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Ventana tapiada con un hueco
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Ventana tapiada con un hueco
Libro electrónico158 páginas2 horas

Ventana tapiada con un hueco

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De la mano de historias cortas y ultra cortas, capaces de ser leídas en el Metro o camino a casa, arribará el asombrado lector a un universo de desbordante fantasía y kafkiano absurdo. El autor, uno de los mejores escritores cubanos del momento -residente al día de hoy en Cuba- se sirve de lo contrario a la razón para subvertir, con desconcertante y pasmosa originalidad, unas veces trágica, otras hilarante, la cotidiana realidad que anuda vida y destinos en la no menos kafkiana y desconcertante Isla. El lector advertirá la transmutación de su propia y privada realidad -no importa el sitio en el que respire- hacia un interregno impregnado de ese absurdo que transita el entramado mismo de la existencia humana, esa suerte de tragicomedia universal en la que no pocas veces suelen naufragar vidas y destinos. Y todo ello a partir del desaforado y no menos rocambolesco imaginario del autor. Este libro es una suerte de fantasmagórica parábola de todo cuanto de absurdo y disparatado bulle -no importa el suelo sobre el que se camine o el aire que se respire- en nuestro flamante siglo XXI.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento9 sept 2016
ISBN9781635031607
Ventana tapiada con un hueco
Autor

Rafael de Águila

Rafael de Aguila (La Habana, 1962). Narrador, ensayista, crítico y politólogo cubano. Uno de los mejores representantes del cuento cubano del nuevo siglo, muy especialmente del minimalismo y la literatura del absurdo. Autor de varios volúmenes de cuento publicados y premiados en Cuba. Último viaje con Adriana (1997), Ellos orinan de pie (2006) y Del otro lado (2010, Premio Nacional de Cuento Alejo Carpentier. Su obra narrativa aparece en múltiples antologías en Cuba y en el extranjero. La Fundación española César Egido Serrano le confirió en el 2013 el título de Embajador de la Palabra. Sus cuentos cortos han sido llevados al Teatro y al audiovisual, en Cuba y en los Estados Unidos.

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    Ventana tapiada con un hueco - Rafael de Águila

    PASTERNAK

    Fundación de la ventana

    Para fundar una ventana hará falta el deseo de tener una ventana, de mirar afuera, de comprar unas persianas relucientes. Habrá que tener el tesón y el talento de construirla, clavo a clavo. Después habrá que andarse con cuidado. Pudieran llegar las tapias. Ese es el mayor virus que puede atacar a una ventana. Si uno no alcanza a inmunizarla y tapia cae sobre ventana, entonces... será necesario reunir todo el talento, todo el tesón, todos los deseos y... abrir un hueco.

    La ventana

    I

    Vida de la ciudad I

    Los colocadores de pancartas son funcionarios muy serios. El primer paso consiste en hallar sitios donde fijarlas. Cuando los colocadores eligen un sitio trabajan con gran celeridad y muy pronto la gente puede leer el mensaje en la nueva pancarta. No hay dudas, el pueblo admira a los colocadores. En ocasiones estos eligen un lugar donde ya existe un edificio de ocho pisos. Para tales casos se aplica un rigurosísimo procedimiento; deben los colocadores comunicar a los vecinos la elección, los vecinos están obligados a emitir criterio. En décadas no se registra un solo caso de rechazo. Los colocadores escuchan las alabanzas, el orgullo de los vecinos, la disposición a comenzar la destrucción del edificio en ese justo instante. Uno de los colocadores, el de mayor rango entre ellos, agradece a los vecinos y aprueba el comienzo de las labores. Tras asegurarse de que la demolición avanza se retiran los colocadores, no sin antes anunciar que volverán con la pancarta cuando todo esté listo. Cada semana un enviado oficial de los colocadores se persona en el sitio y constata los progresos del trabajo. Llega el día en que los habitantes del edificio han concluido la labor, sólo entonces retornan los colocadores con la pancarta y tiene lugar una gran fiesta. Se entregan reconocimientos especiales a los vecinos que han exhibido mayor esfuerzo, y se erige una tribuna en la que hacen discursos un representante de los vecinos, comúnmente aquel que prodigara los mayores esfuerzos, y el de mayor rango entre los colocadores. Son discursos cortos porque todos están deseosos de retirar el lienzo que cubre la pancarta, es grande entonces el júbilo entre los vecinos, unos lloran, otros gritan, levantan los brazos, emocionados. Todos quieren ayudar a dejar erguida la pancarta donde antes se levantaba el edificio. A los niños se les brinda dulces y refrescos y el jolgorio se prolonga toda la noche, hasta el alba. A las siete de la mañana, nunca se aguarda un minuto más, envían los colocadores un ómnibus y se traslada a los vecinos a las afueras de la ciudad, se les entrega casas de campaña y viven allí por el resto de sus vidas. Cada aniversario se recibe un telegrama de felicitación de los colocadores y una ceremonia rememora los hechos. Nadie puede descartar que un día los colocadores aparezcan en las afueras de la ciudad y elijan el sitio donde ahora los vecinos tienen sus casas de campaña. No se teme tal posibilidad: nunca se ha elegido por más de una vez el sitio donde residan los mismos vecinos. Todos, sin embargo, están de acuerdo en que resultaría un alto honor. Y así se vive, esperando con optimismo la visita de los colocadores.

