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Rescate en lo Profundo de Van Demon
Rescate en lo Profundo de Van Demon
Rescate en lo Profundo de Van Demon
Libro electrónico128 páginas1 hora

Rescate en lo Profundo de Van Demon

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¿Hasta dónde llega la camaradería, cuando se trata de vida o muerte?

La mina de Demon's Deep está fuera de servicio, los mineros están desaparecidos, y unos salvajes psicóticos —los Desvinculados— se han apoderado de ella. Desafortunadamente, donde los Desvinculados van, una magia siniestra los sigue. Magia que muta a los seres vivos y licua la roca.

Kiprik, el sufrido líder de un escuadrón de rescatede élite, debe rescatar a los mineros antes de que a los comandantes del ejército se les agote la paciencia y comiencen a bombear gas venenoso. Con su tosco leal amigo, el cabo Stack, a su lado, se enfrentará a cualquier amenaza y le clavará un hacha en la cara, siempre y cuando el despreciable padre Brax no se interponga en el camino.

Pero esta será una tarea en la que Kiprik y su equipo irán al fondo de la mina, donde se esconde la magia más profunda y las verdades más oscuras.

¿Será suficiente el honor y la camaradería?

Únete a Kiprik y sus chicos en esta épica y desgarradora aventura de fantasía. Si te gustan los personajes complejos, magníficos escenarios y mundos grandes, sin duda te encantará.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jul 2019
ISBN9781547595334
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    Rescate en lo Profundo de Van Demon - S. P. Stevens

    1

    Carnada de Mina

    Kiprik no era la clase de hombre que sucumbía ante sus miedos. De hecho, si le preguntasen, negaría tener alguno. Era un soldado, uno viejo y canoso, y en las filas el miedo sólo servía para convertirte más rápido en pasto de gusanos. Había aprendido eso el primer día.

    Pero este túnel era algo más. La oscuridad lo envolvía como un manto y todo estaba negro. Tan negro, tan estrecho, todo se sentía tan opresivo. En alguna parte goteaba agua, y una rata se escabulló a pocos centímetros de sus enormes botas militares. Las ratas no pueden herirte, se dijo a sí mismo, no como un millón de toneladas de granito.

    Continuó. La llama de su antorcha producía destellos en los cristales rojos de las paredes. Enfocado en pensar en otra cosa que no fuese el ser enterrado vivo, se preguntó cuánto pagarían por un balde lleno de piedras de sangre allá en casa. Había visto cuánto valía una onza fuera del negocio de un mercader en Tal Maran. Había sido alrededor de ocho marcos. Ocho por…

    Algo gruñó.

    Kiprik se quedó helado.

    Quizá lo haya imaginado. Allí abajo, en las profundidades de Van Demon, podrías confundir tu propia respiración jadeante con algo mucho peor. Buscó formas en la parpadeante oscuridad. Nada. Dio un paso cauteloso.

    Otro gruñido. Sonaba humano.

    Contuvo el aliento, esperando, su corazón latiendo velozmente contra sus costillas. Las formas negras indistinguibles en los oscuros rincones y grietas engañaban a sus ojos. Dio otro paso y una sombra más adelante avanzó, formando una figura. Se alcanzaba a vislumbrar siluetas de pómulos y dientes. Luego otra detrás de esta. Comenzaron a avanzar hacia él.

    Esperó para asegurarse. Sólo un segundo. Un latido del corazón insoportablemente largo…

    Kiprik comenzó a correr.

    Él no era un hombre pequeño, y el techo bajo y desigual forzó a su columna vertebral de cincuenta años a tomar una postura que le resultaba desafiante. Se arriesgó a mirar hacia atrás mientras se lanzaba sobre un trozo de roca que sobresalía. Las criaturas no parecían preocuparse por los obstáculos, pues chocaban contra ellos sin importarles.

    —¡Vienen dos! —vociferó Kiprik hacia delante. ¡Ja Vok! Estás fuera de forma, viejo.

    Su casco de estaño se enganchó en una protuberancia y cayó al suelo. No había tiempo para recuperarlo. Echó otra mirada hacia atrás. Dos pares de ojos rojos brillaban a sólo unas zancadas de distancia.

    Dobló una esquina y entrecerró los ojos cuando apareció una brillante luz anaranjada. Trastabilló hasta detenerse y miró hacia atrás, protegiéndose los ojos. Los trastornados hombres doblaron la esquina y gritaron cuando la luz los cegó y dos anchas hachas militares los decapitaron en el sitio. Carne, sangre y huesos rociaron las paredes del túnel y una hinchada y enrojecida cabeza rodó hasta los pies de Kiprik.

    Bajó el obturador de la deslumbrante lámpara. Las paredes del túnel bailaron a la luz de las antorchas una vez más y sus ojos se relajaron. Hay que admirar estas sodalámparas, especialmente estos últimos modelos del ejército. Libres de humo, virtualmente indestructibles… funcionan incluso debajo del agua. Y la innatural luz naranja cegaba a los Desvinculados en la oscuridad de ahí abajo.

    —¡Vok! Esas cosas se hacen cada vez más rápidas —dijo Kiprik, todavía jadeando.

    —Sí —dijo uno de los decapitadores—. Eso, o tú te haces cada vez más lento, sargento.

    El hombre acorazado, un tipo grande de unos treinta años con cabello rubio corto, se llamaba Tenerson. Tyberius, para su madre. El resto de la Tercera Compañía lo llamaba Stack. Este pateó la cabeza deformada por una fisura en el suelo de roca.

