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Amares
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Libro electrónico338 páginas4 horas

Amares

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El mundo es eso. Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todos los demás.
Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos.
Ellos son dos por error que la noche corrige.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada… Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Escribo intentando que seamos más fuertes que el miedo al error o al castigo, a la hora de elegir en el eterno combate entre los indignos y los indignados.

Frases como estas –que integran esta antología de los mejores textos de Eduardo Galeano, que él mismo seleccionó– se subrayan, se regalan en señal de complicidad, se comparten, sostienen una mirada crítica sobre el mundo pero también la posibilidad de una utopía. Los lectores de Galeano las llevan en la memoria.
Las páginas de Amares revelan los temas que lo preocuparon e inspiraron: los avatares agridulces del amor, la amistad entrañable y los momentos de maravilla que regala la vida cotidiana, pero también las injusticias, la reivindicación de los olvidados de la historia y la condena a los peores rostros del mundo contemporáneo. Galeano habla en este libro del amor en sus múltiples formas: una pareja que perdura o se pierde, los hijos, el país que cobija
o que expulsa, los compañeros de ruta, la escritura, los dioses que conceden y niegan, los que viven en los márgenes.
"Hemos sido hechos de luz, además de carbono y oxígeno y mierda y muerte y otras cosas, y al fin y al cabo estamos aquí desde que la belleza del universo necesitó que alguien la viera", escribe Galeano. Las historias de Amares –tiernas, reveladoras, personales y universales a la vez– hacen justicia a la belleza que Galeano se empeñaba en encontrar en el mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 dic 2018
ISBN9786070309595
Amares
Autor

Eduardo Galeano

Eduardo Galeano (1940–2015) was one of Latin America’s most distinguished writers. He was the author of the trilogy Memory of Fire, Open Veins of Latin America, Soccer in Sun and Shadow, Days and Nights of Love and War, The Book of Embraces, Walking Words, Voices of Time, Upside Down, Mirrors: Stories of Almost Everyone, and Children of the Days: A Calendar of Human History. Born in Montevideo, he lived in exile in Argentina and Spain for years before returning to Uruguay. His work has inspired popular and classical composers and playwrights from all over the world and has been translated into twenty-eight languages. He was the recipient of many international prizes, including the first Lannan Prize for Cultural Freedom, the American Book Award, the Casa de las Américas Prize, and the First Distinguished Citizen of the region by the countries of Mercosur.

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    Amares - Eduardo Galeano

    presentamos.

    Los amantes

    Ellos son dos por error que la noche corrige.

    El amor

    En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad. Era raro lo que tenían entre las piernas.

    —¿Te han cortado? —preguntó el hombre.

    —No —dijo ella—. Siempre he sido así.

    Él la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Dijo:

    —No comas yuca, ni guanábanas, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Échate en la hamaca y descansa.

    Ella obedeció. Con paciencia tragó los menjunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:

    —No te preocupes.

    El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca.

    Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba:

    —¡Lo encontré! ¡Lo encontré!

    Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol.

    —Es así —dijo el hombre, aproximándose a la mujer.

    Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire. De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.

    La noche/1

    Arránqueme, señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desdúdeme.

    El miedo

    Esos cuerpos nunca vistos los llamaban, pero los hombres nivakle no se atrevían a entrar. Habían visto comer a las mujeres: ellas tragaban la carne de los peces con la boca de arriba, pero antes la mascaban con la boca de abajo. Entre las piernas, tenían dientes.

    Entonces los hombres encendieron hogueras, llamaron a la música y cantaron y danzaron para las mujeres.

    Ellas se sentaron alrededor, con las piernas cruzadas.

    Los hombres bailaron durante toda la noche. Ondularon, giraron y volaron como el humo y los pájaros.

    Cuando llegó el amanecer, cayeron desvanecidos. Las mujeres los alzaron suavemente y les dieron agua de beber.

    Donde ellas habían estado sentadas, quedó la tierra toda regada de dientes.

    La noche/2

    Me desprendo del abrazo, salgo a la calle.

    En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna.

    La luna tiene dos noches de edad.

    Yo, una.

    Mujer que dice chau

    Me llevo un paquete vacío y arrugado de cigarrillos Republicana y una revista vieja que dejaste aquí. Me llevo los dos boletos últimos del ferrocarril. Me llevo una servilleta de papel con una cara mía que habías dibujado, de mi boca sale un globito con palabras, las palabras dicen cosas cómicas. También me llevo una hoja de acacia recogida en la calle, la otra noche, cuando caminábamos separados por la gente. Y otra hoja, petrificada, blanca, que tiene un agujerito como una ventana, y la ventana estaba velada por el agua y yo soplé y te vi y ése fue el día en que empezó la suerte.

