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El paria mexicano
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Libro electrónico372 páginas6 horas

El paria mexicano

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El atribulado soldado Román, protagonista central de El paria mexicano, regresa a casa luego de una desastrosa misión en el bosque que le dejó secuelas permanentes. No sabe qué hacer con su vida, pues la patria que defendio lo ha olvidado. Luciano Campos Garza presenta una novela sobre la guerra contra el narco en la cual militares y criminale
IdiomaEspañol
EditorialProceso
Fecha de lanzamiento14 sept 2022
ISBN9786077876748
El paria mexicano

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    El paria mexicano - Luciano Campos Garza

    1

    –¡Párate, cabrón!

    El grito de Román fue desesperado y tardío. Rebotó en las aceras y el pavimento y se desvaneció adelante, donde la calle continuaba hacia un punto de fuga entre las casuchas. Pilar, a su lado, tenía el fusil encajado en el hombro y movía el bigote, tenso. Ya no podía detenerse. Tampoco lo hizo la figura que escapaba. El disparo sonó seco y retumbó en el vecindario. Nadie se alteró, no hubo gritos. Nadie se espantaba ya en la zona evacuada.

    Unos 50 metros adelante, el hombre que huía descompuso la carrera, hizo aspavientos con los brazos y cayó de bruces sobre el fango.

    Lo mataste, musitó Román –¿o sólo lo pensó?–. Pilar ya avanzaba trotando hacia su presa. Llevaba su arma en posición de ataque. Las botas sonaban escandalosas entre los charcos del camino cenagoso. El compañero lo siguió, esperando que, si seguía vivo, el hombre caído estuviera inerte; de lo contrario recibiría otro plomo.

    Clareaba y el día gris hacía imposible ver, a lo lejos, si el herido reaccionaba. Desde lejos lo divisaron bocabajo, era necesario aproximarse. Pilar llegó primero y lo encontró vivo, con las manos extendidas y los dedos abiertos, muy consciente de su condición de sometido. Tenía las piernas separadas, en señal de rendición. En el ángulo que formaban los muslos, Pilar colocó el empeine, con un golpe brutal. Hubo un grito de dolor, pero sin reacción defensiva. No tenía caso la queja. Había sido sorprendido en pleno acto de rapiña, un delito capital en tiempos de desastre. En despoblado, por la simple flagrancia, un ratero habría sido colocado contra el paredón y ejecutado en juicio sumarísimo, sin más cargos que los que le hubieran presentado los soldados, Pero ahora era más factible que llegaran al municipio visitadores de derechos humanos y comenzaran a preguntar, a investigar. Además, Román y Pilar batallarían mucho para sepultarlo, si moría, como suele hacerse con la escoria tóxica. Pilar sintió el impulso de jalar el gatillo, y abrirle un agujero en el espinazo, pero se contuvo y esperó a que su presa terminara de retorcerse. Le perdonó la vida.

    La bala había mordido el muslo derecho. La herida no parecía grave, y no se molestaron en ofrecer primeros auxilios. Pilar era muy buen tirador y pudo haberle metido una bala entre los dorsales. A esa distancia, el plomo le habría dejado un boquetón de salida por el estómago. Pero decidió simplemente detenerlo. Era lo conducente. Allá en el campo militar les habían ordenado, durante las prácticas, que a las personas arrestadas debían consignarlas de acuerdo al encuadre legal, con estricto apego a sus derechos humanos. Les advirtió el instructor: Ustedes se enfrentarán a las peores lacras de la sociedad, pero recuerden que el daño no se lo hicieron ellos a ustedes. No les violaron a sus hijas, ni le robaron el bolso a su madre, ni les mataron a su papá. Ellos actúan contra la sociedad y es la sociedad la que debe juzgarlos. Frénense, si están encabronados.

