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El otro camino: Cuarenta y cinco años de trinchera en trinchera
El otro camino: Cuarenta y cinco años de trinchera en trinchera
El otro camino: Cuarenta y cinco años de trinchera en trinchera
Libro electrónico455 páginas4 horas

El otro camino: Cuarenta y cinco años de trinchera en trinchera

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Información de este libro electrónico

Libro autobiográfico que nos muestra los distintos rostros y actores de la izquierda mexicana a través de la narración de uno de sus personajes principales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 mar 2014
ISBN9786071618665
El otro camino: Cuarenta y cinco años de trinchera en trinchera

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    El otro camino - Joel Ortega Juárez

    VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO


    EL OTRO CAMINO

    JOEL ORTEGA JUÁREZ

    EL OTRO CAMINO

    Cuarenta y cinco años de trinchera en trinchera

    Prólogo

    JOSÉ WOLDENBERG

    Primera edición, 2006

    Primera edición electrónica, 2014

    D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-1866-5 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    Prólogo. Historia personal del pasado, por José Woldenberg

    Más pasó en la vida que en el tiempo, que en lo recordado y en lo escrito

    I. CUANDO UNA REVOLUCIÓN SE AGOTA

    Nací en el barrio de Santa Julia

    El nacimiento de la conciencia democrática

    La Revolución cubana no es roja ni azul: es verde olivo

    Ágrafo en resistencia

    La juventud comunista

    Lucha ideológica versus vida cotidiana

    Mis padres me sorprenden en Morelia

    1964: encuentro con visiones políticas mundiales

    Tengo 60 años y no conozco China

    La rebelión de las batas blancas

    II. NACE UNA ESPERANZA DE LIBERTAD

    1968: Fiesta libertaria y crimen de Estado

    ¡Vengan, pasen a nuestras casas, aquí no les va a pasar nada!

    La verdad es siempre revolucionaria

    1969: La era del terror; saber lo que no quería para mi país

    Litempo: demagogo, turbio, espía…

    1971: Ecuador de hemisferios

    ¡Che, Che, Che Guevara!, el alarido de los halcones

    1972: los estudiantes sinaloenses eran como vietnamitas

    Una generación derrotada busca salida

    Así gritaban las juventudes de Hitler y de Mussolini

    III. EL FANTASMA DEL CAMBIO SACUDE A MÉXICO

    Unidad sindical y popular contra el autoritarismo

    Crisis y extinción del Partido Comunista Mexicano

    Del sismo de conciencia a la caída del sistema

    Los días de La Jornada

    Rebelión zapatista y Grupo San Ángel

    Cárdenas, Jefe de Gobierno del Distrito Federal

    1999-2000: La huelga contra el movimiento

    IV. EL RECLAMO DE LA DEMOCRACIA LLEGA A LAS URNAS

    Preámbulo de la alternancia democrática

    La sinuosa ruta hacia el cambio

    Somos unos cuantos o somos millones

    Consolidar una izquierda moderna

    Inicio de milenio sin el PRI en Los Pinos

    La marcha del color de la tierra

    Adiós al proyecto del sexenio

    Comes y te vas

    La torpeza del desafuero

    Por una candidatura independiente

    V. LA LUCHA CONTINÚA

    ANEXO

    2000: Compromisos para un gobierno de transición democrática

    ¡El movimiento estudiantil no es fascista, sino revolucionario!

    Índice onomástico

    Si la historia sirve para algo más que las añoranzas y las operaciones constructoras de nuevos héroes efímeros, urge dejar atrás las apuestas revolucionarias o las actitudes y las prácticas sectarias y rituales, para mancharse con una praxis sujeta a las preocupaciones terrenales de nuestro momento.

    JOEL ORTEGA, El cambio posible,

    La Crónica, 15 de octubre de 1998

    Agradezco a la Universidad Autónoma de Coahuila, en particular a su rector, el ingeniero Jesús Ochoa Galindo, y a la Directora de la Facultad de Economía, Mercadotecnia y Sistemas, licenciada Carmen E. Núñez González, el apoyo que brindó en la construcción de este libro, pues coincido con Gustave Flaubert: Los libros no se hacen como los niños sino como las pirámides.

