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Portobelo
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Libro electrónico247 páginas3 horas

Portobelo

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Información de este libro electrónico

Un estudiante de Historia propone de manera poco convencional, la investigación del paradero de un misterioso cofre, basándose en el contenido de un viejo diario escrito por un antepasado suyo quien, y al parecer, fue culpable de un desgraciado suceso ocurrido en 1730 durante la Guerra del Asiento, en Portobelo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2020
ISBN9781005795382
Portobelo
Autor

José Gurpegui

José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.

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    Portobelo - José Gurpegui

    Portobelo

    José Gurpegui

    Copyright © 2016,  2017 José Gurpegui Illarramendi

    Todos los derechos reservados

    Portada: Zizahori

    Los personajes y nombres citados en esta novela corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, debe entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias, cinematográficas o de cualquier otra índole,  fueron utilizadas para contextualizar el relato dentro del periodo de tiempo en el que supuestamente se desarrolla.

    El Autor

    Contents

    Title Page

    Copyright

    Epigraph

    El trabajo de Timothy

    Portobello Road

    El libro que no quería separarse de sus hermanos

    Tensiones familiares

    El party de Margaret

    Una tarde de futbol

    Una caja, dos cajas, tres cajas

    Heráldica, genealogía y, otras cuestiones

    Los ingleses de Panamá

    Las pesquisas de Morris

    Un día cualquiera

    La otra cita con Richard Wilkinson

    Comenzando unas placenteras vacaciones

    Placenteras vacaciones, pero no tanto

    Cálida noche

    Desde la terraza del hotel

    Un queso de Gruyere

    El topo de Las Doncellas

    El quiosco

    Bello atardecer

    El trabajo de Timothy

    Suzanne Leclerc se encerró en su despacho del St. Judas College. Dejándose caer en el sillón del escritorio, observó con pereza la montaña de papel que tenía frente a ella, valorando el tiempo que iba a emplear en leer los trabajos de Historia, escrupulosamente encuadernados, que sus alumnos le habían ido entregado desde hacía un par de horas.

    Bostezó, volvió a levantarse de su sillón y se dirigió a una mesa cercana donde habían dejado una cafetera, aún humeante, media docena de tazas y una pequeña bandeja con algunas galletas embadurnadas de mermelada de grosella. Se sirvió una taza de café y mientras tomaba el primer sorbo y mordisqueaba una de aquellas deliciosas pastas. Observaba a través del ventanal el cielo gris plomizo, los tejados acharolados por las gotas de lluvia y los alumnos y profesores que, cubriéndose la cabeza con lo que tenían más a mano, corrían de un lado a otro para ganar la protección de los vetustos edificios que poblaban el campus de Oxford.

    Encendió un Gitanes, la marca de cigarrillos francesa a la que era adicta desde que comenzó a fumar a los quince años. Volvió a sentarse en su sillón de despacho, se colocó sus lentes después de asegurarse que estaban perfectamente limpios, suspiró y se puso manos a la obra. Aquello le iba a llevar semanas: había advertido a sus alumnos que no quería menos de treinta folios y no menos de diez citas bibliográficas por cada uno de aquellos trabajos. Suzanne era muy estricta, su fama de profesora irreductible rubricaba su impecable currículo. Se había doctorado en Historia, pero a su regreso a la docencia tras unos años de inactividad, no le habían dejado elegir. El rector se lo dijo: Historia Contemporánea está vacante; puede resultarte un buen regreso a las aulas mientras esperas que en Mesopotamia y Egipto salga el sol de nuevo para ti.

