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Esas mujeres llamadas salvajes
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Libro electrónico467 páginas7 horas

Esas mujeres llamadas salvajes

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Considerado entre los mejores libros de esta lúcida viajera empedernida, Rosita Forbes, Esas mujeres llamadas salvajes (Women called wild) se publicó originalmente en 1935 y reúne una sucesión de fascinantes retratos de "mujeres increíbles" a las que Forbes conoció durante sus primeros viajes en los que dio la vuelta al mundo. A medio camino entre el intrépido reportaje cosmopolita y la más cuidada prosa narrativa, desfilan mujeres esclavas de Abisinia o Arabia, revolucionarias chinas y soviéticas, bailarinas de la Guyana, sacerdotisas de Haití, una heroína turca, mujeres misioneras y extranjeras en algún lugar del Pacífico o en Tibet, una legionaria marroquí, brujas de Java, "dóciles" hembras de harén en Túnez o Libia, mujeres africanas que parecen fieras... Pero Forbes, fiel a su lúcida visión del mundo, se aleja de los tópicos exóticos femeninos y sus semblanzas ofrecen una visión sin prejuicios de la mujer fuerte y decidida en un mundo normalmente adverso a su propia condición, retratos de mujeres de un tiempo y de muchos lugares que sorprenden por su modernidad, que van a la médula, que dejan el sabor de lo permanente y que por eso siempre serán actuales, como la mejor literatura viviencial.


Con las ilustraciones originales de Isobel Beard para la edición original.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788416100538
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    Esas mujeres llamadas salvajes - Forbes

    Wigan.

    I. EL COMERCIO DE ESCLAVOS. Abisinia

    —Puedo enseñarte otra mercancía —dijo el árabe. Estábamos en el zoco¹ de Harar. Los retales de lienzo y las esteras desbaratadas que colgaban sobre nuestras cabezas atenuaban el sol de la tarde. A nuestro alrededor se extendía una capa de humanidad agachada junto a sus variadas mercaderías —café, por supuesto—, pues Harar es la central de su comercio en Abisinia, tabaco, aceite de algalia para perfumes, azafrán para cosméticos, tintes, sebo, goma y miel. La otra capa, los compradores, parecían empinarse sobre la primera. Pegados a ellos había mendigos, lloriqueando por un poco de kat,² y leprosos exhibiendo sus muñones. Había algunos engendros, deformes a causa de la elefantiasis, que pisaban las ropas y los pies de los incautos. Había ciegos que emitían un lamento constante. Tenían las órbitas de los ojos plagadas de moscas. Sus narices chorreaban. Los presos incrementaban aquel tumulto con el sonido de las cadenas que sujetaban, amontonadas, sobre los brazos. Las parejas, con sus chammas³ entrelazados, añadían más dificultad de movimiento. El deudor y el acreedor, el asesino y el pariente más cercano de la víctima, todos iban tan emparejados que el propio acusador podría hacerse cargo de la custodia del acusado hasta la fecha del juicio.

    —Ven conmigo —me dijo una voz al oído—, te voy a enseñar lo que sale para Arabia.

    Dudé, pero mi curiosidad pudo con aquella persistente repugnancia. El clamor del mercado amainó. Nos metimos por unos callejones estrechos, entre paredes ciegas, por donde no cabían tres personas hombro con hombro. Era Pentecostés, el momento de la Bendición de las Aguas, y la ciudad estaba abarrotada de «extranjeros».

    Pasamos junto a árabes, negros y somalís medio desnudos, los hombres ataviados con tiras de cuero o alguna camiseta empapada de grasa, las mujeres con harapos y abalorios de cuentas y cuernos, el cabello alisado hacia atrás desde la frente y recogido en dos moños a la altura de la nuca. Unos plateros del Yemen ejercían su oficio en una apacible esquina. Eran unos hombres delgados con la piel amarillenta a causa del kat, una droga que ofrece unas pocas horas en el paraíso y el doble en el purgatorio.

    Los comerciantes de ascendencia hindú, que se distinguían por la ausencia de vello y la pulcritud de sus atuendos, se mezclaban con los gallas, de piel aceitosa, que llevaban las puntas de sus lanzas manchadas de sangre, y con los argobas de las aldeas de las montañas, donde la captura de esclavos sigue siendo una actividad rentable.

    —¡Yellah, démonos prisa! —dijo el árabe.

    Las puertas de Harar se cierran al atardecer. Pero las ruinosas murallas de arenisca y granito, con esos bastiones que han desafiado, en cuestión de once siglos, y por turno, a musulmanes, cristianos, turcos, gallas y egipcios, se encuentran en tan mal estado que podría escalarlas cualquier ladrón que se precie.

    —¿Adónde vamos? —pregunté.

    —A la casa donde se hacen los eunucos —respondió el árabe, que se llamaba Ibn Nasir.

