El precio de la virtud
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Casarse es el libro más leído de August Strindberg en Suecia. La primera parte se publicó en 1884 y reunía "doce historias de matrimonios con entrevista y prólogo". El propio autor era consciente de que el lenguaje desenfadado y las escenas atrevidas le podían causar problemas con la justicia, y así fue. El proceso al libro ayudó a que fuese todo un éxito y muchas mujeres apoyaron su causa. Aun así, se decidió a escribir una segunda parte, mucho más polémica, compuesta por dieciocho relatos. El libro destacó por su libertad en materia sexual, el desparpajo y realismo en sus descripciones matrimoniales.
Esta gran novela sobre la institución del matrimonio, compuesta por treinta relatos, ayudará a conocer mucho mejor a Strindberg, y sobre todo hará que nos conozcamos mejor a nosotros mismos, pues nos veremos reflejados en muchas de las situaciones retratadas por el genio sueco.
August Strindberg
Harry G. Carlson teaches Drama and Theatre at Queens College and the Graduate Center, City University of New York. He has written widely on Swedish drama and theatre and has been honored in Sweden for his books, Strindberg and the Poetry of Myth (California, 1982) and Out of Inferno: Strindberg's Reawakening as an Artist (1996), play translations and critical essays.
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El precio de la virtud - August Strindberg
August Strindberg
El precio de la virtud
Prólogo de Francisco J. Uriz
Traducción de Juan Capel
El precio de la virtud
Cuando la madre murió él tenía trece años. Para él fue como si hubiese perdido a un amigo, ya que trabó con su madre, durante los años en que esta tuvo que guardar cama, una amistad personal como quien dice, algo que raramente hacen padres e hijos. Su desarrollo era ciertamente prematuro y tenía buen criterio; había leído muchos más libros que los de texto, ya que su padre era profesor de Botánica en la Academia de Ciencias y poseía una buena biblioteca. Pero su madre no había recibido formación alguna, en calidad de esposa fue la principal criada del marido y la enfermera de muchas criaturas. Entabló amistad con el segundo de sus hijos, el primero era cadete y solo pasaba los domingos en casa, cuando no pudo seguir ocupándose de los quehaceres domésticos y tuvo que guardar cama a la edad de treinta y nueve años, agotadas sus fuerzas por razón de múltiples partos y muchas noches en vela (no había dormido una noche entera en dieciséis años). Al mismo tiempo que dejó de ser ama de casa y solo fue paciente, desapareció esa obsoleta relación de disciplina que siempre se interpone entre padres e hijos. Siempre que la escuela y sus tareas se lo permitían, el hijo de trece años pasaba casi todo el tiempo junto al lecho de su madre y entonces le leía en voz alta. Ella tenía muchas preguntas que hacer y él tenía muchas cosas que enseñar; de ahí que desaparecieran entre ellos los signos de rango establecidos por edad y condición, y si alguno tenía que ser superior, ese era el hijo. Pero la madre tenía que enseñar al hijo muchas cosas de la vida, y de ese modo alternaron los papeles de profesor y alumno. Al final pudieron hablar de todo. Y el hijo, que entonces estaba a las puertas de la pubertad, obtuvo mucha información, expresada con la delicadeza y la timidez de la diferencia de sexos, acerca del misterio que se llama procreación de la especie. Él era virgen aún, pero en la escuela había visto y oído muchas cosas que le resultaban repugnantes y le indignaban. La madre le aclaró todo lo que podía explicarse, le advirtió del enemigo más peligroso de la juventud y le convenció de que le prometiera solemnemente que nunca se dejaría arrastrar a visitar a mujeres de mala fama ni una sola vez, ni siquiera por curiosidad, porque en esos casos nadie podía confiar en sí mismo. Y le remitió a un estilo sobrio de vida y a la compañía de Dios, mediante la oración, cuando la tentación se le presentara.
El padre estaba profundamente sumido en el deleite egoísta de su especialidad, lo que era un libro cerrado para su esposa. Justo cuando la madre yacía en sus postrimerías, había llevado a cabo un hallazgo que iba a inmortalizar su nombre en el mundo de la ciencia. Y es que había hallado, en un vertedero de las afueras de Norrtull, una nueva variedad de berza cuyo tallo tenía el follaje rizado en vez de tenerlo de punta como era habitual; y ahora estaba negociando con la Academia de Ciencias de Berlín la inclusión de la variedad en Flora germanica, esperando a diario la respuesta que iría a inmortalizarlo en caso de que la Academia admitiera la mención completa de la planta que debería llamarse: Chenopodium album, Wennerstromnianum. Junto al lecho de muerte estuvo abstraído, casi ausente, molesto incluso, ya que acababa de recibir la respuesta afirmativa de la Academia y le amargaba no poder congratularse de la gran noticia; mucho menos su esposa, que tenía puestos sus pensamientos únicamente en el cielo y en sus hijos. Ponerse ahora a darle cuenta de un tallo con follaje rizado le resultaba ridículo incluso a él mismo; pero, se persuadía, no era cuestión de un tallo con follaje rizado o de punta, se trataba de un hallazgo científico y, lo que era más, de su futuro, del futuro de sus hijos, por ser pan de los hijos el mérito del padre.
Al atardecer, cuando falleció la esposa, se puso a llorar a lágrima viva. No había llorado desde hacía muchísimos años. Sintió todos esos espantosos cargos de conciencia por los agravios infligidos, de poca monta en realidad puesto que había sido un esposo ejemplar, excelente, y sintió vergüenza y arrepentimiento de su acritud, su distracción del día anterior, y en un momento de vacío cobró conciencia de la naturaleza mezquina de su disciplina, cosa que creía útil para la humanidad. Pero esos gestos no duraron mucho. Fue como entreabrir una puerta con el pestillo echado, de inmediato volvía a cerrarse; y a la mañana siguiente, después de haber escrito una carta luctuosa, se dispuso a redactar una nota de agradecimiento a la Academia de Ciencias de Berlín. Luego volvió a su trabajo de la Academia. Al regresar a casa a la hora de la cena hubiera querido entrar en la habitación de su esposa y contarle su alegría, ya que ella fue siempre la más fiel compañera en la adversidad, la única que le había otorgado la vida, y nada celosa de sus éxitos. Ahora echaba mucho de menos a esa amiga con cuyo «beneplácito», como él decía, siempre había contado, que nunca le contradijo, habida cuenta de que no sabría qué decirle en contra suya cuando él solo