Matalaspenas
Por José Gurpegui
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Matalaspenas era de ese tipo de lugares idílicos en los que nunca pasa nada y de repente, su nombre aparece en la página de sucesos por algún motivo desdichado, como si fuera un tributo que hubieren de pagar aleatoriamente los habitantes de las villas rurales, para continuar disfrutando de su envidiada manera de vivir.
José Gurpegui
José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.
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Matalaspenas - José Gurpegui
MATALASPENAS
José Gurpegui
©2010, 2012, 2015 José Gurpegui Illarramendi.
Todos los derechos reservados
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Los personajes y nombres, citados en esta novela, corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, deberá entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias o cinematográficas o de cualquier otra índole, han sido utilizadas únicamente para contextualizar las narraciones, dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan.
Pueblo
Matalaspenas era de ese tipo de lugares idílicos en los que nunca pasa nada, y de repente, su nombre aparece en la página de sucesos por algún motivo desdichado, como si fuera un tributo que debían pagar aleatoriamente los habitantes de las villas rurales para continuar disfrutando de su envidiada manera de vivir.
En aquel año de 1954, época en la que transcurre esta historia, Matalaspenas contaba con apenas ochocientos habitantes. Casi todos eran jornaleros, algunos artesanos y unos pocos comerciantes con poco género y mucho aguante. El resto, lo formaban las fuerzas vivas; ese conjunto de estereotipos rurales formado por el párroco, el alcalde, el sargento de la Guardia Civil y a los que se unía ocasionalmente el médico, el maestro y el boticario. En nómina aparte, porque así lo requerían las circunstancias, estaban los propietarios de la finca La Generosa. Un latifundio que rodeaba extensamente al pueblo y cuyos límites nadie se atrevía a poner en duda. Cientos de hectáreas regadas generosamente por el rio Grosellas, bajo el manto serrano y templadas por el sol de la meseta. Terratenientes, por la gracia de Dios, según ellos y ganaderos por la diosa fortuna. Matalaspenas tenía un casco urbano con unas cuantas casas encaladas, que se aglomeraban caóticamente en torno a la plaza mayor y a la iglesia. Las ventanas de las viviendas, enrejadas y engalanadas con geranios, formaban junto a los farolillos de forja que iluminaban el recorrido de sus estrechas callejuelas, el decorado inconfundible de esos pueblos en los que el aroma de azahar, del tomillo y del romero se mezclan suavemente con el del humo de leña y el del humilde guiso de los hogares.
El río separaba al pueblo en dos barrios y lo volvía a unir mediante un puente, originalmente romano, que fue reconstruido desmañadamente tras acabar la guerra y por el que surcaba la carretera uniendo los doce kilómetros que separaban Matalaspenas de Madroñales de los Juncos por el oeste y Nudillos del Espinal, por el este.
En la plaza, había un edificio de fachada barroca y blasonada, conocido popularmente por la casa de la condesa. Junto a él, estaba el ayuntamiento presidido por un alcalde cuya designación corría a cargo del gobernador civil de turno, con el visto bueno de la familia latifundista que, bajo su influencia y no siendo proclives a los cambios, se oponían a que el sempiterno regidor fuera sustituido, a no ser que pasara a mejor vida.
Si hubiera que escribir una guía turística de Matalaspenas, apenas ocuparía el espacio de un papel de fumar. Los dos únicos lugares de interés lo constituían la Iglesia de la Asunción que fue construida a mediados del siglo XlX, sobre los restos de un templo de estilo románico tardío. El segundo lugar era el palacete mencionado que perteneció a los condes de Osasblancas quienes, según decían, en su día fueron los propietarios de todas aquellas tierras. Dicho palacete albergaba el casino y la fonda del pueblo. En él se daban cita habitualmente los pocos vecinos que podían frecuentarlo. A golpe de cazalla baraja y dominó, se ocupaban las horas que mediaban entre la siesta y el anochecer, hasta que el hálito suave de la brisa de poniente permitía tomar el fresco en los bancos de la plaza o dar un paseo por las afueras del pueblo acompañado por el gorjeo de los vencejos y el trino de las golondrinas. Las parejas jóvenes, que también las había, rondaban lugares apartados y solitarios donde libraban la batalla contra la castidad, amparados por la penumbra crepuscular, tras la tapia del cementerio o en el suelo de los viejos vagones de mercancías, cuya madera se pudría lentamente en una vía muerta cercana a la pequeña estación del ferrocarril.
En Matalaspenas no había ningún monumento dedicado a próceres personajes, militares ilustres, clérigos o santos; al menos dentro de la población y hago ésta interesada distinción urbana, porque en las afueras, próximo a la verja del camposanto, y en el exterior del mismo, se alzaba un mausoleo de grandes proporciones que contrastaba con la pobreza de las sepulturas que albergaba el interior del cementerio. Lo cierto es que, el aspecto de aquel monumento funerario invadido por la maleza y envuelto por el silencio del lugar, era sobrecogedor. Las gentes, evitaban hablar de él. «Es un lugar maldito» —decían—, pero su historia, la que voy a contar, es la de esa desdicha que mencionaba al comienzo; la que de vez en cuando, salpica a un idílico lugar como si fuera el impuesto que hubieran de pagar para que todo continuase igual.
Narváez
Próximo a las vías del ferrocarril, donde el río transcurre cantor entre chopos y jaras, se alzaba un viejo caserón. Antes, cuando la epidemia de cólera fue hospital. Más tarde, cuando el cólera tomo la forma femenina y cabalgó guerrera junto los otros tres del Apocalipsis, fue para heridos y desde hacía diez años, se había convertido en asilo para ancianos bajo la advocación de San Teopompo, obispo y mártir, cuya rebuscada veneración ejerció la fundadora y benefactora del centro, una condesa devota, cuya vida de santidad y muerte, para sí la hubieran querido muchos santos.
Aquél, según dicen, en tiempos de Diocleciano fue martirizado por el gobernador Daciano, quien, entre otras cosas, le sacó un ojo. Más tarde lo dejaron a disposición de un egipcio llamado Teónas, que utilizaba hechizos y extrañas sustancias para doblegar voluntades. Parece ser que el aguante de Teopompo impresionó tanto a Teónas que, así lo cuentan, se hizo cristiano e incluso cambió su nombre por el de Sinesio. Estaba claro que el ardor creyente del postrer mártir no se resignaba ante el pertinaz empeño del gobernador romano, por lo que éste empleó un método más expeditivo: lo empujó desde lo alto de un peñasco, quedando Teopompo despanzurrado. Sin embargo, Daciano, quiso asegurarse de que había quedado bien muerto; bajó de la montaña y degolló el cadáver.
La benefactora en cuestión, doña Jacinta del Fajo y Hebillas de la Calzada, condesa de Osasblancas, tuvo también su martirio. De niña, cuando estaba jugando en el jardín de su casa de veraneo y al cuidado de una niñera suiza, una pareja de cuervos se empeñó en arrebatarle el brioche de la merienda. Uno de ellos lo consiguió, pero el otro pájaro quiso llevarse mejor bocado y le picoteó en uno de sus hermosos ojos azules dejándola