    A pesar de las prisas, avanzábamos poco porque el hombre iba y volvía sobre sus pasos. Mi nariz registraba la sucesión de olores —eucaliptos, café, grasa de oveja y otra vez eucaliptos—. De vez en cuando, entre aquellas casas cuadradas y sin ventanas, aparecían unos cobertizos con techos de paja. Bajo las murallas crecían lirios salvajes y granadillas cargadas de frutos. Las adelfas añadían hebras de color a aquel tapiz de luces y sombras.

    Al fin, una vez aclarada la confusión, los pasos del árabe se volvieron más resueltos. Nos adentramos en un callejón desierto, salvo por un perro que se revolcaba en un montón de estiércol. Al final había una casa que no era distinta de las demás viviendas de adobe que dan cobijo a una heterogénea población de, supuestamente, cuarenta y cinco mil personas. La puerta cedió ante el insistente aporreo y nos encontramos en medio de un pasillo sin luz. Olía a carne, a manteca de cabra y a especias. De la oscuridad nos llegó un murmullo en el idioma «harari», incomprensible hasta para los vecinos. Luego nos empujaron y nos azuzaron por una serie de suelos de tierra hasta que llegamos a un patio, gratamente fresco, en el que había una mujer sentada en un angareb⁴ sorbiendo de una pipa de agua. Unas cuantas rosas silvestres se volcaban sobre un aljibe. Un niño jugaba en un retazo de sol.

    La mujer vestía la típica indumentaria de Harar. Pantalones de color rojo escarlata, estrechos en el tobillo, y un abba⁵ de manga corta profusamente bordado. Un manto carmesí le colgaba de los hombros. Su cabeza, envuelta en un pañuelo igualmente llamativo, era el centro de innumerables trenzas tensadas en forma de aureola. Pero en ella no había rastro alguno de esa placidez propia de las abisinias del sur. Tal vez procediera de alguna aldea de las montañas. Imaginé sus manos aferradas a un rifle. Si era musulmana, le habría costado asumir la teoría del «Maktub, lo que está escrito».⁶

    Mientras conversaba con el árabe, sorbía de la pipa con un vigor capaz de levantar un ciclón dentro del recipiente.

    Ibn Nasir se volvió hacia mí:

    —Es un negocio antiguo —dijo—, y ¿por qué habría perjudicarle que los extranjeros se hayan puesto en contra de nuestras costumbres? Tú conoces nuestro proverbio, «si eres rico, compra un abisinio; si quieres un hermano (de armas), compra un nubio; si necesitas un burro, conténtate con un swahili». Eso es verdad, pero si quieres combinar lealtad y discreción, debes comprar uno que no sea un hombre…

    Una esclava nos trajo café. Parecía estúpida, leal y contenta. Sus labios recordaban a la goma de borrar pero tenía una voz encantadora. Respiraba con fuerza. Llevaba unos brazaletes de plata y un collar con cajitas de amuletos que relucían sobre su piel.

    El árabe me explicó el uso de aquella casa. En otro tiempo, Harar suministraba guardias negros a los harenes por todo el Oriente. Era el mercado de esclavos más famoso de toda África. Pero este comercio, que ha sido recientemente prohibido por el emperador, la Liga de las Naciones y todas las fuerzas pujantes de la modernidad, desde la opinión pública de las sociedades occidentales hasta los buques cañoneros del mar Rojo, había sido empujado a la clandestinidad. Seguían yendo esclavos hasta las costas de Arabia, pero lo hacían en secreto y en connivencia.

    Mientras nos tomábamos el café en el patio, y yo me preguntaba cuánto tiempo tardaría aquella mujer en salir de la amalgama de colores antagónicos que aprisionaba su cuerpo y exiliaba su espíritu, Ibn Nasir continuó con sus explicaciones. En la Antigüedad, no les importaba mucho si algún muchacho moría durante la operación que lo transformaría de pastor humilde a merced del hambre, la tempestad y los leopardos de los montes de los que era oriundo, a persona de fortuna e importancia al servicio de algún notable. La oferta era inconmensurable. Los padres se afanaban en asegurar el futuro de su progenie y con ello, hacerse con algo de sal, o balas —la moneda local—. A los niños se les tentaba con la promesa de que al otro lado del agua que nunca habían visto tendrían toda la comida que quisieran. Así, cuando el brujo de la aldea anunciaba que era la hora propicia, a la víctima, con frecuencia llevado a la inconsciencia por algo no más científico que un golpe en la mandíbula, le arrancaban los órganos genitales de la forma más burda. La manteca, llevada al punto de ebullición en un tarro que el hechicero había fabricado al efecto, servía de desinfectante. Tras embadurnar bien las heridas, le aplicaban emplastos de hierbas. Si, una vez transcurrida una semana, el muchacho seguía con vida, a la familia le llovían las felicitaciones. Durante aproximadamente un mes, alimentaban al chico con miel y riñones e hígado crudos. Luego, completada la recuperación, partía para unirse a un grupo con rumbo a la costa. Los hombres encargados del tráfico lo trataban con la consideración de algo que tenía un valor de mercado de varios miles de dólares. Hasta que el mareo en el barco le arrebataba el ánimo, él creía firmemente que lo que hacía era bueno para él y para su familia.