    Agradezco la edición y apoyo constante de Salvador Castro Mendoza. Correspondo al empeño dedicado a la trascripción por Elsa V. Aguilar Casas. Agradezco también a Alejandro Meléndez Ortiz su colaboración en la digitalización de fotografías.

    PRÓLOGO

    Historia personal del pasado

    JOSÉ WOLDENBERG

    Conocí a Joel Ortega a mediados de los años setenta. Entonces estábamos construyendo el sindicato de profesores de la UNAM. Él formaba parte de la corriente de académicos del Partido Comunista y yo del Consejo Sindical. Los esfuerzos conjuntos estaban orientados a edificar una organización laboral de los profesores e investigadores para alcanzar varios objetivos: a) defender los intereses gremiales de los académicos, b) coadyuvar al fortalecimiento de la UNAM, que por la falta de organización de su comunidad —pensábamos—, se había visto sujeta a diversas agresiones (como la toma de Rectoría por los tristemente célebres Castro Bustos y Falcón) y c) ligar a los sindicalistas universitarios con otros agrupamientos de trabajadores para construir un fuerte movimiento sindical democrático e independiente.

    Los trabajos preparatorios del sindicato fueron arduos. Las discusiones, interminables. Los proyectos de estatutos, contrato colectivo, declaraciones de principios iban y venían. La deliberación a través de asambleas se realizaba en todos los tonos posibles, y Joel era entonces (junto con Pablo Gómez) una de las voces más influyentes del PC en la UNAM.

    En 1974 se fundó el Sindicato del Personal Académico de la UNAM (SPAUNAM) y en 1975, luego de innumerables gestiones infructuosas, estallamos una huelga en demanda de la firma de un contrato colectivo de trabajo. La huelga fue breve —duró una semana— y se logró el compromiso para regular de manera bilateral las condiciones de trabajo de los académicos a través de un título especial que no alcanzaba a ser un contrato colectivo de trabajo por la inexistencia de titularidad sobre el mismo.

    El Consejo Sindical era la corriente mayoritaria dentro del SPAUNAM, y aunque los comunistas no tenían una presencia similar, hicimos una alianza para integrar el primer comité ejecutivo de la organización. Joel y yo pasamos a formar parte de ese primer Comité Ejecutivo encabezado por Eliezer Morales, en el que también estaban Jorge del Valle, Pablo Pascual, Lucinda Nava, Erwin Stephan Otto, Salvador Chapa, Manuel Martínez, Marcela de Neymet, Rosalinda Flores, César Chávez, Rosalío Wences, Enrique Bazúa, Ricardo Vera e Ismael Segura. Un conjunto que expresaba de manera bastante nítida el perfil de la izquierda universitaria de entonces: joven, heterodoxa (hasta cierto punto), académica, plural, antiautoritaria, muy influida por la mal llamada contracultura.

    Los debates en el Comité Ejecutivo, en el Consejo General de Representantes y en los Comités de Huelga eran fuertes y apasionados. Cada corriente creía tener la verdad en un puño y éramos inclementes (o creíamos serlo) con los adversarios, y para quienes ahí participamos, tuvimos auténticas escuelas para afinar las artes de la discusión y la forja de acuerdos; y aunque hubo muchos momentos de tensión entre el Consejo Sindical y la corriente comunista, la posibilidad y construcción de resoluciones y pactos (casi) siempre fue posible, entre otras cosas, gracias a los buenos oficios de Joel.

    Joel era y es un orador intenso, contundente (a veces demasiado), que, como casi todos, no evita la retórica, aunque es capaz asimismo de entender los argumentos de los otros y por ello es proclive a la negociación, al acuerdo, al pacto (valores supremos del quehacer político). En aquel entonces las relaciones políticas entre el PC y el Consejo Sindical no siempre fueron fáciles, pero en retrospectiva estoy convencido de que las posiciones de unos y otros acabaron por influir en las del aliado. Y en ese sentido: ¿qué más se puede pedir? Es decir, se trató de una convergencia provechosa, de una colaboración que rindió frutos.

