La maldición del Tumi
Por José Gurpegui
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A Nick Zárate le han encomendado la investigación de la desaparición en Panamá del padre de su suegro sir James Taylor durante la construcción del canal y cuyas únicas pistas están contenidas en una libreta hallada dentro de una vieja caja de puros habanos. Un cuchillo ceremonial Inca (Tumi) parece tener algo que ver con el asunto.
José Gurpegui
José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.
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La maldición del Tumi - José Gurpegui
La maldición del Tumi
Septima entrega de la saga Nick Zárate
JOSÉ GURPEGUI
Copyright © 2014 José Gurpegui Illarramendi
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Los personajes y eventos retratados en este libro son ficticios. Cualquier similitud con personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no es la intención del autor.
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The characters and events portrayed in this book are fictitious. Any similarity to real persons, living or dead, is coincidental and not intended by the author.
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Cover design by: Zizahori
La maldición del tumi, es la séptima entrega de la saga de novelas protagonizadas por el intrépido capitán de la marina mercante Nick Zarate. En esta ocasión y antes de centrar el relato, es necesario situarnos previamente en el contexto de algunos sucesos ocurridos en los siglos XVIII y XIX que darán paso al núcleo de esta historia. Recomiendo la lectura de los anteriores títulos relacionados con el personaje de Nick Zarate y aunque no sea estrictamente necesario, ayudará al lector o lectora a comprender el desarrollo de esta historia. Debo advertir finalmente que todos los personajes y nombres citados en esta novela, corresponden a la ficción literaria y de existir coincidencias con la realidad, deberá entenderse como fruto de la casualidad. Por otro lado, las referencias históricas, literarias o cinematográficas o de cualquier otra índole, han sido utilizadas únicamente para contextualizar la narración, dentro del período de tiempo en que se desarrolla
Contents
Title Page
Copyright
Epigraph
Primera parte
El capitán Córdoba
Segunda parte
El hoyo
Tercera parte
El ingeniero
Cuarta parte
Recuerdos
El moribundo
Huevos con beicon
Agnes
El anticuario
La libreta
Morris
Sam
Colmillos
Secuestro
Helen
Lacroix
Maggie
El entierro
Zaratetxe
Primera parte
El capitán Córdoba
Portobelo, Panamá, 1739
Aún se oían los cañonazos disparados por las baterías de los navíos de retaguardia, que cubrían a la tropa en su desembarco cerca del San Jerónimo. Una maniobra inútil o quizás exagerada a propósito, para que los escribanos pergeñaran todos los panegíricos épicos que Gran Bretaña esperaba escuchar sobre la conquista de Portobelo, por uno de sus insignes almirantes: Edward Vernon.
No hubo gestas heroicas, fue, como se dice en el lenguaje castrense, un paseo militar. Seis buques eran los que componían la flota. Con la mitad de las fuerzas hubiera sido suficiente: las defensas españolas de Portobelo fueron sorprendidas por el ataque de la armada británica. Una simple excusa bastó para desencadenar una guerra entre dos países, que pugnaban por el dominio del comercio con el nuevo mundo. Por un lado, España, que ya lo tenía y luchaba por conservarlo y por el otro Gran Bretaña, que se abría paso a codazos y pisotones para conquistar cualquier palmo de terreno que ampliase sus horizontes.
La oreja de un contrabandista, un tal Jenkins, que fue segada por el sable de un corsario español, fue el detonante. Para los indignados diputados de la Cámara de los Comunes, Jenkins, capitán del mercante Rebeca, era el héroe, mientras que Fandiño, el capitán del guardacostas La Isabela que le seccionó una oreja, no era más que el exponente de la salvaje brutalidad española y suficiente excusa para justificar el inicio de una guerra contra España.
El gobernador de Portobelo se había ausentado días antes y dejó al mando de la plaza a un anciano timorato y enfermo, que nada más ver cómo destruían el baluarte que protegía la entrada a la bahía, decidió rendirse. No hubiera podido hacer mucho más: la mayoría de los cañones que conformaban la defensa de los fuertes, habían sido retirados para su reparación y la tropa era insuficiente y mal pagada.
A legua y media de allí, el capitán Adrián de Córdoba se detenía en lo alto de una colina. Apaciguó a su caballo con dos palmadas cariñosas y mandó aviso al teniente Lesmes Salcedo para que se presentara ante él. Mientras lo esperaba, observó con un catalejo y desde su montura a las tropas inglesas que iban tomando posiciones en aquellos puntos estratégicos que horas antes, los soldados españoles guarnecían ajenos a la ofensiva inglesa que se cernía sobre ellos.