    Pilar observaba al ratero tendido, como si lo midiera. Intercambió una mirada con Román. Éste se alarmó, porque le estaba consultando si le permitiría despachar al infeliz. Así era de impredecible Pilar: primero mostró la intención de someterlo y entregarlo a las autoridades; pero luego sintió el impulso de matarlo. Román le contestó con una sonrisa rápida y se agachó a atender al herido. No quería saber nada de lo que había decidido el camarada. Si quería jalar otra vez el gatillo, que lo hiciera, pero que no contara con él…

    Tal vez era uno de los reos que escaparon del penal de Cadereyta, durante la tormenta. De cualquier manera, no deseaba que lo acabara, porque tendría que asumir parte de la culpa. El código no escrito de los militares señala que, durante la batalla, todos los compañeros son cómplices, ninguno testigo. Por eso están obligados a ayudarse y hacer como los gatos que, tras defecar, sepultan el excremento.

    Acordaron entregarlo. El ratero no supo lo cerca que estuvo de ser ejecutado. Era un hombre joven, alto y esquelético, casi de la estatura de Pilar, con el cabello enmarañado. Sus ropas eran holgadas, como de pordiosero. Transpiraba copiosamente y no dijo ni una sola palabra. Le ordenaron ponerse de pie y colocar las manos en la nuca. La herida no era grave. Cuando llegaron a la Presidencia Municipal, escoltándolo, no conocían su voz. Él miraba todo con ojos vivaces y sin temor. Román pensó que se estaba divirtiendo, como si hubiera olvidado que había sufrido una herida de bala.

    A la entrada del Palacio preguntaron al guardia que vigilaba el frontón dónde estaba el sargento Manzano. Le entregarían cuentas del recorrido y pondrían a su disposición al caco. Les indicaron una mesa de recepción de quejas, a unos pasos de ahí, bajo los arcos del pórtico. A esa hora temprana había pocas almas en la calle. Enfrente, en la Plaza de Armas, algunos lugareños deambulaban penosamente, desorientados, buscando información, ayuda, consuelo, tras la devastación que dejó el huracán. La inminencia del próximo aguacero tenía a la mayoría de los damnificados en el albergue municipal improvisado en el Salón Polivalente, que era usado a diario como gimnasio. Al prisionero le habían ordenado meter las manos en las bolsas traseras del pantalón. Estaban seguros que no las movería de ahí, porque ya había probado el sabor del plomo.

    Encontraron al sargento Manzano escuchando pacientemente a una señora que le hablaba a gritos. Otras mujeres que lo rodeaban asentían. Pilar y Román se aproximaron y se sorprendieron por lo que ahí ocurría. En su vehemencia, la mujer, morena y bajita, movía sin pudor sus enormes pechos, asfixiados en un jergón ajustado color lila que le acentuaba la panza. Agitando la mata de cabellos teñidos de naranja le decía al sargento que era un bueno para nada, que ni él ni sus guachos eran capaces de contener el saqueo que cometía, por todas las colonias y a su antojo, el maldito Ratón, como le llamaban al pillo que asolaba la cabecera municipal de Doctor Arroyo. Corruptos, inútiles, malolientes, les decía. Manzano inflaba las aletas de la nariz, haciendo acopio de paciencia, mirando a todas las mujeres que lo rodeaban. Atrás de él, su escolta personal parpadeaba y movía el cuello, incómodo dentro del sacón verde. Yanqui, usted es un yanqui, igual que todos los sardos del Ejército mexicano. Usted se va a ir a la mierda cuando todo esto acabe y nos dejará el gran problema, le espetó, temeraria, la indignada mujer. Román pensó que el sargento le volaría la trompa de un envés, pero Manzano sólo apretó los dientes, haciendo que se le cuadrara aún más la mandíbula. ¿Y ustedes qué?, reviró Manzano, cuando parecía que contestaría a la ofendida. Antes de que Pilar pudiera responder, una de las señoras se abalanzó sobre el prisionero. ¡Méndigo Ratón! ¡Hijo de tu pinche madre, ratero! Tímido, culero, mampo, le decía mientras le daba manotazos en la cabeza, en los hombros. La señora de pelambrera anaranjada tuvo mejor tino y le dio un sonoro bofetón.

