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NUESTRO HOMBRE EN QUERÉTARO: Una biografía política de Félix Fulgencio Palavicini
NUESTRO HOMBRE EN QUERÉTARO: Una biografía política de Félix Fulgencio Palavicini
NUESTRO HOMBRE EN QUERÉTARO: Una biografía política de Félix Fulgencio Palavicini
Libro electrónico372 páginas5 horas

NUESTRO HOMBRE EN QUERÉTARO: Una biografía política de Félix Fulgencio Palavicini

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Esta es la biografía política de un personaje de la Revolución Mexicana que tuvo la habilidad de construirse una reputación “revolucionaria” para ocultar su verdadera actuación política.
A Félix F. Palavicini, periodista, político, funcionario, diputado constituyente, le tocó vivir desde el porfiriato hasta la consolidación del Partido Revoluciona
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2019
NUESTRO HOMBRE EN QUERÉTARO: Una biografía política de Félix Fulgencio Palavicini
Autor

Eduardo Clavé Almeida

Eduardo Clavé Almeida estudió periodismo e historia en la Universidad Nacional Autónoma de México y sociología en la Universidad Católica de Lovaina. Ha sido director de comunicación, editor y responsable de archivos en diversas instituciones públicas. Conductor de radio, promotor cultural y activista por la democracia. Además de varios trabajos sobre historia, ha publicado el libro de cuentos Conviérteme en tu olvido y otros relatos por el estilo.

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    NUESTRO HOMBRE EN QUERÉTARO - Eduardo Clavé Almeida

    Casa Juan Pablos

    méxico, 2019

    Nuestro hombre en Querétaro.

    Una biografía política de Félix Fulgencio Palavicini.

    Eduardo Clavé Almeida

    Primera edición, 2019.

    D.R.© 2019, Juan Pablos Editor, S.A.

    2a. Cerrada de Belisario Domínguez 19,

    Col. del Carmen, Alcaldía Cotoacán, 04100, cdmx.

    D.R.© Eduardo Clavé Almeida

    Diseño de portada y formación:

    Juan José Rodríguez Trejo

    isbn: 978-607-711-552-6

    Impreso en México

    Introducción

    A las 9:30 de la mañana del domingo 14 de enero de 1917, el diputado constituyente terminó de desayunar en el centro de la ciudad de Querétaro y se dirigió a la excapilla del arzobispado.

    El casco de Querétaro estaba, como casi siempre, luminoso. Las calles limpias y las casas encaladas daban gusto. Y es que las autoridades se habían esmerado por mostrar a los constituyentes recién electos la mejor cara de la ciudad, recién declarada capital de la república, que se enfilaría a la paz y al progreso gracias a la nueva constitución, a punto de escribirse justo en la ciudad que había visto morir al imperio.

    La excapilla del arzobispado, recién arreglada para servir de sitio de trabajo a los congresistas, la había apartado Pastor Rouaix para convocar ahí a sus colegas diputados interesados en discutir la redacción de un artículo que atendiera el asunto de la propiedad de la tierra, una de las principales demandas y promesas de la Revolución mexicana. Ese artículo sería el 27 constitucional, el que trataría el problema de la posesión de la tierra, el asunto agrario, motivo fundamental de la revolución zapatista y, en general, de la Revolución mexicana.

    Muy cerca de ahí, en el elegante teatro Iturbide, donde en 1854 se había estrenado el Himno Nacional, se reunía el flamante Congreso convocado por Venustiano Carranza para institucionalizar su revolución constitucionalista.

    El orgulloso constituyente que caminaba vigoroso por el centro de Querétaro, elegido por el distrito 5º de la ciudad de México, era para entonces un personaje exitoso y conocido. Tenía 35 años y ya había sido diputado durante la famosa xxvi Legislatura, la que acompañó-combatió a Madero presidente y que hubo de enfrentar el golpe de Victoriano Huerta.

    Había conocido y tratado a Porfirio Díaz, a José Yves Limantour, a Justo Sierra, a Francisco I. Madero y, por si fuera poco, un año y medio antes, Venustiano Carranza le había encargado el despacho de la Secretaría de Instrucción Pública.

    Además, había fundado, apenas unos meses atrás, El Universal, un periódico considerado desde sus primeros números como un diario moderno e influyente.

