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Matar, crónicas desde el infierno
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Libro electrónico144 páginas3 horas

Matar, crónicas desde el infierno

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El barrio es carne de cañón. Siempre me han obsesionado los nacidos para perder. Quiero ser un puente entre esa persona etiquetada, confinada, y el posible lector que no conoce esos orígenes para contarle la otra historia.
Aquí más que el lobo, lo que importa es sus motivos. El autor no se engolosina con el plato de sa
IdiomaEspañol
EditorialProceso
Fecha de lanzamiento14 sept 2022
ISBN9786078709144
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    Matar, crónicas desde el infierno - Carlos Sánchez

    Prólogo

    ACarlos Sánchez más que el lobo le importan sus motivos. No se engolosina con el plato de sangre como ocurre con la narrativa simplona. Nos abre la puerta del subsuelo para vislumbrar, desde el fondo oscuro, la realidad de esos monstruos. Sus historias nos cuentan la otra historia, la otra realidad antes del crimen.

    La descripción morosa del acto brutal no es el centro de sus crónicas sino los porqués, por grotescos que resulten. Matar, el libro de crónicas de Carlos Sánchez, nos acerca a la absurda psicología del monstruo. Y eso es todo un acierto: la simple repetición de carnicerías en decenas de páginas y el cine gore que se ha fragmentado en series han inmunizado a no pocos lectores. Lejos de ayudarnos a comprender las causas de un acto violento, lo banalizan.

    La eficacia de la escritura de estas crónicas es que recuperan el lenguaje del barrio. Las historias oscuras en voz de sus protagonistas. El escritor es un escucha atento, un entrevistador puntual, para jalar la hebra y mostrarnos la madeja. Los personajes rescatados por el cronista nos acercan al subsuelo de la conciencia de ese hombre común, de vida aparentemente previsible, que de pronto decide ser otro casi sin darse cuenta. Tan natural es su tránsito de una realidad a la otra, que asusta.

    Ya sabemos que la crónica es el cuento de la verdad; que sus personajes son de carne y hueso. Por eso creo que a Carlos Sánchez no se le puede leer impunemente. Después de pasar las páginas de cada historia el lector no puede impedir pensar que ha conocido personajes semejantes, con vidas tan comunes que difícilmente podrían prefigurar las decisiones bárbaras que se convirtieron en el centro de su vida.

    Aunque el lenguaje forma parte de la atmósfera narrativa, nunca se convierte en personaje. Es el puente para llevarnos a la vida de un desconocido tan semejante a muchos que nos obliga a mirar de nuevo nuestro entorno.

    En Matar. Crónicas desde el infierno no hay concesiones, nos dice Imanol Caneyada, ni figuras teóricas, ni poesía de alambique. Tampoco filigranas en laboratorio de adjetivos y eso se agradece. Las historias transcurren como las cuentas que nos cuentan el cuento de la vida.

    Los desplazados, la gente del margen, la gente del barrio son la materia prima de sus crónicas. Quería contar con mi escritura la otra historia. La que acontece en el interior del barrio; la historia que no aparece en la nota roja que, más que informar, parece estar hecha para sentenciar de manera definitiva. Y no me extraña que así sea: los reportes oficiales los redactan policías.

    A diferencia de otros periodistas que ensayan inmersiones en barrios depauperados (uno muy laureado y mejor pagado llegó a una colonia popular en un Mini Cooper blanco; otra, enfundada en blusa de seda y zapatillas Gucci), Carlos Sánchez se pierde entre sus callejones. No necesita disfrazarse como Luis Buñuel de obrero. Es uno de ellos.

    Escribe, me dice, de lo que soy, de los seres que tocaron mis manos y mis pies descalzos, de la violencia y desolación de los barrios marginales de Sonora.

    El barrio es carne de cañón. Siempre me han obsesionado los nacidos para perder. Quiero ser un puente entre esa persona etiquetada, confinada, y el posible lector que no conoce esos orígenes para contarle la otra historia.

