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Un asesinato inconsecuente
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Libro electrónico403 páginas6 horas

Un asesinato inconsecuente

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Información de este libro electrónico

Cuando aparece el cuerpo decapitado de un joven ingeniero en computación en las vías del ferrocarril en Monterrey, México, el Capitán Guillermo Lombardo encuentra que su investigación le conduce al mundo de los cárteles de las drogas mexicanos. Ya que todo el mundo, desde el rector de la universidad hasta el gobernador del estado, rehúsa cooperar con la investigación, Lombardo pronto descubre que el cuerpo es solamente la punta de un enorme témpano de hielo que apunta a una situación mucho más importante.
IdiomaEspañol
EditorialUntreed Reads
Fecha de lanzamiento20 dic 2013
ISBN9781611872408
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    Un asesinato inconsecuente - Rodolfo Peña

    Un Asesinato Inconsecuente

    By Rodolfo Peña

    Copyright 2011 by Rodolfo Peña

    Cover Copyright 2011 by Ginny Glass and Untreed Reads Publishing

    The author is hereby established as the sole holder of the copyright. Either the publisher (Untreed Reads) or author may enforce copyrights to the fullest extent.

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    This is a work of fiction. Any resemblance to the living or dead is entirely coincidental.

    Also by Rodolfo Peña and Untreed Reads Publishing

    An Inconsequential Murder (English)

    Venus of the Metro (English)