    Delgado, de calva prematura, nariz prominente encima de un negro bigote recortado que buscaba darle cuerpo a unos labios demasiado delgados, caminaba con energía. Vestía con esmero aunque los aditamentos de lujo, como una leontina y reloj de oro a la vista sobre el chaleco de terciopelo rayado, dejaban ver una fortuna de nueva adquisición. Un contemporáneo malqueriente y con una prosa como daga, lo describiría años después: Tenía el cuerpo enjuto y el color bilioso, la nariz hebraica, los ojos como de lechuza, la frente chata y la calva pálida y vergonzante. Los labios, tenues, exangües, casi sin vida, se le plegaban uno encima del otro…¹

    El diputado y director de periódico llegó a la excapilla habilitada como sala de trabajo y se inscribió en la comisión redactora de uno de los tres artículos constitucionales que condensarían los reclamos principales que dieron aliento a la Revolución mexicana.

    Sólo él sabía la verdadera razón que lo movía aquella mañana de invierno para ir a inscribirse en esa comisión. Y nadie podía saber que su presencia en la excapilla tenía dos fines. Primero, enterarse del sentido y del avance en la redacción de ese artículo y, segundo, intentar boicotearlo si tocaba el tema del petróleo, un asunto delicado aunque no muy presente en las mentes revolucionarias.

    Nadie más en la comisión sabía que días antes lo había contactado Rodolfo Montes, un representante de la petrolera El Águila para evitar que las reformas que se fraguaban en el congreso afectaran los negocios de la empresa británica.

    Nadie más que él —y los dirigentes británicos de El Águila, por supuesto— sabían de la suma de dinero que la petrolera le daba cada mes.

    Sin embargo, lo que aquel constituyente no podía imaginar mientras entraba con paso seguro a la excapilla, en ese enero de 1917, es que muchas décadas después, cuando ya todos los actores incluido él, hubieran muerto, el archivo de El Águila, que se había trasladado de edificio en edificio desde la expropiación del petróleo en 1938, hasta caer en 1998 en el archivo histórico de Pemex, contenía un expediente titulado Nacionalización del petróleo.

    Por eso, porque Félix Fulgencio Palavicini no podía ver el futuro, aunque había aprendido ya a ir escondiendo su pasado, aquella mañana fría de febrero era imposible que el legislador tabasqueño pudiera imaginar que en ese expediente, que la petrolera había abierto cuando se enteró de que el Congreso Constituyente podría legislar sobre el petróleo, se guardaría, durante casi un siglo el secreto de que él había sido el hombre de los británicos en Querétaro.

    Ese expediente es el origen de este trabajo. Su descubrimiento, en 2006, nos hizo preguntarnos quién y cómo fue ese hombre público que supo esconder episodios obscuros de su vida de manera tan hábil como supo magnificar otros.

    ***

    La idea de este libro surgió de un hallazgo casual en el Archivo Histórico de Pemex. Un expediente que había integrado la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, bajo la etiqueta Nacionalización del petróleo me llamó la atención por la fecha: 1917. Al abrirlo empezó a aparecer no sólo la correspondencia interna de la empresa sino también un conjunto de telegramas cifrados entre México, Nueva York y Londres. El tema: los trabajos legislativos del Congreso Constituyente de 1916-17 en Querétaro.

    El expediente, recién catalogado, y sin abrir desde su creación, mostraba que El Águila —la empresa británica fundada por Weetman Dickinson Pearson, conocido después como Lord Cowdray, que llegó a ser la más poderosa petrolera en México hasta la nacionalización del petróleo— tenía a su servicio en 1917 a un diputado constituyente que participaría en la redacción de dos artículos fundamentales para el futuro de la empresa y de los intereses petroleros extranjeros en México, el 27 y el 73 constitucionales.

    El expediente contiene, además, textos de diferentes juristas a quienes El Águila consultó una vez que se promulgó la Constitución, para evaluar el daño que ésta les podía causar.

    Por cierto, entre esos textos de consulta jurídica sobre la Constitución, hay uno, sin firma, que resultó ser el tan buscado estudio crítico de Emilio Rabasa sobre el artículo 27, encargado por la petrolera inglesa.² Cuando yo lo leí, en 2005, me causó una enorme curiosidad, pero no tenía la menor idea de quién podía ser el autor y por qué su autor no lo había firmado.³

    Además del texto que hoy conocemos de Rabasa —gracias a la búsqueda de José Antonio Aguilar Rivera— se encuentran en ese expediente otros dos trabajos jurídicos que deben ser estudiados y que responden también a la consulta hecha por la petrolera: uno del licenciado Agustín Rodríguez y otro del licenciado Manuel García Aguirre. Se puede leer también una mínima, extraña y casi perdida referencia a José Vasconcelos,⁴ aunque no se encuentra en el expediente un texto de él.⁵

    Pero volvamos al descubrimiento de que un diputado trabajaba de manera encubierta para los ingleses. Era necesario preguntarse ¿quién era ese constituyente que se prestó, de manera secreta y por razones económicas, a ponerse al servicio de los intereses petroleros británicos?