La desbandada era notable, el gobernador interino huía con su pequeño séquito de criados por el camino Real en dirección al interior, pero antes dio orden de retirada a las tropas que formaban la guarnición. Adrián de Córdoba había seguido sus órdenes, al pié de la letra: «retírese con sus hombres y únanse a Lezo en Cartagena». El capitán no se lo pensó dos veces, reunió a todos los hombres que podían caminar y salió de Portobelo en dirección a las colinas que circundaban la bahía.
Mientras observaba el desastre, sacó un papel enrollado, lo desplegó y leyó una vez más su contenido; cuando vio acercarse a Salcedo, lo volvió a enrollar y aguardó a que éste terminara de escalar la loma con su caballo.
Adrián de Córdoba, era de esos tipos cuya edad resulta indefinida y que hay que adivinar por otras referencias, en este caso por el tiempo que llevaba destinado en la guarnición de Portobelo. Su estatura y complexión correspondían al arquetipo de la época: de estatura baja, cetrino y cejijunto. Llevaba perilla y grandes mostachos con los extremos en punta y hacia arriba. Vestía calzón rojo, casaca blanca con puños vueltos y polainas del mismo color. Tal y como correspondía a su rango y regimiento, llevaba sombrero de tres picos negro, bordeado con una franja dorada del mismo estilo y material que los flecos de sus hombreras.
Córdoba ingresó en la milicia como cadete a los catorce años y llevaba diez años en Portobelo como capitán. Si calculamos el tiempo que tardaría en ascender desde alférez, podíamos situar la edad de Adrián de Córdoba en torno a los cuarenta años.
—A la orden de vuestra merced, señor capitán —se presentó el teniente Lesmes Salcedo saludando con su sable.
—Salcedo, tome el mando de la tropa y continúe en retirada hasta La Guaira. Guarde este documento y ocúpese de entregárselo al brigadier en cuanto lleguen a Cartagena. No se preocupe por mí, todavía tengo asuntos pendientes que atender. Espero reunirme con ustedes dentro de cuatro días; si no estoy allí para entonces no me esperen, sigan hasta Cartagena y entregue el documento a don Blas de Lezo, conforme lo he dispuesto.
El teniente primero Lesmes Salcedo, tomó el pergamino enrollado. Se imaginaba cuál era su contenido y ello le entristeció brevemente, pero como soldado antepuso el deber a sus sentimientos. Sacó de un bolsillo de su silla de montar el canuto de órdenes e introdujo el papel, después lo cerró y lo colocó en su bandolera.
—Es lo que te imaginas, Lesmes, llevas mi recomendación de tu ascenso a capitán. Si por mí fuera, ya lo serías, pero es el brigadier quien lo debe refrendar.
—Gracias mi capitán, pero no será necesario entregar ese pergamino porque será vuestra merced en persona quien haga tal recomendación al brigadier y si no ordena ninguna otra cosa más, pido permiso para retirarme.
—Con Dios, Salcedo —le despidió saludándole con el sable de mando.
Adrián Córdoba observó con zaina sonrisa alejarse al teniente. Picó espuelas y se lanzó al galope ladera abajo, en dirección opuesta a la que llevaban sus hombres.
Salcedo aún desconcertado por la que, imaginaba, deserción de su capitán. Sintió deseos de tomar el documento que le había encomendado y destruirlo. Si era cierto que recomendaba su ascenso, no iba a resultar una buena mención. Con tal crédito a sus espaldas, Lesmes no podía esperar si no la sospecha de complicidad o cuando menos, una equiparación de pareceres con el capitán desertor. Una mala sombra para cobijarse pensó, pero por otro lado su ascenso aún podía resultar más digno y heroico, si se sumaba la idea de que Adrián de Córdoba, en el caso de no presentarse, lo cual sospechaba fuese lo más probable, se hiciera saber que habría desaparecido en extrañas circunstancias, por supuesto ajenas a su voluntad y dentro del abanico de posibilidades que la guerra podría sugerir.
Con la amargura en el semblante, aunque con la llama de la ambición flameando en su corazón, Salcedo regresó al frente de la tropa, comunicando a sus soldados que tomaba el mando por orden de su capitán, ya que, según le había comunicado, se ausentaría del servicio durante cuatro días para llevar a cabo una misión cuya naturaleza no podía revelar.
