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El "negro" de la pluma blanca
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El "negro" de la pluma blanca
Libro electrónico111 páginas1 hora

El "negro" de la pluma blanca

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Información de este libro electrónico

Un famoso escritor aparece muerto en una habitación del hotel en el que acaban de proclamarle ganador de la última edición del premio Alcione. A pesar de que todos los indicios apuntan al suicidio, la policía investiga en el entorno del escritor.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 ago 2020
ISBN9781005799717
El "negro" de la pluma blanca
Autor

José Gurpegui

José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.

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    El "negro" de la pluma blanca - José Gurpegui

    El negro de la pluma blanca

    José Gurpegui

    Copyright © 2015 José Gurpgui Illarramendi

    Todos los derechos reservados

    Portada: Zizahori

    Los personajes, nombres y lugares citados en esta novela, corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, deberá entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias o cinematográficas o de cualquier otra índole, fueron utilizadas únicamente para contextualizar las narraciones, dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan.

    Autor

    Contents

    Title Page

    Copyright

    Epigraph

    Premio

    Marina

    Pesquisas

    Tertulia

    Pacto

    Madrid

    Noticia

    Serrano

    Intriga

    Bohemia

    Helena

    Acuerdo

    Cosas

    Sierra

    Cenizas

    Libro

    Sospecha

    Pendrive

    Zoológico

    Pluma

    Premio

    El tipo de la camisa rosa y corbata granate que gesticulaba ostensiblemente con sus brazos en el bar, consiguió finalmente dar un manotazo a mi café con leche cuando me lo iba a llevar a la mesa.

    —«Lo siento» —se azoró.

    Sus disculpas las dirigió; a mí, por haberme dejado sin desayuno y a la señora que estaba sentada muy próxima al suceso en compañía de su nieto, porque faltó poco para que escaldara al pobre crío. Afortunadamente llevaba puesto un casco de romano, pero a pesar de ello, el niño no nos eximió de soportar su pataleta por haberle estropeado el disfraz que le habían traído los Reyes Magos.

    El patoso ofreció resarcirnos. A punto estuve de mandarle a la mierda, pero me consolé al escuchar la bronca que le estaba echando la abuela del crío, quien, además, y por lo que pude oír, era una de las afectadas por la mala praxis de una entidad bancaria de la que, el de la camisa rosa, era director de una de las sucursales que estaba próxima a la cafetería.

    Finalmente, el asunto quedó zanjado; no ese, sino el del mojón al niño. El bancario le dio veinte euros a la abuela para que le comprara otro disfraz, en el bazar chino de al lado. En cuanto a mí, la indemnización consistió en un capuchino, cruasán con mermelada, y me cedió su periódico para que le echara un vistazo, porque el del establecimiento lo secuestraba durante dos horas el jubilado de todos los días, que hacía el crucigrama y además recortaba el cupón de la cartilla para la colección de figuritas en porcelana del Real Madrid.

    Me senté junto a la ventana, eché un rápido vistazo a los titulares. Como de costumbre, salté las páginas de política, economía y deportes, para centrarme en la de cultura. Lo único que me interesaba, era el reportaje de la entrega de los premios Alcíone de novela.

    Sentía cierto morbo, lo reconozco. Sabía quiénes eran los vencedores y los finalistas, pero quería ver la sonrisa hipócrita del presidente de la editorial entregando el primer premio a un tipo que, desde hacía años, no había esbozado una mueca de simpatía, excepto cuando tenía una botella de vodka delante de su nariz.

    Allí estaba, levantando con gesto cansino la estrella de oro, símbolo de la editorial que patrocinaba anualmente el premio literario. Mientras la sostenía con una mano, y con la otra exhibía el cheque gigante en el que podía leerse perfectamente la cifra de quinientos mil euros.

    —¡Lo conseguiste cabronazo! —exclamé precisamente cuando el niño del disfraz de romano iba a darme una estocada vengativa con el gladio de plástico.

    —¡Este niño…! —se quejó falsamente la abuela mientras lo desarmaba y zarandeaba con poco fuste y sin convencimiento.

    Mientras observaba aquella foto, me imaginaba ocupando su lugar y seguí tragando aquel enorme sapo, uno de los mayores que había tenido que comerme durante casi treinta años, los mismos desde que lo conocí.