    Pensé entonces que debía dedicar una mirada más atenta a su biografía, antes y después de su intervención en el Congreso Constituyente.

    Por otra parte, resulta interesante registrar también la conducta de la petrolera tanto en el terreno legal como en el político, porque muestra las distintas estrategias de las empresas del petróleo, casi todas extranjeras, en sus tratos con los gobiernos revolucionarios, así como los intentos de intervención (hoy los llamaríamos de manera eufemística cabildeos), poco o nada estudiados, de grandes empresas y gobiernos extranjeros en la redacción de la Constitución del 17.

    Si bien no es ésta, en sentido estricto, una biografía total del personaje, porque no escudriña su vida privada, sí es una mirada atenta a su vida política. Es, en todo caso, el lado desconocido —o, mejor dicho, el ámbito que el personaje mantuvo deliberadamente oculto— de una biografía política. Se puede argüir que no es una biografía imparcial —si tal cosa es posible— y quizá se esté en lo cierto. Pero dado que el personaje ha sido ya presentado en su faceta pública de una manera en extremo favorable, resulta conveniente ofrecer aquí la otra cara de su vida, la que ocultó y la que permite elaborar de manera más precisa su retrato completo y fiel.

    Esta biografía política no surge de la admiración y por tanto no es hagiográfica. Es, al contrario, una biografía que busca develar el lado oculto de la vida política de un personaje que pasó a la historia del siglo xx con cierto halo de pureza revolucionaria.⁶ Un personaje famoso por su estridencia, por su retórica hiperbólica y su eficiente elocuencia oropelesca,⁷ y reconocido por su considerable influencia durante los primeros meses del gobierno carrancista en la Ciudad de México y luego en Veracruz.

    En la historia de la Revolución mexicana se le conoce sobre todo como fundador de El Universal y como uno de los 218 diputados constituyentes en el Congreso de 1916-1917.

    Este trabajo pretende además poner un grano de arena en la historiografía de la génesis del periódico El Universal y en el estudio de las relaciones mantenidas entre ese diario, nacido en 1916 con recursos del gobierno carrancista, y el poder en México durante el siglo xx y aún en el que hoy vivimos.

    Porque la buena prensa y la relativa imagen positiva de Palavicini como constituyente, no se puede explicar sin su labor como periodista y, aún más, de director o dueño de publicaciones, o titular de emisiones radiofónicas, a lo largo de su vida. Porque fue esa condición la que impidió que se le juzgara, no sólo frente a la justicia las tres veces en que se le investigó penalmente, sino frente a la historia, juicio que deben enfrentar en todo momento quienes actúan en el espacio público.

    Es ésta también la biografía política de un gran publicista. Un hombre que supo magnificar sus victorias con la misma eficacia que supo esconder sus tropelías. En suma, un hombre de virtudes públicas y vicios privados.

    Pero esos vicios privados afectaron la vida del país y por ello merecen ser estudiados. No me refiero por supuesto a la llamada vida íntima, ni siquiera a la esfera de lo estrictamente privado. Me refiero a las acciones que quedan ocultas a la vida pública pero que la afectan.

    Daniel Cosío Villegas definía a un personaje de su generación con las siguientes palabras:

    … sus cualidades se hallan a flor de piel, de modo que salen a la superficie con facilidad, de hecho, son visibles, de modo que se aquilatan sin esfuerzo alguno. Así, todo el mundo nota su cordialidad, su ingenio, su talento y su brillo. En cambio, sus defectos, que son graves y tan numerosos que de estar a la vista lo hubieran condenado al infierno, residen, digamos, en el páncreas, de modo que, lejos de verse a simple vista, necesitan ser descubiertos, cosa que sólo logra un buen observador que lo trate de cerca y por un tiempo largo. Para apuntar a un contraste ilustrativo, hay hombres cuyos defectos, aun siendo menores, digamos la reacción inmediata y viva, una expresión directa o la honestidad si es ruda, están a flor de piel, se ganan en seguida el juicio adverso de sus semejantes.

