Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La muerte del sol
La muerte del sol
La muerte del sol
Libro electrónico407 páginas6 horas

La muerte del sol

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En un pequeño pueblo de la sierra de Balou vive el joven Li Niannian, de catorce años. Una tarde, después de ponerse el sol, Niannian se da cuenta de que algo inusual está sucediendo. Los aldeanos parecen actuar dormidos; uno tras otro, van cayendo en un extraño episodio de sonambulismo colectivo. Ante los ojos del muchacho, da comienzo un desfile de vecinos que, como víctimas de una extraña epidemia, se levantan en mitad de la oscura noche para entregarse a sus deseos más ocultos y desatar un infierno. Con el paso de las horas, los saqueos y la violencia se extienden por la región. Mientras tanto, los funcionarios y líderes locales se hunden en el libertinaje o en delirantes fantasías de grandeza, ajenos al drama del pueblo. La pesadilla solo terminará cuando llegue la mañana y el sol vuelva a salir, pero el tiempo parece haberse detenido y, a la hora del alba, una insondable oscuridad llena aún el cielo hasta donde alcanza la vista.
Yan Lianke, nos sumerge en esta historia siniestra y cautivadora en la que acompañamos a Li Niannian, a sus padres, e incluso al propio autor, transformado aquí en personaje, en un intento desesperado por salvar el pueblo del caos y la locura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2020
ISBN9788415509660
La muerte del sol

Lee más de Yan Lianke

Relacionado con La muerte del sol

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La muerte del sol

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La muerte del sol - Yan Lianke

    exactos.

    LIBRO PRIMERO

    PRIMERA VIGILIA:

    AVES SALVAJES SE CUELAN EN LA CABEZA DE LA GENTE

    1

    17:00 – 18:00

    ¿Por dónde empiezo ahora?

    Por aquí mismo.

    Estábamos en plena canícula, en el sexto día del sexto mes del calendario tradicional, Festividad del Traje Imperial,¹⁰ y hacía tanto calor que el suelo se había cuarteado. El sudor y el vello de la piel de la tierra se habían convertido en polvo, las ramas de los árboles se habían secado y sus hojas se habían caído. La fruta se pudría en el suelo y las orugas se convertían en momias polvorientas del tamaño de un dedo en lo que tardaban en caer por el aire.

    Un coche circulaba por la carretera. Se oyó el estallido de un neumático y el vehículo torció el morro hacia el lado de la rueda pinchada. En el pueblo apenas se ven ya bueyes o caballos. Se usan sobre todo tractores. Y en temporada de cosecha la gente con dinero va también en coche. Cuando el coche pinchó en mitad de los campos, un camión destartalado, a punto de hacerse pedazos, se dirigía a un trigal. Los tractores despedían un calor que olía a pintura roja. De vez en cuando aparecían bueyes o caballos tirando de un carro. Mientras, otros muchos se servían de su propia fuerza y de sus hombros para cargar las gavillas de trigo. Todo el mundo se agolpaba en el mismo camino a los campos y, de resultas, este se atascó, como una serpiente que se hubiera tragado a un elefante. La gente se puso a discutir y a pelear.

    Y en mitad de la pelea murió alguien. Tal vez varios.

    Aquella noche, la del sexto día del sexto mes, Festividad del Traje Imperial, la gente se murió por culpa del calor. En la tienda de artículos fúnebres Nuevo Mundo, propiedad de mi familia, se agotaron las mortajas. Se vendió todo el género antiguo y hasta el que se amontonaba detrás del mostrador, que a punto estaba de criar polillas. La gente llamó a nuestra puerta y lo compró todo.

    Se agotaron las coronas fúnebres.

    Hasta el último papel dorado y el último billete para las ofrendas.