    ¿Este es el cabroncito que me decían? –le preguntó Manzano a las señoras, viendo al hombre detenido, quien fingía timidez, aunque doblaba la boca en una media sonrisa. Tenía los dedos de la cachetada marcados en la mejilla, pero disfrutaba la atención. Es él, sargento. ¡Este hijo de su puta madre! Y las mujeres volvieron a hacerle montón. Ratón débilmente se cubría los golpes que no lo lastimaban. El muchacho se creía muy listo, y Manzano lo notó.

    Ya ve, mis hombres trabajan, señora. Venga después de la comida, le dijo el sargento a la mujer y musitó a los soldados: tráiganme a este pendejo. Román y Pilar estaban desconcertados. No sabían hacia dónde moverse. El escolta les hizo una señal con la cabeza para que siguieran al sargento, y así lo hicieron, empujando al Ratón. Cruzaron el patio del Palacio, atestado de soldados que se movían en todas direcciones, y llevaron al joven a una oficina, donde entraron con el sargento y su escolta. Ahí les indicaron que buscaran alimento y descansaran. Se cuadraron ante el superior y dieron media vuelta con paso marcial. Román le echó una ojeada al ratero, que tenía el gesto demudado. En el patio, un guardia que se identificó como Pereira los interceptó. Los dos pensaron que tenía indicación de atenderlos. Los acompañó al comedor, en la planta alta, donde había otros soldados sirviéndose menudo de una olla grande, que tomaban con un cucharón. Llenaron su plato, cogieron algunas rebanadas de pan blanco y se sentaron cerca de la ventana para aliviar el bochorno que se concentraba en el interior del salón, acondicionado con mesas, sillas y estufas portátiles. Pereira cogió un plátano y los acompañó. Los soldados callaron. Sabían que no es propio que un subalterno inicie una conversación con un superior. Pereira, conocedor de la costumbre, habló primero. Les dijo que el sargento Manzano estaba de muy mal humor y que, seguramente, se las cobraría todas con el Ratón ese.

    El pelotón había llegado a Doctor Arroyo, dos días antes, procedente del vecino estado de San Luis Potosí, explicó Pereira. Su misión era auxiliar a los afectados del huracán y conducir a la población a los refugios, pero, sobre todo, debían evitar la rapiña, el mayor reclamo de los civiles en tiempos de desastre. La base militar de Matehuala quedaba a 50 kilómetros de ahí y Monterrey, capital de Nuevo León, estaba a 350. Además, no había forma de enviar refuerzos militares hasta Doctor Arroyo desde el municipio conurbado de Escobedo, donde estaba la sede de la Séptima Zona. El meteoro había cortado todos los caminos y comunicaciones. En el extremo sur del estado, donde se encontraban en ese momento, la red de caminos estaba hecha pedazos. Los dos soldados se habían presentado esa mañana en el campamento instalado en el enorme edificio del ayuntamiento, frente a la plaza principal, toda encharcada, con los árboles cabezones que se escurrían con tristeza sobre las bancas, las baldosas, el kiosco. Pereira preguntó cómo habían llegado. Román explicó que un helicóptero los había trasladado desde Escobedo hasta la ciudad de Ramos Arizpe, en el contiguo estado de Coahuila, en un vuelo de unos 30 minutos. La aeronave no pudo adentrarse más hacia el sur, porque Los Tímidos estaban bien armados y estaban disparando con lanzacohetes al aire. En días pasados incluso estuvieron a punto de derribar un chopper. Por eso ya estaban prohibidos los vuelos en el bosque, argumentaron los comandantes cuando les explicaron pormenores de la misión. Tuvieron que caminar durante toda la madrugada y pedir aventones a los rancheros para ingresar otra vez a Nuevo León y llegar hasta ese municipio, al que los lugareños simplemente llamaban Arroyo. Pereira les preguntó, despreocupadamente, si eran de Los Meconios y ellos lo negaron. No sonaron muy convincentes, pero el superior no dijo nada. Nadie debía saber que emergían de aquella infausta generación. Pereira, quien trabajaba en la administración de recursos del campamento, les dijo que ya sabía que tenían una misión especial, en el bosque de ese paraje olvidado. No podía retener el nombre del municipio. La puta madre, se le confundían los lugares. Él era del Estado de México y no estaba familiarizado con la geografía local. Les comentó que su papá había trabajado en la fábrica de pólvora de Tecamachalco, y que también había sido militar, jefe en la maestranza de artillería. El viejo siempre andaba presumiendo un Mauser 7 mm, que le regalaron en un aniversario, recordó. La primer arma creada en México, le dijo en casa al pequeño, que terminó siguiendo la carrera de las armas. Pero como se dio cuenta de que los muchachos no sabían de qué les hablaba, desistió de confiarles esa parte de su vida.