    Treinta años después Joel Ortega escribe sus memorias. Cargadas de una intensa subjetividad, tienen en principio un gran mérito: ante la falta de memoria, ante una especie de amnesia colectiva que todo lo corroe, Joel rescata una experiencia singular e intransferible —su autobiografía política. Ante la aparición y reaparición de políticos adánicos (como dijera Fernando Zertuche), sin pasado, impolutos como niños recién nacidos, Joel nos entrega un repaso de 40 años de militancia en las filas de la izquierda, que expresa muchas de las virtudes pero también de los atavismos de esa franja política fundamental del país. Ante el silencio, la simulación y el olvido, Joel empieza a llenar un hueco en nuestra historia.

    Se trata de una historia no académica, ni documental, sino más bien lírica, es una historia personal del pasado como escribiera Norman Mailer. No hay búsqueda de objetividad, sino una voz singular, única, potente y por ello arbitraria, caprichosa, discrecional. Muchos se irritarán con los juicios de Joel. Lo cierto, sin embargo, es que el testimonio es superior al silencio que hoy envuelve nuestro pasado inmediato.

    Muchas más historias personales serían necesarias para recuperar, en serio, los años recientes. Esos años en que tantos de nosotros nos hemos encontrado como amigos y adversarios, como tontos y filósofos, testigos y protagonistas, vivos en nuestras acciones y, a veces, enriquecidos por nuestra capacidad de meditar sobre las perversidades y las maravillas de nuestro mundo, nuestra arena (Norman Mailer, América).

    El texto de Joel tiene además otra virtud: la capacidad de rescatar ambientes que hoy se han desvanecido. Me sorprende la forma de narrar su infancia en la colonia Santa Julia —con una gran calidez—, el clima cultural e ideológico en el que se aproxima a la izquierda de los años sesenta o la emoción e impacto de algún mitin de la campaña del hoy presidente Fox. Creo que esas descripciones, esas recreaciones, son los pasajes mejor logrados del libro o, al menos, los que a mí más me gustan.

    Imagino a Joel a lo largo de los años puliendo y decantando su propia memoria —esa sustancia evanescente y moldeable— a través de conversaciones con los amigos en reuniones y fiestas, en restaurantes y bares. Ahora las hace públicas —o más públicas— como un aporte para construir el siempre inacabado mural del pasado.

    La trayectoria del narrador es interesante, elocuente y contradictoria. Interesante porque alumbra la comprensión de una vida política de más de 40 años en los laberintos de una izquierda que pasó de la marginalidad y la exclusión a ser parte central y fundamental del debate social y del poder público. Elocuente, porque está narrada desde la subjetividad de un esfuerzo comprometido con la edificación de un México mejor (aunque a veces esa aspiración resulta —en el texto— nebulosa). Y contradictoria, porque el lector atento podrá observar que el protagonista no sigue una línea de comportamiento inequívoca; así suele ocurrir en las auténticas biografías y no en las historias de bronce.

    Esas características hacen de El otro camino un texto vivo y emocionante, aunque en ocasiones resulta brumoso. Para quienes compartimos aquellos tiempos será una inyección de memoria, y para quienes no, quizá una ayuda para valorar la historia reciente del país.

    Es probable que en un prólogo esté contraindicado escribir sobre lo que el prologuista considera las debilidades del libro. Pero siguiendo con una tradición que inauguramos hace 30 años —de debate y acuerdo, de convergencias y divergencias— paso a hacer lo que no se debe hacer.

    Hay dos cosas que no me gustan del texto: algunos de sus adjetivos y la forma superficial y pontificia de abordar algunos pasajes complejos. Intento explicarme.

    Me parece que el libro se debilita con tanta adjetivación de los personajes que no le gustan a Joel. Aunque eso también nos dice quién es el propio Joel, cuáles son sus filias y sus fobias. De todas formas —creo— en no pocas ocasiones Joel prefiere el adjetivo a la explicación, es decir, el resorte bien aceitado y fácil para descalificar antes que el paciente análisis, y con ello se pierde buena parte de la complejidad de las relaciones en el seno de la izquierda y del significado de sus debates.