    Maquetas de papel con forma de niños y niñas. Papel amarillo, blanco y ramas de espino. Vasijas de oro y bandejas de plata hechas de bambú y cartón piedra. Montañas y caballos de oro y plata. Tacos de billetes de ofrenda como pilas de dinero recién sacado del banco. Un dragón blanco pisoteando la cabeza de pelo negro de un mozo de establo. Un dragón verde aplastado bajo el cuerpo de varias mujeres de jade.¹¹ Varios días antes, cualquiera que hubiese entrado en el establecimiento familiar de artículos funerarios Nuevo Mundo se habría caído de espaldas ante tal cantidad de género. Sin embargo, de pronto, no quedó nada. La tarde de la Festividad del Traje Imperial el negocio no daba abasto. Todos los objetos fúnebres se vendieron en un abrir y cerrar de ojos. Como cuando alguien dice que los precios van a ponerse por las nubes y todo el mundo corre a sacar dinero para gastárselo y las arcas del banco se quedan vacías. La gente arrambla hasta con el dinero viejo y ya retirado de la circulación. Y compra todo lo que haya en las tiendas, sin dejar nada.

    2

    18:00 – 18:30

    Llegó el ocaso.

    Y lo hizo envuelto en un calor sofocante. No soplaba ni una pizca de aire. Y las paredes y las columnas de las casas despedían un olor a ceniza, como si las hubieran calcinado. El mundo parecía soliviantado, al borde de la muerte, e igual se sentían las gentes, a punto de fallecer.

    El día había sido ajetreado y todo el mundo estaba agotado hasta la extenuación. A más no poder. Hubo quien se quedó dormido en medio del trigal mientras segaba. Hubo también quien se durmió mientras aventaba el trigo. La cosecha había sido buena. La mies, del tamaño de los granos de soja, estaba tan hinchada que parecía a punto de reventar en una nube de harina. A punto de estallar. Las espigas doradas, caídas sobre el camino, se enredaban entre los pies de la gente. El pronóstico del tiempo había anunciado tormentas pasados tres días. Lluvias continuadas. Si el trigo se quedaba sin cosechar, se pudriría en los campos.

    Así que todo el mundo se puso manos a la obra.

    A recolectar y trillar a toda prisa.

    Todas las hoces del pueblo estaban ocupadas; las piedras de afilar acabaron descoyuntadas. El mundo entero y los campos eran un hervidero de gente. De ruidos que discutían entre sí, como también discutían las varas de cargar cuando se cruzaban rozando. Para apoderarse de la trilladora, la familia de más acá reñía con la de más allá. Mi tercer tío y mi quinto tío, que eran hermanos, se pelearon por usar el molino de piedra.

    Yo estaba apoltronado a la entrada de la tienda leyendo El paso del tiempo de los besos para Lenin, de Yan Lianke. Mis padres habían sacado a la puerta un camastro de bambú. Desde donde me encontraba, abanicándome bajo la luz, veía el cartel con las palabras Nuevo Mundo escritas en dorado sobre fondo negro. A última hora de la tarde, aquel dorado adquiría el tono amarillento del loess. Habíamos terminado de cenar hacía no mucho. Mi padre se sirvió un vaso de agua y se sentó en el camastro de bambú, en el umbral. Mi madre se le acercó cojeando para alcanzarle un abanico de papel. En ese momento, alguien apareció frente a mi padre. Un hombre alto, con el pecho descubierto y la camisa enrollada en el brazo. Estaba empapado de un sudor con olor a trigo que se le escurría por el cuerpo y caía goteando —ploc, ploc— sobre el suelo. Tenía el rostro enrojecido y el pelo corto salpicado de briznas de paja, tiesas como mástiles encima de la cabeza. Llegó con la respiración entrecortada, como si una cuerda de cáñamo le atravesara la garganta.

    —Tianbao, hermano, hazme tres coronas y cinco ofrendas de papel para mi padre.

    Mi padre se quedó perplejo.

    —¿Qué ha ocurrido?

    —Se ha muerto. Estaba en casa, echando la siesta… Llevaba dos días segando sin descanso, así que lo mandé a casa a dormir un rato. Claramente dormido, se ha incorporado de repente como un resorte y ha echado mano de la hoz, diciendo que el trigo se pudriría en el campo si no lo segaba. «Si no lo segamos, se nos pudre en el suelo», decía. Así que se ha levantado de la cama y ha ido a la parcela. No hacía caso a lo que le decían. No volvía la cabeza. Iba andando, a lo suyo. Quienes lo han visto dicen que caminaba como un sonámbulo. Que hacía oídos sordos cuando le hablaban. Seguía dormido y era imposible despertarlo. Iba hablando solo, como si estuviera en otro mundo, conversando con su otro yo. Al llegar al trigal ha dicho: «Venga, a segar», se ha agachado y se ha puesto a sacudir la hoz como un loco. Al rato ha comentado: «Ya me he cansado, voy a descansar un rato», se ha estirado y se ha dado unos golpecitos en las lumbares. A continuación se ha quejado de que tenía sed y se ha acercado al canal que hay junto al monte occidental. Mientras bebía, todavía metido en el sueño, ha resbalado, ha caído al canal y ha muerto ahogado.