    http://www.untreedreads.com

    Un Asesinato Inconsecuente

    Autor: Rodolfo Peña

    Contenido

    Primera Parte: El primer día

    Capítulo 1: Víctor desaparece

    Capítulo 2: El cadáver de un joven

    Capítulo 3: Los tres extranjeros y el automóvil

    Capítulo 4: El gobernador recibe una llamada y hace una llamada

    Capítulo 5: Una reunión en la universidad

    Capítulo 6: Pistas en el estacionamiento

    Capítulo 7: Lombardo visita un laboratorio

    Capítulo 8: Un hogar como una cueva en el llano

    Capítulo 9: El Centro de Cómputo, nuevamente

    Capítulo 10: Una reunión no muy religiosa en La Iglesia

    Segunda Parte: El segundo día

    Capítulo 11: Una visita a la oficina del médico forense

    Capítulo 12: El gobernador llama al rector

    Capítulo 13: No hay descanso para los muertos

    Capítulo 14: Cuando un caso ya no es tu caso

    Capítulo 15: Una invitación a un crucero

    Capítulo 16: El equipo regresa a casa

    Capítulo 17: El inicio del proyecto

    Tercera Parte: El cuarto día

    Capítulo 18: Una entrevista con la viuda

    Capítulo 19: Las llaves del cuento

    Capítulo 20: Una reunión de mucho calibre en alta mar

    Cuarta Parte: El tercer día

    Capítulo 21: Una borrachera de dos días

    Capítulo 22: Los registros de vida y muerte

    Capítulo 23: Los males siempre vienen acompañados

    Quinta Parte: El quinto día

    Capítulo 24: Los vaqueros juegan al dominó

    Capítulo 25: Una serie de asesinatos políticos

    Capítulo 26: Una visita al rector

    Sexta Parte: El séptimo día

    Capítulo 27: La malas noticias son buenas noticias

    Capítulo 28: La miseria crea buenos duetos

    Capítulo 29: Un terrible juego de ajedrez

    Capítulo 30: Una invitación que no se puede rehusar

    Capítulo 31: El diablo anda suelto

    Capítulo 32: Lombardo confronta (una vez más) a su jefe

    Capítulo 33: El director se redirige

    Séptima Parte: El décimo día

    Capítulo 34: Lombardo hace una promesa

    Capítulo 35: Lombardo platica con su nuevo jefe

    Capítulo 36: Entrevista con el Mago de Oz

    Capítulo 37: Un baile con el diablo

    Capítulo 38: Le dan luz verde a John

    Capítulo 39: Un retén mortal

    Capítulo 40: Atando cabos

    Capítulo 41: La verdad amarga

    Octava Parte: El decimoctavo día

    Capítulo 42: El hijo pródigo regresa a casa

    Capítulo 43: Adiós al pasado, bienvenida al futuro

    Epílogo: Entre más cambian las cosas…

    Primera Parte: El primer día

    Capítulo 1: Víctor desaparece

    Víctor Delgado dejó el Centro de Computo de la Universidad diez minutos después de la una de la mañana. Puso en marcha su auto y salió de su espacio de estacionamiento reservado. Al dirigir el auto al boulevard principal del campus universitario, un automóvil color negro, que estaba estacionado en una calle aledaña, también se puso en marcha. Segundos después de que el auto de Víctor había pasado por la bocacalle, el auto negro salió lentamente del espacio donde estaba estacionado.

    Había poco tráfico en las calles de Monterrey a esa hora; sin embargo, Víctor conducía su coche a baja velocidad, cuidadosamente pues era un joven metódico a quien sentaba bien su carrera de ingeniero en computación y quien estaba impuesto a hacer las cosas de manera concienzuda y escrupulosamente.

    Los tres hombres que seguían el auto de Víctor también eran cuidadosos, pacientes y concienzudos. El conductor de ese auto utilizó cualquier otro vehículo que fuera circulando en la misma dirección como escudo o encubrimiento para asegurar que Víctor no notara que lo seguían.

    Cuando el auto de Víctor dio vuelta y se dirigió sobre la Avenida Figueroa, el hombre que estaba en el asiento delantero de pasajero del auto negro dijo:

    —¡Ah, ahora es cuando! ¡Ciérralo!

    El auto negro aceleró y se adelantó al de Víctor; el conductor, mostrando gran pericia, frenó repentinamente, forzando a que Víctor frenara también. Víctor quiso impedir chocar pero a pesar de la baja velocidad a la que conducía, le fue imposible evitarlo. El auto de Víctor giró hacia su derecha, chocó contra el lado izquierdo trasero del coche negro, al que le rompió la luz trasera izquierda.

    Antes de que Víctor pudiera salir de su auto a revisar el daño que había hecho, tres hombres salieron del coche negro y corrieron hacia el de Víctor, quien asombrado pulsó un botón para abrir su ventana y disculparse. Pero antes de que la ventana estuviera abierta a medias, uno de los hombres abrió la puerta del auto de Víctor, lo tomó por el brazo y lo sacó bruscamente del auto.

    Víctor apenas pudo discernir las tres siluetas oscuras que lo atacaban antes de que un golpe en la nuca lo rindiera inconsciente.

    Capítulo 2: El Cadáver De Un Joven

    Lombardo salió lentamente de su coche. Sus cansados ojos, encerrados entre una frente arrugada y un ceño fruncido, comentaban con gran elocuencia lo mal que había dormido. No era raro que estuviera desvelado. Durante la mayor parte de sus treinta años como policía, pocas veces había dormido bien. La razón era obvia a quién le conocía: había abusado mucho de su cuerpo, teniéndolo despierto a todas horas de la noche, estimulándolo con café y cigarrillos, permitiendo que se le magullara, golpeara y apaleara en un sinnúmero de arrestos violentos, pleitos y choques de coches durante persecuciones. Como si esto fuera poco, portaba las cicatrices de dos heridas de bala que frecuentemente lo fastidiaban con su letanía de reumas y dolencias.

    La noche anterior no había sido una excepción. Había dormido apenas dos horas cuando su teléfono móvil lo despertó. El oficial de guardia lo había llamado para decirle que un pitazo anónimo al número de emergencia 060 había reportado un cuerpo sin vida que yacía sobre las vías del tren.

    —¿Por qué diablos no se dejan matar a una hora decente, digamos al mediodía o a las dos de la tarde?—le había gruñido al oficial de guardia.