    Hay algunos que resultan ofensivos. Llamar a la Liga Comunista 23 de Septiembre candorosa, a los directores de facultades y escuelas de la UNAM caciques, al Ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas último emperador de la dinastía revolucionaria, paradójicamente nos dicen muy poco sobre aquéllos y demasiado sobre el autor.

    Por otro lado, sigo sin entender al paso de los años por qué Joel insiste en que la candidatura a la presidencia de la República de Alejandro Gascón Mercado era preferible a la de Arnoldo Martínez Verdugo durante la primera incursión del PSUM en una campaña presidencial. Joel se dice liberal y Gascón —dicho por él mismo— se ufanaba de ser estalinista.

    Me sorprende que Joel siga pensando que la autonomía universitaria implica la extraterritorialidad. Ahora resulta que cuando la Policía Federal Preventiva entró a Ciudad Universitaria en el año 2000 para desalojar a una clara minoría de estudiantes que mantuvieron clausurada la Universidad por diez meses, violentó la autonomía.

    Buena parte de las memorias se encuentran enmarcadas en un proceso que algunos hemos denominado transición democrática. Un cambio a través del cual México dejó atrás un sistema de partido hegemónico y construyó uno pluralista: las elecciones dejaron de ser rituales sin competencia y hoy son la fórmula reconocida por (casi) todos para arribar a los cargos de representación política. El mundo de la representación dejó de ser monocolor y hoy es multicolor, y con ello la división de poderes se convirtió en realidad; algo similar sucedió con el federalismo, es decir, el país pasó del autoritarismo a la democracia. Y creo que a la luz de esa transformación los esfuerzos de Joel Ortega adquirirían una mejor y más potente luz. No obstante, ese trasfondo no aparece con suficiente claridad en el relato.

    En fin, no podía ser de otra manera. Tengo esas y otras muchas diferencias con el texto. Pero es natural. Cada biografía es única; cada remembranza, personal e intransferible; y en ello reside la riqueza de la vida: en la convivencia y competencia de múltiples lecturas de lo que nos ha sucedido. Hay que agradecer a Joel Ortega la entrega de esta personalísima versión de una biografía cargada de vitalidad, sueños, esfuerzos, amistades y odios, que en buena medida explica por qué hoy en México se ejercen las libertades como algunos lo soñaron en la ya lejana década de los sesenta. Y eso no es poca cosa.

    MÁS PASÓ EN LA VIDA QUE EN EL TIEMPO, QUE EN LO RECORDADO Y EN LO ESCRITO

    Hace poco más de diez años Enrique Krauze me sugirió que escribiese mi testimonio en torno a los movimientos sociales y políticos en los que he participado. Añadió: hazlo con calma, sin pensar en un texto fugaz, sino toma nota diariamente en un cuaderno de tus recuerdos y tómate todo el tiempo necesario, un año, cinco, diez, los que sean.

    Un tanto estimulado por la propuesta de Enrique me dispuse a escarbar en mis papeles. Revueltos y amontonados en cajas, en fólderes, habían sobrevivido a varios cambios domiciliarios y matrimoniales y a ataques de paranoia persecutoria; eran miles de documentos de todo tipo.

    Recortes periodísticos de huelgas estudiantiles y sindicales, acusaciones difamatorias de participar en acciones guerrilleras, congresos partidistas, conferencias universitarias y de prensa, mítines, desplegados a favor de todo tipo de causas, tanto las políticamente correctas como las sistemáticamente perdidas. Fotografías con todo tipo de cuates y no tan cuates; grabaciones de programas radiofónicos, entrevistas en la televisión, videos de acontecimientos políticos insólitos (no los de moda a raíz de la difusión de las producciones Ahumada), documentos interminables de la liturgia comunista e izquierdista, credenciales y gafetes de congresos; incluidas copias certificadas de las fichas de las policías políticas elaboradas en mi contra, conseguidas gracias a la apertura de los archivos, recientemente lograda.

    En fin, un baúl de nostalgias, recuerdos de una larga travesía en busca de la libertad. Eso sí, ni una bala, ninguna orden de excomunión.

