de la noche frente a mis ojos: primos, tías, tíos, sobrinos, amigos mi madre, a todos se los llevó el viento de la guerra.

    Cierta vez tuve un sueño donde me casé descalzo. Al mirar atrás, toda mi familia estaba regocijándose brindando por mi boda.

    Es un misterio estar en esta hermosa tierra, en este pueblo de San José de los Altares, siempre tan cerca de la estrellas."

    Isabel tan solo escuchó sus historias. Se sintió extraña pero a la vez halagada.

    Aquel hombre vivió una juventud interesante. Se pregunto cuál sería la suya.

    San José de los Altares, eterno encrespado en aquella cordillera. Cuando niña, en su inocencia, soñaba con hacer una escalera tan larga y así con sus manos alcanzar un hermoso lucero.

    Los días iban y venían como también las cartas de su estudio a distancia hasta lograr ser la mejor estudiante.

    Imelda por las noches en su habitación se entregó al sexo y a la pasión en sus más altas notas como una ninfómana neurótica a la cual ningún agua logra apagar su fuego.

    En medio de tantos quejidos al otro lado de la pared, Isabel sintió morbo los primeros días pero después llegó el demonio Mudo de la irritabilidad.

    La casona tenía sus encantos, allí se tejían varias historias.

    De generación en generación fue despertando un mito entre toda la población de San José de los Altares.

    Entre los cuentos y leyendas se murmuró que en el primer piso, en una de las habitaciones de la casona, se encontró un entierro indígena.

    Doña Alba la Casamentera mencionó que siendo muy joven de madrugada, escuchó unos susurros en dialecto indígena. Al abrir sus ojos resplandeció una luz desde una de las habitaciones continuas. Pensó en un incendio, en un comerciante descuidado que olvidó apagar una vela. Al abrir la puerta no había nadie. También por aquellos días un duende sin escrúpulos le ensució las ollas de la cocina, pero a todo se fue acostumbrando. Aun a sus propios fantasmas.

    La historia más escuchada de todas fue la muerte de un colono. A principios de siglo lo encontraron ahorcado en un árbol en el patio.

    San José de los Altares tan solo era unas pocas casas por aquellos días...

    La casona era la casa principal de una hacienda donde trabajaron más de ciento cincuenta hombres.

    Decían las malas lenguas que aquel hombre, el colono, en su desespero, buscó su propia muerte no sin antes asesinar a su esposa e hijos.

    Siempre se escuchó un fuerte estruendo por el lado de la cocina.

    Estruendo de lanzas y espadas, batallas funestes entre españoles e indios en tiempo de la conquista.

    Pasado el tiempo una voz lo llamó por su propio nombre desde lo profundo de La montaña hasta detenerse con valentía a hablar con ella.

    Era un alma desesperada, se identificó como un soldado de la Guerra de los Mil Días. Antes de perder su vida iba a casarse con una hermosa joven pero un enemigo oculto con dos de sus amigos lo torturaron hasta asesinarlo.

    Aquella alma en tormento le pidió al colono hacer justicia. Él rehusó.

    Las primeras noches lo veía sentado junto a su cama mirándolo fijo a sus ojos con una mueca fría, insistiéndole en su propio auxilio, así pasaron varias semanas. En varias habitaciones se veía al colono bañado en su propia sangre llorando a gritos por sus hijos.

    Empezó a deprimirse; una fiebre esporádica lo consumió día a día hasta perder bastante peso. Por último no tuvo más salida: aceptar ayudarlo.

    Le impresionó al decirle dónde y cómo encontraría a sus propios verdugos después de tantos años.

    Después de caminar dos días los encontró.

    Los semblantes de los asesinos palidecieron. Ninguno de ellos en su cobardía respondió, tampoco pronunciaron palabra. Solo les dijo: Id de parte de Efraín Torres. Necesita ser desenterrado.

    Uno a uno empezaron a disculparse negando todo. Sus manos temblaron.

    El mayor, con cinismo, preguntó:

    —¿Para cuándo será eso?