    Aquel que apareció contando que su padre se había ahogado durmiendo era de los Xia del este del pueblo. Luego me enteré de que debía dirigirme a él como «tío Xia». El tío Xia explicó que había sido una suerte que el padre se hubiera ahogado en mitad del sueño. Hacía años que no se veía a un sonámbulo y, de pronto, va su padre y echa a andar dormido. Puesto que murió mientras dormía, no sufrió. Tras contar todo esto, dio media vuelta y se fue a prisa y corriendo. Tenía el rostro grisáceo y llevaba unas alpargatas blancas sin encajar, con las que chancleteaba aplastando la parte del talón.

    Llegó, habló y, precipitadamente, se fue, como quien olvida las llaves al salir de casa y corre de vuelta a buscarlas. Yo estaba leyendo a la luz de la puerta El paso del tiempo de los besos para Lenin, de Yan Lianke. Trata de la revolución. La revolución es un huracán que no se detiene en ninguna de las cuatro estaciones. Es como un loco atropellado en el ojo del huracán. Los cuatro mares se retuercen, las nubes y el agua se enfurecen; los cinco continentes se tambalean, el viento y el trueno se avivan.¹² Para surcar los mares hace falta un timonel; para que exista vida es necesario el sol.¹³ Frases contundentes que estallaban como petardos. Como un aguacero caído en el momento de más calor del verano. Densas. Turbias. Mundo inmundo, inmundo mundo. Cuenta la historia de nuestro pueblo y de uno que quiso ir a Rusia para comprar el cadáver de Lenin. Una sucia mentira, claramente, narrada como si hubiera ocurrido de verdad. No me gustan sus historias ni el tono en que las cuenta. Pero al mismo tiempo, no sé por qué, me atraen. Estaba leyendo esa novela cuando el tío Xia apareció, contó aquello y se fue. Levanté la vista y observé a mi padre, sentado en la calle, junto a la puerta. Su rostro estaba más serio y más pálido que el del tío Xia. Parecía un muro de adobe descolorido. El rictus del tío Xia era el de quien se ha olvidado las llaves. El de mi padre, el de quien se encuentra un manojo de llaves y no sabe si sirven o no, ni si hay que dejarlas tiradas en el suelo o quedarse en el sitio, a esperar que alguien aparezca buscándolas nervioso. Dudando. Pensando. Mi padre se puso en pie. Mi madre gritó desde el interior de la tienda: «¿Pero cómo? ¿Se ha muerto alguien más?». Mi padre apartó la mirada de la espalda del tío Xia, que se alejaba. «El viejo de los Xia, del este del pueblo. Se ha caído sonámbulo al canal occidental y se ha ahogado».

    Una pregunta seguida de una respuesta, como cuando el viento sopla y las hojas de los árboles se mueven. Mi padre se irguió y entró despacio en la tienda. Pausado. Debería explicar cómo es la tienda. Está en un edificio de dos plantas de ladrillo rojo, de los que se ven ahora en todos los pueblos del norte. En la planta de arriba tenemos la vivienda y en la de abajo, el negocio. Este último se compone de dos habitaciones abiertas al público, una al lado de la otra, repletas de coronas de papel. También hay bueyes, caballos, montañas de oro y plata y muñecos. Estos serían los artículos tradicionales. Aparte los hay también modernos: televisores, frigoríficos, coches, máquinas de coser; todos de papel. Mi madre está coja, pero es una artista haciendo arreglos de papel. Recorta figuras para colgar en las ventanas, urracas y mirlos que huelen a maíz, tan reales que parecen a punto de empezar a cantar. También modela tractores que echan humo. Antes, cuando alguno del pueblo se iba a casar, la buscaba para que le hiciera algún adorno festivo. El alcalde llegó incluso a decir que es una gran maestra del arte de los recortables. Pero con adornos alegres no se gana dinero. La gente no está dispuesta a gastarse el dinero en ellos. Así que mis padres decidieron más tarde abrir la tienda de artículos fúnebres Nuevo Mundo. Mi padre se encargaba de construir los armazones de las ofrendas con bambú y mimbre, y mi madre, de los recortes de papel. Así, con bambú y papel elaboraban ofrendas en las que la gente sí estaba dispuesta a gastarse el dinero.