    No tomé las notas que aconsejó Krauze, pero en cambio me sumergí en ese océano de papeles. Los ordené como pude y luego los digitalicé. Con ese archivo y la traicionera memoria, me dispuse a bosquejar El otro camino.

    Aventura poblada de alegrías, amistades, cercanías, miedos, perversiones, espejismos, pesadillas vivientes, victorias y derrotas. Errores y aciertos. Todo asociado al sueño de cambiar la vida.

    Cuando le pedí a Pepe Woldenberg que me hiciera el prólogo de este libro comentó, con cierta malicia de la buena, a ver cómo le haces para conciliar una militancia comunista con tus aspiraciones por la libertad. Casi me deja grogui.

    Luego pensé. Sí que está en chino eso de ser militante comunista y convencido soñador por un mundo de libertad. Pero ese es precisamente el chiste.

    Las grandes batallas de mi generación, tanto las del país donde nací y he vivido (perdón, pero mi cursilería no llega al extremo de llamarle mi patria) como las del resto del planeta, fueron casi siempre inspiradas en los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Aunque muchas veces las negáramos y las desdeñáramos por burguesas.

    Hoy me cae el veinte de la importancia de los ideales liberales como motor de los cambios conseguidos y los que están por venir. Unas izquierdas acordes al siglo XXI deben recuperar el pensamiento liberal para renovarse. Mirar al futuro y dejar que los muertos entierren a sus muertos. Superar el maleficio de convertirnos en estatuas de sal.

    Atreverse a dar las batallas contemporáneas, sumando fuerzas sin regatear a unos lo que se perdona a otros. Rompiendo con aldeanismos. Como dijera un anarquista catalán: ser nacionalista irredento es ser idiota. Vaya si lo es.

    Ya lo vivimos con Hitler, con el nacionalismo serbio, con el genocidio en Ruanda, con la criminal y absurda política de exterminio mutuo entre palestinos e israelitas. Con tantas plagas contemporáneas de intolerancia, fundamentalismo, racismo y afanes imperiales de dominación como el de Bush en Irak, Afganistán y los que se le ocurran a él y a sus sucesores. Como lo vimos también en los premonitorios sucesos de la banlieue francesa y luego extendidos a buena parte de la avanzada en Europa, donde la exclusión de los migrantes, sumada a la incapacidad de éstos para integrarse a sus nuevas realidades, generó disturbios sin rumbo, llenos de ira de un lado, y de políticas represivas fascistoides de lado del Estado francés.

    O en las de sus antípodas del capitalismo desarrollado como Cuba, donde la demencia senil de un dictador evoca la tragedia narrada por Emir Kusturica en su gran film Underground. Encerrando a un pueblo entero con la coartada de hacerle frente al imperialismo. Y en un grado diferente con nuestro nacionalismo revolucionario y su cortina de nopal de la que hablara Carlos Fuentes. Afortunadamente, herido de muerte con la alternancia del 2000. Aunque capaz de regresar bajo los viejos ropajes o con nuevas máscaras, que intentan cubrir el rostro de ancianos burócratas estadólatras, igualmente restauradoras y conservadoras.

    No comparto las políticas esquizofrénicas, las de las reservas mentales que combatió Palmiro Togliatti, consistentes en proponer la combinación de todas las formas de lucha como método para alcanzar el paraíso social. No se puede mamar y dar de topes.

    Estoy convencido de luchar por consolidar la democracia en México y en todo el mundo. A pesar de sus perversiones y sus caricaturas.

    No la considero una coartada para acumular fuerzas y luego arremeter contra el Estado burgués e implantar la dictadura del proletariado; cualquiera que sea el nombre que le pongamos a esa criatura será un adefesio contra la gente y en favor de las tiranías.

    La historia no ha terminado. La utopía seguirá siendo el alimento permanente de la lucha libertaria.