    Nuestro personaje es similar al que retrata don Daniel. Félix F. Palavicini no era famoso por su cordialidad, pero sí por su animada y prolífica pluma, y sus dotes oratorias. Y a pesar de que tanto la pluma como la lengua eran muchas veces cursis e impostadas, lograron pulirse con los años y venderse bien a por lo menos dos próceres de la Revolución mexicana.

    Sin participar en la revuelta maderista (porque ante la primera amenaza de cárcel, se acobardó y pidió perdón público al dictador) consiguió un cargo, aunque muy menor, en el régimen de Madero y logró luego beneficiarse del levantamiento huertista y del gobierno carrancista.

    Hay que decir que Palavicini no tenía una ideología revolucionaria. En realidad, era todo lo contrario. Hizo todo lo posible por acercarse a la clase política porfirista, en especial a los científicos como Limantour o Joaquín C. Casasús, pero nunca encontró suficiente reconocimiento traducido en cargos o prebendas.

    El propio Cosío Villegas propone a Palavicini como ejemplo de los jóvenes que hubieran podido incorporarse al Porfiriato y renovarlo, pero que no fueron atendidos por Díaz.

    Pensaba Don Daniel que si don Justo Sierra, o el propio presidente Díaz, le hubieran dado en 1910 un empleo de ciento cincuenta pesos mensuales de sueldo, Palavicini se habría quedado dentro del régimen porfiriano y hubiera sucumbido con él, o, por lo menos, no se hubiera transformado en una luminaria revolucionaria.

    Es la misma opinión de Peter H. Smith:

    Hacia el fin de la dictadura, los grupos gobernantes porfiristas habían llegado a constituir un tipo de aristocracia; habían hecho uso amplio del nepotismo para conservar el poder dentro de sus propios círculos; y, con el tiempo, se volvieron extremadamente viejos. Parece ser que los jóvenes ambiciosos —particularmente aquellos que, por sus antecedentes y su educación, se imaginaban dirigentes en potencia— resintieron esas restricciones a su propio progreso. Debido a la frustración, muchos se unieron a la Revolución, y un número considerable encontró su camino en la convención constituyente.¹⁰

    Así, este trabajo pretende ubicar en un contexto histórico más amplio y de ser posible más verídico, la vida de Palavicini que él construyó en su biografía (por medio de su amigo Marcos E. Becerra)¹¹, en su autobiografía Mi vida revolucionaria, y en general en el resto de su obra escrita.

    La pesquisa en diversos archivos nos permitió ir desentrañando la vida oscura u oculta del tabasqueño y, sobre todo, ir desmintiendo esas numerosas referencias superficiales y ensalzadoras del personaje que tienen como base solamente datos autorreferenciales de Palavicini. Una imagen construida —y leída acríticamente por numerosos historiadores— con los datos de su autobiografía y de otros libros como Los diputados,¹² de 1913 y la Historia de la Constitución de 1917, que escribió para ensalzar su propia persona y la de su grupo, conocido como los renovadores, minimizar la actuación del grupo de los llamados jacobinos y que resulta en un franco detrimento de la verdad histórica.

    Nuestro personaje encaja en el paradigma de muchos de los llamados revolucionarios, porque se unieron a la revolución no por convicción ideológica sino por oportunismo; medraron toda su vida con los recursos públicos y con dinero y favores de gobiernos y empresas extranjeras, y no fueron llamados a cuentas ni por los dirigentes ni por la historiografía de la Revolución mexicana.

    Los orígenes

    Félix Fulgencio Palavicini Loria¹³ había nacido en Teapa, Tabasco, el 31 de marzo de 1881.

    Teapa era apenas una ranchería, no muy lejos de San Juan Bautista (que es hoy Villahermosa). Colinda al norte con los municipios de Centro y Jalapa y al sur con el estado de Chiapas y forma parte, junto con los municipios de Macuspana, Tacotalpa y Jalapa, de la llamada región de la Sierra.

    En 1900 Teapa tenía sólo 7 172 habitantes, y en 10 años, para 1910, sólo había aumentado a 7 449.¹⁴ Sus padres tenían una finca cerca de la cabecera municipal. Es posible que su padre, Félix Palavicini, haya sido un emigrante llegado a la colonia italiana que en 1850 se fundó en Papantla, Veracruz, para que vinieran de ese país a fundar las colonias agrícolas y que había fracasado debido a lo insano del lugar, por lo que los colonos se habían mudado a pueblos cercanos.

