Cleopatra y Marco Antonio, Abelardo y Eloísa, Hernán Cortés y Malinche… Napoleón y Josefina. En las listas de los más célebres amores de la historia de la humanidad siempre aparecen el emperador y la emperatriz franceses. El romance entre el pequeño corso, el hijo de la revolución que puso en jaque a las más poderosas monarquías europeas, y su elegante y encantadora esposa –“la bonne Joséphine” la llamaba el pueblo francés– ha pasado a la posteridad como una de las grandes historias de amor de todos los tiempos.
En esta consideración influyeron una serie de factores. El principal es el relato propagandístico difundido por el propio régimen napoleónico y sus exégetas: un Napoleón heroico, un nuevo césar combatiendo a los enemigos de la República por la gloria de Francia y, a su lado, su amorosa esposa, la dulce y distinguida Josefina, esperándolo en el palacio de Malmaison, un exquisito y acogedor retiro para el guerrero que ella misma se había encargado de embellecer. Esta idealización llegó hasta el propio divorcio de la pareja, escenificado como un sacrificio que el emperador hacía, según sus palabras, por el “bienestar de Francia”, con el fin de conseguir el heredero que ella no podía darle. El divorcio se refrendó, incluso, en una solemne ceremonia pública donde cada cónyuge leyó una declaración de devoción al otro.
A este relato oficial hay que añadir otras particularidades que dieron forma al mito del amor romántico, como la del casamiento. En una época donde la mayoría de los matrimonios eran concertados, Napoleón y Josefina se casaron, si no completamente por amor (parece que él estaba más enamorado