    ¡Como si a ella le hiciese falta recuperar su antiguo puesto! Suzanne tenía dinero como para comprarse todo el College. Era millonaria y se aburría como una ostra. Su galería de arte: la Suzy’s Gallery, funcionaba con la misma eficacia y rentabilidad que la de un banco suizo. Apenas se la veía por allí; Candice, la directora actual, no le dejaba ni elegir el color de las cartulinas para las invitaciones. James, su marido, había dejado la Royal Navy y se había asociado con su cuñado Nick, en una empresa cuya actividad era tan peculiar como éste: la TR&R (Taylor Research & Rescue). Se dedicaban a lo que Nick venía haciendo desde hacía años: la única diferencia era, que ahora le había dado a esa actividad aventurera un carácter más formal. Suzanne colaboraba técnicamente, de vez en cuando, su marido James y su cuñado Nick, le llevaban papeles viejos y documentos antiguos para que investigara. El que ella retomase su antiguo trabajo de docente en la universidad les abrió un buen camino: su acceso a los fondos y a los materiales de investigación no tenía precio y por supuesto también su experiencia. Encárgales a tus alumnos trabajos de investigación, quizás nos den ideas —solía bromear Nick—, pero en el fondo tenía razón: contar con la colaboración de una veintena de alumnos superdotados, revolviendo archivos históricos y bibliotecas era una ayuda que no tenía precio. Esa información, no era privilegiada, estaba ahí; el afortunado o afortunada que diese sin saberlo con un buen filón, no se quedaba con las manos vacías; ni tampoco las arcas de la universidad.

    Suzanne comenzó a leer las portadas; les había indicado algunas pautas a considerar: el formato, la estructura y poco más. No eran novatos y no era necesario recordarles los procesos. Con la lectura de un par de párrafos, podía notarse que aquellos chicos y chicas estaban maduros para la redacción de sus tesinas y para la defensa de estas. 

    Algunos títulos resultaban prometedores, pero casi todos los temas elegidos trataban de la historia de Inglaterra entre los siglos XVII al XIX, quizás los más interesantes, pero no le satisfacía demasiado. Ella era francesa y seguro que iba a toparse con el exultante orgullo británico de alguno de sus estirados alumnos que intentaría ridiculizar a los franceses en las batallas navales del XVIII y tampoco iba a acoger con gratitud los comentarios envidiosos acerca de las guerras para arrebatar a sus vecinos españoles su vasto imperio, pero era una de sus súbditas y tendría que tragarse más de un sapo leyendo aquellas páginas, a sabiendas que algún insidioso alumno, conocedor del origen de su profesora, se ensañaría en comentarios sutiles e hirientes. Por este motivo; seleccionó en primer lugar unos pocos trabajos que se le antojaron menos arrogantes, a tenor de sus títulos, dejando para el final aquellos cuyos enunciados rebosaban altanería y orgullo patrio.

    Algunos de esos ejercicios, parecían salidos de la biblioteca de lord Nelson; la mayoría estaban encuadernados en piel y tenían el recio estilo victoriano e incluso estaban perfumados con agua de Lavanda para disimular el del olor a plum cacke o fish and chips. Otros, sin embargo, apestaban a cerveza y a güisqui, porque el papel como suele decirse; lo aguanta todo, incluso, los olores de los que lo manejan.

    Suzanne echó otro vistazo general a la pila de libros. Debía haberles dicho que con diez o doce folios le bastaban y de esa manera hubiera obtenido treinta o cuarenta por cada uno. El espíritu de competitividad británico solo era comparable al de su cuñado Nick. Si hubiera estado él, en el lugar de alguno de sus alumnos; al haberle dicho que quería al menos treinta folios, se hubiese encontrado con cien o ciento cincuenta y esas eran precisamente las páginas que tenían la mayoría de esos trabajos.