    Me llevo el gusto del vino en la boca. (Por todas las cosas buenas, decíamos, todas las cosas cada vez mejores que nos van a pasar.)

    No me llevo ni una sola gota de veneno. Me llevo los besos cuando te ibas (no estaba nunca dormida, nunca). Y un asombro por todo esto que ninguna carta, ninguna explicación, pueden decir a nadie lo que ha sido.

    Las hormigas

    Tracey Hill era niña en un pueblo de Connecticut, y practicaba entretenimientos propios de su edad, como cualquier otro tierno angelito de Dios en el estado de Connecticut o en cualquier otro lugar de este planeta.

    Un día, junto a sus compañeritos de la escuela, Tracey se puso a echar fósforos encendidos en un hormiguero. Todos disfrutaron mucho de este sano esparcimiento infantil; pero a Tracey la impresionó algo que los demás no vieron, o hicieron como que no veían, pero que a ella la paralizó y le dejó, para siempre, una señal en la memoria: ante el fuego, ante el peligro, las hormigas se separaban en parejas, y de a dos, bien juntas, bien pegaditas, esperaban la muerte.

    Amares

    Nos amábamos rodando por el espacio y éramos una bolita de carne sabrosa y salsosa, una sola bolita caliente que resplandecía y echaba jugosos aromas y vapores mientras daba vueltas y vueltas por el sueño de Helena y por el espacio infinito y rodando caía, suavemente caía, hasta que iba a parar al fondo de una gran ensalada. Allí se quedaba, aquella bolita que éramos ella y yo, y desde el fondo de la ensalada vislumbrábamos el cielo. Nos asomábamos a duras penas a través del tupido follaje de las lechugas, los ramajes del apio y el bosque del perejil, y alcanzábamos a ver algunas estrellas que andaban navegando en lo más lejos de la noche.

    Marzo de 1976, Buenos Aires:

    Las negruras y los soles

    Una mujer y un hombre celebran, en Buenos Aires, treinta años de matrimonio. Invitan a otras parejas de aquellos tiempos, gente que no ven desde hace añares, y sobre el amarillento mantel bordado para la boda todos comen, ríen, brindan, beben. Vacían unas cuantas botellas, cuentan chistes verdes, se atragantan de tanto comer y reírse y palmearse las espaldas. En algún momento, pasada la medianoche, llega el silencio. El silencio entra, se instala; vence. No hay frase que llegue a la mitad ni carcajada que no suene fuera de lugar. Nadie se atreve a irse. Entonces, no se sabe cómo, empieza el juego. Los invitados juegan a quién lleva más años de muerto. Se preguntan entre sí cuántos años hace que estás muerto: no, no, se dicen, veinte años no: te estás quitando la edad. Vos llevás veinticinco años de muerto. Y así.

    Alguien me contó, en la revista, esta historia de vejeces y venganzas ocurrida en su casa la noche anterior. Yo terminaba de escucharla cuando sonó el teléfono. Era una compañera uruguaya que conocía poco. De vez en cuando me veía para pasarme información política o para ver qué se podía hacer por otros exiliados sin techo ni trabajo. Pero ahora no me llamaba para eso. Esta vez me llamaba para contarme que estaba enamorada. Me dijo que por fin había encontrado lo que había estado buscando sin saber qué buscaba y que necesitaba decírselo a alguien y que disculpara la molestia y que ella había descubierto que se podían compartir las cosas de más adentro y quería contártelo porque es una buena noticia, ¿no?, y no tengo a quién decírsela y pensé…

    Me contó que habían ido juntos al hipódromo por primera vez en la vida y los había deslumbrado el brillo de los caballos y las blusas de seda. Tenían unos pocos pesos y se los habían jugado muy seguros de que ganarían porque era la primera vez, y habían apostado a los caballos más simpáticos y a los que tenían los nombres más cómicos. Habían perdido todo y se habían vuelto a pie y absolutamente felices por la hermosura de los animales y la emoción de las carreras y porque ellos también eran jóvenes y hermosos y capaces de todo. Ahora mismo, me dijo, me muero de ganas de salir a la calle, tocar la trompeta, abrazar a la gente, gritar que lo quiero y que nacer es una suerte.

    Hombre que bebe solo

    Los centinelas vigilan, los revolucionarios conspiran, las calles están vacías. La ciudad se ha dormido al ritmo monocorde de la lluvia; las aguas de la bahía, viscosas de petróleo, lamen, lentas, los muelles. Un marinero tropieza, discute con un farol, yerra el golpe. Al pie del cerro, arde como siempre la llama de la refinería. El marinero cae de bruces sobre un charco. Ésta es la hora de los náufragos de la ciudad y de los amantes que se tienen ganas.

