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Puntos de referencia, 1996-2003
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Libro electrónico814 páginas11 horas

Puntos de referencia, 1996-2003

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Colección de ensayos, reseñas y reflexiones que abordan la vasta gama de preocupaciones y ocupaciones de Enrique González Pedrero, actor político, hacedor de cultura y forjador de instituciones del México contemporáneo. Con estas piezas de la circunstancia política, económica y cultural de los últimos años del siglo XX y principios del XXI, el autor nos ofrece un punto de vista original, conocedor e inquietante sobre las transformaciones de México y el mundo, retratos de los líderes políticos de fin de siglo, profundos análisis de los conflictos políticos y de la escena cultural de occidente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2013
ISBN9786071612748
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    Puntos de referencia, 1996-2003 - Enrique González

    EGP

    PRIMERA PARTE

    DIARIO PÚBLICO

    I. 1996

    ENTRE EL RUIDO Y EL SILENCIO

    Comienzo hoy mi colaboración semanal en El Universal, agradeciendo muy cordialmente la convocatoria que se me ha formulado, para unir mi voz a las tareas de quienes con su esfuerzo hacen posible este diario. Aprovecharé estas primeras líneas para aclarar a los demás (y aclararme a mí mismo) algunas cuestiones que me pa recen importantes y que me guiarán en el uso de este espacio.

    1. Debo decir que durante mucho tiempo he rehusado el compromiso que supone una colaboración regular: compromiso con el periódico; compromiso con los lectores; compromiso con uno mismo. En primer lugar, porque en México —en la ciudad y en el país— hay ahora demasiada vocinglería. ¿Tiene algún sentido unir mi voz a ese coro que desde los medios: prensa, radio, TV da todos los días su opinión —no siempre certera, pero casi siempre en voz alta, como si alzar la voz fuera sinónimo de tener razón— sobre lo divino y lo humano? ¿No se ayuda más a la opinión pública y a la inteligencia (a los oídos y nervios) de la gente no aumentando el volumen del ruido? Por lo pronto, evocaré a Ortega: Cuando los hombres no tienen nada que decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: dicen en superlativo, esto es, gritan.

    2. Hace ya muchos años leí, en alguna revista extranjera, la propuesta (sensata) que hacía un prudente escritor a sus lectores: abandonen sistemáticamente el fin de semana la TV —les decía— en beneficio de la tranquilidad del espíritu. Y el tiempo que antes invertían frente a la pantalla chica, empléenlo en pasear y pensar, o en reunirse con la familia, en conversar con los amigos, o en leer alguno de los libros que desde hace tiempo seguramente esperan la oportunidad para dialogar con ustedes. Les aseguro —decía aquél, tal vez, iluso personaje— que saldrán ganando. Pues bien, aquel consejo sobre la TV creo que valía para la radio y también para los periódicos.

    3. Pero si la recomendación, que sigue siendo válida ahora más que nunca, les suena a ustedes demasiado radical, podría convertirse en la sugestión de ser cada vez más selectivos. Me explico: allá en los lejanos años setenta, cuando dirigí un canal de TV, me propuse incluir en la programación diaria por lo menos un programa que justificara plenamente la existencia de aquel espacio. Se trataba de ofrecer cada día algo que favoreciera más la concentración y la reflexión que la mera distracción de los espectadores. Un buen programa de TV; un buen concierto radiofónico, o un buen artículo (y no toda la tarde viendo la TV, oyendo la radio o leyendo el periódico), ayudan a hacer más grata la existencia.

    Espero, pues, tener siempre algo de interés que merezca la pena ser comunicado a los lectores de este periódico. Cuando no sea así, creo que les ahorraré a los lectores y al periódico mi colaboración siguiendo el viejo principio de mucho ayuda el que no estorba.

    4. Aun cuando buena parte de mi vida activa la he dedicado a la política, o quizá por ello, no serán exclusivamente temas políticos los que trataré en este espacio. Y cuando hablo de política me refiero lo mismo a la interna como a la exterior. Tampoco me ocuparé siempre, exclusivamente, de los temas del día. No sólo porque la falta de tiempo para la reflexión puede restarle peso y buen juicio a las opiniones. También porque, en México, los principales generadores de noticias son el presidente de la República, el gobierno, o los partidos políticos en general. Y ocurre que, en muchas ocasiones, hay temas importantes de otra naturaleza que deberían reclamar nuestra atención. Y sucede que por estar pendientes de los discursos políticos —que no siempre dicen y que, a veces, ocultan más de lo que dicen— nos perdemos de hacer referencia a una buena película, a una obra de teatro bien puesta, a una entrevista bien realizada o a un artículo o libro que merece la pena comentarse. Por tanto, será política de este Diario Público no sólo ocuparse de cuestiones políticas sino, más bien, de buscar la política hasta donde parece que no la hay. Y, a veces, estimado lector, donde menos se piensa salta la liebre

    A propósito, ¿leyó usted en La Jornada Semanal, del domingo 7 de julio, la crónica de Vicente Leñero: El día en que Salinas pensó ‘trascender’ a Julio Scherer? Se trata de una de las sátiras más graciosas (y agudas) que se han escrito sobre CSG en los últimos tiempos. Y ¡vaya que ha sido copiosa la letra impresa sobre el villano favorito!

    Jueves 25 de julio de 1996

    [Publicado el 28 de julio]

    MITTERRAND ANTE EL ESPEJO

    Si las instituciones empujan al crimen hay que cambiarlas.

    FRANÇOIS MITTERRAND

    Un libro de memorias siempre seduce. Más todavía cuando el que escribe es un animal político: un hombre de la polis. Porque, al lado de los hechos sobresalientes de la vida que se cuenta, está presente la experiencia que acumuló quien escribe. Es el caso de las Memorias interrumpidas de monsieur Mitterrand. Pero antes de editarse este recuento que la muerte interrumpió, se había publicado la Memoria a dos voces (del propio Mitterrand y de Elie Wiesel), aún en vida del presidente francés. Confieso que comencé a leerlo, yendo de aquí para allá, según el interés que iban despertándome los temas tratados hasta que, a fin de cuentas, lo agoté de una sentada, de principio a fin.

    La Memoria a dos voces es un libro espléndidamente escrito, con un sumario que recorre desde la infancia hasta la madurez de una vida realizada. Mitterrand y Wiesel discurren sobre la fe, la guerra, la literatura, el poder y, en un capítulo final, destacan algunos momentos memorables donde el político intercala la historia con la vida cotidiana. El prefacio, redactado por el presidente, es breve. En dos apretados párrafos Mitterrand se explica. Escribe en el primero: El hombre político se expresa en primer lugar mediante sus actos; de ellos depende y a ellos se debe. Discursos y escritos son sólo piezas de apoyo al servicio de su obra de acción. Dice en el segundo: Cuando concluye el mandato y va culminando la tarea y cuando con la edad se acerca el horizonte, suele plantearse la necesidad de agrupar los pensamientos y de ordenar la propia vida al filo de la escritura.

    Ahora bien, reflexionando sobre el ejercicio concreto de la política, el presidente señala que el poder es siempre temible. Quien lo ostenta debe saber bien a qué atenerse. Esto es, tiene que permanecer día y noche vigilante, con el filo de la navaja de la conciencia al alcance de la mano para constreñirse: para autolimitarse. El hombre poderoso, quiéralo o no, irá siempre hasta el límite del poder que posee. Por eso, además de la separación de poderes que exterior e institucionalmente equilibra sus actos (en un régimen democrático), tiene que crearse él mismo sus contrapoderes internos. Separación de poderes y contrapoderes se balancean y equilibran entre sí. De otra manera, el poder poseerá a quien lo ejerce.