    Pero como el comercio de esclavos se había convertido en un delito capital y, aun más, como ciertos gobernadores ya habían empezado a hacer valer el impopular edicto, los peces gordos del negocio cayeron en la cuenta de que el material no podía desperdiciarse. Sin embargo, aquella casa de Harar no podría haber existido sin esa mujer anónima que, con certeza, no era de Harar. Era ella la que organizaba el suministro. Durante los festejos cristianos, cuando los extranjeros ocupaban la ciudad, las familias de las montañas indómitas traían a sus hijos ante la «Sitt».⁷ Si tenían suerte, salían con tejidos de algodón, cuchillos de hoja plana y dólares María Theresa.⁸ Pero la Sitt sólo compraba lo mejor. En su casa no entraban alfeñiques y eran pocos los cadáveres que salían de allí, a escondidas, en sacos o en paquetes de leña.

    El brujo de la aldea contaba con dos o tres fracasos por cada operación exitosa. La Sitt utilizaba un anestésico hecho a base de infusión de amapolas y kat. Sus métodos eran delicados y relativamente higiénicos.

    Cuando sentí que ya no podía beber más de aquel café mezclado con unas especias que me daban náusea, ni podía seguir oyendo aquel relato descriptivo que me causaba un efecto aún peor, le pregunté si en ese momento había muchachos en la casa.

    La Sitt respondió a las palabras de Ibn Nasir con un monosílabo.

    —Dice que «sí» —tradujo el árabe. Hubo un silencio. Entonces, la mujer se levantó. La capa se le resbaló de los hombros. Sin turbarse, echó a andar, delante de nosotros, hacia el interior de la casa. Nos siguió un corderillo que nos embestía las piernas como si poseyera una gran cornamenta.

    No sé lo que yo esperaba ver allí. Las náuseas se me revolvían en la boca del estómago. Tenía la garganta seca. Iba a trompicones, detrás de los demás, preparada para cualquier clase de espanto. Entonces me fijé en el aspecto tan normal y corriente de la casa. Pasamos por un patio donde un par de muchachos estaban moldeando bloques de estiércol de vaca. Cantaban mientras trabajaban, e Ibn Nasir me dijo que era el cuento de un pastor que guardaba su zariba⁹ de las hienas y los leopardos.

    De un cobertizo anejo salió un olor a mantequilla rancia, a leche agria, a pieles curtidas y a tierra. Allí estaba la esclava, sentada en cuclillas delante de una lumbre de boñigas. Sostenía, entre los pies, un cuchillo curvo con el filo hacia arriba. Cortaba la carne, presionándola sobre el cuchillo desde arriba, a tiras y las iba echando una tras otra en una cacerola. Un niño, que tal vez tuviera unos diez u once años, desnudo a excepción del taparrabos, soplaba el fuego de vez en cuando y removía el estofado, que se cocía a fuego lento. Dispersos por la vivienda, y ocupados en otras igualmente inocuas actividades domésticas, había otros jovencitos, con edades que llegaban a los umbrales de la madurez. El mayor de ellos dijo que creía que tenía quince años, edad con la que, de haber seguido intacto, ya podría haber llevado el rifle en alguna contienda tribal, o haber acompañado, portando su gambiah,¹⁰ a un cazador de elefantes. El niño más pequeño, con la cara embadurnada de los restos de su última comida, se puso a jugar con el corderito. Los dejé a los dos afanados en darse cabezazos el uno al otro.

    —Este también es un castrado —dijo Ibn Nasir. La tez coriácea de su cara se sesgó con una sonrisa—. Jamás será tentado por una mujer. Así se librará de muchos problemas.

    La pipa de agua seguía en el patio, en el mismo sitio junto al angareb, y la Sitt estaba apoyada en la pared en esa actitud inmemorial propia del Oriente, pero sus ojos se movían de un lado a otro con la rapidez de los de un lagarto. Se dirigió al árabe y él me tradujo.

    —Cuando la ciudad se quede vacía tras los festejos, los muchachos se marcharán, no todos juntos. Pero habrá mucha gente de regreso a sus aldeas. ¿Quién se daría cuenta?

    —¿Y cuál es su destino? —pregunté.

    Los ojos de Ibn Nasir se estrecharon.

    —Tajura, Obek, Asab —mencionó algunos lugares del mar Rojo—. No es bueno saber más de la cuenta.

    En la mayoría de los casos, los esclavos que eran destinados a Arabia hacían de todo menos guiar al grupo con el que viajaban. Pues escapan del hambre de sus aldeas, en las montañas o en el desierto, hacia el país de la abundancia, donde podrán comer todo lo que deseen. Consecuentemente y por lo general, tienen tanto afán por llegar a su destino como sus propietarios provisionales de esconderlos por el camino. Yo he visto desaparecer una caravana entera entre los árboles de Kunni, al sur de Abisinia, con la agilidad de los simios, cuando avisaron de que se aproximaban los militares. He observado a la tripulación de un dhow,¹¹ anclado cerca de las islas Dahalak, caminando tranquilamente sobre la lona que presuntamente cubría su mercancía o sus provisiones, y yo sabía que debajo había una docena de esclavos apiñados, aterrorizados ante la idea de que la patrulla los descubriera y, con ello, les privaran de su tierra prometida.