    Rehaciéndose, se puso severo: Y tampoco quiero que me digan qué vainas traen con ese encargo. No quiero saber qué mierdas harán en la sierra, pero debe ser algo gordo. Los compadeció por el clima horrible de la región, con frío en la mañana y bochorno en la noche.

    Quién sabe qué sol o qué aguacero los sorprendería en descampado. Es el bullying climático de Dios, les dijo, enfatizando el anglicismo, para aclarar tácitamente que no usaba ese tipo de palabras sofisticadas. Los tres rieron. Pereira pareció sentirse en confianza, porque les reveló por qué Manzano los había puesto a trabajar en el rondín de las colonias, donde encontraron a Ratón. El sargento sabía que ellos tenían su propia misión, importante, ordenada desde el cuartel mismo de la Séptima Zona, y que estaban agotados por la caminata. Pero como estaba muy enfadado, los utilizó para aliviar el coraje que le provocó el paquete recibido el día anterior.

    Mientras supervisaba el funcionamiento del pelotón, en el interior del Palacio, a Manzano le entregaron en un sobre sin membrete dos discos compactos. El mensajero le dio instrucciones y se fue. Suponiendo lo peor, Manzano acudió a la oficina del presidente municipal, acondicionada como su despacho provisional. Ordenó a los regidores que estaban ahí holgazaneando que se retiraran y se encerró con su escolta. Sabía que iba a ver algo desagradable, pero no tanto. Ahora ya toda la tropa sabía que vio en los cds dos ejecuciones de soldados de su regimiento que habían sido secuestrados mientras estaban en su día de descanso, en el centro de Matehuala. Una estaca de narcotraficantes los había acechado, afuera de la base militar. Los siguieron hasta la parada del autobús, los acompañaron sigilosamente en el recorrido y, al bajar, los levantaron. Fueron eventos separados, pero simultáneos. Los captores les dieron muerte en el mismo lugar y de la misma manera: los desnudaron, los colgaron de una cuerda que subía y bajaba en una polea y los introdujeron vivos en tambos de aceite hirviendo, con una mecha encendida por abajo. Así los asesinaron, friéndolos, mientras gritaban y aullaban enloquecidos de dolor. Grabaron las ejecuciones. Y los discos, con las imágenes horrendas, fueron enviadas al cuartel con un niño mensajero. Los mandos en Matehuala vieron el material insoportable, y luego le enviaron los discos a Manzano, quien se puso de un humor de perros. Pero era un hombre de férreo autocontrol. Con el esófago ardiéndole de coraje por sus muchachos masacrados, soportó las majaderías de la señora temeraria.

    Mientras sorbían las menudencias, escucharon un alarido cercano. Era Ratón. Luego ya no hubo más sonido. Le pusieron la mordaza, dijo Pereira. Parecía cansado. O tal vez tenía miedo. Quizás él no fuera el único al que se le erizaban los pelos en la nuca cuando acechaba el peligro. Ahí, en ese edificio, rondaba la muerte. Pereira se rascó la nariz, la mejilla, la nuca. Lo hizo con energía. Miraba a la pared. Parecía seguir pensando en la horrible agonía de sus camaradas. Clavó la vista en la superficie de la mesa: Ese pendejo Ratón, le están dando tratamiento y merece lo peor, masculló. Lo bueno es que los malandros no pillan, cabeceó concentrado. Saben que hacen mal. No tienen cara para pedir ayuda. Román y Pilar escuchaban, atentos. ¡Ah!, pero que no se enteren los activistas, porque nos dan 20 años de prisión, dijo Pereira, meneando la cabeza. Eso de los derechos humanos son puras mamadas, compañeros. Las Fuerzas Armadas estamos enfrentando a un enemigo desconocido. Los encaró, quizá esperando una réplica para ser más vehemente.

