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Los zapatos de fierro
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Los zapatos de fierro
Libro electrónico86 páginas34 minutos

Los zapatos de fierro

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María conoce a un hermoso príncipe que ha sido convertido en una lechuguilla, y lo desencanta, se casan y tienen un hijo. Sin embargo, nuevos hechizos caen sobre el príncipe a consecuencia de varias imprudencias de María. Cuando el príncipe se ve condenado a emigrar al País de Irás y no Volverás, María se calza un par de zapatos de fierro y va en su búsqueda.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 jun 2017
ISBN9786071649492
Los zapatos de fierro

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    Me llevo a imaginarme cada cosa por la cual Maria pasaba por amor a su príncipe y me enseñó q si algo quiero debo esforzarme todo lo más q pueda

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Los zapatos de fierro - Emilio Carballido

1998

Capítulo 1

Había una vez un matrimonio muy pobre, que vivía en un pueblo pequeño, a la orilla de un río. Río ancho, río denso, río lleno de mariposas, que propiciaba una existencia ondulante y muy llena de sorpresas.

No era raro que se acercara flotando, bamboléandose, una barca pintada con vívidos letreros, llena de banderolas, y que al tocar la orilla saltaran gentes ondeando trapos y panderetas, a cantar y a bailar, a dar función de títeres o a pararse de manos sobre un tapete rojo.

Las lavanderas y las familias, y sobre todo los niños, venían a la carrera, para luego aplaudir y tirarles dinero. Poco dinero, porque eran pobres. Luego se iba la barca, dando ligeros tumbos, banderolas al aire, y toda la compañía de titiriteros y saltimbanquis cantaba cosas memorables y agitaba las manos, mientras que se perdían en la cercana curva verdosa.

No era raro ver hombres rasurándose con machetes, después de haber dormido a la sombra de un árbol de la ribera, guiados por un espejo tosco, de plata o de estaño, colgado de una rama.

O mujeres extrañas, que viajaban solitas, en barquitas de vela; descendían por las noches y ahí esperaban, bajo los árboles, sin chistar; un enjambre de jóvenes venía a visitarlas, tal vez a consultarles sus problemas o a platicar con ellas, no se sabe bien; tomaban a veces a uno o dos de estos jóvenes, los llevaban en la barca, para largos paseos, de los cuales volvían al cabo de los días, flacos y con ojos soñadores y una sonrisa vaga y persistente, de oreja a oreja.

Aunque hubo vez que volvieran flotando, bocabajo en el agua, y entonces había duelo en el pueblo y las familias gritaban y maldecían a las viajeras y pedían que ya nunca se las dejara acercarse.

Había barquitas de buhoneros, muy cargadas de cosas: quinqués; telas de seda y de algodón; hilos multicolores para bordar blusas y manteles; cacerolas y cintas; bacinicas de porcelana o peltre; tijeras, lentejuelas; sombreros y sombrillas de encajes; muchas muy tentadoras menudencias.

Había barcos más grandes, con grandes ruedas, que llegaban dando silbidos furibundos, tendían planchas muy fuertes para el ir y venir de cargadores con grandes bultos, cajas de fruta, pacas de algodón, sacos de azúcar y café. Traían también algunos pasajeros, señoritas vaporosas y hombres jóvenes con la ropa muy bien planchada, que veían con curiosidad al pueblo y, al señalar alguna casa, les chispeaban diamantes en los dedos, o mostraban, ellas, al moverse graciosamente, chisporroteos azules en cuello y orejas; traían en la cabeza unos sombreros de grandes alas donde a veces anidaban plumas etéreas y aun pájaros enteros.

Ése era el río. La otra orilla, visible a la distancia, era idéntica a ésta, salvo que en ésta estaba el pueblo. Pero a veces podía cruzarse en lancha, para un paseo dominical, o para un trato de comercio con los de enfrente, o para cuidar o visitar algunas tierras. Y en las grandes balsas iban las familias enteras, acompañadas de una vaca y un perro y algunos gatos.

Volvían al atardecer, contentos, cantando romanzas en que alababan la belleza de todo, o de algo, o la tristeza de ver pasar los días sin saber adónde se marchaban.

La familia muy pobre de que hablábamos al principio vivía en una casita con el techo de palmas, con el suelo de tierra sequecita, muy bien barrida. Eran el padre, la madre y las tres hermanas, hijas de ambos: la mayor, la de en medio y la menor. La menor se llamaba María.

Dormían en sendas hamacas de hilos de colores: roja una, azul otra, amarilla la otra, entretramadas las demás. Las colgaban al oscurecer. La hermana mayor cantaba con guitarra; el papá y la mamá contaban sus recuerdos en voz alta y las muchachas los oían, y hacían recuento de los suyos, escasos, para que así ninguno se perdiera y tuvieran muchos que entregarle a sus hijos.

Por la mañana barrían la casa, buscaban yerbas alimenticias para hacer sopa, recogían huevos silvestres y esto requería gran cuidado, pues bien podían hallarse no sólo huevos de gallina y de pavo, sino también de zopilotes (que algunos llaman nopos), o de garzas, o de lagartos, de tortuga, de iguana, de reptiles malignos, de faisán, o de ranas y sapos. Así, mientras algunos eran especialmente sabrosos, otros eran ponzoñosos y otros prohibidos, por ser de especie rara, o respetable o

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