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Días de Fuego
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Libro electrónico205 páginas3 horas

Días de Fuego

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En una tranquila aldea de montaña, el mago del lugar recibe un peculiar encargo. Unos exploradores de frontera han rescatado un misterioso niño de manos de una patrulla de una nación enemiga. El mago deberá encargarse de averiguar quién es ese niño, y qué hacía con los soldados. En suma, una tarea poco complicada. No obstante, aquel niño es mucho más de lo que parece. Y el mago, que como todos los de su gremio piensa que la Gran Magia no existe (cuentos de viejas, ya se sabe...), pronto descubrirá que está muy, pero que muy equivocado.

En palabras de Domingo Santos, las obras de E. Gallego y G. Sánchez se encuadran en "un universo abigarrado, variopinto, donde tiene cabida todo, desde las más amplias gestas épicas hasta el devenir cotidiano, pero principalmente un siempre presente sentido de la maravilla y, sobre todo, un gran sentido del humor, a veces patente, a veces soterrado, que es una de las principales constantes de sus autores".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 sept 2017
ISBN9788469758175
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    Días de Fuego - Eduardo Gallego

    1

    DÍAS DE FUEGO

    EDUARDO GALLEGO

    GUILLEM SÁNCHEZ

    CONTENIDO

    I    LA CAPTURA

    II  EL MAGO DEL PUEBLO

    III  ES BUENO CONOCER GENTE

    IV  DE PASEO POR EL CAMPO

    V    LAS VIRTUDES DE LA TAXONOMÍA

    VI    DE VIAJE

    VII  ALDEANOS EN LA GRAN CIUDAD

    VIII  TODA UNA EXHIBICIÓN

    IX  CUESTIÓN DE CONFIANZA

    X    DE VUELTA A CASA

    XI  LA VIDA SIGUE

    XII  SACRIFICIOS

    XIII HUIDA A NINGUNA PARTE

    XIV EPÍLOGO

    CAPÍTULO I: LA CAPTURA

    Mientras los caballos saciaban la sed en el riachuelo, el niño alzó la cabeza y miró a su alrededor con aire ausente. Era un espléndido día de primavera. El sol lucía en lo alto de un cielo azul intenso y sin nubes, aunque el viento frío de la sierra hacía que los hombres se arrebujaran con las capas de lana negra. Las últimas lluvias habían limpiado el aire, y podían divisarse a lo lejos las cumbres coronadas de nieve. Las hojas de las hayas, aún tiernas, daban al bosque un tono verde claro, luminoso y alegre. Pero nada de eso importaba al niño. Había sido adiestrado única y exclusivamente para cumplir su tarea; todo lo demás era superfluo y no le prestaba atención.

    Al tiempo que las bestias hundían los hocicos en el agua, los hombres aprovecharon para estirar las piernas y desentumecer los músculos. Llevaban a sus espaldas demasiadas horas de cabalgada y dormir al raso. El aburrimiento también pasaba factura en lo que parecía una misión larga y rutinaria. Al cabo de un rato reemprendieron la marcha.

    El responsable de aquella tropa era un capitán veterano, suspicaz por naturaleza. La misión que le habían encomendado no le gustaba. De momento, todo había ido como la seda, pues se movían por zonas seguras. Al menos, eso afirmaban los espías. Confiaba en sus soldados, ya que no era la primera vez que se internaban en territorio enemigo. Sin embargo, ahora les acompañaba nada menos que uno de los Consejeros del Gran Señor. Y por si faltaba algo, estaba el niño.

    El capitán lo observó de reojo y reprimió un escalofrío. Parecía tan poquita cosa, con aquella expresión neutra en sus ojos grises y esa mata de pelo rubio como la paja… Pero había sido testigo de lo que era capaz de hacer semejante criatura, y por su culpa aún sufría pesadillas. Por suerte, los soldados no lo sabían. Mejor para ellos. Suspiró. Ojalá regresaran a casa cuanto antes. Se consoló pensando que ya quedaba menos para dejar al Consejero y al niño en la capital de aquel reino. Luego debería esperar a que cumplieran con su cometido y escoltarlos de vuelta al Castillo. Era sencillo. ¿Qué podía salir mal?

    –Ahí vienen, mi teniente –susurró el centinela.

    –Muy bien, Darío. Tú que tienes vista de águila, trata de contarlos.

    El centinela entornó los ojos y permaneció unos minutos en silencio, inmóvil.

    –Hay catorce, mi teniente –dijo al fin–. Por su forma de conducirse y la cantidad de acero que portan, se trata de hombres de armas, y no de los nuestros.