    Porque la gente prefiere comprar cosas lúgubres y no alegres. Qué extraño.

    Prefiere creer en los sueños en lugar de en la realidad. Rarísimo.

    Os hablaré de mi padre. En realidad, era poca cosa. No llegaba al metro y medio. Si llegaba, era muy justo. Y ahora de mi madre. Es muy alta. Le sacaba una cabeza a mi padre. Pero aunque alta, tenía la pierna derecha más corta. Se le quedó así de niña, por un accidente de coche. Y al tener una pierna más corta que la otra, está coja. Y al ser coja, es una disminuida física. Así que mis padres no solían ir juntos por la calle. Mi padre, pequeño como era, corría que se las pelaba. Y por más pequeño que fuera, abría la boca y tronaba. Cuando se cabreaba y soltaba un grito, retumbaba el polvo de la casa y caían las hojas de papel de las coronas fúnebres. Aunque en realidad era buena persona. En general no se cabreaba mucho. Y cuando lo hacía, no pegaba mucho. En mis catorce años solo lo he visto pegar a mi madre un puñado de veces, y no la ha insultado más de una docena.

    Mi madre se quedaba quieta y aguantaba la tunda. Mi padre era buena persona, así que solo le daba un par de golpes y luego paraba.

    Cuando le gritaba, mi madre aguantaba los insultos. Mi madre es buena persona. Se aguantaba, y así mi padre solo le soltaba un par de voces y luego se callaba.

    Buena gente los dos. A mí nunca me han pegado ni me han insultado. Así eran las cosas en casa. Abrimos la tienda Nuevo Mundo para vender coronas de flores, mortajas, ofrendas…, y vivir nosotros a costa de los que se morían. Que se muriera alguien era motivo de alegría en la familia. Aunque mis padres, gente buena, no le deseaban la muerte a nadie. En ocasiones no se la deseaban en absoluto. Al contrario, cuando se vendía mucho y el negocio iba viento en popa, mi padre se acercaba a mi madre y le preguntaba: «¿Pero qué pasa aquí?». Y lo mismo mi madre a mi padre: «¿Pero qué pasa aquí?».

    Desde la puerta de la tienda, oí a mi padre repetir: «¿Pero qué pasa aquí?». ¿Qué estaba ocurriendo? Me giré y vi que la tienda, antes hasta arriba de cosas, se había quedado vacía. Mi madre estaba sentada en el suelo, donde habían estado colocadas las coronas fúnebres, delante de un montón de papeles rojos, amarillos, azules y verdes. Agarraba las tijeras con la mano derecha y un pliego rojo bien doblado con la izquierda. El suelo estaba lleno de retazos y virutas. Y allí, rodeada de aquella montaña de papeles de colores, mi madre, de repente y para nuestra sorpresa, se quedó dormida mientras hacía sus recortes.

    Se dejó caer contra la pared y se durmió.

    Cayó rendida, agotada de hacer tantos arreglos fúnebres.

    Mi padre estaba frente a ella. «¿Pero qué pasa aquí? ¿Qué está pasando? Nos han encargado tres coronas y cinco maquetas para mañana por la mañana».

    Desde la puerta, miré hacia el interior y, al ver a mi madre, me acordé del viejo de los Xia, que se había ahogado mientras dormía. Se me ocurrió que eso que llaman sonambulismo ocurre cuando uno no deja de darle vueltas a algo durante el día y ese algo se le queda grabado en la mente y en los huesos. Tanta ansia cala hasta la médula. Así, cuando uno se queda dormido, sigue deseando lo que fuera que anhelaba estando despierto y se dedica en sueños a hacer aquello que más desea. Ese algo entonces se materializa, como se hacen realidad las promesas de un funcionario o la palabra del pueblo. La gente hace en sueños lo que quiere. Así que pensé: ¿qué harían mis padres si se volvieran sonámbulos? ¿Qué es aquello en lo que más piensan? ¿Qué llevan grabado en la mente y en los huesos?