    En nuestra mesa del sueño —en la que nos sentamos semanalmente un puñado de náufragos sobrevivientes de la pesadilla totalitaria y promotores de la herejía de poner fin al autoritarismo priista, una de las pocas batallas que hemos ganado—, integrada por Gerardo Albino, David Bañuelos, Luis Barquera, Roberto Borja, Alma Rosa Cáñez, Félix Goded, Ricardo Ludlow, Rubén Lau, Jorge Meléndez, Leopoldo Michel, Humberto Parra, Rito Terán y a distancia sus hermanos Liberato y Lorenzo, lo mismo que por la vía satelital Miguel Eduardo Valle el Búho, Pedro López Díaz en mesa matutina; en una mesa vecina compartimos y discrepamos con Javier Guerrero, Vicente Granados, Luis Fernández, José Luis Gutiérrez, Fernando Valadés y Jorge Margolis. No cejaremos en la herejía de querer alcanzar una sociedad del bien vivir de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

    Esa mesa del sueño y las que surjan y proliferen por doquiera, sin más límite que la imaginación, necesita incorporar a muchísima gente, en especial a los chavos; sin ellos toda apuesta de cambio esta muerta antes de nacer. Construir con ellos un nuevo comienzo requiere que no se tropiecen con las mismas piedras que nosotros los viejos.

    Ojalá este recuento, necesariamente parcial y arbitrario, nunca (espero) mentiroso, les sirva para evitar esos tropiezos, aunque de seguro no les ahorrará sus propias pifias.

    De todas maneras, no niego la cruz de mi parroquia ni mis raíces enterradas en el siglo XX, por lo que no resisto reproducir aquí un fragmento del Cambalache de Enrique Santos Discépolo, del lejano 1935.

    Qué falta de respeto

    qué atropello a la razón;

    cualquiera es un señor,

    cualquiera es un ladrón.

    Mezclaos con Stravinsky,

    van Don Bosco y la Mignon,

    don Chicho y Napoleón,

    Carrera y San Martín.

    Igual en la vidriera irrespetuosa

    de los cambalaches

    se ha mezclao la vida,

    y herida por un sable sin remaches

    ves llorar la Biblia contra un calefón.

    Siglo veinte cambalache

    problemático y febril;

    el que no llora, no mama,

    y el que no afana es un gil.

    Dale nomás, dale que va,

    que allá en el horno nos vamo a encontrar.

    No pienses más, echate a un lao,

    que nadie importa si naciste honrao.

    Que es lo mismo el que labura

    noche y día como un buey

    que el vive de los otros,

    que el que mata o el que cura

    o está fuera de la ley.

    I

    CUANDO UNA REVOLUCIÓN SE AGOTA

    NACÍ EN EL BARRIO DE SANTA JULIA

    EN SENTIDO contrario a la mayoría de mi generación me acerqué a la militancia política por una aproximación social, no teórica, producto de mi propia experiencia. Nací en el barrio de Santa Julia en 1946, un espacio popular, pobre, aún con aire rural, enclavado entre recuerdos de la Conquista, por el llamado Árbol de la Noche Triste, un abatido vestigio borrado por la urbanización, y los de la Revolución mexicana y las leyendas de ese Robin Hood bravío: el Tigre de Santa Julia.

    Provengo de una familia de trabajadores, gente común y corriente con educación formal incompleta. Mi madre, María Juárez Sánchez, fue maestra de primaria toda su vida hasta su muerte. Mi padre, Joel Ortega Rodríguez, trotamundos laboral infatigable, trabajó siempre duro como velador en una fábrica de jabón, como obrero en la Ford, después como autoempleado en la llamada economía informal vendiendo pollitos —eso le permitió recorrer todo el país—; luego fue encargado del departamento exprés en la Compañía Mexicana de Aviación. De mis padres y de mis hermanos Cristina, Carlos y César me acompaña el sólido recuerdo de su apoyo incondicional y amoroso en todas mis decisiones.

    Me identifica también el pertenecer —como dicen los gringos— a la generación del baby boom, nacida en la posguerra. Recuerdo este dato: Laguna del Carmen 97, para ubicar la dirección de la vecindad donde viví los primeros cinco años de mi vida. Después nos mudamos a Mar Kara 32, otra vecindad típica con locales en la entrada, una imprenta y una sastrería. Los hijos del sastre y del impresor fueron mis compañeros de escuela.