    Lombardo cerró la puerta del coche violentamente y al hacerlo las bisagras emitieron un horrible chillido como si el auto fuera un animal en plena agonía. Era evidente que su viejo Ford Fairmont estaba en estado de descomposición pero a pesar de sus múltiples solicitudes no había señales que su cacharro fuera a ser reemplazado.

    —Pinche departamento de compras—dijo en voz alta al recordar los rechazos de sus solicitudes.

    Encendió un Delicado y se quedó ahí, parado, inmóvil, fumando su acre cigarrillo barato, murmurando quién sabe qué cosas a sí mismo, hasta que se dio cuenta que todo el mundo lo estaba observando.

    —La usual parvada de incompetentes está haciendo acto de presencia—dijo mientas sofocaba un bostezo—. Quiere decir que es un pinche caso sin importancia.

    La «parvada» a la que se refería, claro está, era el grupo de agentes del Ministerio Público, miembros de la Policía Municipal y somnolientos reporteros que estaban remolineándose, como si fueran una manada de vacas rodeando un aguadero, al rededor del recipiente de café situado en la tapa trasera de una de las camionetas oficiales.

    Los agentes del Ministerio Público, de apariencia cara dura con sus uniformes negros, botas negras y lentes oscuros, lo miraban fijamente a través de las nubecillas de vapor que emitían sus vasos de café. Lombardo observó con detenimiento las pistolas y los rifles automáticos que portaban los agentes y sostenían en ristre.

    —Siempre con sus despliegues de fuerza después de los hechos—refunfuñó.

    Cruzó la calle y su impermeable negro se batió con la brisa como si fueran las alas de un pájaro incapacitado para volar. Lo único que la gente criticaba más que sus mal olientes cigarrillos era la forma que vestía. Siempre portaba el mismo traje negro y una deshilachada corbata color borgoña. El traje había sufrido tantas planchadas que brillaba como si fuera zapa.

    La gente que estaba dentro del área «asegurada» evitó su mirada intencionalmente pero uno de los policías más jóvenes se le acercó sonriendo. Llevaba un termo y un vaso de plástico.

    —¿Quiere un cafecito, Capitán? Está fría la mañana—dijo alegremente.

    —Sí, gracias—contestó cuando el joven policía le sirvió el café. Tomó un sorbo y después se unió al grupo que estaba rodeando el cuerpo.

    Supuestamente, la escena del crimen ya se había «asegurado» pues la cinta preventiva se había colocado. Iba desde un poste de teléfono cercano hasta un árbol y terminaba, amarrada en un moño de singular alegría, en un par de arbustos. Sin embargo, había mucha gente pululando dentro de ella. La mayoría eran policías municipales quienes no tenían la menor idea de los procedimientos forenses más básicos. Era obvio que ya habían pisoteado la poca evidencia que los criminales habían dejado.

    Al acercarse al grupo que estaba observando el trabajo que hacían los médicos forenses sobre el cuerpo, uno de los policías municipales dio media vuelta, tronó los tacones de sus botas y le saludó de manera deslucida apenas tocando su gorra con el dedo índice.

    —Buenos días, Jefe—dijo el policía. Los otros murmuraron un saludo también.

    —Buen día—respondió Lombardo.

    El policía que tronó los tacones le brindó otro saludo desganado y dijo que se llamaba Pedrosa, Sargento Pedrosa del Departamento de Tráfico Municipal. Inició su informe con el tradicional:

    —Con la novedad de que recibimos…

    Lombardo volteó la cara para que el sargento no viera su sonrisa irónica pues le causaba una gracia amarga como estos viejos policías gustaban de presentar sus «novedades» con esa gastada fórmula que les hacía sentir que estaban hablando con propiedad. Esos arcaicos formulismos le irritaban a Lombardo, por lo que tan pronto empezó a hablar el sargento Lombardo lo interrumpió y le preguntó que quién había encontrado o reportado el cuerpo.