    Y la otra historia es la versión del otro, la del violento, la del sin horizonte, la del que cada día se parece más a su destino. Prosa en vilo, Matar, Crónicas desde el infierno es un coro de los de los sin nada, de los destripados, de los que perdieron la vida, dicen, para sobrevivir.

    Javier Aranda Luna

    Presentación

    Crecí en contexto de la delincuencia: mi casa como un recinto a donde acudían los bandidos a contar el botín: repartían ganancias, bebían cerveza y consumían droga hasta el amanecer.

    Mi padre era aliado de los noctámbulos, los de la vida aprisa, los que por oficio tenían un puñal en sus manos para asaltar.

    Me tocó presenciar algunos asesinatos. Desde pequeño me inmiscuí en el mundo de las cárceles, a donde acudía a visitar a los padres de mis amigos.

    Con estos antecedentes, la criminalidad no me fue ajena. No supe ni sabré qué suerte me blindó de convertirme en un asesino o delincuente. Por azares del destino, la palabra, el oficio de la escritura, se convirtió en una armadura con la que me libré de los caminos que probablemente me habrían llevado a cumplir una condena.

    He acudido a las prisiones, reitero, sólo en calidad de visitante o de instructor de talleres de literatura. A partir de mi estancia en las cárceles y de la constante convivencia con asesinos nació la obsesión de conversar con ellos para indagar qué pasa en su mente: si una persona mata, ¿cualquiera de nosotros puede hacerlo? ¿Qué lleva a un ser humano a encajar un puñal en el cuerpo de otro?

    Y así las aristas, las interrogantes, esta perversión mía de recoger testimonios de criminales para dar cuerpo al libro Matar. Crónicas desde el infierno, con el afán también pretencioso de convertirme en un puente entre el asesino y el lector.

    La construcción

    En cada uno de los testimonios, el proceso fue primeramente de seducción al asesino. Aprovechando mi estadía como instructor de literatura introduje en los penales, de manera clandestina, una grabadora. El pacto con los asesinos era, una vez expuesto el móvil de la posible conversación, guardar su identidad y ofrecerles un ejemplar cuando el libro se publicara.

    Algunos protagonistas, los menos, tuvieron en sus manos el libro. Los más, tuvieron un fin trágico, ya sea en el interior de los penales o al recuperar su libertad.

    Escribí este libro con el objetivo de regresarle un poco de dignidad a cada uno de ellos. Sin juicio ni prejuicio, una de las premisas fue dejar que la voz de los involucrados dijera su verdad, esa verdad que ocultaron ante un juez o ante un ministerio público.

    La catarsis fue una constante al final de las conversaciones.

    Un hombre se confunde,

    gradualmente, con la forma de su destino;

    un hombre es, a la larga, sus circunstancias.

    Jorge Luis Borges, El Aleph

    Umbral

    Me impresionó y fue para siempre. La arquitectura de esas paredes construidas con ladrillo y el barandal formando un rectángulo servía de precaución ante el deseo de saltar hacia el concreto, allá abajo, que era una cancha de basquetbol.

    Llegué a la cárcel un domingo, acompañando a un amigo. Ambos teníamos ocho años de edad. Su padre estaba preso. Lo primero que me atrapó fue la construcción de la penitenciaría, hoy convertida en museo del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Nunca supe las razones por las cuales el papá de mi amigo Faustino vivía preso. Ante todo, mi presencia allí era por curiosidad y solidaridad. Adentro me enteré de que en el paredón detrás de las celdas se ejecutó contra dos pederastas y un asesino la penúltima pena de muerte en México.

    Desde el cerro de la Campana podía observar parte del interior de la cárcel. Siempre me había preguntado cómo sería. En poco tiempo pude verlo: los dormitorios estrechos, algunos con más espacio. Recuerdo que uno de los presos, El Rubencío, al convertirse en guía, me llevó a su mazmorra en el segundo nivel. Me apantalló la limpieza y la diferencia de su celda respecto de las demás. Le pregunté por qué estaba tan amplia, tan limpia. Me respondió que allí vivían más internos que en las otras y que a él le gustaba la limpieza, el orden, y con un gesto alegre añadió: Además me gusta bailar.