    –El pastor que nos puso sobre aviso tenía razón, bendito sea.

    –Sí, mi teniente –El centinela siguió escrutando al grupo que se aproximaba–. Un momento… Uno de ellos viste ropa más lujosa que el resto; no da la impresión de tratarse de un militar. Y juraría que el jinete del centro es un niño –Miró con mayor atención–. Sí, lo es.

    –¿Un niño? Qué raro… Bueno, ya nos enteraremos de qué se le ha perdido por aquí. Venga, muchachos, ahora toca ganarse el jornal. Me gustaría capturarlos con vida para interrogarlos.

    Y ahí se acabó la charla. El teniente impartió órdenes con rápidos gestos de las manos, en lenguaje de batalla. Los hombres obedecieron en silencio, ágiles como gatos. Sus uniformes verdigrises los camuflaban a la perfección entre las sombras del bosque ribereño. No en vano, los Exploradores del Ejército de Su Majestad presumían de ser los mejores en su oficio. La combinación de expertos soldados y milicianos locales que conocían el terreno como si fuera su propia casa funcionaba a la perfección.

    Puesto que debían tomar prisioneros, los arqueros dejaron tranquilas las flechas y se situaron detrás de los honderos. Estos desenrollaron las correas de cuero que llevaban en torno a la cabeza a modo de turbantes, las cargaron con cantos rodados que guardaban en bolsas al cinto y esperaron a que el objetivo se pusiera a tiro, escondidos tras los árboles en un recodo del camino.

    El ataque resultó totalmente imprevisto y de efectos fulminantes. Antes de darse cuenta de lo que ocurría, cuatro hombres yacían inconscientes en el suelo. Otros tantos aullaban de dolor por las certeras pedradas recibidas y los caballos se encabritaban, nerviosos y desconcertados.

    –¡Emboscada! –gritó por fin el capitán, haciéndose cargo de la situación–. ¡Dispersaos y resguardaos entre los árboles! –Y entonces recordó lo más importante–. ¡Proteged al niño por encima de todo! ¡Aunque sea a costa de vuestras vidas, si hace falta!

    Dos jinetes que aún permanecían ilesos flanquearon al niño, a modo de escudos humanos. También se acercó el Consejero, un tipo alto y delgado, de facciones zorrunas. Parecía fuera de sí, con el semblante desfigurado por una mezcla de miedo y furia. Ordenó a grito pelado:

    –¡Niño! ¡Nos están disparando desde la izquierda! ¡Acaba con ellos como te hemos enseñado!

    El capitán sintió que un negro espanto se abatía sobre él. Temblando, se preparó para lo que ocurriría a continuación. Los demás, en cambio, miraron al Consejero como si este se hubiera vuelto loco. El niño, por su parte, se limitó a alzar lentamente un brazo en dirección al enemigo. Su cara seguía sin mostrar expresión alguna, pero la mirada parecía más dura y brillante que un momento antes. Cuando tuvo el brazo levantado, apuntando recto hacia el adversario, el Consejero se tapó el rostro, anticipándose a lo que iba a suceder. Los atacantes estaban condenados, y aún no lo sabían.

    Pero no está permitido a los hombres ser dueños de su propio destino. Y aun en momentos en los que este parece ya escrito, la más pequeña de las casualidades puede cambiar el curso de los acontecimientos. Así fue como una piedra golpeó el casco de uno de los soldados, rebotó y acabó descalabrando al caballo que montaba el niño. El pobre animal, sobresaltado y dolorido, se encabritó, dio un brinco inverosímil y huyó a galope tendido.

    –¿Adónde va ese maldito crío? –Reaccionó el Consejero; en su rostro, el estupor dejó paso a la alarma–. ¡Sígalo, capitán!

    El militar se percató de lo que ocurría y, espoleando su caballo, cabalgó detrás del niño como si en ello le fuera la vida. Recordaba claramente las órdenes recibidas: protegerlo e impedir a toda costa que el enemigo se apoderase de él. Nada era más importante que eso, pero sus hombres caían uno tras otro por culpa de los honderos. Mientras, el fugitivo amenazaba con perdérsele entre los árboles.

    Por su parte, el niño trataba de cumplir la orden recibida, pero necesitaba un momento de calma para concentrarse y acabar con el objetivo asignado. Incapaz de coger las riendas, tenía que aferrarse a las crines del caballo para no salir despedido, lo cual le impedía hacer nada más. Oía a los soldados luchar y se daba cuenta de que estaban siendo neutralizados uno a uno, así que se soltó, guardó el equilibrio lo mejor que pudo y se volvió para levantar de nuevo el brazo y terminar con todo. Pero al girarse hacia atrás para apuntar no vio venir una rama baja. El caballo agachó la cabeza pero él recibió un tremendo golpe en las costillas y cayó al suelo de bruces.