    El sargento Pedrosa le repitió que habían recibido una llamada anónima al número 060 de emergencias. De acuerdo a la operadora de la central, la persona que llamó solamente dijo que había un cuerpo en las vías del tren que pasan cerca de la Cervecería del Norte y luego colgó sin dar su nombre o mayores detalles. El sargento dijo que poco después él había llegado «al lugar de los hechos».

    —Encontramos a unos chamacos que estaban esculcando al fallecido pero huyeron cuando nos vieron, Capitán—dijo el sargento de tránsito dando por terminado su informe.

    El Gordo González, posiblemente el más flojo y corrupto de los policías del Departamento de Investigaciones, le sonreía maliciosamente mientras apuntaba al cadáver.

    —Capitán Lombardo, ¿no quiere ver lo que nos trajo la mañana?—dijo El Gordo riendo socarronamente como si fuera una vieja bruja.—El Director realmente le ha de tener aprecio si le asigna los casos más interesantes: robos, borrachos que mueren en la calle.

    —¿Ah, sí? ¿Y qué dice de ti, marrano? Tú también estás aquí—murmuró Lombardo, quien bien sabía que desde que el presente Director había asumido sus funciones, todos los asuntos «fáciles», es decir los suicidios, los accidentes de tráfico fatales, personas asfixiadas con el gas de la calefacción, en fin, todos los casos derivados de las pequeñas tragedias humanas propias de una gran ciudad, se le asignaban a él.

    Lombardo estaba consciente de que las cosas habían iniciado mal entre el Director del Departamento de Investigaciones y él.. Recién llegado, el Director trató de ganarse la confianza de Lombardo diciendo que se sentía afortunado de tener bajo sus órdenes a una persona con tanta experiencia y probada integridad, quien bien pudiera ser su confidente personal y consejero. Lombardo le respondió que a él no le gustaba el papel de nodriza, de lacayo o de consejero «personal»; reiteró que él era solamente un policía impuesto al ambiente de la calle y así le gustaba que se quedaran las cosas.

    El Director no recibió las razones y franqueza de Lombardo de buena manera, por decirlo amablemente, y le dijo a Lombardo que este estaba demasiado viejo para el difícil y peligroso trabajo que implica la investigación de asesinatos múltiples por parte de los cárteles o para aprender a utilizar las armas más modernas o dispositivos de seguridad sofisticados como los localizadores de teléfonos móviles. Puso el historial de un caso frente a Lombardo y le dijo que la última vez que el investigador había enfrentado una operación de contrabando era del tipo cuyos bienes fluían en el sentido contrario, es decir de Estados Unidos hacia México.

    Lombardo tuvo que admitir que el cabrón tenía razón, pues ya habían pasado más de veinte años antes, desde que Lombardo había formado parte de una brigada dedicada a luchar contra la corrupción en los servicios de inspección aduanera. Recordó que en aquellos días, los bienes sí fluían de los Estados Unidos hacia México. Suspiró al pensar lo inocente que eran aquellos días cuando la gente compraba un televisor en alguna tienda del lado americano y pagaba una cantidad adicional para que se la entregaran a domicilio en México. Recordó aquella avioneta que, cargada de televisores y otros aparatos electrónicos, se había estrellado en el desierto. Aquel caso había consistido en investigar quién era el contacto de los servicios de aduana que consistentemente permitía que la avioneta descargara en el pequeño aeropuerto de Ramos Arizpe, en el vecino estado de Coahuila.

    ¡Que inocentes eran aquellos tiempos! dijo en voz alta. Sonrió al recordar que los contrabandistas pasaban unos días encarcelados mientras sus abogados los liberaban con ayuda de sobornos; y que los criminales más peligrosos de entonces eran los ladrones que atracaban bancos portando viejas pistolas calibre .38 con las que disparaban a los policías, siempre y cuando estos últimos aparecieran en la escena del crimen.

