Naranjas y cuchillas en Bagdad
Por Muhsin Al-Ramli
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Naranjas y cuchillas en Bagdad - Muhsin Al-Ramli
Naranjas y cuchillas en Bagdad
Copyright © 2019, 2023 Muhsin Al-Ramli and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728395967
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
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A mi hija Sara, esto es algo de lo que ha vivido papá
Risueña noche de bombardeo
Cuando se intensificó el bombardeo sobre Bagdad, mi primo Sultán y yo, desertores del ejército que invadió Kuwait, decidimos emborracharnos, no por miedo a la muerte, sino por oponernos a participar en hacer el ridículo.
Nunca habíamos probado el alcohol.
El desertor es condenado a muerte por el Gobierno, pero el Gobierno no se ocupará de nuestro pueblo, tan pequeño y olvidado en la llanura, por eso le llaman la Rata
: un puñado de casas que vive de un pozo de agua salada, cuyo fondo está cubierto por ladrillos. En su agua nadan bonitas serpientes de muchos colores que tienen un mordisco ligero, como el pellizco de una madre a la mejilla de su niño. Cuando muerden no matan, no tienen veneno ni sirven para nada, excepto para otorgar unos momentos de diversión a los chavales que rodean el pozo con las miradas fijas en el cubo que sube. Sube con el chirrido de polea de madera carcomida en el centro por la cuerda de lana.
Nadie ha visto el alcohol en nuestro pueblo excepto mi primo Sultán y yo, porque estuvimos en el ejército, y el profesor Musa, porque estudió en la ciudad. Él se convirtió en el único maestro de la escuela de adobe construida por la gente del pueblo: dos cuartos pequeños, uno es para Musa (la Dirección) y el otro, un aula donde se aglomeran los alumnos de los seis cursos, que son seis, un alumno en cada nivel, sentados sobre dos alfombras, que bordó mi abuela, adornadas con dibujos de pajaritos, estrellas, perros y ángeles.
El maestro Musa llena su cuarto con botellas y libros y no se limita a enseñar a los estudiantes solo los asignados por el Ministerio de Educación, sino que les hace aprender de memoria la milenaria de Ibn Málik
y la poesía de Abu Nuwás, por eso la gente aquí conoce a Abu Nuwás más que al Presidente de la República. Y cuando alguien le pregunta por las botellas que trae en cajas cada vez que va a la ciudad en su moto —todos los fines de mes al cobrar su sueldo— les contesta: es una medicina, sufro de jaquecas
. Solo mi primo Sultán y yo sabemos que es alcohol porque hemos convivido con soldados de todo el mundo iraquí. No hemos revelado el secreto a nadie del pueblo que no conoce nada del alcohol más que su nombre, y lo odia, gracias a las prédicas del imán de la mezquita, que los advierte contra él cada viernes mientras que ni él mismo lo conoce.
Candiles apagados, la gente duerme y los perros dan vueltas alrededor de las casas sin ladrar porque solo ladran a los extraños y a los lobos, o a una vaca, o a un burro que se suelta de su atadura. Nos dirigimos a la casa del maestro Musa y, al cruzar la parcela, nos acercamos a la tarima donde duerme, rodeado por biombos de caña. Oímos la radio, que emitía las noticias del bombardeo, y la voz del maestro blasfemando: ¡Hijos de cerdo, hijos de puta!
Sultán me tiró del brazo y me susurró al oído que nos volviéramos, pero yo me negué, lo conduje hasta la tarima y grité: ¡Maestro Musa, maestro Musa!
Entonces se dejó de oír la radio y bajó el profesor abrochando sus pantalones y, acercando su rostro a nuestras caras para identificarnos bajo la luz de la luna, olfateamos el olor del añejo en su aliento. Nos callamos sin saber qué decirle hasta que oí a Sultán atragantándose con una frase dolida, como si estuviera a punto de echarse a llorar: ¡Están destruyendo Bagdad, profesor!
Musa agachó la cabeza por un instante, pensativo. Se volvió y subió a su tarima/cama. Escuchamos la voz de su mujer que le preguntaba: ¿Adónde?
Y a él contestando: ¡A la escuela!
Bajó. Llevaba en una mano la pequeña radio y una camisa y en la otra, una botella. Nos dijo: ¡Vámonos!
Anduvimos juntos por las sigilosas calles del pueblo, solo entorpecido por el chasquido de los guijarros bajo nuestros pies. Dándome la botella para ponerse la camisa me dijo: ¡Pobrecitas!, mi mujer y la botella, las machaco cada vez que se intensifica el bombardeo
.
Llegamos a la escuela, que queda al lado del pozo. El profesor abrió el candado de la puerta de su cuarto (la Dirección) con una llave atada a su muñeca con una cadena fina. Empujó la hoja y sacó de detrás una piedra del tamaño de un zapato, la puso enfrente para que la puerta quedara abierta, encendió una cerilla y avanzó hasta la pared del fondo. Encendió un candil colgado por un clavo largo, ya negro, igual que la mancha que lo rodeaba por el efecto del humo. Una mesa de madera, dos sillas, estantes de libros, fotografías de caras desconocidas, de rostros serios y pensativos, un antiguo mapa del mundo, cuadros y, en el rincón, amontonadas, las cajas de las botellas, la mayoría vacías y algunas sin abrir. Se puso detrás de la mesa, arrastró una caja vacía y me la dio. Me senté sobre ella.