    Nunca se había vivido tanta crueldad en el país y tengo muchos años en el servicio. Estamos combatiendo con excesos los excesos a los que los delincuentes han llegado. Es la única manera. Y eso no lo ven los maricones activistas. ¿Cómo quieres que reaccionemos, cuando sabemos que a dos compañeros los cocinaron vivos? Román cabeceó lentamente. Al imaginarlos, se estremeció. Pereira ni lo miró. ¿Cómo quieren ellos, los cagones defensores de los derechos humanos, que actuemos? Bola de castrados. ¡Ay, sí!, tiene derecho a permanecer callado, señor delincuente. Seguramente así les vamos a decir. Vergas. Lo agarramos, le cortamos los huevos, se los ponemos en la boca y lo dejamos colgado, donde lo encuentren sus amigos. Tlatlaya… ¿sí supieron lo de Tlatlaya? Los dos negaron con la cabeza. Lean, cabrones, vean los periódicos, los reprendió. Todo indica que fue un fusilamiento, pero el mundo no perdió nada. ¿Hubo excesos? A huevo, pero no puedes ponerte a revisar quién es bueno y quién no. El que se junta con malos, sabe a lo que se expone. Y el Ejército no está para andar averiguando. De mí se acuerdan, muchachos, en algunos años van a cambiar los tabuladores de los derechos humanos. Lo que ahora está prohibido, se va a permitir, es la manera en que se puede combatir a esos monstruos, porque eso son, no son personas. Hubiera querido Román hablarle de Classen. El belga estaba en sintonía con Pereira. Le había dicho a Los Meconios, en aquellos días locos del adiestramiento en la playa, que la escoria, como son los malandrines, debía ser expurgada sin ningún miramiento y tirada a los contenedores de desperdicios. Sintió el impulso de recordar al belga, pero mejor guardó silencio. Ya no hablaron. Terminaron el desayuno y agradecieron a su anfitrión, quien les ofreció que tomaran un descanso. Pereira tenía ganas de desahogarse, porque antes de retirarse les recomendó que tiraran siempre a matar. Que no tuvieran piedad, no por lo menos con los hampones. Quizás los había visto muy novatos y sintió la obligación de aleccionarlos: en un mundo como el de los criminales, donde rige la maldad, lo que es correcto para ellos, entonces, es hacer el mal. A los cochinos hay que jugarles cochino, sentenció. Si ellos, los delincuentes, creen que conseguirán su objetivo destruyendo a los soldados, matándolos a balazos, torturándolos, habrá que combatirlos por igual, con las mismas armas y con el doble de brutalidad. La carrera era para matar primero. Afortunadamente, les dijo, con íntimo orgullo militar, los gallitos de la Defensa Nacional estaban mil veces mejor capacitados que los narcos, y en los topetones siempre salían victoriosos. Había bajas entre los soldados, era inevitable, pero siempre arrasaban con los oponentes.

    Román recordó que, en la preparación teórica que llevaron en el cuartel, les hablaron de la escalada simétrica, con la que los bandos de la sociedad, hombres dentro y fuera de la ley, buscaban superar a los rivales. Los delincuentes, en un lado, pegaban fuerte, y los soldados, en otro, pegaban más fuerte. Había que subir un escalón, siempre, sin pedir clemencia. Y así respondían los enemigos. Pensó que, con Pereira, estaba hablando con un verdadero soldado de carrera y que, seguramente, su color favorito era el verde olivo, porque lucía muy cómodo dentro del uniforme, aunque echara pestes y se quejara de todo. Sin embargo, recapacitó Román, eran minoría los soldados que pregonaban con orgullo el oficio de las armas. Los más estaban ahí por un sueldo, por compulsiones sicópatas o, simplemente, porque no encontraban trabajo en otro lado.