    Efraín, con los labios del colono, tan solo les respondió:

    —Lo más pronto posible.

    —No puedo hoy — exclamó uno de ellos.

    —Ni yo tampoco — afirmó el menor.

    —Señores, cumplí con venir a advertirles, pero yo me regreso a la casona en San José de los Altares.

    Los dejó a solas con sus conciencias, todos se miraron como aves de rapiña preguntándose entre sí qué deberían hacer. Uno de ellos solo dijo:

    —Pues asistir y desenterrarlo, ¿acaso no es lo que quiere?

    —No jodas— dijo el mayor —, seguro se trata de un mal chiste.

    Pasaron los días, las semanas, ninguno de ellos asistió a San José de los Altares. Mientras, en la casona pasaron cosas más extrañas. Muchos de los jornaleros escucharon al colono entrar en disputa consigo mismo en lo profundo de la montaña.

    Los animales murieron sin ninguna explicación, primero llevaron al cura del pueblo, quien regó agua bendita por toda la casona; ese mismo día salió despavorido; después remitieron un pelotón de soldados perdiéndose en sus propias mentes, empezaron a trotar desnudos sin parar alrededor de la casona, jadeando palabras extrañas hasta desmayarse uno a uno.

    La furia del alma de Efraín crecía como un fuego avivado por el viento, solo el colono podía estar en pie frente a él.

    Por último, le pidió al colono hablar él mismo con el comandante de la policía todo lo que fue de su vida treinta años atrás. Al día siguiente, ante los hechos paranormales, fueron a por los tres hombres, los llevaron obligados a guiarles hasta lo profundo de la montaña.

    Lo habían enterrado al lado de un pequeño riachuelo. Con pala en mano les obligaron a excavar hasta encontrar entre lo negro de la tierra fértil los huesos de Efraín, una charreada militar, munición, una daga de fusil corroída por el tiempo…

    Después de algunas semanas, el colono asesinó a su esposa e hijos para después colgarse de un árbol en el patio de la casona.

    Muchas eran las historias guardadas con recelo por Doña Alba la Casamentera. Desde su corazón observó la luz de la luna; el cartel de la vida misma le anunció sus más hermosas y misteriosas obras de teatro.

    Isabel vio su vida surrealista, como quien espera en un paraje solitario el paso de un tren imaginario. A pesar de todo, la vida le pareció maravillosa, más aún después de escuchar al viejo Turco narrando letra a letra los capítulos más interesantes de su vida.

    Su mente espantó poco a poco una niebla espesa que opacó su futuro, la vida misma le regalaría nuevas sorpresas, también posibles desengaños.

    Le divertía caminar descalza entre la hierba, sentirse parte de la misma tierra. Al bajar los niños de la montaña se conmovió al mirar el estado de sus zapatos, la mayoría eran inocentes de su propia pobreza, sus rostros pequeños y frágiles dibujaron sus más hermosas sonrisas. Como granitos de maíz desgranados, asomaron los pequeños dedos de sus pies por los agujeros de sus zapatillas a veces empolvadas o enlodadas por el barro.

    Isabel se sentó en una de las bancas del parque, cruzó sus largas piernas quedando inmóvil. Sus ojos los tenia tristes aquella tarde de tanto mirar el cielo.

    Las palomas revolotearon sobre las copas de los árboles, un pequeño niño pasó de la mano de su madre, se quedó mirándola con ternura. Isabel quiso coquetearle hasta hacer de sus pequeños labios una leve sonrisa.

    Este día no ha sido en vano, pensó.

    En San José de los Altares cerró sus ojos, recibió en sus brazos la noche. Un frente frío entró por el occidente de la cordillera. A lo lejos, una pequeña mancha de sol despidió la tarde cerrando el telón en lo infinito.

    Las luciérnagas encendieron sus bombillas, los seres aceptaron abrigarse con el manto de la oscuridad y los ronquidos pacíficos de la tierra callaron quedando en paz y a salvo.