    Lo miré desplazándose con cadencia por el interior de la celda, con una cumbia como incentivo. Al regresar de su baile me ofreció un refresco de jamaica. Descendimos de la celda. Al llegar donde convivía la familia de mi amigo Faustino, un señor de sombrero, con la cara lisa, sin indicios de vello, le ordenó a un bolero que me limpiara los zapatos: Para que se vaya bien chainiado el morro. Mientras me limpiaban el calzado, el mismo hombre me preguntó si yo era hijo de El Pando. Le respondí que sí. Es mi amigo, agregó. Después me contó que crecieron en el mismo barrio y que sostuvieron una relación de camaradería por muchos años.

    La amabilidad, la honestidad y la actitud de los presos me hicieron pasar un domingo feliz. Sin buscarlo, desde ese día conocí su capacidad para solidarizarse. Y cómo, no obstante purgar una condena por un delito (aunque también existen quienes no cometieron el ilícito por el que se les condena), tienen esa capacidad de dar.

    Con el paso de los días quise continuar frecuentando las cárceles. El aprendizaje es inconmensurable. Dentro de la prisión he encontrado la inteligencia, la astucia, los dolores, la alegría, la ironía y el talento para amar. Y para matar.

    Por vivir en el barrio Las Pilas, en Hermosillo, Sonora, cuyo territorio albergó una prisión, supongo que mi identificación con esos recintos para el castigo es inevitable. Porque allí siempre veía a los padres de mis amigos. Ahora, en otras prisiones, aún veo a los hijos de mis amigos. Próximamente serán los nietos de mis camaradas con quienes conviva dentro de la cárcel.

    Primero fueron los fines de semana para acompañar a mis amigos. Después, y por herencia de Abigael Bohórquez (poeta caborquense fallecido en los noventa y que impartía talleres de literatura en una prisión para menores), inicié mi actividad como instructor en talleres de literatura y fotografía.

    Un día de trabajo en el interior del Centro de Readaptación Social (Cereso), y antes de leer alrededor de los alumnos, pude escuchar gritos y pasos en carrera por los pasillos de la prisión. Más tarde me contarían el motivo del movimiento en tropel. Fue mi alumno Guadalupe Alcaraz, el Güero Quesi, quien me expuso a detalle cómo los presos, de manera organizada, mataron a don Tino.

    A través de sus palabras pude ver el cerco de malla donde don Tino, en su desesperación por escapar del grupo de internos que lo perseguía, intentó trepar. Allí lo atraparon, con furia le arrancaron las ropas, lo tiraron al suelo y entre muchos, no se sabe el número de participantes, iniciaron los hechos que el Güero Quesi me narraba.

    Le pegaron —contaba mi alumno— con un bloque de cemento en la cabeza y le encajaron algunas varillas; todavía don Tino intentaba pararse, pero no lo dejaron hasta que dejó de moverse. Al rato llegaron los guardias, pero ya el tipo estaba muerto. Tuvieron que traer una carretilla; lo subieron como pudieron y lo llevaron a la comandancia.

    Ese día el tema del taller fue la muerte de don Tino: un tipo fortachón, dirigente de la mafia que manejaba la venta de droga en el penal. Cada integrante del grupo dio su testimonio y las razones por las cuales, según ellos, mataron a don Tino. El más elocuente fue el Güero Quesi, también vecino de mi barrio. Estábamos instalados sobre unos bancos de madera en un aula del auditorio. Con el pelo a los hombros, un marcado manqueo y caminando alrededor del grupo, el Güero Quesi nos dio santo y seña de la rabia de los presos, el inevitable recurso del homicidio: que si don Tino —dijo como preámbulo a su narración— había madreado a un morro que era su chambeador. Que si le pegó con un garrote hasta que lo hizo que

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