    Cuando se carga con el fardo del poder, hay que hacerse fuerte para soportar sus excesos y no ser aplastado por la inhumana carga. Esta idea de los contrapoderes de Mitterrand (que me hubiera gustado que el presidente desarrollase más) es una suerte de artilugio semejante al que Ulises utilizó, tapándose los oídos con cera y amarrándose al mástil de su embarcación, para no sucumbir al dulce canto de las sirenas, sin dejar de escucharlo. En vez de perder los sentidos y quedar a la merced de aquella fuerza desencadenada: separar los poderes afuera a fin de controlar mejor adentro, el manejo equilibrado de la facultad de ejercerlo. Descentralizarlos para distribuirlos mejor. En suma, a diferencia de lo que han hecho muchos aprendices de brujo, en lugar de concentrar y ser desbordado por los acontecimientos, descentralizar, distribuir, repartir (y neutralizar) el poder en beneficio de la colectividad. En la política, como en el arte, hay que romper con los conformismos y los academicismos —dice Mitterrand con justeza—, y abrir las puertas y ventanas a las tendencias nuevas que provoquen rupturas en los modos de expresión y en los estilos.

    Esta jugosa noción del contrapoder (aunada a la ya clásica de la separación de poderes) sólo podía venir de alguien que, como Mitterrand, fue elegido presidente de la República después de haber invertido 35 años de su vida en la política, 24 de los cuales los pasó luchando en la oposición. Fue en la oposición donde tuvo tiempo de reflexionar sobre lo que haría (y lo que no haría) cuando lograra conquistar la cima y algo, tan o más importante, con quiénes iba a compartir la aventura.

    He dejado para el final sin habérmelo propuesto Las memorias interrumpidas. Si me atengo a aquella distinción de Levi-Strauss entre lo crudo y lo cocido, frente a lo cocido de la Memoria a dos voces, estas otras, más largas y menos cuidadas estarían, tal vez, más crudas. Hay ciertos juicios que, seguramente, de haber tenido tiempo Mitterrand habría reelaborado y matizado, pues poseía un afinado manejo del idioma.

    En las Memorias interrumpidas aparece una insistencia y una preocupación reiterada: una constante fricción ¿confrontación? con el héroe de la Resistencia, con el general De Gaulle. Es evidente que hubo una querella que nunca acabó por resolverse, que no podía resolverse. Porque del ex combatiente Mitterrand al héroe de Francia, De Gaulle, había después de todo una gran distancia histórica. Esa distancia tal vez se acorta cuando Mitterrand llega, como en su momento lo hizo De Gaulle, a la presidencia. Entonces las verdades brotan. Pero, entendámonos, Mitterrand es una persona civilizada, con lo que quiero decir que las verdades brotan, pero con el respeto debido al héroe de Francia. Mitterrand era un político muy hábil. Tal vez, un hombre de Estado. De Gaulle era, primero, un héroe y luego, sin la menor duda, un estadista excepcional. Y esto cada día que pasa se va apreciando mejor, se nota más, parece quedar fuera de discusión.

    Vea el lector el siguiente ejemplo: Después de De Gaulle se discute su famosa fórmula: Siempre he tenido una cierta idea de Francia. Esa expresión —dice Mitterrand— me resulta extraña. Y acto seguido entra en competencias: De Francia [yo] no tengo una idea, sino una sensación, la que da un ser vivo, sus formas, su mirada. Francia no está en alguna parte, suspendida entre el cielo y la tierra. Es una persona de tres dimensiones. No veo con qué compararla. En todo caso, no con una idea…

    Otro botón de muestra. Benamou sugiere: El 26 de agosto de 1944, cuando De Gaulle desfila por los Campos Elíseos, ¿está seguro de ser el Patrón de Francia? Mitterrand responde: Sí, indiscutiblemente… lo curioso es… que en esa época ya hubiera tantos gaullistas. Una semana antes, cuando Petain asistió a una ceremonia en Notre Dame de París, hubo igual cantidad de gente. Esta observación ya se ha hecho. Sólo la recuerdo para destacar la extrema relatividad de las grandes emociones nacionales.

    Tercer botón. Se le recuerda a Mitterrand una frase dicha después de la Liberación: A veces me pregunto por qué ese instante no me ligó más [a De Gaulle]. Respuesta: De Gaulle, acostumbrado desde hacía cuatro años a gobernar, poseía una asombrosa seguridad de juicio y una autoridad natural sin par. Con él se estaba en la Historia. Se la vivía. Se la hacía […] Pero no me tentó acercarme políticamente a él […] Autoritario, sabía también mostrarse diplomático y amable […] Pero consideraba a Francia [como] cosa propia, y eso me molestaba.

    ¿Para qué seguir? Era una diferencia personal ¿una rivalidad? que históricamente no podía resolverse.

    El problema con Pierre Mendès-France es distinto. Es más bien de tipo ideológico. Mitterrand reconoce en Mendès-France a un gran dirigente político. Sostiene que le propuso, en 1965, que él fuera el candidato contra De Gaulle. Mendès-France se negó: no quiso participar en suerte de plebiscito que la elección contra De Gaulle supondría y no quiso resucitar con su candidatura el antisemitismo, como le había ocurrido a León Blum. Además, no creía en absoluto en la unidad de la izquierda con los comunistas. Veía entonces a Mitterrand como un iluso, demasiado crédulo en un movimiento popular que desencadenaría su candidatura y la unidad de la izquierda.

    Mi opinión es que François Mitterrand quiso ser un hombre de Estado como De Gaulle y un hombre de pensamiento lúcido y con la autoridad moral de Mendès-France. Fue sólo François Mitterrand, un político hábil y sagaz que llegó a la presidencia de su país. Una presidencia a la que nunca accedió Mendès y en la que duró más tiempo que Charles de Gaulle. ¿Cuándo produciremos hombres públicos como éstos, más avocados al servicio nacional que a los intereses privados?

    Hay riqueza y profundidad en las reflexiones de este hombre, sabio por experimentado. Sólo quien ha tenido la vivencia del poder puede hablar con tanta precisión sobre temas que, de otro modo, se prestan a comunes y a trivialidades.

    Jueves 1º de agosto de 1996

    [Publicado el 4 de agosto]

    REFORMA ELECTORAL: PUNTO DE PARTIDA

    En nuestra educación privilegiamos la palabra hablada. En nuestra política, los oradores siempre han jugado un papel importante y casi no hay político que no se sienta tribuno y no abuse de palabras eufónicas que, a fuerza de repetirse, acaban por gastarse (como la mala moneda): histórico, irreversible, definitivo. Por radical que fuera, una reforma como la recién aprobada jamás podría calificarse de irreversible o definitiva. ¿Histórica? Dejemos que el tiempo lo determine. Pero tampoco podemos negarla: gran reforma la llamó el consejero Ortiz Pinchetti; profunda, dijo Granados Chapa.

    Con algunos días de perspectiva he leído con detenimiento la Exposición de motivos y las opiniones de tres consejeros ciudadanos (Santiago Creel, Miguel Ángel Granados, Ortiz Pinchetti) muy familiarizados con sus antecedentes, interioridades y resultados finales. Procuro articular, a partir de ahí, mi propio criterio.