    Uno nunca se acostumbra

    Cuando los señores funcionarios le llamaron con toda pompa por el ordenador y después del largísimo ceremonial de rigor le comunicaron que nacería en un plazo de dos horas tantos minutos y tantos segundos, tuvo unos deseos inmensos de teclear rápido su mensaje de acogida: me cago en sus reputísimas madrecitas, cabrones, pero se contuvo, a los señores funcionarios nadie podía decirles aquello y quedar como si tal cosa, él lo sabía, así que calla boca. Dijo que gracias mil, por el rol que le concedían, muy agradecido, de todo corazón, disculpen, la emoción que me embarga me impide organizar mi pensamiento, ellos: qué bien, mucho nos agrada eso, ahora mismo se te enviará copia textual de la vida que será tuya, y mientras las caras desaparecían de la pantalla y el impresor del telefax comenzaba a teclear, así, bajito, bajito él les mentaba la madre a los señores funcionarios: me cago en sus madres, me cago en sus madres, el aparato terminó de teclear aquella vida, vida que debía aprenderse a la carrera, vida que no le agradó nada, cierto que tenía sus partes lindas, escaseaban, eso sí, pero las había, las partes feas, en cambio, la rodeaban por todos lados, y eran unas partes, algunas de ellas, uffff, de lo más feo que se pudiera imaginar, putas, cojones, qué se habrán creído los muy maricones, cómo me van a joder esta vida así los muy patos, gritó una hora entera, eso hasta sentir la primera llamada de advertencia, se sobrecogió un poco, eso porque ya estaba ahí, a las puertas de una nueva vida, urgía arreglarlo todo para el próximo timbre, ensayar el llanto, la baba, los gritos bien altos, gritos que había producido antes un montón de veces, pero se olvidaban, siempre se olvidaban. A los gritos vino a relevarlos un llanto que no tenía un pelo de ensayo, un llanto de esos yo soy muy tierno y estoy en soberana desgracia, entre lágrima y lágrima un vistazo a su vitae, a los siete años una herida en el vientre, motivada por un accidente en la casa; a los diecisiete papá moría de cáncer, todo muy triste, con la sensación de que se acababa, pero no, seguía; a los veintitrés se graduaba en la universidad tal de la carrera tal, mamá orgullosísima pudo morirse al año siguiente sin ver a su nieto; a los veintiocho un chico al que los señores funcionarios obligarían a nacer, sufriría entonces lo que ahora él; a los treinta y dos el alcohol; a los treinta y tres el alcohol; a los treinta y cuatro el alcohol; a los treinta y cinco todavía más alcohol; a los treinta y seis era el alcohol pero a él ya le sabía a tintura de yodo; a los treinta y siete no más alcohol ni una gota, no más esposa, ni más nieto, porque los pobres no pudieron con tanto alcohol, no le entraron más ganas de leer, ganas de volver a cagarse en las madres, esos sí, las madres de los señores funcionarios, estúpidos, quién les lleva a inventar historias tan soberanamente cursis, sonó, sin embargo, el segundo timbre, es el último, es el corre ve y acomodate dentro de la masa respirante, eso que ahí se debate en un furor de espasmos, sentir un miedo intenso, miedo de salir fuera, miedo a la mierda de vida que comienza, saber que entonces de nada serviría cagarse en los señores funcionarios porque definitivamente no los recordaría. El terror lo poseyó todo, no nazco, se dijo, resistió todo el vendaval de músculos que le apretaban, le obligaban, eso mientras él se agarraba, duro, decidido a no salir de allí, a no inaugurar con su balido post-nalgada una vida que unos incompetentes burócratas le habían urdido, diletantes de porquería, cuando parecía que ganaba porque los músculos desfallecían, porque no más empujoncito, unas pinzas lo atraparon por los parietales, y traca-traca hacia afuera, él se opuso como correspondía, de poco sirvió, sintió como le extraían, le sacaban, el cambio de densidad le asombró una vez más, lo había sufrido cientos de veces y no se acostumbraba, uno nunca se acostumbra, supo que le tomaban de los pies, que era un varoncito, eso ya lo sabía él, la madre no, eso que está ahí es mi madre, se dijo, y trató de abrir un ojo, verla, saber al fin cual era el aspecto de la madre que le habían adjudicado, la que lloraría veinticuatro años más tarde, mas la masa respirante que habitaba no respondió, no podía abrir ni un ojo, sintió las nalgadas, una, dos, tres, les daría un susto a estos aquí, a los señores funcionarios que allá monitoreaban todo con el cabrón ordenador, cuatro, cinco, no llora, oxigeno, por favor, seis, siete, me duelen las nalgas, coño, pero no lloro, aguanto un poco más, la puta de sus madres a todos, estuvo al borde de gritar cuando la octava nalgada le arrancó el primer balido, y la baba, a borbotones salió la baba, por nariz y boca la baba, y los señores funcionarios sonreían, y los doctores sonreían, y la madre sonreía, todo eso mientras él lloraba su primo llanto, ese que tantas veces había llorado ya, y al que, no obstante, nunca había logrado acostumbrarse.