    Y de repente, se me ocurrió también: ¿Podría yo ser también sonámbulo? ¿Qué haría? ¿Cómo me comportaría?

    3

    18:31 – 19:30

    Tristemente, doy pocas cabezadas. Nunca me he quedado dormido de cansancio mientras hacía algo, ni tengo ningún anhelo que se me haya quedado grabado en la cabeza y en los huesos, que me haya calado hasta la médula. No puedo ser sonámbulo del mismo modo que un hombre no puede quedarse embarazado. Igual que un nogal no puede dar flores de albaricoque. Sin embargo, he visto el noctambulismo en otros. No me imaginaba que llegara tan rápido, que pudiera asaltar así a la gente ni que de uno se contagiara a otros. Pero lo más inimaginable de todo es que pasó de una aldea a otras diez, y de esas diez a otras cien, de modo que nuestro pueblo y los montes Funiu, con todos los pueblos de todos los montes del mundo, entraron en trance.

    Hubo sonámbulos en todas las casas.

    Se contaron por miles.

    Todo cuanto queda bajo el cielo, el mundo entero, se volvió sonámbulo.

    Yo seguía leyendo El paso del tiempo de los besos para Lenin. La historia era tan extraña como que un nogal diera flores de albaricoque o de peral. Y aunque no me gustaba nada, me atraía de un modo extraño. Me enganchaba y hacía que me sumergiera en ella.

    Gao Aijun se encontró un céntimo en la calle y se le ocurrió ir a comprar alguna golosina. Sin embargo, las golosinas costaban dos céntimos y el dinero no le alcanzaba. Decidió vender el sombrero de paja. Le dieron cincuenta céntimos por él. Cuando obtuvo ese dinero, le entraron ganas de comerse media libra de carne en adobo. Esa carne era una delicia. Pero una libra de carne en adobo costaba diez yuanes. No llevaba suficiente. Decidió vender la ropa y quedarse solo con unos calzones que apenas tapaban sus partes pudendas. Por la ropa le dieron un montón de dinero: cincuenta yuanes. Sin embargo, ahora que tenía cincuenta yuanes, ya no le bastaba con comprar media libra de carne. Pensó que con la energía que le daría comer bien, podría ir a dar una vuelta por la peluquería del pueblo, donde las jóvenes vendían además su cuerpo. La peluquería era, pues, la misma cosa que un burdel. Había oído que había llegado un grupo de muchachas procedentes de Suzhou y de Hangzhou y que eran estupendas, de piel suave y cuerpo fresco como el agua. Para hacer una visita al burdel y acariciar a jóvenes frescas como el agua hacían falta más de cincuenta yuanes. Pasar a una habitación y echar un polvo costaba ciento cincuenta y, si uno decidía quedarse a pasar la noche, el precio se disparaba hasta los quinientos. ¡Si al menos tuviera quinientos yuanes! Ir a un prostíbulo era algo que había ansiado desde niño. Se detuvo a meditar y llegó a la conclusión de que hacer realidad un sueño debía a la fuerza llevar aparejados algunos sacrificios, por lo que soltó un zapatazo contra el suelo, apretó los dientes y decidió vender a su esposa, Xia Hongmei.

    Aquella historia que Yan Lianke narraba en la novela no podía ser cierta. Al mismo tiempo, sin embargo, lo parecía. Me paré a pensar y me entraron ganas de reír. Pero cuando me disponía a hacerlo, vi ante mí una escena aún más cierta y risible. Oí pasos en la calle, como un tambor tocado al tuntún a varias manos. Cuando me giré vi a un grupo de niños. Tendrían siete u ocho años. Aunque también había entre ellos unos cuantos adolescentes. Seguían a un hombre que pasaba de los treinta. El hombre iba con el torso desnudo y llevaba en la mano una pala de madera de las que se utilizan para aventar el trigo en los campos. Hablaba solo: «En nada caerá un aguacero. Seguro que cae un aguacero. Tu situación no es como la del resto. No tienes oficio y dependes de las cosechas para vivir. Si no recoges el trigo, se te pudrirá y habrás labrado en balde toda la temporada. Habrás trabajado para nada». Tenía los ojos entornados, como si estuviera dormido, aunque no profundamente, y caminaba a toda velocidad, levantando con los pies un remolino de aire, como si lo empujaran por la espalda.