    —Cabronazo —mascullé.

    Me levanté, fui hasta el manazas que había pringado al niño y le devolví el periódico, dejándolo en la barra a un metro de él. Me encontraba tan cabreado después de haber visto aquella foto, que ni siquiera le dirigí la palabra al bancario de la camisa rosa.

    —¡De nada, simpático!

    Quizás pretendía que se lo agradeciese. Pero yo no estaba para cumplidos en ese momento. Ni siquiera miré su cara estigmatizada por el bíblico plato de lentejas, o lo que es lo mismo: de pringado. Debió darse cuenta de mi desprecio, porque incluso siguió lanzándome falsos requiebros que pretendían responder al casticismo sainetero, pero no destacaron más allá de la chabacana y torpe ironía.

    No entré al trapo y salí a la calle. En el ambiente pesaba el final de las vacaciones de Navidad ya generalizadas y extendidas hasta después de Reyes. Se veían caras largas, gestos nerviosos, pasos apresurados, autobuses exhalando gases, taxistas tocando el claxon… El ruido se ha convertido en la contraseña del trabajo en las ciudades. Afortunadamente en el campo, que se trabaja mucho más, reina el silencio.

    Eran las 9:30 del miércoles 7 de enero de 2011. Dos grados centígrados. Lo indicaba intermitentemente la cruz verde de la farmacia próxima a la editorial Alcíone. Todos los días doblaba esa esquina para acudir a mi trabajo. Soy uno de esos que llaman guardianes de las cinco ces; esos que deben cuidar de que todo sea claro, correcto, conciso, comprensible y coherente. Un copyediting; aunque en realidad, mi trabajo va más allá de la corrección de estilo, pero esos detalles dejémoslos para después.

    Al aproximarme, vi dos coches de la policía aparcados frente al edificio. No me resultó extraño: desde hacía algún tiempo, la editorial estaba siendo objeto de amenazas y la policía hacía sus rondas para preguntar novedades a los guardas de seguridad, pero a medida que me iba acercando comencé a preocuparme; sobre todo cuando vi salir, junto a otra compañera, a la asistente de dirección con el rostro desencajado. Iba a saludarla, pero aceleraron el paso y entraron apresuradamente en la cafetería que está junto al edificio. Estuve tentado de pedirle explicaciones; no me gusta que una persona a la que veía y saludaba prácticamente todos los días, me dejase plantado de esa manera, pero enseguida comprendí que la reacción de Carmen podía deberse a la ofuscación producida por algún suceso desdichado que tarde o temprano conocería, como así fue.

    Entré en el edificio, y observé a varios agentes uniformados y un paisano mal encarado, vestido con tejanos planchados y un tabardo oscuro, que se despedía en ese momento de José Luis Sainz, el director de la editorial. Me crucé con el supuesto policía y nuestras miradas chocaron una contra otra compitiendo en dureza. Ganó la de él. La mía abandonó para refugiarse en el escote de la recepcionista. Alcancé la puerta del ascensor y a través del reflejo en los cristales laterales, comprobé que el tipo del tabardo oscuro abandonaba el edificio seguido de su cohorte de agentes uniformados.

    Mientras esperaba a que bajara el ascensor, observe, por el mismo procedimiento, a Sainz acercándose. Me fijé en la expresión de su cara y me recordó a la de su secretaria cuando me crucé con ella. Sainz era un tipo enfermizo que acusaba varias patologías, tanto físicas como psíquicas, pero nunca le había visto tan pálido y en ese estado de abatimiento.

    —¿Ocurre algo? —le pregunté.

    —No te lo vas a creer —jadeó.

    —Como no me lo cuentes…

    —Ha estado la policía —intentó recuperar el resuello.

    —Lo sé, acabo de verlos.

    —¡Han encontrado a Eugenio muerto!

    Me quedé paralizado por la impresión.

    —¿Muerto?, no puede ser.

    —Lo ha encontrado una camarera en una de las habitaciones del hotel donde se celebró la cena de gala para la entrega de los premios.

    —¿Se alojaba allí?

    —Según la policía, llevaba hospedado una semana en el hotel.

    —¿Estaba solo?

    —El conserje ha declarado que le visitaban

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