    Se trata de una reforma lograda por consenso entre los partidos registrados y el gobierno. Aunque el camino estuvo sembrado de obstáculos, al grado de que muchos llegaron a dudar que culminaría, ya en el Congreso marchó sobre ruedas. El tiempo invertido en lograr el consenso comenzó a recuperarse con la rápida aprobación en el periodo extraordinario. ¿Pasará lo mismo con la discusión consensuada, la legislación secundaria y la designación de los nuevos funcionarios que operarán el proceso electoral de 1997? No lo sabemos.

    Algunos desconfiarían, quizá, del consenso porque podría sonarles a unanimidad o a procedimintos autoritarios. ¿No se contradice ese medio, con el fin: la vida democrática que queremos alcanzar? Santiago Creel advierte con sensatez que, en virtud de la crisis de legitimidad que vivimos, buscar el consenso era lo adecuado. Estoy absolutamente de acuerdo. Hacía falta una coincidencia fundamental sólida, y la modalidad parlamentaria de buscar únicamente la mayoría no habría bastado.

    Entre los aspectos fundamentales de la reforma yo colocaría, en primer lugar, lo que se ha llamado la ciudadanización de los órganos electorales. Observemos su evolución más reciente. En 1990 quedó establecido que en el Consejo General del IFE participarían consejeros de los poderes (Legislativo y Ejecutivo), de los partidos políticos y magistrados. Mediante esta figura jurídica aparecieron en escena los electores. En 1994 se sustituyó a esos consejeros magistrados por seis ciudadanos. A la vez que se suprimía el voto de los representantes de los partidos se calificaba con precisión la específica representatividad de tales consejeros. En la reforma actual, se elimina la presidencia del secretario de Gobernación y, en consecuencia, dejará de formar parte tanto del consejo como del IFE. Los consejeros del Poder Legislativo estarán presentes con voz, pero sin voto, y se ampliará su número para que los legisladores de todos los grupos parlamentarios puedan ser escuchados. La toma de decisiones corresponderá a ocho consejeros electorales, como se llamarán ahora, y al presidente del consejo.

    En virtud del carácter estatal de la función electoral —según expresa la Exposición de motivos— será la Cámara de Diputados la que, a través del voto de sus dos terceras partes, designará a los consejeros electorales y al presidente del consejo, a propuesta de los grupos parlamentarios. La ciudadanización tiene, pues, una importancia doble. Reconoce el papel central de los electores y refuerza la posición que el Poder Legislativo y, en especial, la Cámara de Diputados, deben jugar en el futuro inmediato. Y aquí es donde mejor se aprecia la mediación jugada por el consenso, para llegar a la reforma ciudadanizadora. Han sido los partidos (y el gobierno) los que han llegado al acuerdo de privilegiar la importancia, no de los consejeros partidarios, sino de los ciudadanos, de los electores. Se destaca, es claro, un reconocimiento de la sociedad civil que convendrá tener presente en el próximo periodo ordinario de sesiones del Congreso. Sobre todo, cuando se pase a la segunda y tercera etapas de esta reforma.

    Otro aspecto muy importante es la asimilación de la esfera electoral a la competencia del Poder Judicial federal. El Tribunal Federal Electoral se incorpora al Poder Judicial y la Suprema Corte custodiará la constitucionalidad de las leyes electorales. Por otro lado el tribunal, además de proteger los derechos políticos de los ciudadanos, amplía sus funciones: calificará la elección presidencial y determinará, sustituyendo a la Cámara de Diputados, la validez de esa elección. Hará, por tanto, la declaratoria de presidente electo. La Suprema Corte y el Senado elegirán a los miembros de ese tribunal.

    Otro aspecto relevante tiene que ver con la equidad en la competencia. Aquí juega un papel central el financiamiento transparente en el origen y en la aplicación de los recursos económicos. Se trata de garantizar que los partidos cuenten con recursos públicos y privados cuyo origen sea lícito, claro y reconocido por la ciudadanía. La tendencia es que prevalezca el financiamiento público sobre el privado, para aminorar el riesgo de que intereses extrapartidarios desvirtúen los fines de los partidos. Por último, se buscará controlar el origen y el uso de todos los recursos con los que cuenten los partidos, formulando criterios para determinar límites a los gastos de campaña y montos máximos para las aportaciones de simpatizantes, así como las sanciones a que se harán acreedores ante el incumplimiento de las reglas establecidas.

    No queda resuelta la tan discutida y discutible cláusula de gobernabilidad. Esta cláusula le ha dado al partido mayoritario una sobrerrepresentación, para formar una mayoría consistente y capaz de ejercer las funciones de gobierno. El privilegio se matiza o se atenúa, pero sigue existiendo. La reforma propone disminuir de 315 a 300 el máximo de diputados electos por mayoría relativa y representación proporcional. Ningún partido habrá de tener un número de diputados cuyo porcentaje exceda 8% de la votación nacional a su favor. Habría que eliminar el porcentaje de más en beneficio de la proporción.

    Hasta ahora, de los cuatro senadores por estado, tres eran de mayoría y uno de la primera minoría. En lo sucesivo, dos serán de mayoría, uno de la primera minoría y uno más de representación proporcional: mediante el sistema de listas votadas de una sola circunscripción que comprendería el territorio nacional. El texto, a más de confuso es discutible, porque los senadores representan a las entidades federativas y no a los partidos.

    La cuestión central sobre la reforma en el Distrito Federal tiene luces y sombras. Lo positivo: por primera vez el jefe de gobierno del Distrito Federal será elegido por el voto directo de los ciudadanos. Lo negativo: la no reelección dedicada, según muchos comentaristas y según él mismo, a Manuel Camacho Solís. Es lamentable ese lunar, en un esfuerzo que toca puntos tan fundamentales. Hasta ahora, la no reelección fue el límite puesto al sobrepoder presidencial. En cargos por designación, por supuesto, no funciona ese principio y la regencia fue, hasta ahora, un cargo por designación. Se presta, pues, a que el o los afectados puedan esgrimir el argumento de que las leyes no puedan ser retroactivas.

    La reforma se quedó corta: habrá que incluir en una próxima agenda el referéndum, el plebiscito, la iniciativa popular y el derecho de petición. También el derecho de revocación del mandato y la responsabilidad legal por promesas electorales incumplidas. Otro tema pendiente: el tiempo de los partidos en la TV.

    Vuelvo al punto de partida: en esta época incrédula, el consenso resulta camino indispensable. ¿Cómo lograr que siga rindiendo frutos? Falta la legislación secundaria. Y falta que los partidos, por mediación de sus grupos parlamentarios, sean capaces de superarse a sí mismos para lograr el consenso con esa opinión que está más acá o más allá de los partidos: los grupos representativos de la sociedad civil.

    ¿Tendrán los partidos la visión y la sensibilidad suficientes para trascender las políticas de corto plazo y pensar en términos fundacionales? ¿Sabrán poner por encima de todo lo que está verdaderamente en juego, que es la consolidación contemporánea de la nación? No hay que olvidar que la nación no es sólo el lugar donde viven nuestros muertos (aunque también lo es). Es un proyecto que tenemos que renovar cada día los vivos, que queremos seguir construyendo esta patria común. Y es ésa una tarea que no es exclusiva de los partidos. Lo dicho: el consenso que partidos y gobierno han conseguido es sólo un excelente comienzo. El camino está abierto: ahora hay que caminarlo.