    Con la primera luz del sol, un gallo a todo pulmón desafinado anunciaría una nueva mañana. Con gran humildad los hombres abrirían sus ojos aceptando un nuevo milagro de vida en sus venas.

    Un torrencial aguacero sorprendió al pueblo. Isabel llegó aquella mañana mojada de pies a cabeza al almacén del Turco, pensó en lo alto de los cielos, las ventanas se habían quedado abiertas, algunas de las humildes viviendas quedaron sin techo por la arremetida del viento; después llegó el granizo.

    Desde lo alto de la montaña el agua mezclada con el barro descendió por todo el pueblo, algunos de los pobladores, sin importar la fuerza del vendaval, se unieron subiendo de inmediato a la cabecera de San José de los Altares logrando evitar el represamiento de la quebrada, ya había cientos de árboles indefensos caídos.

    Doña Alba La Casamentera prendió un incienso de eucalipto con eso de ahuyentar las malas tempestades. El pueblo se oscureció todo el día.

    Una densa niebla la abrazó.

    Un lado del techo de la cocina de la casona se hundió. Imelda se encerró en una de las habitaciones con temor a los relámpagos.

    El viejo Turco e Isabel cubrieron con un plástico las telas de las goteras que por medio del techo endeble se filtraron, los rayos cada vez eran más tempestivos. Fue un día inolvidable para todo el pueblo aquel vendaval del 1 de mayo.

    Las velas en las fondas del pueblo escasearon, muchos de los caminos quedaron bloqueados, los derrumbes se llevaron parte de la carretera principal.

    Isabel pensó en la correspondencia pendiente de sus exámenes finales, tenía la confianza de lograrlo después de tantos meses de sacrificio.

    En aquellos días llegaron las elecciones para la alcaldía en San José de los Altares. Existían cuatro posibles concursantes, entre ellos Don Balsain Aparicio Hidarraga, un comisionista dueño de una casa de empeño por generaciones en el pueblo. Era un hombre adulador y agiotista, rápido en su habla; casado con una prima hermana. Los otros tres eran reconocidos líderes en las veredas, todos ellos nobles, sencillos, de origen campesino. Las elecciones estaban reñidas, existían intereses y murmuraciones de quién sería el elegido; al pasar las semanas empezaron las propagandas populistas.

    No existió pared en San José de los Altares que no tuviese publicidad de los aspirantes a la alcaldía, todo el pueblo se asimiló a un regalo de Navidad mal empacado.

    En la casona se hicieron los preparativos para uno de los aspirantes, Don Jesús García.

    Chuchito era un campesino humilde conocido en toda la región. Era bajito, inteligente, un orador genuino; en una de tantas tardes visitó a Doña Alba la Casamentera, acordaron hacer la campaña desde allí: las comidas, las reuniones, planearon preparativos para más de trescientas personas, fueron días muy ocupados para todas.

    Isabel después de trabajar en el almacén ayudó hasta altas horas de la noche, muchos de los campesinos se solidarizaron con Don Chucho.

    A veces narró su infancia en San José de los Altares. Reafirmando algunas historias de la casona, Doña Alba le pidió con disimulo cordura en aquellas historias. Isabel e Imelda al escucharle quedaron asombradas.

    La campaña por la alcaldía fue reñida, a lo largo del camino solo quedarían en las encuestas Don Balsain y Jesús García. Algunos prometieron mejoras públicas para el pueblo, otros, inclusive una mejor calidad de vida para los pequeños caficultores de la zona; otros, becas culturales para los jóvenes. Por último se prometió servicio de salud gratuita para todos, no existió casa en el pueblo donde no aparecieran a pedir el voto con una sonrisa de oreja a oreja aparentando la humildad de un judas.

    El ruido de la música no se hizo esperar, como festejando la llegada próxima de un mesías falso, los ancianos y niños recibieron regalos. Los más costosos venían de parte de Don Balsain, todos lo abrazaron; como quien le quita un dulce a un niño de su mano, poco a poco el pueblo fue vendiendo su dignidad al mejor postor.

