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De guerras y amores
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Libro electrónico337 páginas5 horas

De guerras y amores

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De guerras y amores cuenta la historia de un militar peruano (Gonzalo), que en plena guerra del 41 termina perdido en la selva ecuatoriana y luego rescatado por un grupo de chamanes de la zona que le salvan la vida. El desertor peruano decide vivir una vida fantasma en estos lares de la cordillera andina antes que regresar a su país con la desho

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento15 ago 2022
ISBN9781685741891
De guerras y amores

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    De guerras y amores - Malú Ramírez

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    DE GUERRAS Y AMORES

    Malú Ramírez

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Segunda edición

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico

    Copyright © 2022 Malú Ramírez

    ISBN Paperback: 978-1-68574-188-4

    ISBN eBook: 978-1-68574-189-1

    Índice

    Piura 1940

    Cuenca 1950

    Miami 1965

    La Guerra del 41

    La Quinceañera, Cuenca 1965

    Hans y Teresa. Miami 1966

    Saraguro 1942

    El amor de Amelia, Cuenca 1966

    La Adopción, Miami 1969

    Los años de Jorge Ignacio, Sur del Ecuador 1943-1966

    Muerte de José Miguel, Cuenca 1967

    Amanda Sofia, Miami 1970

    Año nuevo, Cuenca 1968

    Fiesta de aniversario, Cuenca 1968

    La niñez de Amada Sofia, Miami 1975-1987

    Jorge Ignacio y Amelia, Cuenca 1968

    El prom de Amanda Sofia, Miami 1987

    El embarazo de Amelia, Cuenca 1969

    Los planes de Palacios, Cuenca 1969

    Rocky, Miami 1978

    La verdad de Pesantez, Cuenca 1969

    Girón 1969

    Paquisha 1981

    Girón 1970-1975

    Rumores de guerra, Girón 1981

    Confesiones, Miami 1990

    Girón 1985-1990

    Manta, 1991

    Manta, 1995

    Dedico esta historia a mis tíos que de una manera tan misteriosa me motivaron a seguir escribiendo Como Dios manda.

    Piura 1940

    Los días en Piura calurosos como ellos solos, hacían hervir el pavimento en las calles principales de esa pintoresca ciudad que albergaba a ciudadanos llenos de sueños con sonrisas frescas a la orden del día.

    Sus callejones peatonales en el centro de la ciudad se iluminaban con el sol ardiente por las mañanas y se escondían con recelo tras la luna escurridiza por las noches.

    Las típicas plazoletas alrededor de majestuosas iglesias, la mayoría construidas en tiempos coloniales, se mantenían emanando energía incaica que se sentía bailar al son de los vendedores ambulantes afuera de sus portones gigantescos llenos de detalles coloridos.

    Las palomas que bebían toda el agua que encontraban a su paso en charcos y piletas parecían acabarlas a borbotones, mientras los chiquillos gritaban dando saltos entre escalinatas de piedra que adornaban los alrededores de edificios públicos.

    Ya en las zonas residenciales las viviendas de bloques se perfilaban una tras otra en una armoniosa visión simétrica, que sus dueños coqueteaban con flores de colores y plantas alaracosas en los patios delanteros para alimentar el buen ánimo y disposición de sus eternos peatones, que caminaban un par de cuadras para tomar el autobús más cercano dándose así un deleite con el paisaje multicolor.

    Los barrios en Piura parecían comunicarse entre sí, a manera de ayuda como buen vecino en caso de chismes necesarios o para avisar a sus residentes que las lluvias impetuosas del invierno arruinarían los planes de tanto paseo al aire libre.

    Gonzalo Rojas vivía en uno de aquellos típicos barrios de clase media, como la mayoría de los habitantes en Piura en la época de los 40. A sus 20 años había terminado su educación escolar y al igual que el resto de los hombres de su familia, se había sometido a la instrucción militar por un par de años, siguiendo los ideales de libertad que sus antecesores le habían metido en la cabeza desde pequeño.

    Corpulento y rudo de mirada, lucía temible y guapo en su uniforme militar que llevó por años mientras servía a su patria con valentía y honor. De piel color aceituna y estatura respetable, Gonzalo Rojas sabía llevar un paso firme al caminar que hacía la combinación perfecta con esos ojazos negros para derretir a las muchachas jóvenes tanto como a las señoras de edad más avanzada.