    Jueves 8 de agosto de 1996

    [Publicado el 11 de agosto]

    MILLENIUM

    Se acerca el fin de siglo y eso es algo que no ocurre todos los días. Pero esta vez se trata, además, de otro fin de milenio. La idea del progreso infinito que llenó de seguridad a Occidente, sobre todo en las últimas dos centurias, ha hecho crisis. ¿Volveremos a vivir con temor y temblor el fin de una era? ¿Se avizoran esperanzas en el comienzo de otra nueva? Quizá los terrores del año 1000 han sido agrandados después por la leyenda, pero la inminencia de aquel milenio suscitó en verdad infinitas congojas en los que creían estar a punto de presenciar el fin de los tiempos.

    Hay algo de relato apocalíptico en una película que el primer día de exhibición ganó, en los Estados Unidos, 11 millones de dólares. Me refiero, por supuesto, a Independence Day: El día de la Independencia. La campaña publicitaria atrajo al público con la imagen de una enorme nave espacial flotando sobre la ciudad más representativa de la modernidad y la posmodernidad: Nueva York. Como mi mujer y yo, que no pudimos resistir la tentación de ir a verla el miércoles pasado, han llenado los cines de nuestra ciudad, en apenas unos cuantos días, dos millones de personas. No pretendo hacer una crónica de los valores cinematográficos del film, ni de sus magníficos efectos especiales, ni de sus más o menos endebles líneas argumentales.

    El espectador es atrapado, eso sí, desde el primer momento: las huellas de las pisadas de Armstrong y Aldrin sobre el polvo lunar encaminan hacia la bandera de las barras y las estrellas, sembrada en la soledad del astro que más había visitado la imaginación humana desde el principio de los tiempos. Luego la placa conmemorativa, donde resalta la palabra PAZ, sobre el fondo del bello planeta azul que es la Tierra. Y, de repente, la sombra veloz de la noche, como marea que avanza hasta cubrirlo todo: es la sombra de una gigantesca nave espacial que se aproxima a nuestro planeta para aniquilar sus centros neurálgicos y chupar sus recursos.

    La presencia de esa nave y de las que irán apareciendo, inexorablemente, sobre las principales ciudades de Norteamérica y del mundo consiguen atrapar la mirada y la fantasía en una sensación que prevalece, a pesar de las precariedades esquemáticas de la anécdota y de ciertos mensajes: en ningún momento puede escaparse el espectador del sentimiento de fluctuar entre el deseo de saber lo que va a ocurrir inmediatamente después y el temor a lo desconocido. La película toca resortes presentes en todos los que estamos viviendo el término del siglo XX con una mezcla inquietante de zozobra y de expectativas.

    En el cielo del año 1000 —recuerda Henri Focillon— surgió un espantoso meteoro: Apareció en el mes de septiembre, al filo de la noche, y permaneció visible cerca de tres meses. Su resplandor era tal que parecía llenar la mayor parte del cielo, hasta que desapareció un día al sonar el canto del gallo… Aquel cometa, o las dos estrellas que se lanzaban centellas o la ballena, grande como una isla, que evoca el historiador Georges Duby entre las fantasías de fin de mundo que abundaron entonces, se parecen a estas naves gigantescas y aparentemente invulnerables, portadoras de desgracia.

    Parece evidente que todos los progresos técnicos y científicos que la humanidad ha acumulado en el umbral del tercer milenio no bastan para liberarnos de la angustia agazapada que persigue nuestra conciencia de hombres contemporáneos. El hongo atómico sobre el horizonte puso en entredicho, como jamás había ocurrido antes, el destino de la humanidad como especie. El deterioro ecológico lanza sombras ominosas sobre el futuro. Ambos temores se cuelan en esta película de ciencia ficción que los minimiza, sin embargo, frente a una amenaza más poderosa, de origen extraterrestre.

    Hay diferencias, pero también analogías, como señala el historiador francés, entre los miedos medievales y los de hoy: miedo a la miseria; miedo al otro; miedo a las epidemias; miedo a la violencia; miedo al más allá. Todos esos miedos estuvieron y están, aunque no por las mismas razones ni de la misma manera. En El día de la Independencia, el miedo a las migraciones y la amenaza de la pobreza no aparecen: de hecho, se hace abstracción de todos los miedos fundados en las condiciones concretas de la existencia de hoy para concentrar el peligro en algo mucho más desmesurado y fuera de control: algo que viene de un más allá interplanetario. Se terminó el peligro ruso con el fin de la Guerra Fría, ¡atención a los extraterrestres!

    El fin de la humanidad y de su mundo fueron augurados por las palabras de los profetas bíblicos y fue el tema central del Apocalipsis de san Juan. Los jinetes de la guerra, el hambre y la muerte se abatirían sobre una Babilonia que habría de recibir esas calamidades en castigo por múltiples excesos —la Roma de entonces, sin duda. Antes, San Miguel habría combatido contra el Dragón diabólico. Encadenado durante 1 000 años, volvería a triunfar por un breve lapso antes de ser definitivamente aplastado y desplazado por una edad de oro que precedería al fin de los tiempos.

    A estas alturas, al lector podrá parecerle muy exagerado evocar tales antecedentes para una película de ciencia-ficción como El día de la Independencia. Pero el milenarismo está colándose allí por todas las rendijas y grietas aunque a lo mejor —¿quién puede asegurarlo?— sin plena conciencia de quienes la hicieron. ¿Quizá porque flota en la atmósfera de una civilización que ha tensado demasiado los hilos de sus ambiciones de poder, de tener y de saber y que abriga, en lo más profundo, una culpa y el temor a un castigo también desmesurado? En todo caso, las fuerzas del Mal son derrotadas y, sobre las ruinas de las ciudades destruidas, se alza la esperanza de un mundo nuevo. En este peculiar apocalipsis now, que tiene lugar un 4 de julio, ese día se vuelve una fiesta para la humanidad, rescatada por fin gracias a la intuición de un joven judío experto en informática, que logrará inocular un virus en la nave enemiga; a la osadía de un piloto negro que lo acercará al objetivo, después de haberse enfrentado a un dragón extraterrestre; y a la entereza del propio presidente, que no sólo tiene el valor de tomar grandes decisiones sino el de participar activamente en la operación de aniquilamiento.

    Quizá para indicar que la fraternidad es el único camino, dos de los tres héroes de la historia representan al otro: su origen étnico los ubica un poco al margen de la sociedad blanca, anglosajona y protestante. ¿Sería la moraleja que la verdadera fuerza está en el reconocimiento de la diferencia, de la pluralidad?

    Es verdad que El día de la Independencia está lejos de ser una obra maestra y peca de numerosas contradicciones y puerilidades. Su enorme éxito de taquilla significa, sin embargo, que consigue producir algún efecto catártico.

    Desde que Mr. Reagan inventó la guerra de las galaxias como política, para derrotar a la URSS y su maltrecha economía, la ciencia-ficción se volvió ideología. Paradójicamente, en plena era del fin de las ideologías. Pues bien, en el tiempo del fin de la historia, un neomilenarismo se insinúa, con rostro desacralizado y para los gustos de la sociedad de consumo.

    Jueves 15 de agosto de 1996

    [Publicado el 18 de agosto]

    A CADA QUIEN LO SUYO

    A menudo he escuchado una crítica a las modificaciones constitucionales que buscan una reforma electoral avanzada: ¿en qué medida alcanzarán a limitar el exagerado poder presidencial? Porque si eso no va a ocurrir; si no se ocupa de un tema tan primordial, ¿entonces de qué se ocupa?