    Tiró por aproximación y eligió el más modesto: un libro pobremente encuadernado con tapas de cartulina y cuyas hojas estaban cosidas precipitadamente. Estuvo a punto de calificarlo por lo bajo, pero al leer el nombre de su autor se extrañó; Timothy Wilkinson, era uno de sus mejores alumnos. Trataba el tema de la Guerra del Asiento entre Inglaterra y España en 1730, y lo que más sorprendió a Suzanne fue el capítulo correspondiente a la conquista de Portobelo: Timothy aportaba detalles y nombres que ella no recordaba haberlos leído, pero lo que llamó más su atención fueron algunos personajes que el almirante Edward Vernon pretendía capturar. Si en el preámbulo hubiese existido la típica advertencia que exonera al autor ante posibles coincidencias con la realidad, Suzanne hubiera pensado que estaba ante un relato de ficción basado en un hecho real, pero era un trabajo que obviamente debía ceñirse estrictamente al rigor histórico y aquellos dos nombres sonaban demasiado a realidad.

    Suzanne dejó de lado el resto de los trabajos y pidió al bibliotecario que le consiguiera toda la bibliografía que se relacionaba en el trabajo de Timothy. Después fotocopió todas las páginas y comenzó a trabajar sobre esa copia, subrayando datos, fechas y comprobando la coherencia de los argumentos y los comentarios a pie de página.

    El trabajo era inversamente proporcional a su presentación. No cabía duda: Timothy había hecho una excelente exposición, un desarrollo impecable y una conclusión crítica sobre aquellos hechos. Paradójicamente, había envuelto una joya en un periódico usado y esa presentación no era desidiosa o casual, sino premeditada, y tan ácida como su contenido.

    El primer impulso de Suzanne, fue llamarlo por teléfono a su casa, pero luego consideró que tal gesto de confianza no iba a ser demasiado apropiado. Hacía un par de meses tuvo un pequeño incidente con él durante una fiesta a la que invitaron a algunos profesores; Timothy era un chico tan bien parecido como audaz, tanto que a pesar de la edad que lo separaba de su profesora de Historia, intentó seducirla. Suzanne se lo tomó a broma y no le dio importancia; un capricho de estudiante universitario de los que ya estaba acostumbrada a soportar. La belleza de la profesora seguía cautivando a sus alumnos. En su primera etapa en Oxford, cuando apenas pasaba de los treinta, recibía constantes y anónimas muestras de pasión juvenil por parte de sus alumnos. Entonces a Suzanne le divertían, era una mujer casada y madre, pero seguía siendo también una romántica.

    Dejó el teléfono de lado y a cambio, redactó una nota escueta citándole en su despacho el martes de la siguiente semana; para entonces ya habría tenido tiempo de valorar el contenido de su trabajo, compulsándolo con las fuentes citadas. Lo iba a hacer con todos sus alumnos, antes de que defendiesen sus trabajos, pero las referencias a Portobelo y a los corsarios que huyeron tras el desembarco de los infantes de la flota de Vernon, sobre todo dos de ellos, que en particular citaba Wilkinson, le parecieron suficientes argumentos para llamarlo en primer lugar; los mismos que consideró Suzanne para comentar el asunto con la TR&R.

    Los lunes por la tarde se reunía en Mayfair con el equipo ejecutivo de la TR&R, o sea: Helen, James, Suzanne y Nick. Algunas veces también acudía Sir James Taylor y entonces, se le cedía la presidencia, quien hacía buen uso de ella descabezando algún sueño, mientras los demás trabajaban. En esas reuniones, que generalmente eran cortas, a no ser que hubiera un tema importante para discutir, se despachaban los asuntos que habían quedado pendientes y se revisaba la marcha de los proyectos que estaban en cartera.

    —Creo que estamos ante un asunto interesante —anunció Suzanne ese mismo lunes a sus compañeros de equipo— No por los antecedentes históricos, sino por los datos tan precisos que Wilkinson expone y razona. He revisado esta mañana brevemente la bibliografía reseñada en su trabajo y he llegado a la conclusión de que con excepción de dos fuentes que le han servido para componer los hechos generales, el resto ni siquiera tiene relación con los datos tan precisos y exhaustivos que narra en su trabajo.