    Era fanático número uno del comandante Luis Sánchez Cerró, quien había dado un golpe militar cuando apenas Gonzalo era todavía un niño, pero su padre y tíos lo mantenían al tanto de los acontecimientos políticos de la época, contándole al niño situaciones difíciles de entender a tan corta edad, pero que alimentó en Gonzalo aquel patriotismo orgulloso que caracterizaba a los varones de su época.

    El asesinato de Sánchez Cerró en 1933 entristeció a Gonzalo como si se le hubiera muerto un familiar cercano.

    Terminado su servicio militar obligatorio Gonzalo se destacó entre su grupo de colegas y adquiriendo una docena de medallas por honores recibidos que enseñaba orgulloso en la solapa de su saco, había pasado de cadete a capitán en apenas cuatro años en la institución, lo que le inflaba el pecho haciéndoles caminar más alto a los hombres de su familia.

    A la muerte de Sánchez Cerró, el congreso nombró presidente provisorio a otro alto militar, Óscar Benavidez, quien duró en el gobierno peruano hasta 1939, cuando una coalición de conservadores puso final al régimen militar en el país y las elecciones le dieron el poder a un banquero demócrata apagando todas las ilusiones de Gonzalo Rojas de que su país sea gobernado eternamente por los militares como era su sueño y el de toda su familia.

    Así es como Gonzalo decepcionado deja su posición en Lima y regresa a su natal Piura para hacerse cargo del negocio de su padre, quien tenía décadas dedicándose al arte de crear, arreglar, y vender joyas, pero que a la vejez la artritis infame le estaba arrebatando el oficio de manera burlona y rápida. A la vez fue la perfecta excusa para dejar la capital y la soledad que lo acompañaba cuando estaba lejos de los suyos que tanto extrañaba.

    Los padres de Gonzalo habían hecho de su negocio de joyas la principal entrada económica para su familia por décadas y se sabían el negocio como la palma de sus manos.

    Don Rómulo podía pasar horas eternas sentado en aquella sillita que se caía a pedazos y que le hincaba el trasero pero que se rehusaba a reemplazar porque decía era la que le había dado suerte en el negocio y moriría con él.

    Su esposa lo ayudaba con ventas y a pesar y limpiar oro en sus tardes de descanso cuando los quehaceres de la casa ya no la perseguían como fantasmas sarcásticos, porque en el fondo ella odiaba cocinar y planchar, solamente la limpieza de la casa le daba un sentimiento de paz interior a forma de meditación trascendental que disfrutaba de manera íntima sin confesárselo a nadie, para que no se le vaya el encanto decía ella.

    Los Rojas eran una de aquellas familias conocidos por todos en Piura, y queridos a la vez porque les encantaba dar descuentos y fiaban a sus mejores clientes, creando un aire de junta de beneficencia en su negocio, pero que a final de cuentas siempre la gente les pagaba agradecidos por su buen corazón.

    Don Rómulo arreglaba relojes, cambiaba baterías con los ojos cerrados, compraba oro que derretía en las noches de luna llena y los transformaba en cualquier cosa que luego pudiera vender, desde cruces con Jesucristos sacrificados, hasta dientes de jabalíes que aparentemente estaban de moda en esa época.

    Cuando Gonzalo vino a hacerse cargo de la joyería para ayudar a su padre, las ventas bajaron un poco, porque en el fondo la gente tenía su confianza puesta en el padre a quien conocían y les daban crédito, seguramente el joven militar con cara de gruñón no sería tan liberal con los clientes.

    Gonzalo desde pequeño ayudaba a su padre en la joyería y tenía vasto conocimiento en el arte de derretir metales preciosos y crear piezas que luego se pudieran vender. Pero él no tenía el mismo gusto y detalle que su padre, así que contrató ayuda en el local y así él se encargaría particularmente de las ventas, de lidiar con proveedores y cuadrar las cuentas diariamente para tener bien claro con cuanto contaban para mantener a sus viejos y a la casa donde había nacido.

    Él no le tenía ninguna confianza al nuevo presidente y pensaba que las cosas iban a empeorar en el país dada la disyuntiva que los militares no estaban a cargo para organizar las cosas, desde su punto de vista.

    El hermano mayor de Gonzalo todavía vivía en Lima trabajando en un alto rango militar y sabía que nadie lo movería de ahí, porque el gozaba y soñaba con la revolución y trabajaría hasta sus últimos días para conseguirla. Así que Joaquín Rojas no iba hacerse cargo de sus padres en ninguna circunstancia, como hijo mayor de la familia, su responsabilidad era a escalas descomunales, como la de hacerse cargo de las cosas del país donde vivían y por ende sus padres estarían en mejor situación.

