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El Proyeccionista de Películas
El Proyeccionista de Películas
El Proyeccionista de Películas
Libro electrónico185 páginas2 horas

El Proyeccionista de Películas

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Información de este libro electrónico

. León Barreto nos muestra el presente enlodado de un país venido a menos gracias a los manejos corruptos de su clase dirigente mientras nos lleva a echar una mirada a un pasado de guerrillas e ideologías que de una u otra forma ha engendrado a ese presente que vive el personaje central de su relato. Un personaje que no está solo en el papel principal, sino que lleva atado a su existencia, aun sin percatarse de ello, los hilos que de a poco van formando el entramado que nos llevará a un final que no esperamos. El proyeccionista de películas es un viaje turbulento por diferentes vidas, tiempos y escenarios. Es un libro el cual hay que leer agarrado al asiento como si de una película 3D con efectos sonoros envolventes se tratara.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2020
ISBN9781005403850
El Proyeccionista de Películas
Autor

Eddy León Barreto

Eddy León Barreto es un periodista venezolano con una larga experiencia en medios de prensa y audiovisuales de su país. En los últimos años se ha dedicado a escribir sobre temas de actualidad y novelas enmarcadas en la ficción histórica y en la ciencia ficción. De estas últimas ha escrito Baraka, el perdón de las brujas, Lucía No Debe Morir, El Proyeccionista de Películas, Por Un Venao Caramerudo, La Túnica Inconsútil de Jesús, y Aquellos Perros Inolvidables. En ensayos, suyos son Perdona Todo, No Importa Qué ( sobre Un Curso de Milagros) y Amar y Sufrir en Grande

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    El Proyeccionista de Películas - Eddy León Barreto

    En El Acercamiento, a Amoltásim presiente o adivina a través de B la remotísima existencia de Z, a quien B no conoce.

    Jorge Luis Borges, 1941. Prólogo de Ficciones

    …dedico mis días y mis noches a la gratísima tarea de fabricar mentiras que parecen verdades…

    Mario Vargas Llosas, 1995.

    …y yo trato de escribir algunas verdades para que parezcan mentiras…ELB

    — ¡Carajo, se acabó el mundo!

    Ramón Benítez terminaba de desperezarse cuando lo que vio afuera le hizo gritar esa fatalista frase, sin tener razones más firmes para convalidarla. Fue un grito sin eco, sonoro, pero que no obtuvo respuesta.

    —¡Como si me llegó el momento de pagar por todos mis muertos! —Fue lo primero que se le ocurrió agregar en un susurro alterado, tembloroso, pensando que era un hecho lo del tan advertido juicio final de los Testigos de Jehová. Nada se escuchaba, ni el rumor de la brisa, si la había.

    Salía de un remedo de búnker, un tanque profundo que fue el refugio para pasar la noche que le concedió, sin mucho miramiento, el empleado de la gasolinera, cuando al quitarse los lentes de sol, lo oscuro que vio con ribetes fosforescentes seguía aún más oscuro.

    —¡O a lo mejor la pitada fue más fuerte que la coca. Estoy como viendo visiones! —se dijo.

    Terminó de arremangarse la playera negra de marca, estampada con el ícono comercial del Che Guevara en blanco, y adelantó unos pasos para, por fin, salir al despoblado, pero, de pronto, sintió su vida amenazada por lo que creía estaba pasando allá afuera, y lo que casi nunca había tenido, miedo, ahora se le disparó, lo sentía, y lo que hizo fue devolverse.

    «Bah, debe ser la pasada», volvió a justificar con voz seca, sintiendo su garganta carrasposa, sin comprender si era por lo que estaba respirando o por las repetidas fumadas de la noche precedente. Se resistía a entender eso raro que vio, y comenzó a recoger y guardar en un morral las pocas cosas que había sacado, cuando al filo de la medianoche de unas horas antes, había llegado a ese lugar con el carro accidentado.

    « ¡Qué mierda, una camioneta full equipo, nueva, y venirse a echá perder!», siguió pensando. Ahora eran los muertos los que salían al encuentro de sus recuerdos. Si no hubiese visto lo que vio, seguro que serían otros sus pensamientos. El último crimen fue el más audaz, inteligente y alocado que se le había ocurrido.