    Sombríos, pasaron a uno de los salones, donde había un televisor en una mesita negra, recubierta de laca fina, que de­sentonaba con las paredes desnudas. Seguramente la tomaron del despacho de alguno de los funcionarios de primer nivel. Había junto a la pared algunas colchonetas enrolladas y apiladas, como gavillas de leña. Cada uno cogió la suya y la extendió. Una pestañita de 20 minutos, dijo Román. Abrazaron el fusil y, simultáneamente, se quedaron dormidos de inmediato.

    Despertaron al mismo tiempo. Vieron el reloj de pared y se dieron cuenta de que habían dormido de un tirón dos horas. Pero el sueño fue profundo y terapéutico. El silencio era completo. Estaban solos. Permanecieron quietos un minuto. Román recordó que aún les quedaba una jornada entera, mínimo, para terminar la misión. El peso de la encomienda lo abrumó. No era necesario que él estuviera ahí, maldijo mentalmente. Añoró su casa, en Guadalupe. Su madre le estaría sirviendo la comida. ¿Qué estaría haciendo Bichu? Quizás estuviera con su novio en turno. Seguramente ya se había conseguido uno. Recordó sus largas piernas blancas, el vientre liso. Cuando dormían juntos, lo abrazaba adormilada para darse calor, y los pechos duros le presionaban la espalda. Pilar le habló, preguntándole la hora, pero fingió no escucharlo. Temía encararlo y que viera el rubor que le quemaba la cara, que se percatara que le ardía la entrepierna. Le dijo al camarada que no tenía reloj y que averiguara por ahí. Se obligó a desviar sus pensamientos, para aplacar la erección que le abombaba el pantalón. ¿Y si Roberto ya había regresado? Poco probable. Andaría aún de mojado en Estados Unidos. Se palpó la bolsa del pecho y encontró, con alivio, que llevaba la tarjeta magnética. Maldita chimistreta. Tanto rodeo, para ir a entregar ese pinchurriento chip en medio del bosque. Pilar seguía con la pierna flexionada y las manos bajo la nuca, como una estatua despreocupada en el suelo.

    Román solamente descansó un poco más, mirando el techo, antes de ponerse de pie, de un tirón, para no darse tiempo a considerar otro momento de descanso. Pilar lo imitó. Enrollaron las colchonetas, las alzaron y, con el fusil colgado al hombro, caminaron a la salida. En uno de los sanitarios comunes se echaron agua en la cara y descargaron la vejiga. Estaban listos para partir. Cruzaron el patio sin levantar la vista. Nadie reparó en ellos. En la salida del Palacio había una multitud. Lo que fuera, ese tumulto era provocado por Ratón, supusieron. Y no se equivocaron.

    Extrañamente, el cielo había abierto algunos espacios cilíndricos por donde se descolgaba el sol. El calor de la mañana los abrazó, cuando, horas antes, habían amanecido tiritando de frío. Había mucha gente en la plaza, y se escuchaba un sonoro murmullo. Frente a la puerta principal del Palacio, del otro lado de la calle, estaba un hombre de pie de espaldas a un encino. Era Ratón. Se aproximaron para verlo. Estaba semiinconsciente, sujeto al árbol por un lazo que le pasaba bajo las axilas, rodeándole el pecho. Tenía los brazos, desde los hombros hasta las manos, recubiertos con escayolas frescas, blanquísimas y relucientes. Pobre pendejo. Pereira les habló desde la espalda y, sin dejar de murmurar, se colocó a su lado: El sargento lo está poniendo de ejemplo. Se lo merecía. Román no pudo soportar la curiosidad. ¿Y cómo lo castigó? Pereira apretó los labios unos segundos antes de responder. Le rompió los huesos de los dos brazos. Con un bastón de acero le partió los húmeros, los codos, luego los antebrazos, radio y cúbito. Le machacó los metacarpianos y las falanges izquierda y derecha. Pesaban muchas denuncias sobre el rata. Si se le pasó la mano al jefe, pues es otro asunto, pero había decidido ponerlo de escarmiento. Ahí, colgado a la vista de todos, como lo ven, Ratón tiene la orden de no gritar, ni decir nada, porque el sargento lo sentenció: si lo desobedecía le repetiría el tratamiento en las piernas. De pendejo no tiene un pelo y por eso calla. Con este ejemplo, te aseguro que nadie va a volver a pasarse de lanza. En tiempos revolucionarios los colgaban. ¡Que dé las gracias!, rio quedito Pereira. Ya hablaba para él solo.