    Don Balsain Aparicio Hidarraga fue el vencedor electo a la alcaldía con casi el doble de votación.

    Se sentó en la comodidad de la sala de su casa, abrió una botella de whisky sello azul, brindó con su esposa e hijos susurrándole a uno de sus compadres: Esto es solo el comienzo.

    En el lado opuesto, Don Chucho, Imelda, Isabel y Doña Alba La Casamentera calentaron tamales. El viejo, cruzado de piernas fumándose un tabaco, juró no volver a intentarlo.

    Sintió el monstruo de la traición sentado sobre sus espaldas hasta sentir deseos de llorar. Doña Alba fue a su habitación, sacó una botella de aguardiente para brindar por la derrota.

    Así es la vida— dijo uno de sus hijos.

    La vida no, la corrupción día a día devora el alma de esta gran nación — dijo Don Chuchito. — Lo que pasó esta mañana, así es todo, pero solo algún día, cuando los hombres de bien se levanten, entonces el mal jamás prevalecerá.

    Doña Alba la Casamentera lo consoló como quien pierde un querido hijo.

    Al día siguiente, un domingo por la mañana el pueblo amaneció desierto, pocos asistieron a misa. El cura se irritó y lo hizo saber en su habitual sermón.

    Pero lo que olvidó pregonar a todos fue que detrás de aquella victoria de aquel falso mesías político estaba su mano metida hasta el fuego como quien vende su alma al diablo.

    El pueblo se vistió de fiesta por algunos días.

    Don Balsain, el nuevo alcalde, aún no lo creía. En la habitación tenía un viejo guardarropa de cedro herencia de su abuela, en él, tres vestidos corte inglés, un primo hermano se lo mandó desde la ciudad de Londres profetizándole buenos deseos: Algún día no muy lejano llegarás al poder, decía un papel, se lo había dejado en uno de los bolsillos de los trajes. Las medidas se las arreglaría Don Nepomuceno, el sastre Mudo de cual nadie sabía su origen. Tenía un sombrero de copa estilo gardeliano, a veces venían a San José de los Altares a dejarle ropa de lugares muy lejanos. Dios lo había bendecido con un ojo clínico, nadie como él logró a pesar de su edad enhebrar una aguja con tanta rapidez.

    El nuevo alcalde del pueblo al entrar a la sastrería solo lo miró y le entregó los trajes. Tras ser medido se marchó como un ladrón sin agallas ni conciencia.

    Imelda en la casona caminó descalza, su piel mulata y tersa, a la altura de la pantorrilla tenía un lunar, sus piernas eran fuertes, torneadas, todo hombre se detenía a mirarla querían ser pequeños infantes y succionar de sus pechos el alimento diestro de la tierra; aquella tarde mientras limpiaba la visitó la costumbre de las mujeres: entró en un mal genio irritable. Ni siquiera se soportó a sí misma.

    Isabel la ignoró. Aquella tarde subió a su habitación, se encerró, abrió de nuevo los ventanales, divisó por encima de los techos de teja de barro las montañas verdes, amarillas, azules difundirse en la distancia.

    Acostada en su cama, contó una a una las cornisas de madera en su habitación.

    Intentó engañarse a sí misma para no pensar en las manos de un hombre acariciando su propia carne fresca y virgen.

    En la mitad de la noche despertó llena de deseos, su torrente sanguíneo se desbordó, terminando por frotar sus adentros recordó los gemidos de Imelda en las manos del forastero.

    Un pequeño pájaro se entró por la ventana, se levantó a ahuyentarlo con palabras tiernas. Solo dijo: "Tráeme un hombre". Intentó dormir de nuevo en su rabia santa pero no lo consiguió. Dos horas más tarde el sol apareció tras la montaña. Con sus primeros rayos en sus notas más altas y sublimes los pájaros cantaron…

    En la mañana, la Casamentera desde el primer piso las llamó a desayunar.

    Imelda

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1