    Mi madre era profesora en la primaria Árbol de la Noche Triste, clave M-510, en Popotla. Todas estas construcciones desaparecieron con el terremoto de 1957. Ella era amiga y compañera, en la Normal de Maestros, de Aurora, la hermana de Alfonso Corona del Rosal, casada con un refugiado español, Pablo Cuevas. Este matrimonio nos apoyó en ese tiempo regalándonos ropa. Mi ambiente era el de gente trabajadora en un barrio urbano muy popular, con fronteras todavía rurales, como la de un establo a la vuelta de la esquina. Mi mamá, por consejo de no sé quién, nos daba leche de burra: el remedio de los abuelos decía, muy buena para los bronquios, enfermedad padecida por mi hermano Carlos. En ese tiempo los hábitos alimenticios eran distintos, nunca en mi infancia comí ni supe lo que era un hot cake, eso lo descubrí a finales de los sesenta.

    El pulso esquizofrénico actual todavía no contagiaba a los chilangos. Los discursos oficiales ponían énfasis en el milagro económico del desarrollo estabilizador, en la parte del país cambiante a ritmo acelerado, en la modernización. Otro tema incluido era la Guerra fría, el enfrentamiento de dos fuerzas que daban coherencia ideológica al mundo: el capitalismo y el socialismo, el comunismo y el anticomunismo. Los doctores realizaban consultas a domicilio. No existía el ISSSTE, la seguridad social se llamaba Dirección General de Pensiones Civiles y de Retiro. Toda mi familia celebraba el día cuando nos tocaba ir a Pensiones, significaba júbilo. El edificio donde recogíamos el cheque estaba en avenida Juárez y Lafragua (antes Ejidos), frente a la Plaza de la República; como niño la veía enorme, sentía admiración por la cúpula cristalina de la edificación al centro. Una tarde descubrí sus cortinas desplegadas para proteger de la resolana. En compañía de mi madre nos encaminábamos muy felices porque sabíamos que tendríamos recursos para cenar en el centro y comprar algún libro o juguete.

    Cuando mi padre era velador en una fábrica de jabón, frente al Colegio Militar, en el inmueble donde alguna vez estuvo la Secretaría de Agricultura, una remembranza cruel se fijó en mí como sensación germinal de injusticia: la escena de alevosía petulante del dueño de esa empresa, un español de apellido Otaola, para humillar a sus trabajadores; el miserable lanzaba monedas a la paila, una vasija grande de metal, donde se derretía el jabón, para que los empleados, a riesgo de sufrir quemaduras, las sacaran del hervidero. Por primera vez sentí la intolerancia absoluta ante cualquier injusticia.

    Guardo una grata memoria de largas caminatas con mi padre, sus pláticas sobre la figura paradigmática de Benito Juárez, los liberales, la Reforma y el laicismo. Había una razón: mis padres eran protestantes y entonces sufríamos la intolerancia de algunos católicos. Cuando finalicé el sexto año de primaria, mi maestro Arturo Caballero, un tamaulipeco de criterio abierto, laico, quien nos había educado en los valores de la libertad, la crítica, la laicidad, muy cardenista también, dejó al grupo la decisión de realizar o no una misa con motivo del fin de cursos. Cuando preguntó al salón de clases ¿quiénes —éramos casi 35 estudiantes— querían efectuar la misa? Fui el único que levantó la mano negándose. Dije no, porque no era católico. Al salir de la escuela unos cuantos niños me persiguieron lanzándome pequeñas piedras, pero por fortuna antes de llegar a mi casa logré refugiarme en la de mis tíos, Ofelia Ortega y Juan Natharén, para ellos desconocida. Esa breve escena de intolerancia acompañó durante años mi orgullo, marcaba una diferencia que con el tiempo llegué a comprender. Los vecinos sin falta asistían los domingos a la iglesia del barrio y, como nunca me veían, les parecía yo un niño extraño.