    Max Grühl describe, en su obra Citadel of Ethiopia, una caravana de encadenados de camino a Kaffa, al suroeste de Abisinia. También vio en Addis Abeba a una mujer shankalla¹² a la que habían marcado a hierro los pechos y brazos «para aumentar su vigor». M. Kessel cuenta en Le Matin que un niño fue azotado hasta morir en Tigré (Abisinia), pero yo nunca he visto maltratar a ningún esclavo.

    Por ley y por costumbre, Abisinia siempre ha estado en contra del comercio pero aceptan la esclavitud como institución doméstica, como algo natural. Igual que en Arabia, donde no hay casa sin esclavos, y yo jamás he viajado en una caravana, o con la tripulación de un dhow, que no incluyeran uno o más esclavos.

    Por otra parte, el comercio que proporcionaba a los dankalis, los amos de la ruta del desierto hacia la costa, una ventajosa renta anual, se está poniendo cada vez más difícil. No obstante, a pesar de todos los obstáculos, hay cuatro clases de mercancías humanas que siguen pasando de contrabando, de noche, en unos dhows¹³ rápidos y ligeros que navegan sin papeles ni lastre, hacia los mercados de Hedjaz y Asir.

    Los niños castrados alcanzan los precios más elevados y llegan a los puestos más altos, pues todo hombre árabe de importancia dispone de un «wakil», o administrador, de confianza, que no es hombre del todo. En Yemen viajé con uno. Cabalgaba desarmado, vestido con sedas de color púrpura y, en todas partes, los hombres de las tribus que desprecian a la gente que no lleva armas, lo recibían con honores. En ese grupo incluyen a los judíos, a las mujeres y a los barberos, pero no a los eunucos.

    Las niñas, seleccionadas por la belleza de sus piernas y brazos, y por su porte, van a los harenes de Arabia, donde paren hijos e hijas, libres, de sus amos. Tienen los mismos privilegios que las esposas y la misma libertad que cualquier mujer con velo.

    La tercera clase la componen los negros, que son entrenados para guerreros. En Arabia y el norte de África, éstos conforman un estrato privilegiado que mira por encima del hombro a los criados, los artesanos y los comerciantes. Se pavonean por ahí, sabedores de su valor y de su posición, listos para ofenderse a la más mínima ocasión, pero leales hasta la última gota de su sangre y dispuestos a derramarla por sus amos. Un emir senussi¹⁴ me proporcionó una vez una guardia compuesta de estos esclavos guerreros. Viajaron conmigo a lo largo de 1.200 millas por el desierto libio para controlar a los beduinos libres. Solo obedecían a su oficial y estaban preparados para afrontarlo todo, desde tres días sin agua hasta lanzarse al ataque tras una marcha de setenta y dos horas.

    Los esclavos de clase más sencilla sirven como trabajadores domésticos o, con mucha frecuencia, resultan en zánganos que se sientan por los patios, comen a destajo, llevan mensajes cuando es necesario, se regodean con las intrigas y dan, por su número, prestigio a sus amos. A veces aprenden oficios, y en Arabia se les puede encontrar trabajando como herreros, tejedores, cesteros y artesanos del metal.

    La mayoría de los esclavos proceden de tribus como los shankalla, los gouragays, los wallamas y los sidam, que habitan en los desiertos occidentales de Abisinia que colindan con Sudán. A algunos los capturan en los territorios británicos cercanos al lago Rudolph.

    Entre los gallas, y especialmente entre los argobas, desde cuyas aldeas fortificadas de piedra se avista el desierto, hay cazadores acostumbrados a enfrentarse con las fieras salvajes. Estos hombres son sobradamente valientes para atacar al león, o incluso al elefante, sin más arma que una lanza o un cuchillo. Pero no es un orgullo acosar a los niños que corretean detrás de sus cabras. Guardan a sus víctimas, medio ahogadas, en trozos de lienzo, las cargan como si fueran sacos, las esconden en pozos cubiertos de hojas y, finalmente, las venden a algún tratante árabe por treinta o cuarenta libras.

    Sin embargo, por lo general, se trata de una negociación. A las tribus más pobres y prolíficas, que poseen escaso ganado y no tienen capacidad de cultivar mucho cereal, les viene bien vender a su abundante prole. El caudillo local recibe a los tratantes y, a cambio de dinero o artículos que hacen falta en el desierto, les ofrecen un número de niños y niñas que son trasladados a la tribu argoba más próxima, convencidos de que les están haciendo un bien.