    Kiprik frunció el ceño.

    —Podrías mostrar más respeto.

    —¿Respeto? ¿A un cabeza de martillo? Estás bromeando, ¿no?

    Stack siempre los llamaba cabezas de martillo, al igual que muchos hombres en la Tercera Compañía, por sus distintivos cráneos en forma de martillo. Mientras más sobrevivía una persona a la Aflicción, más pronunciada se hacía esa deformación. Esto los hacía fáciles de reconocer. Con los más jóvenes no era tan sencillo, a menudo el único síntoma eran los ojos rojos. Eso sí, el salvajismo maníaco era un claro indicativo en cualquier caso.

    —Estás sangrando, Ty.

    Stack se puso de cuclillas e hizo una mueca de dolor.

    —Toma —dijo Kiprik mientras le tendía un botiquín.

    Una esquirla de hueso blanco se había alojado justo sobre el pulgar de Stack. Usó su hoja para extraerla y se envolvió la mano con vendaje. Por suerte para Stack, la Aflicción no era contagiosa.

    Kiprik sacó su caja de rapé.

    El otro hombre con hacha, Orson, también conocido como el Cachorro debido a su corta edad y su tendencia a mojar la cama después de beber demasiada cerveza, hizo rodar los restos de los Desvinculados hacia la fisura.

    Ábaco, el miembro restante del Octavo Escuadrón, había estado sentado en una roca, observando toda la operación. Bajó de un salto.

    —Ya basta de juegos, Kip; tenemos mineros que encontrar.

    —Está bien. Ya quítate de encima de mí, Ab.

    —¡Necesito esa bonificación, sargento! Para ti no hay problema, tendrás tu pensión en unas pocas semanas.

    Ábaco era el contador de frijoles, o el hombre de la logística, como prefería que lo llamasen. Nativo de las costas de Krell —el país salvaje en el que ahora luchaban—, Ábaco no era su verdadero nombre, por supuesto. Kiprik había escuchado su nombre krelliano, pero era un galimatías impronunciable. Gaythst, o Guthst, o algo así. De todos modos, todos lo habían olvidado y ya nadie se molestaba en preguntar. Ábaco le sentaba muy bien.

    Sin embargo, tenía razón sobre las cuotas. Jelik, el comandante del campamento, no tomaba con amabilidad la pereza en las filas. No valía la pena arriesgarse a que le pusiesen una marca negra estando a una semana de jubilarse, no con una mecedora en un modesto pero cómodo porche esperándolo. Kiprik planeaba comprar una cabaña en las Montañas del Ducado, donde tener vistas a un lago y pasar su tiempo pescando carpas, bebiendo cerveza y retozando con alguna moza local de mejillas rosadas.

    Se guardó la caja plateada de rapé y recogió su hacha y la antorcha, agitándola para avivar la llama.

    —Ocupa el puesto de Stack —Ábaco gruñó, pero hizo lo que se le ordenó, preparándose junto con Orson. Kiprik volvió a meterse en la entrada del túnel.

    Todo estaba en silencio mientras volvía sobre sus pasos. Todavía no estaba seguro de por qué tenían que despejar la mina de esta manera. Tenía que haber una mejor manera que usar un soldado solitario para atraerlos. Pero entonces las criaturas se asustarían fácilmente, según habían dicho. Su lado cínico sospechaba que eso no era sino la única excusa que se les había ocurrido a los peces gordos del ejército, allá en Sendal, para evitar tener que pagar pensiones. Siempre se esperaba que aquellos sin familia fueran la carnada, los desafortunados soldados enviados en primera línea para mantener a raya al enemigo. Kiprik no habría dejado ir a sus hombres en su lugar, pero al principio se molestó de todos modos.

    Llegó más lejos esta vez y los destellos en la pared de roca se volvieron amarillos por los depósitos de citrino. No era de extrañar que el ejército sendalí estuviera tan interesado en reclamar esta mina. La necesidad de cuarzo raro se había multiplicado desde el descubrimiento de la sodaluz. Contó sus pasos. Cincuenta. Ese era el límite. Tendrían que reposicionar el punto de emboscada. Se giró para regresar.

    Algo silbó y un bulto de pelaje se precipitó desde un alto saliente. Un gato de mina, esos bichos abundaban ahí abajo. Arañó con sus zarpas un lado del rostro de Kiprik, quien retrocedió, y perdió la antorcha y esta cayó en el barranco poco profundo en el centro del túnel.

    La llama desapareció, y todo se volvió negro.

    —¡Mierda! Eh, muchachos… —llamó.

    Un tipo diferente de siseo atravesó la oscuridad. Definitivamente no un gato. Kiprik preparó su hacha. Se escucharon pisadas. Luego respiración. Luego un aullido.

    Algo se rozó contra él y Kiprik se giró, perdiendo su punto de referencia y cualquier idea en qué dirección estaba mirando. Blandió el hacha a través del aire. Algo aulló detrás de él y se giró de nuevo, con la sangre golpeando en sus oídos. Dio mandobles a ciegas con el hacha hasta que esta golpeó carne. Se tambaleó, tratando de alejarlo.

    —¡Soldado caído!

    El hacha quedó libre y golpeó otra forma invisible a su izquierda. El golpe produjo un sonido crepitante y quebradizo al romperse los huesos, la sangre caliente salpicó

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