    —Hoy en día, los jóvenes asesinos de pandillas como los Zetas, enloquecidos por las drogas, cortan las cabezas a una docena de los miembros de una pandilla rival y mandan las fotos a las familias. Estos días son demasiado violentos para un viejo policía—le había dicho el Director.

    Lombardo contempló el cuerpo que yacía en la grava de la vía del ferrocarril. Notó que sus brazos estaban extendidos hacia atrás con las palmas hacia arriba y que la cabeza había sido amputada limpiamente por el tren.

    —Hay muy poca sangre. Este amigo ya estaba muerto cuando lo aventaron aquí.

    El Gordo González encogió los hombros.

    —Probablemente era un borracho; lo mataron otros borrachos.

    —¿Ésa es tu opinión profesional, Gordo?—preguntó Lombardo burlonamente.

    Todos en el departamento sabían que a González lo habían transferido de la Policía Municipal como «enlace» cuando Alejandro Peniche Saldívar ascendió de la Jefatura de la Policía Municipal a la Dirección del Departamento de Investigaciones del Ministerio Público. González había sido el lacayo de Peniche allá y era el lacayo de Peniche en Investigaciones. Su «trabajo» era delatar a cualquier detective que «perdiera» evidencia concerniente a un caso, sobretodo si dicha evidencia consistía en paquetes de billetes de $100 dólares provenientes del guardado de algún narcotraficante. Desde que a Lombardo lo asignaban a casos poco «lucrativos», González casi nunca hacía acto de presencia en la escena del crimen o accidente en turno; pero, últimamente sí se había presentado en los casos que le ordenaban investigar a Lombardo. Era obvio que se le había pedido a González que obtuviera suficientes pruebas de «incompetencia profesional» para justificar el despido del investigador.

    —¿Dónde está la cabeza?—le preguntó Lombardo al Gordo y despidió una gran nube de humo azul que subió por el frío aire de la mañana como si fuera una alma camino al purgatorio.

    —Allá—dijo el Gordo González meneando su cabeza hacia el par de médicos forenses que estaban trabajando en cuclillas sobre la vía a unos doce metros.

    —¿Y quién llegó primero, González?

    —Yo, Jefe—dijo el Sargento Pedrosa y nuevamente tronó los tacones de sus botas.—Mire usted, Jefe, yo iba a presentarme a la estación cuando, este pues, oí la llamada. Nos ordenaron que viniéramos aquí y cuando llegamos, pues, yo pensé que era un borracho o algo por el estilo y pues luego, yo, este..

    El viejo policía se mostraba muy nervioso. Lombardo fijó su mirada sobre el sargento y la cara del policía se pintó de un color grisáceo; tragaba saliva con dificultad como si tratara de evitar vomitar. El sargento era un simple gendarme, de esos chapeados a la antigua: ignorante, obediente a las más estúpidas órdenes de sus superiores, quizás de la misma edad que Lombardo. En su trabajo de policía de crucero, jamás tenía que ocuparse de asuntos tan repugnantes como son los cuerpos destazados que a diario aparecen en las agitadas calles de la ciudad. Su labor, por lo general, era vigilar el tráfico en los cruces de calles ajetreadas o a hacer presencia en los espectáculos públicos y aglomeraciones como los juegos de fútbol. Era la clase de policía que, impulsado por la pobreza y falta de educación, había ingresado al servicio hacía 30 años, cuando este tipo de trabajo brindaba cierta seguridad económica y era relativamente bien pagado, comparado con los trabajos en las fábricas o las construcciones. Cuando la inflación y el costo de la vida habían reducido su sueldo a una miseria, había aprendido a suplementarlo con mordidas que aceptaba de los conductores que cometían pequeñas infracciones de tránsito o de los borrachos que agarraba cuando salían trastabillando de los bares a las dos de la mañana, la hora del cierre obligado. Entre los policías más jóvenes, aquéllos que graduaban de la nueva Academia Municipal para las Fuerzas del Orden, se decía de estos viejos elementos:

    —Los únicos cuerpos fríos e inertes que han visto en su vida son los de sus esposas.