    El doctor le había metido a Ratón, en cada brazo, una dosis de anestesia, de las usadas para dormir vacas que van a parir. Ahí está, medio apendejado. No siente dolor, pero ha de ser una sensación de la chingada, lo que le estará hormigueando. Y cuando se le pase la anestesia, quién sabe cómo se sentirá el pobre. A lo mejor necesitará clavos para juntar los huesos. Pilar murmuró, para que sólo lo escuchara su compañero: parece que estamos en una plantación de tabaco y están latigueando a un esclavo que quiso escapar. Román cabeceó sin estar seguro de darle la razón. A su alrededor vio rostros de resignación, algunos de silenciosa aprobación, ninguno de reproche, por el castigo que le habían aplicado a Ratón. Comprobó que el rechazo de los ciudadanos pacíficos a la violencia puede transformarse en aceptación, cuando quienes la reciben son los victimarios. Habita, en todos ellos, un íntimo goce sádico al atestiguar el sufrimiento de los malvados.

    Ratón levantó la vista y los ubicó. No estaban lejos y miró a Román y Pilar con resentimiento. Los dos supieron que los había reconocido. Pereira no se dio cuenta y siguió hablando. Le dicen Ratón porque robó un banco, en Linares; lo pescaron. Estuvo cinco años en el penal de Topo Chico. Ahí le pusieron el Ratón Banquero, como la canción, rio. Una motocicleta ruidosa se impuso a los murmullos. El hombre que la manejaba la apagó y la dejó tirada. Corrió unos pasos para estar al lado del prisionero. Los dos soldados vieron que Ratón hablaba y que los señalaba con la barbilla. El de la motocicleta los vio y dijo algo. ¿Los habría sentenciado? ¡Bah! Lo primero que les enseñan en el cuartel es a no asustarse de las miradas agresivas. Un soldado despejó el área alrededor del ajusticiado. El amigo de Ratón subió a su motocicleta y se retiró, presuroso. Sintió Román el impulso de levantar el rifle y bocinarle la espalda de un tiro, sólo para demostrarle al ratero quién tenía el verdadero poder. Lo vio partir, sintiendo que se había ganado a un enemigo más en el mundo, de esos que, suponía, jamás volvería a ver. De cualquier manera, el delincuente había recibido su merecido, rio mentalmente, con placer cínico. En el cuartel le enseñaron que si el gobierno te da un chingadazo, resígnate y trágatelo, porque no tendrás oportunidad de contestarlo.

    Pilar y Román entendieron que lo mejor era, una vez más, poner tierra de por medio. Le dieron la mano a Pereira para agradecer las atenciones y se retiraron. Cruzaron las calles de casas devastadas. En una pared larga y encalada vieron la inscripción RCDE, con la que Los Tímidos delimitaban su territorio. Román recordó que la mujer de pelos rojos que le reclamó a Manzano había llamado tímido a Ratón. No se lo dijo a Pilar, para no preocuparlo. En las calles comenzaba a bajar el nivel de las aguas, pero en algunos callejones aún había encharcamientos sobre los pasadizos de caliche. Saludaron a algunos compañeros que hacían rondines en infantería. Salieron del pueblo y se cruzaron con campesinos que, en los patios, raspaban lechuguilla, como única ocupación productiva que les había dejado el huracán. Román expuso una inquietud: si caían en manos enemigas, debían evitar la tortura. No se le quitaba de la cabeza la idea de los dos soldados que fueron freídos. Prefería morir. El compañero lo tranquilizó. Es muy raro que un soldado sea capturado, y más en la sierra, haciendo una travesía como la suya. Ellos, además, tenían entrenamiento para sortear trampas, por lo que, si estaban alertas, podrían mantenerse tranquilamente a salvo. Calmado, guachito, estamos jóvenes aún, no tenemos permiso para morirnos, lo serenó Pilar, buscando transmitirle seguridad. Sin ponerse de acuerdo, comenzaron a trotar. Los dos sabían que eran de los mejores fondistas que había en la región militar, y estaban capacitados para avanzar a paso veloz con el fusil en brazos. Guardaron silencio, mientras subían por una trocha, para remontar la colina. Entre los resoplidos del ascenso, los dos pensaban lo mismo: ¿cometieron un error al dejar vivo a Ratón? Román se esforzó por olvidarlo. Si pensaba en las amenazas, cualquiera que se cerniera sobre ellos, la inquietud crecería. Classen se lo dijo una vez con sabiduría: el miedo es como el gas, entre más espacio le das, más espacio ocupa.