    Descansan unos cuantos días en unos recintos vallados que disponen de celdas cubiertas con techados de rastrojos y esteras en las que pueden ocultarse en caso de que hubiera alguna intromisión hostil. Una vez han hecho acopio suficiente de esclavos, montan una caravana. Los mercaderes argoba que compran a los tratantes abisinios, acompañan a sus mercancías hasta las lindes del Dankali, pagando impuestos a los caciques que encuentran por el camino. La durísima marcha les lleva a través del desierto de Dankali hasta unas astrosas aldeas hundidas en la arena. Los árabes se desplazan hasta allí con balas de algodón, armas, municiones, láminas de cobre y drogas, como pago por los esclavos, o «mulas», que es como se les conoce en el mundo de la trata. De ahí salen, sigilosamente, en pequeñas partidas, por las sendas secretas que llevan al mar. Un dhow, que ha estado merodeando por allí con el pretexto de pescar, de arreglar una vela, o de calafatear el casco, se desliza por el arrecife en una noche sin luna. Embarcan a los esclavos y entonces, si por casualidad aparece algún cañonero que se muestra demasiado inquisitivo, hacen ver que son miembros de la tripulación, a menos, claro, que estén ocultos bajo el entablado del timón sin poder aguantar el mareo.

    La primera vez que me topé con una caravana de esclavos fue en algún lugar entre Lalibela y Gondar, demasiado al norte para lo que es el tráfico ordinario. Yo había cabalgado unas quinientas millas desde Addis Abeba¹⁵ en una caravana de mulas que, las que habían sobrevivido, apenas se tenían en pie. Nuestras bestias de carga tenían los lomos hechos trizas. Los cocodrilos nos habían privado de nuestro mejor guía, al atravesar el río Takkazye.

    Por eso nos agradó tanto que Woldo Sabat nos dijera que podía llevarnos por un atajo, a través de 140 millas de montañas sin senderos, para llegar a Gondar en nueve días.

    Los dos primeros días de marcha no presentaron ninguna especial dificultad, aunque los espinos nos tiraban de las monturas. Por la noche acampamos cerca de unos grupos de cabañas, agazapadas en la ladera de un monte, y a las que conocían por los nombres de sus desvencijadas iglesias —«María», o «Jorge» o «La Trinidad».

    Los abisinios protestaron por el dinero, por la comida y por los ladrones. Se negaron a compartir mi pan duro porque era tiempo de ayuno y porque se los ofrecí con dedos que habían tocado la carne. Sin embargo se emborracharon todo lo que pudieron con el tedj que les proveyeron los hospitalarios caudillos.

    Cuando salimos de la segunda aldea, dos criaturas con muy mala pinta y con los rifles a cuestas, se nos acercaron por detrás a paso ligero.

    —Venimos a salvaros de los bandidos. En la próxima montaña hay una banda con setenta y dos rifles.

    —Creo —dijo el único árabe de la expedición— que, si aceptamos a estos dos hombres, ¡los ladrones pronto serán setenta y cuatro!

    Aquel día no vimos ninguna criatura viviente, salvo un babuino que ladró avisando de nuestra presencia. Oímos a sus congéneres dispersándose entre los matorrales.

    Seguimos, bajo un sol tórrido, subiendo y bajando por lo que parecían montañas de piedras sueltas, al rojo vivo y enzarzadas de espinos. Si había alguna pista, sólo Woldo Sabat era capaz de verla.

    En aquellas cuestas empinadas, nos vimos obligados a gatear con manos y rodillas bajo una cortina de púas de cinco centímetros. Mi chaqueta de cuero terminó destrozada. Mi sombrero parecía un acerico.

    Fuimos traqueteando por cauces secos, de piedra en piedra, hasta que cedieron nuestras botas.

    Cuando, por fin, llegamos a un terreno llano desprovisto de vegetación, no se nos ocurrió otra cosa que tumbarnos. La puesta de sol nos cogió allí, tirados todavía, sin energía suficiente ni para montar las tiendas.

    El día siguiente fue aún peor. Y cuando cayó la tarde, Woldo Sabat reconoció que había perdido el rastro de la pista.

    Montamos el campamento en silencio. Desde la abertura de mi tienda miré aquellas tierras desérticas, de un gris reseco más vetusto que cualquier otro que haya visto aparte del de la maleza de los eucaliptos de Australia. El pasto era incoloro y el territorio entero, desvaído y sin frescura. Las rocas y los árboles resecos por los estragos de la sequía parecían trapos retorcidos, encogidos y descoloridos por el sol. Nos sentamos sobre unas rocas que parecían placas de horno y nos comimos un revoltillo insípido que el cocinero llamaba arroz.

    Cuando la luna salió, dije que debíamos dar una vuelta de reconocimiento pero nadie se ofreció a venir conmigo.

    —Las mulas están cojas. Mañana están muertas —dijo el jefe nagadi,¹⁶ que trataba a todas y cada una de sus bestias como si fueran enemigos personales.

    Hasen nos reveló que Woldo Sabat había sido tratante de esclavos:

    —¡Por eso todas sus rutas dan tantas vueltas, tamallas!¹⁷ Sólo conoce caminos largos sin pueblos, sólo rocas y ríos, sin agua. —Suspiró, convencido de que se había expresado de forma admirable en ese inglés que él siempre manejaba como si fuera una esponja.