    —Se los habrá inventado... —comentó James.

    —Esa es la parte interesante —dijo Suzanne—, esos datos no figuran en los anales de la Guerra del Asiento.

    —¿Eso qué puede tener de interesante? —preguntó bostezando Sir James—tengo varios compañeros cuyos antepasados combatieron en los mares del sur y conservan documentos y cartas que podrían hacer las delicias de cualquier historiador.

    —Si prestas atención, querido suegro, lo que voy a exponer a continuación quizás te resulte interesante.

    Suzanne fue relatando cronológicamente y ayudada por la proyección de las transparencias los sucesos históricos tal y como los había escrito Timothy Wilkinson. Cada vez que citaba un nombre o una fecha, lo comentaba documentando la efeméride ligándola con la fuente probable, pero había otras que ella había marcado en los acetatos y de cuya existencia no tenía noticia.

    —¿Es posible que en un fin de semana te haya dado tiempo para comprobar la veracidad de esas referencias? —interrumpió Helen.

    —No lo creo —aclaró James—, hemos pasado el fin de semana en Brighton y no se ha llevado ningún papel.

    —Esta mañana he hablado con él. Me ha asegurado que está basado en el diario de un antepasado suyo que vivió la destrucción de Portobelo por la flota de Edward Vernon.

    —¿Por qué están tachados algunos nombres del trabajo de Wilkinson? ¿Lo has hecho tú? —preguntó Nick.

    —Eso es precisamente lo que me causó extrañeza cuando lo ojeé la primera vez y el motivo por el cual le he llamado al despacho esta mañana —dijo Suzanne—. Me defraudó su presentación, pero luego me indignó más el hecho de que algunos nombres los había tachado deliberadamente con un bolígrafo, antes de entregarme el trabajo. Solamente había dos que eran legibles mirándolos al trasluz y además tenían el aspecto de no haber sido borrados completamente y a propósito, con el fin de dejarme una pista.

    —Los dos nombres se refieren a la misma persona y ésta, tiene un gran significado para nosotros —dijo Suzanne en tono enigmático.

    —No nos tengas en ascuas —apremió Nick—, Helen y yo tenemos entradas para el teatro.

    —Los nombres son Juan el inglés y Juan el sastre. ¿Os dais cuenta?

    —No sé qué dirán los demás, pero a mí no me suenan de nada —dijo Helen.

    Se miraron unos a otros, excepto Sir James que estaba roncando. Todos negaron con la cabeza.

    —¿Quién podría llamarse así en el virreinato español de Nueva Granada, en 1739 y en una ciudad llamada Portobelo? —insistió Suzanne.

    —¡Lo tengo! —gritó Helen— Si sustituimos la Y griega por una latina, la traducción de nuestro apellido en español sería «sastre». Fonéticamente y en esa lengua, suena igual.

    –Ergo, Juan el inglés o Juan el sastre es ¡John Taylor! –se anticipó Nick

    En ese momento Sir James, se despertó sobresaltado.

    —¿John Taylor? ¿De qué estáis hablando?

    —Alguien sabe de nuestro antepasado, mucho más que tú, papá —dijo James.

    Sir James los miró desconcertado.

    —Está bien —dijo Nick—. Ese chico quiere ponerse en contacto con nosotros por alguna razón. Habría que hablar con él para ver qué es lo que quiere, ¿no os parece?

    —Lo que tú digas —contestó James—, lo dejaremos para la próxima semana.

    —¿Por qué no hablamos con él ahora? —preguntó Suzanne sonriendo con malicia.

    —Es tarde —dijo Helen—. Entre que lo llamas y viene, pueden pasar dos horas.

    Suzanne miró a su reloj.

    —Dentro de dos minutos, Timothy Wilkinson llamará a la puerta. Le he dicho que estuviera aquí a las seis en punto.

