El Hotel De Las Salamandras
Por José Gurpegui
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El hotel de las salamandras, ante todo es un relato satírico. Una historia que transcurre en la España de postguerra y en una casa de citas de Madrid.
La historia, contada con tintes de humor negro y que entremezcla el esperpento, el vodevil y la astracanada, gira en torno a la lotería de navidad de 1952.
José Gurpegui
José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.
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El Hotel De Las Salamandras - José Gurpegui
EL HOTEL DE LAS
SALAMANDRAS
José Gurpegui
©2010 José Gurpegui Illarramendi.
Todos los derechos reservados.
All rights reserved
Los personajes y nombres, citados en esta novela, corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, deberá entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias o cinematográficas o de cualquier otra índole, han sido utilizadas únicamente para contextualizar las narraciones, dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan.
Don Ramón y doña Victoria
La fábrica Hijos de Nicomedes Cid, S.L, abrió sus puertas como de costumbre, a las siete y media de la mañana. Sus operarios, tras cambiarse en los vestuarios, fueron fichando y situándose en sus respectivos puestos de trabajo. A las ocho en punto, sonó la sirena y comenzaron la jornada laboral. El monótono y ensordecedor sonido de las máquinas de trenzado de alambre, acompañando al martilleo de las estampadoras, despertaban a todo el barrio, contribuyendo de esta manera a erradicar la pereza de sus vecinos. El ruido era intenso, casi insoportable y con ello se cumplía una de tantas paradojas industriales; lo que fabricaban allí eran jergones de muelles, tal y como indicaban sus anuncios publicitarios:
"Si padece insomnio, cambie su colchón por uno de nuestros cómodos somieres para el descanso, CID. Dormirá como un niño"
A las doce y media, Ramón Cid, gerente y propietario de la empresa, llegó en su automóvil Citroën. Paró frente a la fábrica y espero dentro del coche hasta que Sigfrido, su chófer, de uniforme gris y gorra de plato, le abriese la puerta del automóvil. Con un Chester
encendido entre los labios, descendió del coche. Entró en el vestíbulo dirigiéndose seguidamente a las oficinas, donde como de costumbre, le esperaba el contable para acompañarlo hasta su despacho.
Ramón Cid, tenía cuarenta y tres años, era de mediana estatura y algo regordete. La calvicie coronaba su cabeza desde la frente hasta la nuca y sus ojos saltones, de color azul claro, armonizaban con el rojo de las venas oculares y con el interior de sus párpados; parecían escarapelas francesas. La cara, rematada con cejas muy pobladas y un bigote fino a lo Jorge Negrete, perfectamente recortado, le otorgaba un aspecto inquietante. Acostumbraba a hablar en tono muy bajo; apenas se le oía. No hacía esfuerzo alguno para que se le entendiera, era una actitud estudiada para demostrar su prepotencia; de haber sido un personaje corriente, su estrategia podría resultar estúpida pero el industrial Don Ramón Cid, era poderoso y eso cambiaba las cosas.
Su actividad en la fábrica se reducía a despachar con su contable y con el encargado de fabricación algo menos de una hora diaria. Le pasaban la firma, observaba tras las cristaleras a los operarios durante unos minutos y se volvía a marchar. De allí, se dirigía a tomar el aperitivo, a un club privado donde solían darse cita empresarios, rentistas, militares de alta graduación y cargos políticos importantes. Ojeaba El Alcázar y se tomaba un par de vermús con gambas. Luego iba a comer a Botín, o a cualquier otro restaurante selecto. La siesta, generalmente la hacía en casa de una alcahueta, una tal Celes, donde tenía su propia habitación para dar rienda suelta a sus caprichos con las señoritas que le proporcionaba. Al atardecer volvía al club, jugaba al subastado o al mus y si se terciaba, pasaba a un reservado donde se unía a