    —En ese caso —dije con firmeza—, él no debe temer a la maleza. —Dieciséis voces protestaron. Mencionaron, como de costumbre, a los ladrones, pero yo insistí en que el causante de nuestro evidente estado de miseria me acompañara a buscar alguna solución.

    El abisinio se echó el rifle encima. Me siguió de mala gana por cuestas y cuestas de matas espinosas. Teníamos que encontrar algún camino que eludiera aquellos espinos, florecidos en plata a la luz de la luna. Cuando nos estábamos aproximando a la cima de una cuesta empinadísima y yo miré para comprobar si nuestra fogata aún seguía visible, Woldo Sabat me tocó el codo:

    —Hay hombres al otro lado —me dijo.

    Yo no había oído nada, pero Woldo me repitió en un susurro:

    —Es un grupo muy grande. Ladrones. Nos van a matar.

    Me quedé parada allí un momento, impresionada por el miedo de aquel hombre y por el recuerdo de todas las historias que nos habían contado los jefes de las aldeas. Luego me percaté de que ya no podíamos estar peor de lo que estábamos, pues no teníamos agua y sólo teníamos una ligera idea de que Gondar se encontraba al otro lado de unas sierras tan inabordables como una muralla erizada de lanzas. Así que me fui a la cima del altozano, donde debí hacerme nítidamente visible. Sin embargo, seguí sin ver ni oír nada que indicara la presencia humana. A mis pies, la maleza gris se alternaba con unos montículos de tierra. Había unos cuantos árboles con unos troncos curiosamente hinchados. Entonces, uno de los montículos se movió y vi que era un hombre con un chamma de color terroso que le cubría la cabeza. Miré alrededor buscando a Woldo Sabat. Se estaba escabullendo con la agilidad de una serpiente, tumbado sobre su estómago, hacia el pastizal.

    Lo llamé a gritos, pero no le hizo efecto.

    El sonido de una extraña voz se elevó sobre los montículos. Eran unos hombres enjutos, morenos y castigados por la intemperie, tan distintos de los delicados abisinios del norte como el alambre de acero de un queso.

    El fusilero se dirigió a mí en árabe y yo le expliqué lo que nos había ocurrido. De repente, aparecieron dos extraños por detrás. Pensé, satisfecha, que a Woldo iba a durar poco la libertad.

    El que hablaba árabe me hizo señales para que lo siguiera. Dejamos atrás una zariba¹⁸ construida a toda prisa, y llegamos a un árbol bajo el que nos esperaba un hombre. Tenía aspecto de haber estado dormido, liado en una manta, y de haberse despertado al acercarnos. A su lado había una pipa de agua y un par de cartucheras. El algún lugar cercano, las mulas coceaban y zarandeaban los amarres de sus patas. Aparentemente, era un gran campamento.

    Las explicaciones dieron comienzo. Yo les expliqué mi presencia allí con lo que esperaba que fueran palabras bien escogidas. El hombre que estaba bajo el árbol, al que los otros se dirigían como jeque, o Sidi (mi señor), me informó de que era un comerciante que se dirigía a la costa de Eritrea. Pero cuando miré alrededor buscando los pesados fardos que debían componer una caravana de esa clase, no vi nada.

    Nos sentamos a conversar sobre la manta. Un hombre, armado con rifle, envuelto en un chamma que le cubría desde los hombros a las rodillas, nos trajo café. Estaba tan amargo que me hizo dudar si estaría drogado. Entonces apareció Woldo Sabat que venía entre dos de aquellos extraños y sus primeras palabras me proporcionaron la información que necesitaba. Jurando por un santo cristiano, exclamó:

    —¡Es una caravana de esclavos! ¡La Virgen María nos salve, vamos a dejar nuestros huesos en este sitio!

    —No seas tonto —le dije—. Nosotros tenemos casi los mismos rifles que ellos.

    Pero no fueron nuestras armas lo que nos salvó aquella noche. Teníamos sal, y a los tratantes de esclavos les quedaba poca. A cambio del cargamento de dos porteadores,¹⁹ acordaron dejarnos viajar con ellos durante las cuarenta y ocho horas que quedaban hasta Gondar, donde su ruta se desviaba hacia el este, a través de las montañas y el desierto, hasta que, finalmente, pudieran deslizarse sigilosamente en alguna ensenada solitaria entre Eid y Massawa.

    Así fue como, por casualidad y durante seis días, viajamos con los tratantes por las sendas ocultas que se dispersan como un desmadejado ovillo de hilos de seda por los bosques de Lasta. Bebimos su leche, pues llevaban cabras, y en alguna ocasión echamos un trago de un «keshir»²⁰ especiado y caliente, más potente que el tedj²¹ abisinio. Ellos comieron nuestro arroz y se rieron del terror de nuestros nagadis. Las «mulas» humanas eran gente de trato amistoso. Eran unos veinte, varias mujeres con unos cuerpos admirables, la piel del color del cobre, y algunos chicos de labios gruesos y frentes ligeramente planas. Trabajaban alegremente por el campamento, ayudando a construir la zariba de espinos que les resguardaría por la noche y recogiendo madera para el fuego.