    Entiendo y comparto la inquietud por poner límites a los excesos en que ha incurrrido ese poder a lo largo de nuestra historia. Pero, sobre todo, a los más recientes: esos que todos los ciudadanos, en mayor o menor medida, hemos sufrido en carne propia. Casi podría formularse, ad absurdum, este principio: A presidencia fuerte, país débil. Pero no hay que confundirse. En México, salvo contadas excepciones, no ha habido más que un poder: el del presidente. Hemos sido país de un solo hombre.

    Con poderes auténticos habría, en cambio, país y gobierno fuertes. En ese orden. La demanda democrática es, por eso, sumamente pertinente. Porque la democracia garantizaría un Legislativo vigoroso y plural —sobre todo si se lograran las candidaturas independientes. El paso siguiente sería entrarle en serio a ese hueso duro que es la justicia y el poder encargado de impartirla. Pero es un proceso, no un salto, y hay que empezar por el principio. En esas estamos: la reforma del Estado pasa por la reforma electoral.

    Para que haya Congreso auténtico hace falta, sin duda, que esta primera reforma genere elecciones auténticas. Un Congreso auténtico es el freno más seguro a cualquier eventual exceso presidencial. Me explico. Supongamos que ya existe un régimen de poderes plenos, separados e independientes entre sí —de cheks and balances, de frenos y equilibrios. Habiendo avanzado una enormidad, no significaría el debilitamiento de la Presidencia. Con separación de poderes, fortalecer al Legislativo, al Judicial y al Ejecutivo sería fortalecer al Estado republicano. Y debilitar a cualquiera de éstos sería, entonces, debilitar a la República.

    Donde existen regímenes presidenciales, cierto presidencialismo es consustancial: la presidencia siempre será la presidencia. Pensemos en el caso norteamericano. El Partido Demócrata gana la presidencia y el Republicano la mayoría en el Congreso. Pues bien, con lo mucho que eso significa, dispone de tantos recursos la presidencia —y no sólo en el campo estratégico, decisivo, de las relaciones internacionales o en el de la guerra y la paz— que el presidente es el presidente.

    Y eso es así aunque, originalmente, no fuera el propósito de los founding fathers. En el espíritu de la Constitución se tendía a propiciar un sistema de desconfianzas, de modo que el Legislativo vigilara al Ejecutivo y el Judicial los vigilara a ambos, siempre en defensa del ciudadano. El riesgo era que semejante mecanismo indujera a la inmovilidad y hasta la parálisis, ante el temor al exceso de velocidad de un poder osado y hasta arbitrario.

    Se fue buscando, por eso, una especie de equilibrio: ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no alumbre. Era preciso encontrar el ejercicio idóneo de la iniciativa para conducir la locomotora del Estado con pericia y eficacia, evitando choques. Puesto que en la lógica del poder, como en la de la velocidad: ir cada vez más lejos, y cada vez más pronto, juega el poderío del vehículo pero también, y sobre todo, la prudencia y pericia del conductor y la seguridad del camino.

    Separación de poderes no debe significar estancamiento sino andadura ponderada: reparto equilibrado de funciones. La ley debe garantizar suficiente flexibilidad en el ejercicio de cada uno de los poderes, sin mermar el respeto debido a su función. La respetabilidad de un poder se traduce en fuerza. Es bueno desconfiar para controlar mejor, pero no hay que empalmar funciones ni confundirlas.

    Todo ello viene a cuento, me parece, en relación con el alegato que ha suscitado la salida del fiscal especial para la investigación del asesinato de Colosio. La Procuraduría invitó a los partidos políticos representados en la comisión legislativa que examina el caso Colosio a proponer nombres para la designación de nuevo fiscal. ¿Procedía o no procedía?

    Es verdad que una cosa es proponer y otra designar. Pudo parecer atractivo que los partidos o los ciudadanos fueran convocados a sugerir nombres, entre los que decidiría el procurador o, para ser más claros, el presidente. ¿Funcionaría la modalidad de buscar consenso que rindió buenos resultados en la formulación de la propuesta de reforma electoral? ¿Sería idóneo el procedimiento en un caso tan diverso? En el supuesto de que todos los partidos pudieran llegar a ponerse de acuerdo para sugerir nombres —algo que, felizmente, no ha ocurrido— ¿no se estaría atentando contra uno de los principios que más se pelean para un buen tránsito a la democracia?

    Repito: es verdad que proponer no es designar. Pero la frontera entre ambos actos es demasiado fina y más que una colaboración entre Legislativo y Ejecutivo nos estaríamos deslizando, quizás, a una cierta confusión de confusiones. Al aceptar el Ejecutivo una propuesta concreta ¿no se estaría dando, por lo menos en la apariencia, una sustitución de funciones? Y no hay que olvidarlo: en política hay que cuidar siempre tanto el ser como el parecer.

    Jurídicamente, el nuevo funcionario dependería del procurador general. Pero estaría en deuda con quienes lo propusieron para el cargo. ¿Dependería jurídicamente del Poder Ejecutivo y política y moralmente del Legislativo?

    Me parece que hay que mantener —y hacer vigente— la sana diferencia entre poderes que está prevista en la Constitución. El Legislativo debe legislar y mantenerse vigilante, pendiente, de los actos del Ejecutivo. Y éste, como el zapatero del refrán, debe ocuparse de la función que la colectividad le ha confiado, poniendo en su tarea toda la responsabilidad que esa delicada gestión supone: una responsabilidad intransferible.

    A cada quien lo suyo. Es un principio de sentido común, útil para el Legislativo y para el Ejecutivo. Y, por supuesto, muy pertinente para el poder que se encarga de decir el derecho.

    Jueves 22 de agosto de 1996

    [Publicado el 25 de agosto]

    ¿SOCIEDAD CIVIL O PARTIDOS POLÍTICOS?

    Una espesa discusión ha venido suscitándose: la que busca contraponer a los partidos políticos con la sociedad civil. Sobre todo, en torno a la reforma electoral que pretende crear una legislación e instituciones más equitativas para todos los partícipes. Ya parece haber dos bandos: el de los que privilegian a los partidos como pivotes de la democracia y el de los convencidos de la sociedad civil, que se preocupan por los peligros eventuales de un monopolio partidista que decidiría, en el futuro próximo, con exclusividad, las cuestiones de enjundia política. ¿Estaríamos transitando del régimen hegemónico del PRI a una partidocracia que simularía un avance democrático pero sería, más bien, una mala sustitución?

    Nuestro régimen de partidos es, en términos históricos, relativamente joven. El más antiguo (PNR-PRM-PRI) data de 1929. Le sigue el PAN, que nace en 1939, al año siguiente de la expropiación petrolera, y en fin el PRD, el más bisoño, surgido en 1989 del Frente Democrático Nacional, medio siglo más joven que el PAN. En cuanto al PT, está aún demasiado verde —participó apenas en las elecciones de 1994— para saber si logrará perdurar e incorporarse con cierta presencia al nuevo sistema de partidos.

    No me propongo ahora apreciar el desempeño de cada uno, ni de los que puedan participar provisionalmente en próximos comicios. Sólo sugiero reflexionar sobre la pregunta que están haciéndose muchos ciudadanos. ¿Representan los partidos, en sus posiciones ideológicas, al conjunto de la sociedad nacional? En términos amplios, me parece que sí. Sin que ninguno abarque al todo —felizmente pasaron los tiempos de las unanimidades totalitarias— sino, más bien, porque grupos y clases sociales diversos podrían encontrar en ese abanico un marco nada despreciable de opciones para encarnar sus preferencias.