    «Guardia, este es el próximo. Cien palos». Ese fue el escueto mensaje y una foto, con un nombre, que recibió en su smartphone de última generación.

    En su «trabajo» Ramón no recibía instrucciones personales. Todo era digital. Hasta los pagos. Y su cuenta bancaria se alzaba hasta el cielo. Antes de que lo apodaran «el guardia», le decían «el catirito», porque eso fue, un carajito catirito, flaco, con los dientes picados, que a los trece años perdió a su madre atravesada por «balas perdidas», cuando los dos, casi amaneciendo, salían de la modesta vivienda en aquella barriada de ese cerro lleno de casas de dos o tres pisos hechos a la machimberra, sin ningún sentido arquitectónico o de por lo menos cierta simetría amigable; de muchísimos ranchos, de vericuetos de calles que siempre llevaban a alguna parte, de enredados infinitos de cables del tendido eléctrico público, de la telefónica, de las cableras, y quedaron confundidos en medio de un ajuste de cuentas entre delincuentes.

    — ¡Má, má, qué te pasa, levántate! —le decía e intentaba alzarla, pero no tenía fuerzas para hacerlo. Pensaba que solo era un desmayo, pero cuando vio que la sangre le cubría todo el pecho arropando su blusa y su suéter, y se le salía como un hilillo alcanzando el pavimento, supo que todo había acabado para ella.

    Corrió desesperado de arriba abajo, gritando, clamando por ayuda, y se quedó dando vueltas alrededor del cuerpo, mirando a cada rato el rostro, centrándose en los ojos abiertos hacia el cielo, hasta que al rato fue, como desorientados, que salieron los vecinos, rumorando los consabidos «pobrecita, la mataron, ya no se puede vivir con tantos malandros», y la esperanza de que la revivieran, de que algo podían hacer, hasta de un oportuno milagro, se le esfumaron. Seis larguísimas horas tardaron en llegar la policía y la furgoneta forense para levantar el cadáver. Y tres días después se lo entregaron a la comunidad. La morgue estaba llena.

    No había conocido a su padre y ahora huérfano se vio obligado a abandonar la escuela y buscar cómo sobrevivir. Pensó en su tía Esther, que era maestra, profesora o algo así, pero a la que veían de tiempo en tiempo cuando los visitaba para llevarles alguna ayuda, y se resignó al recordar que no tenía ni idea de dónde trabajaba o vivía. Un día después del sepelio comunitario de su mamá y sintiéndose más solo que nunca, bajó hasta el enclave urbano, la desconocida ciudad de la que no sabía dónde empezaba o terminaba, la que desde su cerro veía como atrayente y poderosa, pero con gran miedo. La que se convertiría, desde ese momento, en el desafío a vencer si aspiraba a sobrevivir, a evitar convertirse en un adolescente feral, para lo cual ya muchas rutinas se acabarían: la escuela, ver televisión en el viejo receptor y esperar el regreso de la madre para poder comer.

    Caminaba con la cabeza baja, sin rumbo fijo, mirando el suelo como para no perder lo que le pudiera parecer como algo con valor que luego, más tarde, serviría para sosegar el hambre. Pero llegó hasta el bullicio mayor y nada encontró, y, entonces, vio en el centro de la vía, toreando vehículos, a quien desde ese momento estaría predestinado a cambiar su existencia, a un muchacho de la barriada, que aparentaba su misma edad, pero con mayor físico, «más maiciao», diría después; moreno oscuro, muy quemado por el sol, gritando y empuñando en sus manos bolsas plásticas de distintos colores:

    —Las bolsas de basura, sus bolsas pa' la basura, dos por una y cinco por tres.

    Pensó por mucho rato lo que iba a hacer. Desconocía qué fuerza interior lo estaba guiando hacia esa persona. No perdería nada si le hablaba. Estaba solo y ningún familiar de su madre se había acercado a la casa en años, y no creía que lo hicieran ahora, a lo mejor ni sabían lo de su desamparo. Algo tenía que hacer. Decidió. Esperó al cambio de luz del semáforo y se le acercó con timidez.