    Fue extraño. Le pareció que tardaba una eternidad en dar con sus huesos en la tierra, aunque en buena lógica aquello no pudo durar más que unos instantes. Ni siquiera llegó a sentir el impacto final. Simplemente, los colores y la luz se desvanecieron ante sus ojos, y ya no supo más.

    Instantes después, el capitán llegó a su lado, con el Consejero a la zaga. Este descabalgó y se arrodilló junto al caído. Empezó a zarandearlo con desesperación.

    –¡Despierta, maldito! –le gritó–. ¡Has de ocuparte del enemigo!

    El capitán meneó la cabeza.

    –Está fuera de combate, señor.

    El Consejero tuvo que admitirlo por fin y miró al capitán, pálido como el yeso. Se incorporó y señaló al pequeño. Su mirada fue muy elocuente.

    –Ya conoce usted las órdenes: bajo ningún concepto…

    El capitán tragó saliva y asintió. Aunque todo se había ido al infierno, los atacantes no debían saber lo que el Gran Señor se traía entre manos. Maldita la gracia que le hacía tener que liquidar a un pobre crío. Era un soldado, no un verdugo, pero había recibido unas instrucciones terminantes. Después debería asegurarse de que el enemigo no obtuviera información comprometedora en los interrogatorios. Y lo primero era lo primero. Desenvainó la daga de misericordia, mientras con la otra mano apartaba la cota de malla y dejaba la garganta del niño al descubierto. El Consejero apartó la mirada.

    El teniente de Exploradores se acercó al lugar donde los milicianos maniataban a los prisioneros que aún seguían sanos. Estos, al ver cómo caían su capitán y el Consejero, y considerando que el soldado que se rinde vale para otra guerra, habían depuesto las armas. Los compañeros menos afortunados eran atendidos por sus captores.

    –¿Cómo ha ido la cosa, Darío?

    –Muy bien, mi teniente. No hemos sufrido bajas. En cuanto a ellos, cinco están ilesos y otros seis sufren contusiones de diversa consideración. Se repondrán, aunque los chichones serán espectaculares, eso sí. –Sonrió.

    –Tendré que felicitar a los honderos; menuda puntería –comentó el teniente–. ¿Y esos dos? –Señaló a unos cuerpos tendidos sobre la hierba.

    –Según un prisionero, se trata de su capitán y un aristócrata, o algo parecido. Nuestros hombres llegaron hasta ellos justo cuando el capitán iba a degollar al niño inconsciente. Los detuvieron y todo parecía normal, pero de repente cayeron redondos. En un primer momento creímos que se habían suicidado.

    –¿Se desplomaron así, sin más? ¿Cómo te lo explicas?

    –Parecen profundamente dormidos, aunque… Huélales la boca. ¿No nota nada extraño, mi teniente?

    Este así lo hizo, y se le escapó un gruñido de contrariedad al identificar aquel sutil aroma.

    –Apestan a suero del olvido… –Al ver la cara de asombro de Darío trató de explicárselo–. Hace años capturamos a un espía que mostraba los mismos síntomas. Cuando estos tipos despierten, serán incapaces de recordar sus propios nombres, y no digamos la misión que les encomendaron. Tardarán meses en recuperarse, y para entonces parte de su memoria habrá sido alterada por la droga. Cualquier confesión que les saquemos será engañosa, sin duda. Sí, muy típico de los servicios secretos del maldito Gran Señor… Sin embargo, el suero es muy caro y difícil de preparar. Realmente, estos dos recibieron órdenes importantes que no desean que sepamos, pero ¿cuáles y por qué? Apuesto a que tratan de encubrir algo de extrema importancia.

    –Quizá el niño sea la respuesta, mi teniente –sugirió Darío.

    –Eso creo yo también –Asintió, pensativo–. ¿Qué tal se encuentra?

    –Parece que ya se ha recobrado del porrazo, aunque se niega a hablar.

    –No me extraña, después de lo que ha tenido que pasar el pobrecillo –El teniente se acercó hasta él y le preguntó con amabilidad–. ¿Cómo te sientes, chaval?

    El niño, que permanecía sentado en un tronco caído, reparó en su presencia y lo contempló fijamente. El teniente le sostuvo la mirada hasta que tuvo que bajar los ojos. Se había puesto nervioso, por alguna razón que no acertaba a explicar. Se alejó unos pasos.