    Así es como las nuevas responsabilidades de Gonzalo transformaron completamente su rutina diaria. Se levantaba muy temprano por la mañana para hacer ejercicios y correr alrededor del barrio antes de que el sol encandile sus ojos. Luego desayunaba con sus padres, se daba un baño rápido y se encerraba en la tienda hasta la caída del sol, su padre lo acompañaba religiosamente de lunes a viernes, supervisando el trabajo del día a día y simplemente para mantener la mente ocupada, ya que la palabra retiro no existía en esa época para algunos, mucho menos para los Rojas.

    En asuntos de faldas, Gonzalo prefería no involucrarse, porque un amor de la adolescencia le dejó el corazón partido por la mitad y hasta la fecha no había sabido remendar. Aquella muchacha tres años mayor que él, en la secundaria le había enseñado a besar a escondidas, a agarrar senos poco desarrollados con delicadeza, y a llorar por la burla del amor traicionado.

    Así quedó curado de espanto y se prometió a sí mismo no volver a meterse en cosas de mujeres, ellas eran muy frías y calculadoras y les dañaban la vida a los hombres de buen corazón.

    Don Rómulo, pasaba la mayoría del día contando las repetidas historias de siempre de sus andanzas de muchacho a su hijo y al ayudante mientras interrumpía de cuando en cuando para corregirles a los novatos algún detalle del oficio, y apenas algún cliente asomaba por la tienda era Don Rómulo el encargado de hacer relaciones públicas y entretener a los compradores, todavía sentado en aquella silla tan vieja como sus dolores en las muñecas.

    Después de terminado su día de labores, Gonzalo se sentaba a escuchar noticias hasta la hora de la cena, que su madre a regañadientes todavía les preparaba de mala gana, pero siempre con una adorable sonrisa para que ellos no se dieran cuenta del descontento personal ya que ella tenía la creencia que de ser así la comida les caería mal y sufrirían de una indigestión que les revolverían las tripas por horas.

    Los miércoles y viernes después de cenar Gonzalo se iba al bar de sus amigos a jugar naipes y beber un par de piscos que le calentaban las entrañas y adormecía el patriotismo por unas horas.

    Como todos los viernes antes del mediodía, Gonzalo se encargaba de consolidar cuentas de la semana y tratar de organizar recibos de pagos, planillas de gastos, etc. Algunas semanas el desorden de tanto papel le obligaban a encender un cigarrillo y acabarlo en menos tiempo de lo que le tomaba llevárselo a la boca.

    Otros días como aquel 24 de mayo todo parecía estar en perfecto orden y las cuentas se iban cuadrando de una manera perfecta dándole a ese día un comienzo fácil y relajado, ignorando que la tierra se enfurecería por quien sabe que razones muy íntimas desgarrando sus entrañas en un terremoto que sacudió de manera feroz y sin discriminación la capital peruana y dejando sentir su inclemente rigor a lo largo de la costa sudamericana. El terremoto se sintió desde la ciudad de Guayaquil al norte, hasta Arica en la frontera con Chile al sur, dejando pueblos devastados, edificios colapsados y cobrando vidas humanas sin piedad ni compasión alguna.

    Gonzalo estaba en la tienda con su padre y su ayudante cuando las paredes se les comenzaron a mover súbitamente, al momento que se dieron cuenta que estaban siendo víctima de uno de esos ataques de histeria de la madre tierra, lo peor ya había pasado. Cuadros y adornos terminaron en el piso, inclusive aquel Cristo tallado en oro que protegía la puerta de entrada de la joyería de su padre había huido de la pared ante el estruendoso desastre natural que como de costumbre agarra a todos de improviso.

    Después de estar seguros de que todos estaban con vida, porque el semblante transparente en sus caras indicaba lo contrario, salieron del local para darse cuenta de que el letrero del negocio estaba en media calle, y que a los vehículos que les había tocado el infortunio en movimiento estaban en los carriles opuestos, la gente gritaba alborotada como que el mundo se acababa y no había mucho tiempo de arrepentirse de los pecados.