    Aún estábamos bastante al oeste del territorio del Dankali, pero uno de los hombres de ese desierto viajaba junto a los boguls.²² Todas las mañanas elaboraba una mezcla de cenizas y tabaco para su uso propio, que pasaba el día masticando, y después no lo veíamos más hasta que el grupo acampaba para pasar la noche. Marchamos en etapas cortas, para no cansar a los esclavos que ya llevaban veinte días de camino y aún tardarían un mes más en avistar la costa. Cuando el sol se hundía en una nube de polvo, calor y matojos resecos, nos agrupábamos en dos partidas, y los árabes eran siempre los más rápidos con sus preparativos. Mientras nuestros muleros se afanaban con las tiendas y las cuerdas, y nuestro cocinero se ponía histérico por los utensilios perdidos, los tratantes se sentaban a comer durra²³ seco, con carne si habían cazado algún animal del bosque. Los esclavos se hacían una pasta con los dátiles que traían especialmente para ellos.

    Se les daba lo mejor porque significaban mucho dinero y quizás, también, porque el hombre árabe es, por costumbre, amable con las mujeres y los niños. Para ellos era el refugio que, de noche, les protegería de alguna tormenta repentina, mientras que los guardias dormían a la intemperie, cada cual con un rifle en las manos. Para ellos, también, era la leche que recogían de las cabras y todos los humildes lujos que salían de las alforjas de las mulas. De hecho, en varias ocasiones, descubrí que repartían nuestro preciado arroz entre ellos, en lugar de colocarlo en la bandeja del jeque, como había sido mi intención.

    El resultado fue que olvidé la condición y el destino de aquellas muchachas que caminaban torpemente entre matorrales a pesar de que llevaban sandalias, cosa a la que no estaban acostumbradas, en los pies. Vestían la típica futah, una camisola hasta las rodillas, con una tira de sucio lienzo en forma de capucha sobre los hombros, y llevaban collares de hueso o de tiras de cuero. Serias, se sacaban los pinchos que se les clavaban. Sonrientes, se metían hojas en la nariz. Y a veces, por la tarde, hacían un corrillo para cantar a un ritmo monótono y nasal que me recordaba al viento sobre la hierba seca.

    Un día, la chica más alta, cuyo cuerpo adoptaba posturas exquisitas, se paró delante de mi tienda, se apuntaló sobre su propia columna vertebral, ya que no había otra cosa donde apoyarse, y me habló sirviéndose del árabe que venía acompañando a nuestro grupo. Como todos los moradores de espacios abiertos, le interesaba saber de dónde veníamos y a dónde íbamos. Nosotros también le explicamos, lo mejor que pudimos, cuál era nuestro origen y nuestro destino. Yo le pedí la misma información. La chica pareció recelosa. Pero respondió que venía del lejano oeste. Alzando su barbilla contra el sol poniente señaló la distancia. Estaba contenta de haber dejado atrás el desierto, donde su comunidad se estaba deteriorando hasta el extremo de que sus miembros parecían palos. Jamás en toda su vida había dispuesto de tanta comida. Se puso la mano sobre el estómago y dio muestras de una satisfecha saciedad. Los tratantes llegaban todos los años al desierto desde «las casas de piedra» y compraban según estuviera la cosecha. Supuse que la oferta siempre era superior a la demanda.

    —¿No te importa dejar a tu gente? —le pregunté.

    No sé si me entendió. Así me tradujo el árabe su respuesta:

    —Dice que trabajaba como un camello y que le pegaban como a un perro.

    Para ella, la esclavitud significaba cambiar el sometimiento a un padre medio muerto, o a un marido, por el sometimiento a un hombre que le daría comida, ropa y la certeza de sobrevivir. Me preguntó si yo tenía algún amo, y luego, perpleja ante mi independencia, me dijo que si quería comprarla. Que era fuerte y que trabajaría muy bien si le daba mucha de esa «cosa roja y dulce», que resultó ser mi último bote de mermelada.

    Rogué al intérprete que le explicara que en mi país no había esclavos.

    La muchacha escuchó con gran atención. Entonces se puso de puntillas y se quedó mirándome fijamente, con la cabeza echada hacia atrás.

    —Ella no entiende —me dijo el árabe.

    —Pues haga que lo entienda —contesté, sintiéndome muy occidental y agresiva.

    Lo que siguió fue una discusión. Luego, el árabe se dispuso a traducir:

    —¿Qué hacéis en vuestra región cuando no hay cereal y tenéis hambre? —La pregunta no obtuvo respuesta.