    — ¡Epa, quiero hablar contigo!, ¿puedo ayudarte con las bolsas? Yo vivo por tu casa, nos vemos cuando bajo a la escuela ¿no te acuerdas? —Más que solicitar se justificaba.

    Lo miró de arriba abajo, y tardó un rato para responder. Lo que tenía al frente era un muchacho delgadito, casi cabizbajo, con uniforme escolar, jean azul marino y chemise color blanco, ya casi gris por lo sucio.

    —Sí chamo, ahora que me acuerdo sí te he visto; a tu mamá se la «echaron» la semana pasada. Pobrecita, había un peo entre unos jíbaros y cuando están drogos ajustan sus cuentas, disparan a lo loco y pasan esas cosas. Dime, ¿pa' que te soy bueno? —le habló haciéndole señas para que se aproximara.

    El muchacho se acercó, le dijo algo sobre trabajar y ambos caminaron hasta un puesto de comida ambulante. Sin figurarse, porque lo creía, el moreno le preguntó:

    — ¿Tienes hambre?, no tengas pena, yo te invito.

    Después él mismo se presentó:

    —Soy José, pero me dicen Mandinga. Antes me pusieron el sobrenombre de Virolo, por mis ojos bizcos, ¿ves?, cada ojo ve pa un lao y pa otro, pero cuando comencé a echar cuerpo me pusieron el de un negro macizo que aparecía en la televisión, y porque era más conocido, y así me quedé; es más, me gusta más que el de Virolo, porque mete miedo, por lo de Satanás y esas vainas.

    —Toma, ayúdame con este bolsero —le pidió.

    Ahora se dirigió al vendedor:

    —Panita, dame dos balas frías bien resueltas, pero a precios solidarios, la venta ha estao floja.

    —Está bien, Mandinga, espera por ahí —le respondió el marchante, quien por la confianza en el trato era su conocido desde hacía mucho.

    —Entonces, panita, ¿pa qué te soy bueno?, ¿de verdad quieres trabajar?

    Antes de responder, se le quedó mirando al rostro detenidamente y comprendió lo del defecto de los ojos. No sabía si lo estaba viendo a él o a otra cosa, porque los ojos apuntaban hacia direcciones distintas. Le pareció gracioso, pero se mantuvo serio. Tampoco perdió detalles de la franela negra y el pantalón del mismo color que vestía, que parecía adherirse a su piel.

    —Sí, no tengo a nadie y quiero trabajar, una chamba.

    —Ah, bueno, eso está fácil.

    Y a los trece años, Ramón Benítez Fernández comenzó a andar antes de tiempo su camino a lo que creía sería la madurez en el mundo de los adultos, pero lentamente fue dominado por la inmediatez de los placeres mientras que la dura realidad de enfrentar el día a día pasaría a segundo plano. Se transformó en el común malandro del que tanto le advertía su madre: «Tienes que estudiar para que nunca seas como esos vagos llenos de malas costumbres, para que abandones este lugar donde no entra la policía y en el que los delincuentes ordenan toques de queda». Y en vez de ser testigo de violaciones, atracos y asesinatos en tiempo real, se convertiría en protagonista de muchos de estos desmanes.

    Mandinga vino a representar el guía, el buscador de soluciones, y él, solo el ejecutor. No había un día en que el alcohol, el sexo y las drogas no coparan sus horas. La casa materna se convirtió en el centro de las delectaciones de quienes al igual que ellos esperaban vivir en la misma onda. Todo lo que conseguían con la venta ambulante de mercancías y drogas tenía el mismo destino, hasta que el negro «maiciao», a los dos años de ese vivir sin dirección, una tarde se presentó montando una motocicleta Yamaha 250 cc, Racing/Street, negra.

    — ¡¿Y eso?!

    —Marico, esto que estás viendo cambiará por siempre nuestras vidas, vamos a subir de estatus social —le respondió.

    —Pendejo, si yo no sé manejar esa vaina, ¿te vas a convertir en mototaxista?