    A una cuadra del negocio de los Rojas, la calle se había cuarteado junto a la vereda peatonal, ramas de árboles volaban por doquier y el ladrar de perros perdidos y atontados por lo ocurrido se escuchaban como ecos melancólicos a la distancia.

    Sirenas de ambulancias y carros patrullas era lo único que se oía en Piura al igual que en el resto del país. Gonzalo envió al ayudante a su casa para cerciorarse que todo estaba bien. Finalmente, padre e hijo se acordaron de la esposa y madre, a quien le había encontrado el terremoto en medio de sus quehaceres domésticos, para darse cuenta de que doña Ana estaba postrada en el suelo, con un riachuelo de sangre rodándole por la frente.

    Don Rómulo tomó a su mujer en los brazos, se dio cuenta que estaba consciente y ella espátula en mano le dio una sonrisa a su esposo preguntándole un poco atontada que había pasado. Gonzalo se encargó de limpiarle la herida a su madre con alcohol y cubrírsela para evitar alguna infección, a Ana le había caído un jarrón de porcelana desde una de las repisas de la cocina dejándola inconsciente por algunos minutos.

    Una vez que dejó a sus padres sanos y salvos y con los nervios amainados con su respectivo té de tilo, Gonzalo decidió salir alrededor del barrio y ayudar en lo que más podía a conocidos y desconocidos por igual, porque en estos momentos como buen militar que era, el patriotismo se le subía a la cabeza y se convertía en aquel héroe que salvaría a su pueblo de aquella desgracia.

    Fueron días, semanas y meses los necesarios para limpiar la ciudad de escombros y heridos. Gonzalo trabajaba día y noche sin descansar al igual que muchos otros ciudadanos para ayudar ante tan tremenda desgracia que había azotado al país entero. Vio lo que nunca le había tocado vivir en sus años de servicio militar, donde él creía que había vivido lo más fuerte que pudo haber experimentado en su joven existencia.

    Los llantos de las familias que lo habían perdido todo, le rompía el corazón. Así como niños en calzones y sucios abandonados en pueblos aledaños sin familiares que abrazar ni pan que meter en sus estómagos hinchados por el hambre. Adultos sentados en esquinas solitarias con las manos sujetando sus cabezas ante la pérdida súbita de lo que había sido sus vidas por mucho tiempo, y darse cuenta de la manera más cruel que nada es seguro ni para siempre en esta vida ingrata.

    Las playas recibieron también el reclamo de sus aguas que provocaron un maremoto llevándose lo que podía a su camino, la tierra seguía moviéndose sutilmente sin importarle mucho que todo estaba destruido y la gente aun lloraba el luto por la desgracia, por la hambruna, por la pérdida después de aquel zamarrón.

    Al menos los meses siguientes durante la reconstrucción del país y de las almas de sus habitantes especialmente en Piura les tocó menos calor y sin precipitaciones de lluvias, lo que ayudó al trabajo general de ponerse en pie después de la catástrofe.

    Gonzalo no había reabierto la joyería desde aquel viernes fatídico, porque no tenía tiempo ni para bañarse en su afán de ayudar a todo el mundo, además pensó que nadie estaría en condición de comprar joyas después de lo ocurrido.

    Joaquín llamó un par de veces después del terremoto para preguntar por la condición de todos en casa después del terremoto y para dejarles saber a su vez que él estaba bien y que se quedaría en Lima donde lo necesitaban y podía ser de mejor ayuda.

    En una de esas llamadas telefónicas Joaquín dejó escapar comentarios que la familia no entendió y que al darse cuenta de la metida de pata él prefirió evadir el tema. Esto dejó pensativo a Gonzalo por días, algo más se estaba cocinando en la capital, algo más se venía e involucraba a los militares. Le dio una de esas corazonadas de que lo peor para su pueblo peruano estaba todavía por venir.

    Cuenca 1950

    La familia Palacios De la Torre eran cuencanos de pura cepa. Incontables generaciones han dejado sus historias embalsamadas en los recónditos pasos del tiempo y la memoria de los que han tenido el gusto de conocerlos. Dedicados desde siempre a la agricultura de la zona, los Palacios llevan la batuta en lo que a producción de caña de azúcar se refiere en la provincia del Azuay, convirtiéndose desde décadas atrás en uno de los primeros exportadores del producto en el Ecuador.

    Don Luis y Doña María Palacios han sido punto de atención en periódicos, programas de radio y hasta en los chismes entre carretas de vendedores ambulantes. La buena suerte en los negocios siempre ha sido una de las características de la mencionada familia, así como sus generosos y altruistas movimientos emprendidos a través de los años para ayudar a los más necesitados de la provincia.