    La lluvia arrecia. Llueve desde lejos; la lluvia se abate contra las ventanas del café del griego y hace vibrar los vidrios. La única lámpara, amarilla, luz enferma, oscila desde el techo. En la mesa del rincón, no hay ninguna muchacha tomándose un cortado ni fabricando un barquito con el papel del azúcar para que el barquito navegue en el vaso de agua y naufrague. Hay un hombre que mira llover, en la mesa del rincón, y ninguna otra boca fuma de su cigarrillo. El hombre escucha voces que caen desde lejos y dicen que juntos somos poderosos como dioses, y dicen: así que no valía la pena, todo ese dolor inútil, esta basura. El hombre las escucha, esta mentira, estatua de hielo, como si no llegaran desde lo hondo de la memoria de nadie y fueran capaces de sobrevivirlo y quedarse flotando en el aire, en el aire que huele a perro mojado, diciendo: me gusta gustarte, hermosa mía, mi lindísima, cuerpo que yo completo, me rozás con las puntas de los dedos y me sale humo, nunca me pasó, nunca me pasará, y diciendo: ojalá te enfermes, que todo te salga mal, que no puedas seguir viviendo. Y también: gracias, es una suerte que existas, hayas nacido, estés viva, y también: maldigo el día en que te conocí.

    Como ocurre siempre que las voces llegan, el hombre siente una acosadora necesidad de fumar. Cada cigarrillo enciende el siguiente mientras las voces van cayendo, trepidantes, y si no fuera por el vidrio de la ventana es seguro que la lluvia le lastimaría la cara.

    1564, Bogotá:

    Desventuras de la vida conyugal

    —Di. ¿Me encuentras rara?

    —Pues un poco.

    —¿Un poco qué?

    —Un poco gorda, señora, usted disculpe.

    —A ver si adivinas. ¿Gorda estoy de comer o de reír?

    —Gorda de amar, pareciera, y no es por ofender.

    —Qué va, mujer, si por eso te he llamado…

    Está la señora muy preocupada. Poca paciencia ha tenido su cuerpo, incapaz de esperar al marido ausente; y alguien le ha dicho que el traicionado está llegando a Cartagena. Cuando le descubra la barriga… ¿qué no hará ese hombre tan categórico, que decapitando cura los dolores de cabeza?

    —Por eso te he llamado, Juana. Ayúdame, tú que eres tan voladora y puedes beber vino de una copa vacía. Dime. ¿Viene mi marido en la flota de Cartagena?

    En jofaina de plata, la negra Juana García revuelve aguas, tierras, sangres, yuyos. Sumerge un librito verde y lo deja navegar. Después hunde la nariz:

    —No —informa—. No viene. Y si quiere usted ver a su marido, asómese.

    Se inclina la señora sobre la palangana. A la luz de las velas, lo ve. Él está sentado junto a una bella mujer, en un lugar de muchas sedas, mientras alguien corta un vestido de paño guarnecido.

    —¡Ah, farsante! Dime, Juana, ¿qué lugar es éste?

    —La casa de un sastre, en la isla de Santo Domingo.

    En las espesas aguas aparece la imagen del sastre cortando una manga.

    —¿Se la quito? —propone la negra.

    —¡Pues quítasela!

    La mano emerge de la jofaina con una manga de fino paño chorreando entre los dedos.

    La señora tiembla, pero de furia.

    —¡Se merece más barrigas, el muy puerco!

    Desde un rincón, un perrito ronronea con los ojos entreabiertos.

    El viaje

    Achával vivía lejos, a más de una hora de Buenos Aires.

    Cada mañana, Acha subía al ferrocarril de las nueve para ir a trabajar. Subía siempre al mismo vagón y se sentaba en el mismo lugar.

    Frente a él viajaba una mujer. Todos los días, a las nueve y veinticinco, esa mujer bajaba por un minuto en una estación, siempre la misma, donde un hombre la esperaba parado siempre en el mismo lugar. La mujer y el hombre se abrazaban y se besaban hasta que sonaba la señal de salida. Entonces ella se desprendía y volvía al tren.

    Esa mujer se sentaba siempre frente a él, pero Acha nunca le escuchó la voz.

    Una mañana ella no vino y a las nueve y veinticinco Acha vio, por la ventanilla, al hombre esperando en el andén. Ella nunca más vino. Al cabo de una semana, también el hombre desapareció.