    Dos

    En la casa no había relojes. Bichu los descolgó de las paredes y los retiró de los estantes cuando se fue Julián. De cualquier manera, ya no eran necesarios. Desde hacía mucho tiempo no tenía por qué ser puntual en nada. Su vida transcurría en el microcosmos casero, y únicamente necesitaba tener ordenadas las habitaciones, la cocina, la alacena, la ropa en el ciclo interminable de la lavadora. Tenía la buena costumbre de barrer a diario el patio y la banqueta, y casi no cruzaba palabra con las vecinas. De tanto recorrerlas en automático, conocía perfectamente las coordenadas del entorno, las habitaciones, las estanterías, los cajones, los muebles. Sabía exactamente dónde estaba colocado todo. Pasaban días en que, de distraída, no percibía ni el aroma de los alimentos que cocinaba. Era indiferente a la lástima con que la miraban algunas señoras que encontraba en el supermercado. Casi ni le hablaban, como si ella hubiera sido culpable de lo que pasó y la castigaran con desdén. Caminaba sobre algodones, anestesiada. Durante los primeros meses, después de lo de Julián, dormía queriendo no despertar. Pero se acostumbró a la idea de que seguiría viva, sin el pequeño. Comía a la hora que quería y no reportaba a nadie entradas o salidas de la casa. En un tiempo, los relojes fueron indicadores para el momento de biberones y papillas. El tiempo, después de Julián, se volvió un referente sin valor. Como si no tuviera suficiente dolor, su madre la eludía. En un pasaje de epicrisis, Bichu le había echado en cara su trato preferencial con Roberto. Le espetó, cruelmente, la forma en que lo crio, mimándolo de más por ser el mayor. Cruelmente le cuestionó la manera asquerosa con que lo contentaba para que redujera sus rabietas. Doña Rita le había dado una bofetada, y desde entonces hablaban muy poco. Bichu se arrepintió luego, porque el tema era prohibido, y se lo arrojó a su madre en la cara y sin aviso. Con esa insinuación tonta, había ensanchado el mal humor que ya había en todos. Lo de Julián había puesto de cabeza la vida dentro de la casa. Pobre vieja, la lastimó a propósito. No es cristiano que una hija humille a su madre, que la llene de vergüenza. Lo lamentaba, Dios lo sabía, pero ya no tuvo tiempo de remediar lo que había dicho. Quería pensar que, desde el Cielo, la había perdonado.

    En años recientes no debía apurarse por las horas y, prácticamente, por nada que no fuera su aseo personal, los ajustes para mantener la casa funcionando. El licenciado era formal en su manutención y ella cumplía con acudir al cajero automático para verificar el saldo de la tarjeta y hacer retiros. El dinero que había enviado Román, cuando estaba en campaña, alegró mucho a su mamá, porque le alivió cualquier preocupación en sus últimos meses de vida. Empleó muy poco del envío. Y Bichu, ahora, no sabía dónde su madre lo había guardado. Ocasionalmente pensaba en ello y pensaba que quizá se lo había confiado al padre Lupito pero, como estaban distanciadas, no

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