    —No, vale, móntate atrás y vamos a dar un paseo.

    —Voy, ¿y dónde coño están regalando estas bichas?

    —Ya te explico, pero agárrate bien porque ese puede ser tu puesto por mucho tiempo y debes aprender a guardar el equilibrio.

    Ramón se sintió nervioso cuando la moto arrancó con su escandaloso motor, y al circular por las angostas calles de subidas, bajadas y curvas pronunciadas de la barriada, se ladeaba y sus rodillas casi tocaban el pavimento. Agarrado con una mano al cinturón de Mandinga y con la otra a la correa que atravesaba el asiento, pensaba en su amigo, también sin padre y con una mamá que casi nunca veía. Era el menor de una catajarria de hermanos que se cansaron de llamarle la atención y de ñapa golpearlo por su desobediencia al pensar que llevaba una vida libertina, andando con malandros y prostitutas, más con los primeros, durmiendo en las calles, y más temprano, cuando estaba carajito, ahuyentando el hambre con los olores de las pegas industriales. Por supuesto, la escuela no era su atracción, no porque consideraba malo aprender a leer y a escribir e instruirse, sino por las agresiones de los muchachos más grandes, por aquello de lo de Virolo.

    —Pero dejé lo de huele pega cuando otro chamo me dijo que me volvería loco y que no se me pararía más, y me asusté. Cambié a los porros, pero esa vaina se puso cara, y me puse a vender piedras (crack), y de vez en cuando me doy la fumada cuando me sobra —le contó en una de esas reuniones que hacían a diario en su casa, a donde se fue a vivir desde que comenzaron a andar juntos.

    Mandinga era muy animoso y atrevido. Estaba enterado de todo lo que ocurría en las barriadas centro de sus «operaciones comerciales». Nada se le escapaba en su mundo cotidiano. Todo lo contrario de Ramón, un introvertido contumaz y maquinador, condiciones que lo ayudarían a sobrevivir en el peligroso oficio al que lo conduciría su amigo. No tenían novias o amigas íntimas. Todo se resolvía en un instante.

    — ¿Quieres rumbear? —.Emboscaba el negro a cualquier muchacha con la que se encontraba, y parecía tener como una especie de don para identificar a las llamadas «resueltas, que van con todo», y casi nunca se equivocaba.

    —Mira, tengo este catirote. Es callaíto pero bueno para lo que tú sabes —añadía, presentando a Ramón, siempre serio, y que tenía que aparentarlo más, por los de sus dientes delanteros cariados.

    Y así todo era un comenzar y terminar de juergas, para volver a la buhonería con lo primero que podían obtener en los comercios de chinos, abarrotados de vendedores informales como ellos, para comenzar a gritar por las avenidas desde cebos matarratas hasta los más ingeniosos juguetes que se desbarataban con muy poco tiempo de uso.

    Estando en esos menesteres, Ramón veía que Mandinga desaparecía y volvía rato después.

    —Toma mis cosas y nos vemos en la casa —le decía.

    Comenzó a ponerle más atención y reparaba en un hombre bien vestido, escoltado por otros dos o tres, que le entregaba cosas y le daba como instrucciones.

    —Bueno, algún día le preguntaré —pensó. Y ahora que estaba montado en esa motocicleta, casi sin tubos de escape, creyó llegado el momento para inquirir sobre lo que casi siempre estaba viendo entre Mandinga y esos desconocidos. Pero no pudo porque cuando llegaron al final del pavimentado y cogieron hacia un descampado, casi en la cima del cerro, el amigo frenó bruscamente, lo bajó de la moto y empujándolo lo encañonó con un reluciente revólver.

    — ¡Hasta aquí llegaste pendejo! —le gritó.

    —¡¿Qué te pasa marico?!, ¿vas a matar a tu mejor amigo?, ¿qué coño te pasa?, ¿qué te he hecho para que me amenaces? —le respondió.

    Por primera vez en su vida, no sintió miedo. El corazón no se le aceleró y nada le temblaba. Sentía algo que en ese momento no podía definir, pero era como

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