    Sin embargo, en cada uno de esos partidos se aprecian corrientes, grupos y fracciones que a veces distan bastante de los pronunciamientos, las interpretaciones o las decisiones de sus comités directivos. No sé si puedan o no resolverse en futuras disidencias: el hecho es que existen. Ampliar al máximo la representatividad social es lo más deseable y, en esta etapa de tránsito a nuevas reglas del juego político, es fundamental. Hay que fortalecer a los partidos para asegurarle una vida sana a la incipiente democracia. Pero hay que fortalecer, también, una capacidad de representación ciudadana más abierta. Las condiciones que configuraron lo que se llamó el sistema político no favorecieron las iniciativas ciudadanas fuera de su esquema y la verdad es que, por muchas razones, sólo un partido dispuso, durante muchísimos años, de recursos y condiciones propicias para convocar al electorado. Con el deterioro del sistema, son muchos los ciudadanos que hoy no se sienten auténticamente representados en ninguno de los partidos existentes. Sobre todo los jóvenes. Esos jóvenes, de dentro y fuera de los partidos, que son la esperanza de renovación de la clase política.

    De todo ese complejo de situaciones y posturas pueden y deben surgir propuestas y opciones que los inconformes con lo realmente existente pueden ofrecer a sus conciudadanos en las próximas justas electorales. La apertura de cauces de participación plural para la ciudadanía es la tónica del tiempo, y no sólo en México. Y el tema de la participación nos lleva de la mano a una noción que no es muy del agrado de todos: la de sociedad civil.

    Hay quienes, molestos por ese término demasiado vago, se apresuran a descartarlo. ¿Qué es, a fin de cuentas, eso que ahora se ha dado en llamar la sociedad civil? Todo y nada, responden esos desconfiados. ¿Es lo que antecede al Estado, lo que lo niega, lo que se adelanta al Estado? ¿Es lo pre-estatal, lo no-estatal, lo post-estatal? Norberto Bobbio prefiere, en cambio, poner en su lugar tanto a la sociedad civil como a las instituciones políticas: la sociedad civil sería el terreno fértil donde surgen y se desarrollan los conflictos (económicos, sociales, ideológicos, religiosos) que el Estado tendría que satisfacer, actuando como mediador, previniéndolos y enfrentándolos. Los actores de tales conflictos son los múltiples sectores sociales, que actúan a través de numerosos grupos, movimientos y asociaciones.

    Los partidos están a caballo entre la sociedad civil y las instituciones del Estado: su meta es llegar a formar gobierno pero no pertenecen propiamente ni a la sociedad civil ni al Estado. Una de sus funciones esenciales es, por supuesto, recoger y transmitir las demandas de la sociedad civil para procurar que se vuelvan materia de las decisiones políticas. Los partidos tienen que tomar en cuenta a la sociedad civil y ésta necesita de los partidos. ¿Para qué contraponerlos y hasta enfrentarlos?

    Sin embargo, no siempre los requerimientos de la sociedad civil son transmitidos fluidamente por los partidos a las instancias que toman las decisiones. Semejante desfase entre la sociedad civil y el Estado puede conducir, a la larga, a la ingobernabilidad. Es preciso asegurar, pues, que la mediación entre sociedad y Estado se produzca de cualquier manera.

    Ahora que empezamos a cruzar el puente que tendría que llevarnos a la democracia plena, y dada la ubicación de una buena parte de la opinión al margen de cualquier partido, es aconsejable y prudente dejar que entren al juego candidaturas postuladas por organizaciones ciudadanas. Esas organizaciones no son partidos ni quieren serlo, pero sí aspiran a hacer sentir su voz y sus planteamientos en los foros donde se legisla o en las instancias donde se deciden las políticas públicas. Este es momento de abrir y no de cerrar. Es bueno todo lo que contribuye a desazolvar los cauces para que fluya, sin obstáculos, la participación del mayor número. Reconocer la conveniencia de las candidaturas independientes es reconocer un hecho de nuestra peculiar circunstancia política actual y proporcionarle, simplemente, cauces legales para que se haga sentir. Es justo registrar, también, que los medios de comunicación se abren cada día más para mostrar, con reticencias cada vez menores, mucho de lo que inquieta a la opinión pública, procurando reflejarla y proporcionarle más elementos de juicio.

    Con partidos políticos, medios más atentos a todas las opiniones, y una sociedad civil mejor representada empezaríamos a construir, en serio, la democracia. ¿O vamos a conformarnos con una democracia coja, insegura en la medida en que no refleje al máximo a nuestra vasta pluralidad? No se puede hacer una democracia sin los partidos. Tampoco se puede aspirar a una democracia amplia sólo con los partidos.

    La democracia es algo más que elecciones y procedimientos electorales. Es una manera de vivir: la más deseable. Es un proceso a largo plazo, que abarca y permite organizar, de la manera más idónea, a la diversidad de organizaciones que constituyen una sociedad civil.

    Jueves 29 de agosto de 1996

    [Publicado el 1º de septiembre]

    LA FUERZA DE LA POLÍTICA

    La situación del país, harto compleja por la acumulación de problemas económicos, políticos y sociales que ya existían, muestra otro síntoma de perturbación: los brotes de violencia que han surgido en varios estados.

    Lo mucho que se ha abundado sobre ese tema no contribuye demasiado a aclararlo. No me atrevo, pues, a calificar ligeramente el fenómeno. ¿Se trata de un escenario de provocaciones, con objetivos desestabilizadores, o nos encontramos frente a auténticas manifestaciones de rebeldía de muchos inconformes que, a estas alturas del siglo, pretenden de veras hacer una revolución? Debo reconocer que carezco de elementos serios para responder a esa pregunta.

    Es evidente, sin embargo, que esos brotes han acentuado la inestabilidad y las dudas. El pesimismo crece cuando no se aclaran las perplejidades que, en la situación de deterioro que hemos estado presenciando, tienden a no aclararse nunca.

    El inicio consensuado de la reforma electoral ha puesto cierta luz optimista sobre el panorama. Puede ser el punto de partida de esa reforma amplia que favorecería un tránsito más seguro hacia la globalidad. Como diría don Jesús Reyes Heroles, tan añorado aun por antiguos adversarios, los problemas no han de resolverse con la política de la fuerza sino con la fuerza de la política. Para evitar que las explosiones de descontento busquen dirimirse fuera de la arena electoral no hay más que un camino: política democrática en serio y a fondo.

    Embarcarse en una masiva acción polémica (de polemos: guerra) contra los grupos violentos obligaría al gobierno a desplazar recursos económicos y humanos utilizables para otros y mejores fines. Y acaso se extendería el incendio que la acción represiva estaría tratando de apagar.

    El camino está en el ejercicio sistemático de una política concertadora con todas las fuerzas dispuestas a la democracia. Pienso en los partidos que consensuaron la reforma electoral y en los muchos sectores alertas de la sociedad civil. Consolidar un nuevo pacto social, profundizando el consenso, sería estrategia válida.

    El gobierno requiere de un apoyo plural, que refleje realmente una nueva correlación de fuerzas. La magnitud de los problemas internos y externos lo reclama. No podemos seguir haciendo como si nada, en México ni en el mundo, hubiera cambiado. Mucho se habla, en los discursos, de globalidad: en la práctica, una suerte de timidez inhibe cualquier propósito de ponerse en condiciones de maniobrar positivamente para ubicarse en ella. Seguimos girando cheques sin fondos. Nuestras élites se han acostumbrado demasiado a un supuesto ganar tiempo que es, en los hechos, una manera de perderlo. Frente a las transformaciones del mundo, las inercias que hemos venido arrastrando ya no sirven y el sistema se nos quedó chico.