Entretanto, Adrián de Córdoba había regresado a Portobelo, si bien tuvo la precaución de ocultarse para no ser descubierto por los infantes de Vernon, dedicados en esos momentos a saquear las fortificaciones militares ya abandonadas, así como algunas casas y almacenes del comercio español con las Indias. Al llegar a la posada de John Taylor, se encontró con un grupo de marineros de la balandra Asunción que hablaban agitadamente con Taylor, a la sazón armador de esa nave. Estaban inquietos y él intentaba tranquilizarlos. Cuando vio llegar a Adrián de Córdoba, se apartó del grupo y lo saludó cortésmente ofreciéndole una jarra de vino.
—Beba capitán, beba hasta emborracharse. Esto se ha acabado, amigo mío.
—Quizás sea ahora cuando todo esté empezando, al menos para mí —brindó con su jarra.
—Tiene razón, quizás sea el momento de retirarse. Supongo que quiere llevarse sus pertenencias. ¿Me equivoco?
—Está en lo cierto, Taylor. Es hora de poner tierra por medio.
—Si la pregunta no le resulta indiscreta, ¿cuáles son sus planes?
—De momento iré a la ciudad de Panamá y allí lo pensaré. Probablemente tome un navío que me lleve hasta el Perú. No será difícil embarcarme después para Acapulco y allí en el galeón de Manila. Me gustaría establecerme en aquellas islas.
—¿Por qué no en el propio Acapulco o en Veracruz? En cualquiera de las dos costas, podría duplicar su fortuna. La Nao de la China ofrece grandes oportunidades para todo aquel que quiera invertir su dinero en el comercio con oriente. Si lo desea estaré muy honrado en recomendarle a cualquiera de los dos gobernadores.
— ¿Haría eso por mí?
—Por supuesto, amigo. Ha hecho mucho estos años en favor de nuestros negocios. Sólo espero que haya dejado arreglados convenientemente sus asuntos oficiales con la corona.
—Puede apostar por ello. He enviado por mediación de mi segundo en el mando, una carta a nuestro brigadier comunicándole mi renuncia como soldado. He cumplido sobradamente el periodo de tiempo que se me exigió cuando me incorporé al empleo como oficial. España no me debe nada y yo tampoco a ella.
— ¿Está seguro de que su lugarteniente la entregará?
—Completamente. La ambición de Salcedo doblegará su voluntad. Le he dicho que, en ella, va mi recomendación para su ascenso a capitán —Córdoba rió burlonamente.
— ¿Por qué no la entregó vuestra merced en mano al gobernador?
—Necesito ganar tiempo y poner tierra por medio. No creo que mi brigadier aceptase licenciarme y el gobernador no es quién para inmiscuirse en la milicia. Así, con los hechos ya consumados y con el tiempo transcurrido, no tendrá más remedio que aceptarlo.
— ¿No teme que lo considere una deserción? Entiendo que su decisión de abandonar la milicia, la ha tomado mientras cumplía la orden de retirada y eso, tengo entendido, se considera desertar.
— ¿Y cómo se consideraría el hecho de que el gobernador rinda la plaza sin apenas resistencia?
—A veces las decisiones políticas pueden no ser bien entendidas militarmente, aunque vuestra merced, por lo que veo, ya se considera un civil.
—Es cierto. No han pasado ni dos horas y no extraño mi antigua condición.
—Aún como civil, no es buena idea que se ponga en camino en estos momentos de confusión. Es mejor que se oculte, al menos durante unos días. Aquí, en mi posada, estará a salvo. Pasado mañana prepararé dos mulas para que le ayuden a transportar sus mercancías. Dos nativos de mi confianza se ocuparán de ello. Tendrá que ir hasta Buenaventura, allí, en el lugar de costumbre, le esperará mi socio Diego para entregárselas. Yo no puedo ir por el momento; un asunto familiar muy esperado por mí está a punto de producirse. Debo quedarme un tiempo en Portobelo, al menos hasta que Vernon y sus tropas se retiren.
—¿Diego ha conseguido ponerse a salvo? He sabido que el gobernador de Jamaica había puesto precio a su cabeza.
—A la suya y también a la mía. Ya no convenimos ni a España ni a Gran Bretaña.
Se sirvieron nuevamente dos jarras, esta vez con un vino que el posadero guardaba celosamente en una pequeña barrica especial y continuaron su charla mientras lejos, aún se oía algún cañonazo y disparos de mosquete.
John Taylor era un antiguo pirata procedente del océano Índico. Era armador de tres naves que se dedicaban al servicio de guardacostas o lo que es lo mismo: practicaban bajo carta partida o patente de corso el