    Un taxi hizo alto y el chofer se asomó por la ventana para preguntar:

    —Eh, ¿qué pasó? ¿Otro narco muerto?

    Lombardo le dijo al sargento:

    —Por favor no permita que se pare el tráfico, Sargento Pedrosa. No permita que se paren a curiosear.

    —Sí, Jefe—dijo el sargento, tronando los tacones y saludando con mucho vigor. Estaba agradecido y aliviado de poder alejarse del cuerpo y de poder hacer lo que acostumbraba a hacer.—Circulando—le dijo con firmeza al chofer de taxi y sopló fuertemente su silbato.

    —Vente, Gordo—le dijo Lombardo a González.—Vamos a ver qué cara tenía este simpático joven en vida.

    —¿Cómo sabe que era un joven?—preguntó el robusto polizonte, quitándose el kepí para pasar su pañuelo sobre el grasoso pelo negro que, peinado hacia atrás, cubría su enorme cabeza. La luz de la mañana hacía brillar su redonda, oscura cara como si fuera cuero pulido. A pesar del fresco matutino, su frente estaba cubierta de gotas de sudor. Lombardo no escondía su antipatía por el Gordo González. No solamente porque no tenía la más mínima idea de lo que era el trabajo de investigación, o porque era simplemente el lacayo del Director, sino porque, además, ejercía con gusto otra detestable función: era quién participaba en el reparto de mordidas, «confiscaciones» y dinero que repartían los narcos, evitando así que el Director se viera directamente involucrado.

    —¿No viste sus manos?—le preguntó Lombardo, cuyas palabras fueron acompañadas de pequeñas bocanadas de humo provenientes del Delicado que colgaba de sus labios.—Son las manos de un joven, un joven bien educado. No tienen callos, ni cicatrices, ni magulladuras. Además, iba bien vestido. No era un teporocho.

    Lombardo se refería a los vagabundos alcohólicos que mueren en las calles de la ciudad por docenas cada año, ya sea debido a la cirrosis, debido a las inclemencias del tiempo o bien simplemente de hambre.

    —OK, quizás no era un borracho pero seguramente había tomado para que anduviera paseándose a pie a altas horas de la noche y para que se haya quedado inconsciente en la vía del tren. De todos modos, lo vamos entregar como un NN; no portaba ninguna identificación o se la robaron los «güercos» que andaban por aquí cuando el sargento llegó.

    Lombardo hizo caso omiso del intento del Gordo de venderle la idea que la víctima era simplemente un borrachito muerto por accidente, porque siendo así, no había mucho que investigar y se cerraría el caso.

    Lombardo sabía porque el Gordo quería que el Inspector estuviera de acuerdo. Los jueces de los juzgados criminales se encontraban inundados de casos pendientes de resolución. Casi seis mil casos de asesinatos se habían presentado el año anterior y el presente año apuntaba a que esa cifra sería superada por mucho. En ciudades como Nuevo Laredo, Ciudad Juárez, o Tijuana, no era raro encontrar 20 o 30 cuerpos en una noche dada.

    Se le había pedido al Departamento de Investigaciones y el Ministerio Público mismo que se entregaran los casos al juzgado ya prácticamente resueltos para que el juez, con poco tiempo para deliberar, pudiera declararlos cerrados y resueltos. Por tanto, el Director mandaba al Gordo González y a otros soplones a las investigaciones para que vieran la posibilidad de cerrarlos sin mucha alharaca.

    —Me parece que no hay mucho que hacer en este caso, ¿eh?—insistió González.

    El silencio de Lombardo irritó al Gordo de tal manera que éste dijo:

    —El Director estaba muy encabronado en la mañana cuando me habló para decirme que usted estaba encargado de la investigación. Pues, ¿qué hizo usted? ¿No me diga que no aceptó el regalito de Navidad, el que dicen que mandaron los narcos?