    –No hay forma de que abra la boca, mi teniente –le informó un soldado–. Para mí que es un poco simplón –Se golpeó la frente con un dedo–. Corto de entendederas, no sé si me explico.

    –Igual tienes razón. Así que bajo la capa portaba una cota de malla ligera…

    –No sólo eso, mi teniente. Debajo de la cota hay un gambesón con piezas metálicas cosidas entre las capas de tejido. No sé cómo puede moverse, el pobre. Resulta chocante que vaya tan protegido, y más teniendo en cuenta que querían pasarlo a cuchillo.

    –Pues esas tenemos –Se encogió de hombros–. Los prisioneros son soldados profesionales del ejército del Gran Señor, a quien los dioses confundan. Puede que escoltaran al niño de una provincia a otra de su país, atajando por nuestro territorio. A lo mejor se trata del heredero de algún noble, importante para los juegos de poder que se traen entre ellos. No me extrañaría que lo quisieran matar por cuestiones políticas: eliminarlo de una línea sucesoria… En ese reino mueren muchos príncipes por las intrigas palaciegas. De ahí el incógnito y su temor a que nos apropiemos de él. En fin, nosotros debemos seguir patrullando la frontera. Dejaremos a los cautivos en el fuerte más cercano. Que otros se preocupen de averiguar qué se les ha perdido a estos desgraciados por aquí.

    –¿Qué hacemos con el niño, mi teniente? –preguntó Darío–. Aparte de las contusiones, se lastimó una pierna al caer del caballo. Nos retrasará todavía más el ritmo de marcha.

    –Pues… –Se lo pensó unos instantes–. Hay un pueblo cerca… ¿Cómo se llama?

    –Albaidares, mi teniente.

    –Sí, eso. ¿Tienen mago? –Darío asintió–. Caramba, qué nivel. Mejor será que le llevemos al muchacho para que lo cuide. Por más que se trate del heredero medio tonto de algún noble extranjero, quizá el mago logre sonsacarle alguna información. Cuando regresemos ya le preguntaremos qué ha podido sacar en claro.

    Pese a su silencio, el niño no perdía detalle de cuanto le rodeaba. Se daba cuenta de que era libre. El concepto era nuevo para él. Ya no estaba en el Castillo, ni le rodeaban los Consejeros, ni le gritaban los Amos. Podía irse, pues esos soldados que le rodeaban no suponían ningún obstáculo.

    Los estudió desapasionadamente. Eran molestos, con su manía de formularle preguntas estúpidas. ¿Por qué debía soportarlos? Se preparó para acabar con todos ellos, pero cuando iba a alzar los brazos para exterminarlos se le acercó un joven sonriente que le tendió algo.

    –Hola, chiquillo. Seguro que tienes hambre, ¿verdad? Prueba estos dulces; te gustarán. Se llaman cordiales de almendra, y mi abuela los prepara como nadie. Están para chuparse los dedos. Venga, no seas tímido.

    El niño contempló los dulces y luego al joven, extrañado. Aquello no era normal. De los mayores sólo cabía esperar órdenes y castigos; nunca ofrecían cosas de buenas maneras. Tomó un cordial entre los dedos y lo olió. Sus tripas rugieron. Se dio cuenta de que llevaba muchas horas sin probar bocado, y aquello tenía muy buen aspecto. Lo mordió con cautela. Sabía de maravilla, y devoró el resto en un periquete. También aceptó una cantimplora con agua fresca que le ofreció el solícito miliciano. No dio las gracias, ni dijo nada. Se limitó a coger lo que le ofrecían y a mirar al soldado con curiosidad.

    Al menos, aquellos tipos le daban de comer. Y pensándolo bien, no sabía adónde ir. De momento los dejaría vivir y seguiría con ellos. Siempre podría exterminarlos a todos más tarde, se dijo.

    El soldado miró al niño y sonrió complacido.

    –Aunque no hable, parece simpático –le comentó a un compañero–. En el fondo, los críos de su edad son un encanto. Mi hermano menor, sin ir más lejos…

    Los dos jóvenes entablaron una amena conversación, mientras el niño bebía agua y seguía sin decir nada al tiempo que los observaba fijamente, del mismo modo que una víbora antes de lanzar un ataque fulgurante para morder a su presa.

    CAPÍTULO II: EL MAGO DEL PUEBLO

    Albaidares era un pueblo de montaña que, salvo el tamaño, en poco se distinguía de las aldeas cercanas, con sus casas de madera con techos de pizarra negra. Estaba situado en un valle resguardado que se

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