    Hacía bochorno. En el aire no había ni gota de humedad ni de frescor. Aquel hombre se dirigía al este cruzando la calle como si intentara atravesar una lona de tela. Las luces eran amarillentas como la tierra húmeda. Parecía que sobre las cabezas volaran cenizas. Que la gente caminaba entre cenizas. Uno de los niños que lo seguían iba en cueros, con la colita botándole entre las piernas como un polluelo que echa a volar y se posa, echa a volar y se posa. «¡Va sonámbulo!». Decían los niños a voces, si bien cautelosos y curiosos. De gritar más alto, lo despertarían, pero les era imposible callarse, porque ni sus bocas ni sus mentes eran capaces de contenerse ante aquella maravilla que no se veía desde hacía un siglo.

    El sonámbulo iba a todo correr, como si se quisiera tragar la calle.

    Los niños correteaban tras él, cuidándose de dejar unos cuantos pasos de distancia para no despertarlo y poner fin al juego.

    Llegaron a mi altura.

    Se trataba del tío Zhang, el de la casa de enfrente. El tío Zhang era famoso en el pueblo por ser un inútil. No era capaz de ganarse la vida ni conocía oficio alguno. Por eso lo abofeteaba su mujer. No contenta con esto, un buen día se largó con otro que sí sabía ganarse los cuartos y, a pleno sol y a sus anchas, se acostó con él en la orilla del río oriental. Luego se largó de casa y se fue con él a la gran ciudad, a Luoyang y a Zhengzhou. Pero el otro se cansó. Ella dejó de gustarle y él dejó de quererla. Cuando regresó despechada y cruzó el portón del patio, el tío Zhang le dijo a la muy ramera: «Así que has vuelto. Ve a lavarte a la cara y entra a comer». Y le preparó a su mujer unas tortitas. El tío Zhang era un buen cornudo. Y ahora además era un sonámbulo. Sonámbulo de verdad. Me incorporé en el umbral del Nuevo Mundo:

    —¡Tío Zhang! —Mi grito estalló como palomitas de maíz, empujando el aire cálido—. ¡Padre!… ¡El tío Zhang de la casa de enfrente va sonámbulo!… ¡Está pasando por delante de nuestra puerta! —grité volviéndome hacia la puerta de la tienda.

    Cerré el libro. Salté los escalones hacia la calle y seguí al tío Zhang y al grupo de críos. Fui tras ellos, abriéndome paso entre los niños como si atravesara un bosque. A la altura de la farola, tiré del brazo del tío Zhang:

    —¡Despierta!… ¡Tío Zhang, estás andando sonámbulo! ¡Despierta!… ¡Vas sonámbulo!

    Pero no me hizo ningún caso. Me apartó la mano con fuerza.

    —Ya me dirás qué hacemos si llueve y el trigo se echa a perder en el campo. A ver qué hacemos entonces.

    Lo seguí a toda velocidad y volví a agarrarlo. De nuevo apartó mi mano.

    —Si la mies se estropea, la mujer y los niños se morirán de hambre cuando regresen. Y si pasa hambre, volverá a montar una buena y se largará con otro.

    Esta última frase la pronunció bajando la voz, como si me hiciera una confesión que no quería que los demás oyeran.

    Me sobresalté. Y al hacerlo, ralenticé el paso. Un instante después, eché de nuevo a correr y lo alcancé. Tenía el rictus de un ladrillo antiguo color gris y el cuerpo rígido de un olmo viejo. Sus pies golpeaban el suelo con fuerza, como un par de mazas. Tenía los ojos abiertos. Igual que si estuviera despierto. Sencillamente, no miraba a nadie al hablar y tenía el rostro como un ladrillo gris, muestra de que dormía.