    Cenizas

    1

    Cayó la noche, de golpe, a mediodía. El temporal de Santa Rosa estaba por reventar; llegaba en fecha. Las chicharras, alborotadas, anunciaban lluvia desde los tejados. Quizás Alonso no lo vio venir por esa súbita oscuridad, o porque él amarró la balsa al muelle cuando Alonso estaba de espaldas, trabajando en el horno de pan. No lo escuchó, tampoco; se había deslizado en silencio por el arroyo. Remaba lento, erguido en la balsa con dignidad de caballero.

    Alonso estaba retirando las brasas de la boca del horno: las descargaba con una pala en la carretilla. Teresa había preparado los panes, con buena levadura, y las tortas de chicharrones. Los músculos de la espalda descomunal de Alonso se contraían con cada palada. Los resplandores del braserío le lamían la piel y encendían con fulgores rojizos el brillo de la transpiración. Teresa sintió ganas de tocar esa espalda. Se acercó, adelantó la mano. En ese momento, Alonso se dio vuelta:

    —Hay que abrir la tronera —dijo.

    Caminó un par de pasos. Casi choca con el forastero. Era más alto que él, lo que ya es decir, y una larga capa negra le caía desde los hombros. El forastero saludó rozándose el ala ancha del sombrero que llevaba calado hasta los ojos. Pidió un vaso de vino y lo bebió de a sorbitos, con un codo en el mostrador de lata.

    Teresa bajó a mojar bolsas de arpillera en el arroyo y Alonso terminó de descargar el horno. El forastero no habló una palabra y se marchó.

    Teresa y Alonso se quedaron mirando su majestuosa figura de halcón, hasta que se perdió en la bruma negra del arroyo. Colocaron las hogazas de pan y las tortas en el horno. Alonso cerró la puerta de hierro y la tapó con las bolsas mojadas. Entonces se sentó a fumar un cigarrillo. A su lado, Teresa pelaba papas ante un tacho.

    —Yo vi lo que traía —dijo Teresa, al rato, sin moverse.

    —¿Traía dónde?

    —En la balsa ésa. Me acerqué y vi. No podía más de curiosidad.

    —Mm.

    Alonso se levantó, abrió y cerró la puerta del horno: los panes se habían hinchado rápidamente y estaban cocinándose bien.

    —Ataúdes, traía —dijo Teresa—. Dos.

    —Serían bidones de nafta, o algo así —opinó Alonso.

    —No. Eran cajones de muerto. Los vi bien.

    —¿Los llevaba escondidos?

    —Así nomás, a la vista.

    —¿Vacíos?

    —No sé.

    —Sí.

    —¿Qué?

    —Vacíos. Todavía están vacíos.

    —Quién sabe.

    —Vino para matar —dijo entonces Alonso, que había visto la punta del fusil empujando la capa.

    —¿A quién?

    Alonso se alzó de hombros, pero él sabía.

    —Va a esperar a que coman y duerman la siesta —dijo.

    2

    El Lobo dormía mal. El Lobo respiraba mal. Le dolían los huesos y las muelas. Pasaba sus días echado. Hubiera podido andar y salvarse, pero no quería; y ninguna voz de afuera era capaz de llamarlo con fuerza suficiente. A veces, en la oscuridad helada antes del alba, clavaba los ojos en el techo, fumando, y viajaba. Eso lo aliviaba, pero eso ocurría poco. La Gallega, que despertaba a su lado, lo encontraba casi siempre con los dientes apretados por dolores secretos de la memoria o el cuerpo.

    El Lobo tenía la cara escondida bajo la barba. No se afeitaba más, porque le venía el impulso de romper el espejo a trompadas. ¿Cuánto hacía que no salía a pescar pejerreyes? Las carnadas se pudrían en las líneas. ¿Cuándo se decidiría a calafatear el bote? Si lo agarraban los soles del verano, en el estado en que estaba la madera, el bote no llegaría vivo al otoño.

    Aquella madrugada, el Lobo escuchó un gallo cantar: ningún otro gallo contestó. El Lobo se levantó, nervioso, para calentar café, y en el piso de la cocina vio su propia sombra sin cabeza.

    Cuando oscureció el cielo en pleno día, la Gallega se vio venir la tormenta. Antes, en los días lluviosos, el Lobo silbaba. Solamente sabía silbar los días de lluvia. Pero ahora no silbaba nunca.

    La Gallega calentó el guiso de anoche y sirvió un solo vaso de vino. Del mismo vaso bebieron los dos y sin embargo el Lobo no le adivinó el secreto. Ella le había dicho: Tengo un secreto. Él murmuró no sé qué cosa, pidió más vino, no habló ni miró y después se fue

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