    En 1881 gobernaba el país el general Manuel González.

    En ese mismo año se fundan dos periódicos, El Telégrafo, del político José Vicente Villada y El Diario del Hogar, bajo la dirección de Filomeno Mata. Los habitantes de la Ciudad de México ven cómo se encienden por primera vez quince lámparas eléctricas instaladas desde el principio de la calzada de la Reforma hasta la esquina de las calles del Coliseo y San Francisco. Se inaugura el ferrocarril México-Cuautla y el Mérida-Progreso.

    También en 1881 Porfirio Díaz asciende considerablemente en la escala social cuando en noviembre de aquel año se casa con la señorita Carmen Romero Rubio y Castelló. La firma del contrato matrimonial es un ejemplo de conveniencia para las partes. Carmelita escala a la élite del poder político y garantiza, al menos por unas décadas, los dineros y bienes de los Romero, que sabrán sacar debido provecho.

    En cambio, el municipio de Teapa, casi perdido en la selva tabasqueña es en 1881 apenas un villorio. Y está muy lejos de la cada día más civilizada Ciudad de México.

    Si Palavicini no escribe nunca sobre su infancia en Tabasco, es quizá porque no la pasó bien.

    De acuerdo con una nota del The New York Times de noviembre de 1885, es decir cuando el niño Fulgencio tenía apenas 4 años, su padre, Juan Vicente Palavicini Romero, que iba camino a su hacienda con su mujer Beatriz Loría y el niño Félix, es atacado por un asaltante que intenta robarle a la esposa. En la lucha, Palavicini padre mata al asaltante, un tal Juan Padrón; llega a la hacienda, deja a la mujer y al hijo y toma el camino de Teapa para dar cuenta a las autoridades del suceso. Pero en el camino a Teapa es sorprendido por el hermano y tres amigos del asaltante muerto. Éstos lo bajan del caballo, le rebanan la planta de los pies y lo hacen caminar un par de kilómetros. Le cortan las orejas, le acuchillan las muñecas y lo obligan a caminar un poco más. Finalmente —siempre según el The New York Times— le sacan los ojos, lo lazan y, con ayuda de la cabeza de las monturas de sus caballos, trozan el cuerpo en dos.

    La nota está fechada en la Ciudad de México y enviada a Nueva York, lo que habla de la fuerte impresión que pudo causar la noticia en Tabasco y en la Ciudad de México para que mereciera ser recogida por el corresponsal del diario neoyorquino.¹⁵

    En la única biografía autorizada —y auspiciada— por Palavicini, Marcos E. Becerra describe ampliamente el episodio, con base en los recuerdos del propio biografiado. Lo que cuenta no difiere mucho del resumen que hace el The New York Times, pero aclara que no fue un asalto sino un pleito provocado en el camino por un muchacho hijo de la propietaria de la finca vecina y que no se trató, como dice el diario norteamericano, de un intento de robarse a la madre del niño. Becerra asegura —y esto es lo importante— que el chico Fulgencio, que iba montado sobre una almohada en la cabeza de la silla del caballo del padre, recordaba perfectamente la escena del pleito y de la muerte del joven vecino.

    A partir de la trágica muerte del padre, la madre pierde la finca y comienzan unos años de pobreza y nomadismo de los dos hermanos, Fulgencio y Juan, al lado de su madre, buscando trabajo y ayudas para sostenerse.

    Sin recurrir al sicoanálisis, es preciso registrar que el episodio hubo de marcar profundamente al niño, y es probable que muchas de las actuaciones en la vida posterior del personaje tengan que juzgarse teniendo en mente ese violentísimo y traumático episodio de su infancia.

    La madre, después de esa primera etapa de viudez, pobreza y abandono, se casa con otro viudo, abogado de cierta prominencia local, profesor universitario de derecho, Gregorio Castellanos, que acoge a los niños y forma una familia con los suyos, con los Palavicini, más los hijos que criará con su nueva mujer.

    Así, Fulgencio puede ir a la primaria oficial y luego seguir sus estudios preparatorios y de agrimensura en el Instituto Juárez de San Juan Bautista hasta graduarse —dice Becerra— de topógrafo.

    Por entonces el Instituto Juárez tenía menos de 70 alumnos:

    Durante varios años la matrícula fue muy inestable. En la primera generación de 1879 no hubo demanda para los estudios profesionales, sólo para los preparatorios, a los que se inscribieron 45 personas. La carrera de profesor era la más solicitada, las otras carreras se mantenían precariamente. En 1887, la población total era de 44 alumnos, en 1888 llegó a los 47, para, finalmente, alcanzar los 61 estudiantes en 1889.