    Mirar a Mónica

    Estenoz era un hombre de unos cuarenta y cinco años. No se había casado, pero estaba obsesionado con las piernas de Mónica. Ella vivía en el mismo piso, al final del pasillo. Dos veces al día, al menos, tenía ella que pasar delante de la puerta de Estenoz. Este la esperaba, el ojo pegado al pequeño visor de la puerta, Mónica salía de mañana entre las siete y siete y diez y llegaba todas las tardes entre las cinco y treinta y las seis. En ocasiones Mónica se demoraba algo en salir, consecuencia de un acicalamiento prolongado, una sesión matinal de ejercicios físicos que la había entusiasmado. Estenoz entonces desesperaba, las manos comenzaban a temblarle y el sudor frío le transitaba la espina dorsal. El ojo, o los ojos, porque otorgaba a cada uno un tiempo, parecían echarse entonces fuera de sus orbitas, atravesar las rejillas del mirador, girar a la derecha y allí, en mitad de aquel pasillo, el ojo espiaba cualquier movimiento en la puerta de Mónica. Por las tardes acaecía lo mismo cuando Mónica, por alguna razón cualquiera ―una amiga que la invitara, una visita a la tía o al cine― se demoraba inusualmente. Cierto que a la tarde la desesperación de Estenoz tomaba caracteres dramáticos. Con expresión de alucinado espiaba tras la puerta, se retorcía los dedos, pensaba en jóvenes extasiados ante el placer contemplativo que proporcionaban aquellas piernas. Porque lo que realmente interesaba a Estenoz eran las piernas. Cuando la muchacha hacía su aparición en el pasillo para él habían solo dos piernas en el mundo. Dos piernas pasmosas, delirantes, perfectamente sincronizadas, cuando la izquierda iba hacia delante, la derecha desde atrás se aprestaba al avance, Estenoz podía ver, aunque estuviesen ocultos detrás de la piel de los zapatos, como los dedos

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