    Se casaron muy jóvenes, probablemente en uno de esos matrimonios arreglados desde antes que los involucrados nacieran, las nupcias llenaron el entretenimiento de los ecuatorianos por meses. Todos veían con fascinación fotos de la ceremonia eclesiástica que se realizó en la Iglesia del Sagrario, la que se adornó ese día con flores de todos los colores y olores inimaginables, hubo además un músico contratado del extranjero que tocaba el órgano a la vez que una mujer con voz angelical cantaba el Ave María de Schubert haciendo llorar hasta al más hereje.

    A los Palacios nunca les molestó mucho el asunto de ser figura pública, se lo pasaban bien saludando a la gente desde sus vehículos cuando iban de compras por la ciudad o hacer algún trámite que no confiaban a sus empleados. Eran conocidos y queridos por todos, si se hubieran candidatizado a la presidencia y vicepresidencia respectivamente, seguro que hubieran ganado las elecciones en Azuay.

    Pero no se inmiscuían con la política, tenían ya suficiente con mantener el negocio familiar próspero y andando como Dios manda, porque lo que nadie les podía debatir a los Palacios, era su fe. Eran tan curuchupas y respetuosos de las leyes católicas que seguro tenían ya su entrada asegurada al cielo. Acudían todos los domingos a misa, se persignaban hasta por el suspiro y todos los miércoles por la tarde acudían al confesionario para decirle todos sus pecados al cura Benito y poder recibir la santa comunión todos los domingos sin opción a crítica.

    La casa de los Palacios albergaba más empleados que dueños. Don Luis y Doña María se demoraron algunos años en poder traer hijos al mundo, y cuando el Señor les hizo el favor después de casi una década de fallidos intentos les nacieron dos varones, uno que falleció a los seis meses de nacido de una tifoidea galopante que andaba merodeando en aquella época y no tenía compasión ni discriminaba a nadie. Y el otro hijo, José Miguel, nació con una deformidad en las piernas que le impidió llevar una vida normal como la de cualquier ser humano. Gracias a Dios los Palacios tenían suficientes recursos económicos para darle a su único hijo varón la atención debida.

    Después del nacimiento de José Miguel, los Palacios tomaron la decisión de no intentar más con el asunto de procrear seres humanos en caso sea un problema de genes y la suerte no les augure nada mejor.

    Como era de esperarse la mansión donde vivían era tan ostentosa como llamativa, había pertenecido desde generaciones a los Palacios y los recuerdos de aquella legendaria familia se plasmaba en cada pared de aquella construcción tan antigua como la misma caña de azúcar que cultivaban.

    La mansión estaba ubicada en lo alto de una de aquellas colinas que forman parte de aquella majestuosidad que le caracteriza a la cordillera andina. A esa casa se la podía ver desde los más remotos ángulos de la ciudad de Santa Ana de los Ríos de Cuenca formando parte de uno de aquellos puntos de referencia para cualquier visitante o nativo de la ciudad.

    La residencia toda blanca tenía tres pisos que engalanaban los anchos balcones que le daban la vuelta a aquella estructura colonial rebosante de colorido por la cantidad y diversidad de flores que colgaban a manera de faldas coquetonas por todos lados.

    El primer piso de la vivienda era completamente dedicado a las actividades sociales de la familia, dos salas elegantísimas para recibir tanto a sus invitados en días de acontecimientos sociales como a sus familiares en las celebraciones de navidad y año nuevo, donde se daban las mejores fiestas conocidas en la alta sociedad cuencana. 

    Las columnas altas y gruesas le hacían eco a los cuadros que abrumaban las paredes por su colorido y tamaño. Las alfombras persas que habían importado hace muchos años todavía se sentían como seda en los pies descalzos y sus definidos diseños brillaban vívidos a pesar del tiempo. Un piano de cola que habían traído los padres de Luis en uno de esos viajes a Europa le daba un toque de arte clásico a la salita que antecede al comedor formal de la casa, que sentaba cómodamente a 14 personas y toneladas de comidas durante los banquetes que la familia ofrecía.

    La cocina era amplia y con un sin número de pequeños cuartitos para guardar de todo un poco y hasta más. La mayoría de los empleados trabajaba en esta área de la casa, y hasta ellos a veces se perdían con tanto recoveco.