    —¿Dicen? preguntó Lombardo en tono burlón.—La gente siempre usa esa formulita para justificar la dispersión de rumores e insinuaciones.

    —Pues, según el último—insistió el Gordo—el Cártel del Golfo mandó una maleta llena de dólares al Departamento de Investigaciones del Ministerio Público y que el dinero se había repartido entre los investigadores para que se fueran de vacaciones en Navidad y así le permitieran al cártel conducir sus negocios en paz.

    Lombardo se detuvo, tiro la colilla del cigarrillo y encendió otro.

    —¿Se llevaron algo los muchachos?—le preguntó al Gordo, ignorando las insinuaciones del robusto polizonte.

    —¿Eh? ¿Qué muchachos?

    —Dijiste que había unos chavos que andaban por aquí cuando llegó el sargento. ¿Se llevaron algo?

    —¿Qué? ¿Se refiere a algo del muerto, Capitán? Pues ¿cómo lo va a saber uno? No quisimos tocar nada hasta que llegara usted.

    —Mira, gordo cabrón. A mí no me engañas, pendejo; tú le dijiste a ese pobre viejo que dijera que unos chavos estaban bolseando al muerto. Si agarraste algo, cualquier pinche cosa, ya sea dinero, un reloj, cualquier cosa, te juro que te van a encontrar entre el siguiente lote de narco-ejecuciones. ¿Me entiendes, cabrón? Ahora, te regresas y buscas a ver si hay algo en sus bolsas que nos ayudará a identificar la víctima. ¿Me entendiste, pinche Gordo?

    Ya no sonreía el Gordo González cuando se fue a ‘catear’ el cuerpo.

    —Estoy seguro que vas a ‘encontrar’ algo, gordito—le gritó Lombardo.

    Los agentes del Ministerio Público contemplaban a Lombardo con una sonrisa burlona en sus caras.

    —Me imagino que están pensando que vamos a hacer un desmadre de esto—dijo sin dirigirse a nadie en particular.—Y probablemente tengan razón.

    Caminó hasta donde dos jóvenes médicos forenses estaban preparando el recipiente donde iban a guardar la cabeza del muerto, y los saludó:

    —Buenos días, muchachos.

    Los médicos se voltearon a verlo y respondieron:

    —Buenos días, Capitán.

    Los jóvenes ya lo conocían de otros casos y él los recordaba vagamente también. Siempre trataba a la gente joven con cierta benevolencia, pues le recordaban a sus hijos. Por lo general, mandan a los recién contratados a estos casos inconsecuentes. Probablemente estos chicos todavía se estaban adiestrando. No habían mandado un equipo entero de la SEMEFO, los servicios médicos forenses, como lo hacían cuando se descubrían cuerpos de sicarios en algún campo o en el desierto. En esas ocasiones, dada la importancia que las autoridades políticas dan a las fotos que aparecen en los periódicos, hacían acto de presencia una docena de peritos en sacos de laboratorio y expertos en overoles, tapabocas y guantes anti-contaminantes.

    Al descubrirse un caso especialmente atroz, todos los políticos van hasta la escena del crimen para declarar su voluntad de luchar contra la violencia y en apoyo al estado de Derecho.

    Los responsables de estos terribles hechos serán castigados con todo el rigor que la Ley demanda—aseguraba en dichas ocasiones el Procurador del Estado a los medios.

    Se proseguirá este caso hasta las últimas consecuencias, caiga quien caiga—declaraba el gobernador para los noticieros de la televisión.

    Pero, el día siguiente la prensa, el público, el Procurador y el gobernador ya se habían olvidado de los hechos. Una semana o dos después, cuando algún hecho delictivo aún más atroz que el anterior se descubriera, la faramalla se repetiría pues es importante dar la idea de que se está atacando con vigor los problemas causados por el narcotráfico.

    Lombardo contempló la sangrienta bola embarrada de lodo que alguna vez fue la cabeza de alguien:

    —No lo mató el tren, ¿verdad?