    […] el Reglamento Interior de 1878 señalaba que la institución ofrecía estudios profesionales en: pedagogía, agrimensura, notariado, comercio, agricultura y veterinaria. Los tres primeros tenían una duración de dos años y los últimos de tres años.

    […] Entre 1878 y 1899, el Instituto Juárez diseñó e implementó seis planes de estudio diferentes. Las materias eran básicamente las mismas que se habían definido en el Reglamento Interior, aunque también se agregaron otras, como historia natural e historia universal en el plan inicial de 1878; aritmética y álgebra, geometría plana y del espacio, historia universal y literatura en el plan de 1881; historia de México, historia universal, aritmética razonada y álgebra, y trigonometría rectilínea en el Plan de 1888; y álgebra, geometría, historia universal y pedagogía en el Plan de 1892.

    […] Para finalizar el siglo, se introduce una novedad. Hasta ese entonces, las materias de la preparatoria eran las mismas para todos los matriculados, no obstante, en los planes de estudio de 1895 y 1899 los cursos empiezan a diseñarse con base en las diferentes carreras profesionales que se ofrecían en el Instituto.¹⁶

    Así pues, la carrera de agrimensura era una carrera técnica de dos años, casi una continuación de los estudios preparatorios.¹⁷

    El joven tabasqueño no sólo estudia, sino que busca ya destacar en la vida pública. En 1900, con 19 años, y a punto de terminar su estancia en el Juárez, es uno de los vocales —al lado de Policarpo Valenzuela, el último gobernador abiertamente porfirista de Tabasco— de la Sociedad de Concursos, que convoca a un Congreso Agrícola de Tabasco.¹⁸ En 1902 es orador oficial en la Fiesta Anual de la Sociedad de Artesanos de Tabasco.¹⁹ Ese mismo año se casa con María Piñeyro Dueñas, una menor de 15 años, pero con el consentimiento del padre.

    Por esa época funda, con un par de amigos, su primera publicación: El Precursor, un modesto semanario de provincia, que debe haber corrido con poca suerte, como otras tantas publicaciones estudiantiles.

    Se registran así las dos habilidades e intereses del tabasqueño y que lo harían destacar en la vida: la oratoria y el periodismo.

    En 1903 San Juan Bautista le queda chico y parte definitivamente a la ciudad de México.

    A la conquista de la capital

    Muy rápidamente se integra a la vida política y social de la ciudad de México. Entra a dar clase en la Escuela Anexa a la Normal y se incorpora al grupo de tabasqueños de la gran capital.

    En 1905, Antenor Sala —un importante hacendado porfirista—²⁰ y Palavicini fundan El Centro Tabasqueño, pero en la inauguración los discursos tanto de Sala, presidente del Centro, como el de Palavicini, son objeto de recriminación en el diario El Colmillo Público por deslizar algunas jaculatorias al Caudillo. ²¹

    Inmediatamente después, el Centro le brinda un homenaje a Joaquín C. Casasús por su nombramiento de Embajador del Gobierno de Díaz ante los Estados Unidos. El joven Palavicini se luce elaborando el adorno central del banquete, consistente en un dosel tricolor con un retrato del señor Lic. Casasús, hecho a la edad de veintiún años.²²

    En noviembre de ese 1905 nace Beatriz Palavicini Piñeyro, su primera hija después de Manuel y Juan Vicente.

    El mismo año publica el órgano de difusión de El Centro Tabasqueño, cuyo primer ejemplar le envía al ministro José Yves Limantour: deseo que, la voluntad bien intencionada, único mérito del humilde trabajo, sea del agrado de Ud.

    Según su biógrafo Becerra, a finales del mismo año de 1905, fundó también un diario bajo el nombre de El Partido Republicano.²³

    José C. Valadés le corrige la fecha a Becerra: "Tenía el ingeniero Palavicini, al fundar El Partido Republicano, en noviembre de 1908, veintisiete años de edad".

    En efecto, el 22 de octubre de 1908 pide el debido registro de propiedad literaria para la publicación.²⁴

    El diario tuvo una vida brevísima —dieciocho días—. El mismo Valadés lo relata así:

    Con tres mil pesos, Palavicini adquirió una pequeña imprenta, en instalándose en un sótano en las calles

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