    En otra ocasión, totalmente distinta, vi otra fase de ese comercio que comienza en el África desértica y acaba entre los muros ciegos de las ciudades árabes. Yo iba cruzando el mar Rojo desde el Sudán al territorio prohibido de Jeizan. Sin papeles ni lastre alguno, pero con la connivencia de un oficial al que le hizo gracia la cosa, me colé en el barco en medio de la noche. Y a partir de allí, durante los catorce días que pasé lidiando contra el viento del sur en la cubierta del dhow, padecí tanta angustia evitando a las patrulleras como cualquier esclavista al norte del Bab-el-Mandeb. Había una tripulación de ocho árabes, uno de los cuales era un esclavo. El único que había hecho esa travesía con anterioridad era el rais,²⁴ y eso había sido cuarenta años atrás. Teníamos cartas de navegación del Almirantazgo y el Red Sea Pilot, pero nada de eso nos servía de mucho en lo que respecta a los arrecifes.

    La primera puesta de sol nos cogió anclados al sotavento de los islotes de Tella Kebir y Tella Szerir, y el viento del sur nos mantuvo allí, meciéndonos al pairo en compañía de otros cuantos sambukhs,²⁵ durante dos días. Después partimos despacio bordeando la costa, aflojando por la noche al amparo del arrecife, empezando cada amanecer al grito de «Alú Allah! Alú Allah!» (¡Las velas, por Dios!) y dando gracias si hacíamos de doce a veinte millas al día entre las fauces del azzieb.²⁶

    Sucedió que a las 11 de la mañana del noveno día, habiendo avistado el faro de Difnein catorce horas antes, llegamos a un grupo de islas con una curiosa formación coralina en forma de T gigante. Ante esto, el rais anunció que había perdido el sentido de la orientación y que no tenía ni la más remota idea del lugar en el que nos encontrábamos, a menos, quizás, que estuviéramos en Kad-hu.

    Yo, amparándome en las cartas de navegación, me opuse.

    Por lo que puedo recordar, pasamos casi todo el día discutiendo. Luego apareció un velero y concebimos esperanzas de que nos dieran información, pero aquel extraño dhow que navegaba ligero, con el velamen desplegado, viró para adentrarse en la noche.

    —Van rumbo a Harmil —dije yo, y a la mañana siguiente elucubré lo que imaginaba que era nuestra posición, marqué la orientación de Harmil en la carta y dispuse el curso, a pesar de las protestas de la tripulación.

    —En el mar no hacen falta libros —dijo Sabed—.Nosotros miramos al sol y a las estrellas, y cuando nos acercamos al arrecife, rezamos. —Pero quedó agradecido, como los demás, cuando, al atardecer, después del considerable suspense que nos ocasionaron unas rocas no identificadas, asomó Harmil, como estaba previsto.

    El viento arreciaba a galera, así que echamos el amarre a sotavento en la isla, y allí, en medio del arrecife, nos encontramos con el extraño dhow, que se balanceaba suavemente mientras la tripulación pescaba en las aguas superficiales con una red de pesas de plomo. Nuestra llegada ocasionó un cierto revuelo. Unas figuras medio desnudas se levantaron y saltaron desde el entablado del timón, donde habían estado holgazaneando. Se tiraron de cabeza y buscaron refugio entre el torbellino de las aguas de pantoque y la indescriptible porquería del casco. Una huri²⁷ se aproximó a nosotros remando con rapidez.

    Nuestro rais observó la embarcación con atención.

    —Tratantes de esclavos —dijo—. Pero Alá es generoso. Tenemos rifles.

    Cuando la huri arribó al costado, teníamos una apariencia marcial. Pero nuestros preparativos fueron innecesarios. Aquellos árabes sólo querían saber qué asuntos nos habían llevado allí y, en cuanto se percataron de que éramos tan ilegales como ellos, nos ofrecieron parte de su captura.

    Media hora después estábamos en tierra, comiendo pescado frito y bebiendo un té bastante salado con la tripulación de un dhow de esclavos y su cargamento. Algunos de estos últimos estaban enfermos. Tenían la mirada fija en dirección a la tierra firme, que aún distaba varios días de allí. Eran de una marcada raza negra y la piel que rodeaba sus narices tenía un color gris-azulado, pero, reanimados por una comida en suelo firme, se animaron y empezaron a charlar.

    Entre ellos había dos mujeres, una de unos veinte años y la otra bastante más joven. Estaban allí, guardando el equilibrio sobre sus talones, dando la espalda al mar, y mirando fijamente, sin expresión alguna, el escollo arenoso que coartaba la panorámica.

    Sin embargo, los muchachos reían y después de permitirle a uno que tocara mi revolver, nos contó que quería ser guerrero y matar hombres en vez de leopardos.

    El rais del dhow de esclavos le dio ánimos.

    —Será fuerte como un león cuando tenga la barriga llena. Miradlo ahora. No me van a dar un buen dinero por él.

    Por lo que parecía, el hermano del capitán era comerciante en el Yemen. Juntos llevaban adelante un provechoso negocio. El marino pasaba su mercancía por las rutas menos frecuentadas del mar Rojo, aguantando el acoso de las patrulleras de aduanas, de los cañoneros a la caza y captura de cargamentos ilegales de

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