    Y allí, en mitad del pueblo, levanté la vista hacia el cielo. La noche parecía brumosa, como cubierta por un manto de niebla. Si se observaba con atención, se podían distinguir una o dos estrellas entre la neblina, resplandecientes como luciérnagas. La peluquería, el bazar y la ferretería, la tienda privada de ropa y el supermercado público de electrodomésticos, todos los negocios que existían en la calle Este del pueblo tenían las puertas y las ventanas cerradas. En ellas podía o no haber gente; podía o no haber luces. Algunos dueños habían cerrado para ir a segar sus trigales. Algunos permanecían dentro de sus negocios, sentados o tumbados frente al ventilador. Y otros habían salido a la calle y se abanicaban allí tirados con paipáis de palma. La calle estaba en calma. La noche era molesta y las gentes se sentían indolentes. El tío Zhang pasó por delante de todas esas tiendas. Hubo quien se giró para observarlo. Otros se limitaron a seguir a lo suyo, trajinando, sin levantar la vista siquiera.

    El griterío de los niños con aquello de «¡va sonámbulo, va sonámbulo!» estaba impregnado de la confusión y las sombras de la noche. Tal vez la gente los oyera, o tal vez no. Y tal vez quienes los oyeron actuaron como si no. Algunos salían a ver, apostados sonrientes al borde de la calle, hasta que el tío Zhang se alejaba y entonces volvían a sus quehaceres. El sonambulismo no es moco de pavo, pero al mismo tiempo tampoco es para tanto. Que alguien haga algo dormido no le importa un comino a la gente. ¿A quién no le ha pasado al menos una vez en la vida? Se ha dado todos los veranos a lo largo de los siglos, todos los meses de todos los veranos. Aunque solo haya sido dar media vuelta en la cama y tirar sonámbulo la manta al suelo. Del mismo modo que todo el mundo ha hablado en sueños cien veces. Hablar dormido es un caso leve de sonambulismo. Quien, mientras habla, se levanta de la cama y se pone a hacer cosas, sufre un sonambulismo más profundo. La gente vive devanándose los sesos y el que más y el que menos ha sufrido en alguna ocasión un episodio de sonambulismo, ya sea más leve o más profundo.

    Así de confusa era la noche.

    Así de sofocante era el calor.

    Los más ocupados se afanaban, mientras los ociosos se relajaban. Y quienes no estaban ocupados ni ociosos, ni se afanaban ni se relajaban.

    El tío Zhang, de la casa de enfrente, cruzó las calles hasta salir del pueblo y se dirigió a la parcela familiar, un pequeño trigal en el que habían molido el cereal antes de que madurara. El panorama en los campos era muy diferente al del pueblo. Al menos soplaba algo de brisa. Las parcelas más pequeñas, de apenas dos áreas, las medianas, de medio mu,¹⁴ que trabajaban varias familias juntas, y las más grandes, superiores al mu, que antiguamente explotaba una unidad de producción, se extendían a ambos lados de la carretera. En plena noche, esta parecía un río reluciente, y los trigales, con sus diferentes tamaños, lagos bordeando la ribera. A lo lejos se oía el rugido de una trilladora. Más cerca traqueteaban las muelas de los molinos, tirados por mulas y bueyes también en vela. Sobre las muelas, los hombres levantaban un manojo tras otro, siseantes. Parecían los sonidos de un barco, diez barcos o decenas de ellos surcando las aguas de un lago.

    El firmamento era inmenso. Los trigales pequeños. Y la noche se tragaba los sonidos. Al final, se imponía una suerte de silencio. Las linternas sobre los campos relucían pardas como el barro. Atravesándolas, el tío Zhang salió del pueblo y se encaminó al norte. Al cabo, los niños que lo seguían dejaron de hacerlo. Se quedaron a la entrada del pueblo. Yo, sin embargo, fui tras él. Esperaba verlo chocar contra un árbol o contra un poste de la luz, hacerse sangre en la nariz y, ¡ay!, despertar con un grito. Sentía curiosidad por saber cuál sería su primera reacción cuando despertara, ver qué decía y qué hacía cuando saliera de su estado noctámbulo.

    Por fortuna, su parcela familiar no estaba muy lejos. Llegamos después de andar medio li por la carretera que sigue hacia el norte. Para llegar a ella había que cruzar una acequia y fue entonces cuando el tío Zhang resbaló y cayó al agua. Creí que despertaría, pero salió de inmediato, todavía dormido:

    —Mientras viva, ningún hombre debe dejar que su mujer y sus hijos pasen hambre. No puede dejarlos sin comer.