    Nick y Helen pusieron cara de fastidio. Sir James protestó, dijo que tenía un compromiso y que su chofer lo esperaba. James le hizo a su esposa una mueca de contrariedad. En ese momento tal y como Suzanne lo tenía planeado, llamó la secretaria por el teléfono interior.

    —Hazlo pasar –dijo Suzanne en cuanto descolgó el auricular.

    Un chico pelirrojo de unos veinte años, con cabello largo y barba incipiente, vestido con vaqueros raídos, un tabardo verde con emblemas militares y una pequeña bandera británica cosida cerca de su hombro, entró pisando fuerte con sus botas Martens, tanto, que hicieron crujir el vetusto entarimado de la sala de reuniones.

    Sin decir nada, dejó sobre la mesa una especie de macuto militar, de los que servían para llevar la máscara antigás, tomó una de las sillas que estaban cerca de la mesa de reuniones y se sentó en la cabecera opuesta a la de Sir James; sacó un sobre de plástico con tabaco —se suponía—, y se lió un cigarrillo mientras miraba desafiante las caras de los demás.

    —No es por nada joven—dijo sir James—, pero aquí no está permitido fumar, al menos, hasta que se haya presentado como es debido.

    —Mrs. Taylor, ¿No les ha dicho quién soy? —preguntó lanzando una mirada lasciva al trasero de Suzanne.

    —Oye chaval —intervino Nick—, ¿has bebido?

    —Solo un par de cervezas. Si te incomoda mi presencia, me las piro y asunto acabado—dijo Timothy levantándose de la silla.

    —¡Wilkinson, haz el favor de comportarte y presentarte como es debido! —reprendió Suzanne.

    Timothy, se volvió a sentar.

    —Porque usted me lo pide... Me llamo Timothy; Timothy Wilkinson.

    Sir James, saltó como un muelle.

    —¿Tu padre es Lawrence Wilkinson?

    —Pues sí. ¿Puedo ya fumar?

    —Sí, puedes fumar —cedió Nick pacientemente—. Ahora, dinos qué es lo que quieres.

    —Tú debes ser Nick, ¿no es así? —sonrió con ironía.

    —¿Te hago gracia?

    —Déjeme adivinar… Esa señora tan bella, si me lo permite decir y que está a su lado, es su esposa Helen. El tipo que está junto a ella sin duda es su hermano, el ingeniero James Taylor y esposo de mi profesora de historia y por supuesto, cómo no, el señor que está frente a mí y que conoce a mi familia es sir James Taylor, ¿me equivoco?

    —Por lo visto nos conoces a todos —comentó James mirando inquisitivamente a Suzanne.

    —También me ha sorprendido esta mañana cuando me ha dicho todos nuestros nombres —se disculpó Suzanne—al parecer sabe más de nosotros de lo que nos imaginamos.

    —¿Por qué motivo nos has investigado? —preguntó Nick contrariado.

    —No os preocupéis, no soy del fisco. En cierta manera, puede decirse que en mis ratos libres me dedico a lo mismo que vosotros, pero modestamente, como es lógico.

    Timothy había cambiado. Seguía con el mismo tono misterioso, pero sus modales se tornaron educados y su manera de hablar mucho más cultivada. Estaba claro que su aspecto y su actitud, habían sido una pose premeditada.

    —¿A qué crees que nos dedicamos? —preguntó Helen con curiosidad.

    —En concreto, sé que usted es médica, que su hermano ha dejado el servicio activo en la Royal Navy, que Nick se dedica al negocio financiero y que ésta es una de las sedes de la Taylor Research & Rescue, radicada en la isla de Man.

    —¿De dónde has sacado esa información? —preguntó Nick sorprendido.

    —Tengo contactos —contestó Timothy con cierta arrogancia.

    —Está bien, ve al grano y cuéntanos qué es lo que quieres—sugirió Nick.

    —Poseo una información muy valiosa sobre algunos sucesos que ocurrieron en Portobelo, después

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