    Nuestra diversión más cotidiana era la radio. Escuchaba las series La sombra, El monje loco; los programas del conductor Humberto G. Tamayo, de quien corría el rumor de ser un hombre de cabeza gigante, en el doble sentido de la palabra: un cráneo desproporcionado pero con una memoria infinita. Los parámetros culturales eran diferentes. El título de preparatoria era un logro que tenía una equivalencia al actual de la licenciatura. Haber alcanzado el grado de bachiller representaba un honor. Había un locutor, el bachiller Álvaro Gálvez y Fuentes, pionero de la radio cultural, ufano de ostentar su diploma. Pero cómo cambian las sociedades, en estos días un egresado de la Prepa o del CCH no consigue trabajo ni de lavatrastes en un MacDonalds. La televisión empezó en México en 1952, pero en mi caso vi las primeras emisiones televisivas hasta 1954. En la vecindad había una sola tele en blanco y negro. La dueña la ponía en el patio y cobraba 10 o 20 centavos por verla. Yo tenía ocho años.

    Entre mis estampas urbanas tengo presente la del río de la Piedad, aún sin entubar, donde se construyó el viaducto Miguel Alemán. Unos familiares vivían en la colonia Álamos, con ironía decíamos al visitarlos: vamos a ver a los popis. En el trayecto cruzábamos la avenida Obrero Mundial y los puentes del río de la Piedad. Ahí abordábamos un camión, de otra ruta larguísima, la de Azcapotzalco a Jamaica. Los camiones de segunda tenían boleteros peculiares, colgaban del cinturón de sus pantalones unas grandes argollas donde pendían los boletos y los vendía por el pasillo. Los de primera tenían una alcancía junto al chofer quien te daba el boleto. Éstos tenían asientos de dos en dos, los de segunda dos hileras corridas y una mayoría del pasaje iba a pie. El boletero era una estampa urbana, gritaba las rutas como voceador: ¡San Juanico-Colegio Militar-Defensa Nacional! Auxiliaba al conductor, como hoy lo hacen los muchachos en las peseras. Esperaba a que subieran y al momento cobraba, era casi imposible hacerle trampa; si no pagabas te bajaba a golpes. El transporte de la ciudad de México estaba controlado por un monopolio llamado el pulpo camionero.

    La ciudad aún era muy incipiente y, en mi barrio, la gente muy comunitaria, todos nos conocíamos: el hijo del sastre, del impresor, el señor de la verdulería, la señora del salón de belleza, no había ni por asomo supermercados. Era una ciudad de cuatro millones de habitantes, agitada por la emergencia del rocanrol, el mambo, los salones de baile, los teatros de revista, el sorpresivo cierre victoriano de centros nocturnos impuesto por el regente Ernesto P. Uruchurtu y la abierta rebeldía juvenil que rebasaba, rechazaba, se enfrentaba o marginaba o trascendía la cultura institucional.

    El regente de la decencia gobernó con ideas de modernización de 1952 a 1966. En su administración de 1958 a 1964 cambió la fisonomía urbana. En esos años se amplió la calle Pino Suárez con el derrumbe de varios edificios para convertirla en la vialidad ancha, de sentido único, como se conoce ahora. El Zócalo se transformó en la plancha actual. Desapareció la vida de sus portales, puestos, árboles y su terminal de tranvías. Las joyerías tradicionales se preservaron, igual que la tienda de sombreros Tardán, cuya publicidad versaba: De Sonora a Yucatán se usan sombreros Tardán. En la esquina de Nacional Monte de Piedad y la calle de Tacuba, en la confluencia del Zócalo con la Catedral, estaba la nevería La Bombi, un lugar muy popular donde se reunía la banda de jóvenes a ligar y saborear nieves.

    El cine siempre ha sido muy importante en mi vida, forma parte de mi cultura. En la primera infancia iba a los cines del barrio: el Popotla, el Tacuba, a las matinés del Cosmos, del Santa Julia, el César, mejor conocido como el Chícharo, donde te hacían la broma de darte un ladrillo para matar a las ratas; se inundaba cuando llovía y proyectaba todo tipo de películas. Cuando estudiaba la secundaria comencé a ir con frecuencia al Monumental, ubicado en Puente de Alvarado, entre San Fernando y la Alameda; ya no existe, pero esa sala tenía la singularidad de

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