    Seguía sin despertar, mascullando en sueños. Así pues, cruzó la zanja y llegó al trigal. Tal y como estaba acostumbrado a hacer, con total naturalidad. Agarró la linterna, que estaba colgada de la acacia, al lado de la parcela, y la encendió. Se prendió con un haz de luz. El tío Zhang depositó la pala de madera en el suelo y comenzó a buscar por todas partes. Apartó a un lado el mayal con el que trillaba las espigas, en pleno centro del trigal, y agarró una gavilla de trigo. Le desató la atadura y la levantó con ambos brazos. A continuación volcó los rastrojos por el suelo y empezó a golpearlos con el mayal.

    Yo estaba a su lado. El tío Zhang veía todo cuanto había en el trigal, pero no parecía verme a mí. Porque en su cabeza yo no aparecía. Los sonámbulos solo ven las cosas y a las personas que tienen en la cabeza. Todo lo demás es como si no existiera. La mies que salía volando del mayal parecía explotar en el aire con un leve crepitar. El olor del trigo maduro llegaba hasta mí como aroma de aceite calentándose en la sartén. En el cielo pareció brillar una estrella más. A lo lejos se oía una discusión por el orden de turnos para usar la trilladora. Cerca se oía el canto de un ruiseñor, caído de algún árbol. No había nada más. Todo estaba en silencio, puro. Sombras confusas. Las gotas de sudor se precipitaban sobre los granos de trigo del suelo. No pasaba nada. Todo estaba en silencio, puro. Sombras confusas. Ató una gavilla de trigo y se acercó al montón para coger una segunda. No pasaba nada. Todo estaba en silencio, puro. Me aburrí de mirarlo, de observar todo aquel sonambulismo.

    Así que eso era el sonambulismo. Se le metían a uno pájaros silvestres en la cabeza y le desquiciaban el cerebro. Y entonces uno se dedicaba a hacer en sueños lo que fuera que le ocupara la mente. Lo que no debía hacer. Decidí volver, pero cuando di media vuelta para marcharme, pasó algo. Ocurrió como un disparo, como se rompe una botella de cristal. El tío Zhang lanzó a un lado la gavilla recién atada y fue en busca de una tercera. Sin embargo, cuando se disponía a coger una nueva brazada de trigo, por algún motivo desconocido, se fue detrás de un montón de haces. De entre ellas salió un gato nocturno, que le saltó a los hombros antes de escaparse corriendo. Tal vez el gato le arañó y le hizo sangre, y por eso se llevó las manos al rostro. Se quedó un instante inmóvil, atónito, como una estaca sin vida. Al poco, sin embargo, comenzó a medio mascullar y a medio culparse con voz de extrañeza y perplejidad:

    —¿Qué hago aquí? ¿Qué estoy haciendo aquí? —Se giraba y miraba a su alrededor—. Este es el trigal familiar. ¿Qué hago aquí trillando?

    Había despertado.

    Estaba prácticamente despierto.

    —¿Cómo he podido llegar hasta aquí, si estaba claramente dormido? ¿Cómo es que estaba trillando?

    Parecía haber despertado. Dirigió la vista al cielo, con un rictus estupefacto y confuso que él mismo era incapaz de ver. Volvió a girarse y a buscar algo. Fijó la vista en la pala de madera que tenía detrás y pareció acordarse de algo. De pronto, se acuclilló y empezó a abofetearse mientras gritaba:

    —¡Cabrón inútil!… ¡Menudo cabrón inútil!… Tu mujer se larga un buen día con otro y tú aquí trabajando para ella. Va y se acuesta con otro, y tú aquí trillándole el trigal.

    Se daba en la cara como si aporreara una pared.

    —¡Cabrón inútil!… ¡Cabrón inútil!

    Y a cada golpe, intentaba explicarse:

    —No lo hago por ella, sino por los niños. No es por esa maldita, sino por mis hijos.

    Al final, dejó de golpearse. También de pensar en voz alta. Y se desplomó como un saco de harina. Poco después se quedó dormido recostado sobre un haz de trigo. Como el que se da media vuelta en la cama y se despierta un instante antes de volver

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1