    —No—dijo uno de los muchachos mientras colocaba una bolsa de plástico sobre la cabeza.

    —Tampoco lo balearon o acuchillaron. Hay rastros de tiras de plástico alrededor de su cuello lo que indica que quizás lo sofocaron o lo estrangularon, pero no quedó mucho de su cuello como para que nos dé mayores indicios—dijo el otro joven médico.

    —Capitán, al levantar su camisa observé que el cuerpo tiene señas de que le dieron una paliza. Está lleno de moretones—dijo el primer chico.

    —Jóvenes, ¿tuvieron oportunidad de echarle un vistazo al área antes de que esa bola de bueyes que está allá la pisoteara?

    —Sí—dijo el joven que aparentaba ser el mayor de los dos.—Pero, no encontramos nada, ni casquillos, ni sangre, ni colillas de cigarrillo, nada. Creo que lo aventaron desde un automóvil.

    —¿No dejaron huellas de llantas, o pisadas?

    —No—dijeron los dos al unísono.

    —Hmm—dijo Lombardo y se tomó las últimas gotas de café. Regresó a donde estaba el cuerpo y nuevamente observó las manos del muerto, que estaban con las palmas hacia arriba, como si fuera un bebé durmiendo boca abajo. No tenían marca alguna que denotaran que había sido maniatado.

    —No tiene sentido esto; está demasiado limpio—dijo en voz alta.

    Regresó para ver cómo los jóvenes forenses colocaban bolsas de hielo sobre la cabeza.

    —Demasiado limpio—dijo nuevamente.

    —¿Qué dijo, Capitán?—le preguntó uno de los muchachos.

    —Que esto no fue un robo y que esto no es como operan los cárteles.

    —¿Por qué dice que no fue un robo, Capitán?—preguntó uno de los muchachos.

    —Ah, pues, es simplemente una corazonada—dijo y volteó al oír los pasos del Gordo González.

    El Gordo sonreía nuevamente y sacudía una cartera como si la estuviera tratando de secar:

    —Mire lo que encontré en los matorrales—dijo entre risas.—Y también encontré sus anillos, su reloj, y otras cositas. Estaban en esos matorrales allá.

    —Eres un gran guardián del orden, Gordo—le dijo Lombardo.—Ya sabía que si alguien iba a encontrar las cosas del muerto serías tú.

    Se volvió hacia los muchachos:

    —¿Cuándo piensan mandar el cuerpo a la SEMEFO?

    —Como en una hora. Vamos a poner el cuerpo en la ambulancia en unos cuantos minutos. Los agentes del Ministerio Público ya están preparando el informe.

    —Mmm, sí, me imagino que tienen prisa porque han de querer ir a desayunar—dijo Lombardo chupando su cigarrillo.—Bueno, díganle al Doctor Figueroa que pasaré por el Hospital Universitario mañana.

    Siempre le había tenido confianza al Doctor Figueroa, el Director del SEMEFO. El buen doctor siempre le decía todas las cosas que revela un cuerpo respecto a cómo encontró la muerte. El Doctor Figueroa y su gente eran una pequeña isla de honestidad en un mar de corrupción oficial.

    —Yo soy prueba de la capacidad de resistencia del pueblo Mexicano—le dijo en una ocasión el doctor a Lombardo.—No importa cuán corrupto sea el sistema político, qué tan brutal sean las guerras del narcotráfico, qué tanto latrocinio, caos, desastres naturales, crisis económicas nos aflijan, nos doblamos pero no nos quebramos como país.

    —Yo no sé, Doctor—le respondió Lombardo.—La gente tiene un límite de lo que puede soportar. Mire usted las revoluciones de Francia, la de México mismo, y Rusia; mire lo cabrón que se han vuelto los judíos y lo cabrón que se están convirtiendo los árabes. Se puede llevar a la gente hasta cierto límite pero más allá, explota.

    —Me mandan una

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