    Repito: hace falta un nuevo pacto social. Es urgente convocar a la construcción de ese pacto a todas las fuerzas capaces de anteponer realismo y patriotismo (para abrirle paso, desde hoy, al mañana) a fantasías de prolongar la vigencia de un pasado ya inoperante. Sobre todo, si se piensa en el pasado inmediato.

    Evocando al político de Tuxpan, muchos señalan que estaría despertando el México bronco. La verdad es que, como en el cuento más breve del mundo, el dinosaurio siempre estuvo ahí, vivito y coleando. Porque jamás hemos emprendido, en serio, una sólida y persistente política educativa, capaz de transformar eso bronco en energía encauzada y civilizada, segura de abrirse vías, con el esfuerzo, en una arena de opciones democráticas.

    Para evitar que se extienda la violencia no hay más camino que el de la política. El camino de la política democrática. Reforma electoral primero, para pasar al siguiente escalón: la reforma política. Esos dos escalones hay que subirlos y plantearnos, además, las reformas económicas y sociales que ya no esperan: volver a crear riqueza, pero aprendiendo a distribuirla mejor. El país es otro y también está exigiendo un ordenamiento constitucional coherente con sus expectativas de un nuevo proyecto nacional. La reforma educativa, científica y cultural es el acompañamiento imprescindible de todas las demás reformas, porque garantizará que se vuelvan vida cotidiana. La cultura de la paciencia y la resignación sólo encuentra salidas, eventualmente, en los estallidos violentos. Hay que generalizar lo que ya forma parte de una nueva cultura de la ciudadanía, en los sectores más avisados de la población —y especialmente entre los jóvenes. Educar al país entero en la cultura de la democracia es la culminación de la gran reforma que nos reclama.

    Oyendo el segundo Informe del presidente Zedillo parecería que ése es el país en el que le gustaría vivir y gobernar: un México adusto, sobrio, mesurado, respetuoso, apegado al derecho, sin excesos de ninguna índole, con separación auténtica de poderes, con rendición de cuentas de funcionarios virtuosos…

    Pues bien, si Zedillo sabe cómo hacerlo, tal como decía aquel slogan publicitario de su campaña, puede hacerlo. Sólo falta que se decida. Tendría tantos partidarios como, en su tiempo, los tuvieron Juárez, Madero o Cárdenas. No es poca cosa: ahí reside el poder. Si el azar lo encaminó al sitio donde se encuentra, en sus manos está convertir el azar en destino. Todavía puede hacerlo. Todavía puede volverse hombre de destino y ocupar un lugar honroso en la historia de México. Pero el tiempo apremia.

    Jueves 5 de septiembre de 1996

    [Publicado el 8 de septiembre]

    DEL DICHO AL HECHO

    Aun en los regímenes democráticos más sólidos, suele llegarse al poder ofreciendo al electorado un conjunto de propósitos, fundados en ideas, tesis o aun ideologías, que una vez ganada la elección tienden a olvidarse. Peor aún: el candidato del partido triunfante no sólo se hace el olvidadizo sino que, eventualmente, actúa completamente al revés de como lo había ofrecido. ¿De qué recursos dispone, entonces, el electorado? ¿Intentar la revocación del mandato, si así lo permitiera la legislación vigente? ¿Llevar el asunto ante el Parlamento o el Congreso? Pero, si parlamentarios o congresistas han llegado a sus escaños en un proceso parecido, ¿qué recurso le queda al ciudadano?

    ¿No equivale el ofrecimiento electoral y el voto correlativo a una especie de contrato? ¿Qué tribunal resolvería sobre la violación de ese supuesto contrato? ¿Habría que pensar en una suerte de derecho de amparo para proteger a los ciudadanos de tales eventualidades? ¿O se trata de una cuestión de índole moral, más que jurídica?

    En el fondo está, por supuesto, la moral política. ¿Es, acaso, relativa? ¿Es una la visión desde la planicie, de donde parten las miradas ciudadanas, y otra la visión desde la cima, donde se ejerce el poder político? Puede alegarse que el ejercicio del gobierno depara información de la que no se disponía en campaña o circunstancias que entonces no podían tomarse en cuenta. ¿Razones de Estado harían imposible, o inconveniente, cumplir ciertas promesas? Lo que parecía viable en el discurso electoral puede apreciarse desde otra perspectiva una vez que el panorama se contempla desde arriba. Las oposiciones encuentran en todo ello, sin duda, mucha tela de dónde cortar.

    ¿Acaso lo prudente sería no ofrecer lo que no se sabe si podría cumplirse? Un candidato demasiado cauteloso podría ser tildado de pusilánime y renuente a asumir compromisos. La gente le escatimaría su confianza a un político de apariencia dubitativa, que ofrece poco y anda con pies de plomo. Conquistar votos supone ponerse en riesgo.

    Salvo en casos de extrema gravedad, que justificaran el incumplimiento de lo ofrecido, el candidato electo tiene que saber que no cumplir le traerá descrédito. Cuando existe la posibilidad de reelección, sabe que los electores podrían pasarle la factura. Una obra de gobierno es juzgada por su balance final, positivo o negativo. El juicio de la opinión pública calificará al personaje político en cuestión como alguien que supo hacer hablar a sus hechos o como un mentiroso, un simulador o, con criterio benigno, un simple oportunista. Por no hablar de palabras mayores, como el famoso juicio de la historia que, aunque tantos cínicos lo pongan en duda, sí existe.

    Es verdad que en esta época parece inviable hacer política sin una dosis considerable de pragmatismo. En los países de democracias viejas y avezadas en la alternancia en el poder, ese pragmatismo puede ser visto por el electorado, inclusive, como una garantía de sabiduría política. Es probable que los electores tiendan a desconfiar de los candidatos que parecen demasiado idealistas, suponiendo que no tienen los pies bien puestos en la tierra. Pero donde la democracia empieza a probarse y a ejercitarse, el margen de tolerancia puede ser más estrecho.

    Un ejemplo ilustrativo se dio en España, cuando Felipe González ocupó por primera vez el poder. En su campaña de 1982 ofrece congelar lo que llama un proyecto de integración mal planteado: la presencia de España en la OTAN. Era una idea compartida por la mayoría de las izquierdas. Pero una vez en el poder, ganada la elección, advierte la necesidad de contar con el apoyo alemán para ingresar en la Comunidad Económica Europea —necesidad urgente hacia la que confluían, además, viejas aspiraciones del pueblo español de ser considerado europeo en un nivel de paridad— y, para lograrlo, España debe permanecer en la OTAN. González y los demás dirigentes del PSOE se dan cuenta, enseguida, de que una cosa es liderear un partido socialista de oposición y otra, muy distinta, tomar decisiones de gobierno. El segundo del partido y del gobierno, Alfonso Guerra, sostendrá, en marzo de 1986, que hay que renunciar a posiciones de partido en beneficio del país. Antes, se habrá conducido una sutil campaña de convencimiento, que Felipe González ya había sintetizado en septiembre de 1984: Existe una vinculación psicológica entre la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, y la permanencia en la OTAN.

