Aunque Montreal sea el destino que más se repite entre los estadounidenses deseosos de sentirse «como en Europa» sin tener que cruzar el Atlántico, los oriundos del Viejo Continente sabemos que nada supera el irresistible embrujo de la ciudad de Quebec. La capital de la región canadiense homónima parece sacada de un fastuoso cuento de hadas gracias a su idílica arquitectura, pintorescas callejuelas y rincones con encanto. Fundado en 1608 por Samuel de Champlain sobre una colina a orillas del colosal río San Lorenzo, este estratégico enclave comercial es la única ciudad fortificada de Norteamérica más allá de México, amén del primer asentamiento del subcontinente en ser nombrado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Ya sea explorando la vetusta vía de Petit Champlain o pateando la popular Terraza Dufferin, parece imposible pensar que algún mal oculto pudiera empañar este triunfo urbano.
TERRIBLE CRIMEN
Sin embargo, semejante belleza esconde bajo sus cimientos un turbio pasado donde el azote de la enfermedad, la intolerancia y el fanatismo propios de la era colonial fueron sucedidos por otras desdichas que continuaron plagando las vidas de sus habitantes hasta el siglo XX. Una fatal combinación de terribles injusticias, crueldad desmedida y pura mala suerte que habrían formado un vector de energías negativas capaces de sobrevivir hasta nuestros días en forma de fenómenos que escapan a cualquier explicación racional. Poca gente sabe más de ello en todo Quebec que Jessi Homenick, la entregada guía responsable de acompañarnos en un macabro tour nocturno a través de la historia más morbosa y espeluznante del casco antiguo.
Iniciamos nuestro paseo caminando hasta un promontorio con vistas al San Lorenzo para conocer una leyenda fascinante que da