    Doña María era fanática de la cocina, pero hasta el agua que hervía se le quemaba lo que no impidió sus intenciones de hacer gelatina de diferentes sabores dos veces por semana ya que a su marido le encantaba.

    La escalera descomunal que llevaba al segundo piso tenía una alfombra de la época colonial que los empleados lavaban cada semana para mantener su belleza imperial. Los dormitorios que nadie ocupó por muchos años estaban separados dos a cada lado de la casa con sus respectivos baños y salita de estar, eso hasta que José Miguel llegó al mundo y comenzó a usar uno de ellos con su equipo de enfermeras que lo cuidaban a diario.

    En el último piso de la casa se encontraba la habitación de Luis y María que era casi del ancho de toda la casa con vistas panorámicas a la cordillera, a la ciudad y a todos sus ríos que le hacían una guardia celosa. Era una habitación que parecía salida de una revista de decoración y donde todo lucía nuevo, por el poco uso que sus moradores le daban.

    Luis pasaba la mayor parte del tiempo a un par de horas de Cuenca en sus plantaciones de caña de azúcar al oeste de la ciudad y cuando estaba en el hogar veía televisión y se quejaba de los políticos. María entre sus intentos de cocinar algo, atender a su hijo invalido y sus actividades sociales tampoco le prestaba mucha atención a aquella habitación decorada para reyes.

    Los patios y jardines de la casa de los Palacios eran extensos y mantenidos con un cuidado exquisito, siendo un punto turístico que los visitantes no se podían perder al llegar a Cuenca.

    Casi diez años después del nacimiento de José Miguel, cuando la pareja había decidido radicalmente no embarazarse más, el destino, que siempre le encanta traer sorpresas, le dio por despertar a Doña María una de esas mañanas soleadas con brisas frías típicas de la zona andina en medio de vómitos y desmayos súbitos.

    Pensaron lo peor, pensaron que a Doña María le había dado alguna de esas enfermedades que no tienen compasión por la vida humana y era tiempo de saber la verdad y llevarla al médico de la familia. Le hicieron todos los exámenes del caso, y aunque los esposos esperaban la peor de las noticias nunca imaginaron que la respuesta tan sencilla iba a ser un tercer embarazo para la familia Palacios ya cuando los planes de criar muchachos les había agotado el entusiasmo.

    Quizá un tipo de enfermedad coronaria no hubiera sido tan terrible en esos momentos para la familia como fue el saber que a esas alturas del partido iban a ser padres nuevamente.

    El temor más grande para María era el de traer a este mundo otro ser humano que no se pueda mover o que se les muera cuando comenzaban a quererlo. Para Luis la noticia chocante se fue amainando con los días porque en el fondo él quería un heredero en su familia, un heredero que se pueda hacer cargo de sus negocios cuando él decida retirarse, así que este nuevo niño traería más honores y alegrías a esta familia como era lo justo, y como había sucedido generaciones tras generaciones en esta familia.

    María tuvo el peor de sus embarazos, sintiendo todos los malestares que no experimentó en los dos previos cuando la juventud le ayudaba un poco.

    Religiosamente vomitaba todas las mañanas y le dolían las caderas al subir las escaleras, así que decidió poner una cama plegable junto al piano de cola para estar cerca del baño de visitas y de la cocina, porque por 40 semanas lo único que le dio por comer a deshoras eran pedazos gigantescos de cocoa pura con jugo de naranja, mientras tocaba un par de notas desentonadas sentada al piano con los mismos pijamas que los hacía lavar cada noche para volverlos a poner al día siguiente.

    Lloraba a escondidas cuando creía que nadie la veía porque pensaba que ese embarazo era una desgracia, pero como buena creyente que era no había más opción que tener al muchacho y pedirle a su virgen que lo ampare en contra de malos augurios.

    Lola, la empleada que tenía todos los años de la vida y que había vivido con los Palacios desde eternidades, le hacía compañía y le escuchaba sus penurias tratando de motivarla y darle buenos ánimos, convenciéndola que este niño vendrá de seguro con un pan bajo el brazo a darles alegría y prosperidad a todos en esa casa tan fría y solitaria.

    A lo que María refutaba «Como que necesitamos más panes Lola».

    Don Luis fue el encargado de ir a la ciudad a comprar cosas para la llegada del heredero, porque la madre no quería ni oír hablar del asunto. Así fue como Luis gastó

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