    La opinión pública se alebrestó considerablemente a lo largo de esos cuatro años, sobre todo el electorado de izquierda que incluía a los sindicatos más fuertes. ¿Qué confianza merecía quien había dicho una cosa para luego hacer otra? El gobierno logró convencer, en definitiva, y obtener el SÍ en el referéndum del 12 de marzo de 1986. La fortuna acompañó al audaz político andaluz en aquella jugada que contribuyó a mantenerlo en el poder por más de dos lustros. Mal manejada, habría podido dar al traste con su carrera política. Un ejemplo ostensible de realpolitik. Lo de menos es ser de izquierda o de derecha: el sentido de la oportunidad es lo que cuenta.

    Una legislación propicia y una cultura democrática experimentada sirven mucho en tales casos. Cuando faltan, hay que saber escuchar el juicio de la opinión pública y atender a las acciones que pueda articular la sociedad civil. Sin olvidar que el juicio de la historia tiene la última palabra. Mientras ese juicio se formula, los electores cargan el fardo de los pragmatismos más o menos justificados, mientras algunos ilustrados se preguntan en qué habrá quedado aquel famoso principio jurídico según el cual pacta sunt servanda = los pactos se cumplen.

    Cuestión jurídica y ética es, esencialmente, cuestión política. Conviene pues releer el famoso capítulo XVIII de El príncipe, donde Maquiavelo se ocupa del modo en que deben los príncipes observar la fe prometida. Hay, nos dice, dos géneros de combate: el que se conduce por medio de leyes y el que se dirime por medio de la fuerza. El señor de hombres ha de obrar, si es prudente,

    teniendo gran cuidado de que nunca le salga de la boca cosa que no esté llena de las cinco cualidades que he mencionado (ser piadoso, fiel, humano, religioso e íntegro), debiendo parecer a quien le vea y oiga todo piedad, todo fe, todo humanidad, todo religión, todo integridad… Cuídese, pues, el Príncipe de vivir y mantener el Estado, que los medios siempre serán juzgados honrosos y loados por todos.

    Es claro que en tiempos de Maquiavelo no había elecciones. Pero, más allá de ese detalle ¿habrán cambiado tanto los hombres desde entonces? En todo caso, la causa real y verdadera que provoca que los hombres pierdan el poder —dijo Tocqueville—, es que éstos se han hecho indignos de ejercerlo.

    Jueves 12 de septiembre de 1996

    [Publicado el 15 de septiembre]

    LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA ESPAÑOLA

    A partir del 18 de septiembre (miércoles y viernes a las 10 de la noche) ha comenzado a exhibirse por Canal 22 una serie televisiva poco común, que tiene que ver tanto con la historia como con la política contemporánea: La transición democrática española. Si usted tiene la pequeña antena adicional que se requiere para sintonizar el 22 por UHF, o está suscrito a la TV por cable, no deje de verla: merece la pena.

    Las transiciones han ocupado la atención y los medios en la última década: la española, en los años setenta, está llena de lecciones que, aunque las condiciones son muy diversas, conviene asimilar. La verdad es que cada uno de esos procesos tiene algo que enseñar, aunque ni las condiciones sean semejantes ni las soluciones sean mecánicamente repetibles.

    En Sudáfrica, el apartheid mantenía a la población negra excluida de derechos políticos y de muchos ámbitos de la vida civilizada. El gran líder, Nelson Mandela, había pasado largos años en prisión. Un proceso electoral ejemplar permitió un paso incuestionable al sistema democrático. De la cárcel donde lo había confinado la dictablanca, Mandela pasó al gobierno, que ejerce con una prudencia y una dignidad admirables.

    El caso de Chile fue distinto. Un organizado trabajo político le permitió a la oposición ponerse de acuerdo (dato que no resulta despreciable). Eso permitió convocar a un plebiscito que separó del poder, pacíficamente, al general Augusto Pinochet. Su permanencia en la jefatura del ejército es un hueso duro para el mando civil pero, con eventuales sobresaltos, la peculiar democracia chilena se consolida día con día. Fue posible llamar a elecciones y disputar democráticamente el poder. A cambio, hubo que mostrar tolerancia, algunos creen que excesiva en ese caso, con los atropellos de 17 años de régimen pinochetista. Pero ¿sin tolerancia habría transición? La indudable ventaja de Chile sobre Sudáfrica eran sus antecedentes de avanzada tradición democrática.

    La transición española, más lejana en el tiempo, nos es más cercana, histórica y culturalmente. Comenzó, propiamente, el día en que murió Franco, el 20 de noviembre de 1975. Hasta ese momento, todos los intentos del rey tropezaron con aquella inercia inamovible. Una vez en el trono, Juan Carlos de Borbón pudo desplegar un minucioso trabajo de orfebrería política. Lo auxilió, en primerísimo lugar, un personaje clave —y escasamente conocido fuera de España: el que había sido su profesor de derecho político: Torcuato Fernández Miranda, que presidía el Consejo del Reino. Después Adolfo Suárez, al que condujo, con la hábil maniobra de Fernández Miranda, a la jefatura del gobierno. Los líderes de los partidos, de oposición moderada o abierta —Manuel Fraga, Felipe González, Santiago Carrillo entre otros— jugaron con inteligencia sus respectivos papeles. Logrando evitar los obstáculos que iban colocando los que pretendían un franquismo sin Franco, y haciendo uso del derecho y las instituciones vigentes (es decir, las que el franquismo había creado), el rey logró abrirle paso a la libertad y la democracia.

    A pesar de la obstinada y brusca oposición del franquismo de viejo cuño, el proceso pudo llegar a la promulgación de la Ley de Reforma Política. Todos los partidos y organizaciones que habían permanecido en la clandestinidad durante el franquismo —incluyendo al Partido Comunista— fueron legalmente reconocidos. En cambio, fue disuelto el partido del movimiento, es decir, la antigua falange. Y se convocó al referéndum primero y a elecciones después para integrar un Congreso que dotó a España de una nueva Constitución, la de 1978, que instauraba un régimen democrático y parlamentario, manteniendo a la vez la monarquía, garantía de estabilidad y sin cuestionar el sistema económico de mercado.

    El rey pudo contar con el apoyo de un sector que venía del Antiguo Régimen pero que era, a la vez, partidario de las reformas. La sociedad había avanzado, de modo que las estructuras mentales del franquismo le quedaban muy chicas. El papel preponderante que le otorgaban al rey las Leyes Fundamentales, concebidas por Franco para garantizar un tránsito sin ruptura, sirvió para facilitar su protagonismo en la implantación de la democracia.

    Crecimiento económico, ascenso de las clases medias, universidades pobladas de estudiantes inquietos, contactos con el exterior: la modernidad y el afán de parecerse a Europa se colaban por todas partes. A nadie le servían ya las estructuras caducas del franquismo: ni a una Iglesia actualizada y ya muy lejos de la Falange; ni a los jóvenes ávidos de libertad de expresión; ni a los obreros, numerosos y organizados; ni a los empresarios, que reclamaban iniciativa y libertad de movimientos.

    Cuando el milagro económico empieza a desfondarse, en 1974, sube la marea política. El régimen ha empezado a tambalearse. Se enfrentan aperturistas e inmovilistas: partidarios del futuro y emisarios del pasado. Pero sólo a la muerte de Franco podrá el rey actuar con libertad, aunque sin abandonar la prudencia. El rey está convencido de que hay que abrir el sistema. No lo duda en ningún momento: todos sus pasos se encaminan hacia allí. Hay presiones desde abajo, por supuesto, a favor de la democratización: 17 000 huel-gas, por ejemplo, sólo en los tres primeros meses de 1976. Y la consistente disposición de los partidos de negociar todo lo negociable, menos la

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