El tiempo de los castaños
Por Michel Bonnefoy
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El tiempo de los castaños - Michel Bonnefoy
Michel Bonnefoy
El tiempo de los castaños
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera edición, 2017
ISBN Impreso: 978-956-00-0962-3
ISBN Digital: 978-956-00-0981-4
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 2 860 68 00
www.lom.cl
lom@lom.cl
Un hombre está esperando en una plaza, y ese hombre soy yo. El hombre viste un pantalón blanco y una camisa ancha. Está reclinado en un banco de madera y mira distraído un palomo que se pavonea delante de una hembra displicente. No corre brisa, pero el aire es fresco. La luz que filtran las hojas de un árbol es tenue, de otoño, la misma que bañaba las piedras de la plaza antes de que en ella se erigiesen estatuas en homenaje al pasado.
Cruzo una pierna sobre la otra y espero que el pie suspendido detenga su balanceo. En una mano sostengo la carta en que mi hermano me anuncia su enfermedad; con la otra le mando un mensaje a mi amiga para recordarle la hora de la cita. Habitualmente llega tarde. Considera que mi situación de jubilado me exime de angustiarme por el tiempo. Mientras espero, suelo pensar en temas sin relación con su falta de respeto por las numerosas horas de ocio que he perdido desde la primera cita que concertamos, hace un año; así estoy menos disgustado cuando finalmente se presenta, nunca afligida por su retraso.
Ese mediodía, en que el hambre estaba al acecho de la impaciencia, lamenté no tener un periódico para distraerme. Renuncié a comprar la prensa cuando dejó de entusiasmarme el deporte, demasiado ligado a la farándula, que me irrita. Antes había abandonado la sección de política por la misma razón. Las páginas de sucesos son las únicas que hablan de gente normal.
Miro mi zapato inmóvil y la paloma alborotada, luego levanto los ojos hacia la entrada de la plaza con la ilusión de ver la ansiada silueta de mi amiga. Los minutos se dilatan y caen en ellos las primeras hojas que esperaban el otoño para desprenderse. No la diviso en las escalinatas, tampoco entre los postes de luz. Me inclino para echar un vistazo detrás de una estatua. A menudo se esconde para sacarme una sonrisa que aplaca mi enfado por la demora.
Esperar es el verbo que más he conjugado con ella. Así se lo he dicho. Responde con una sonrisa que significa «no exageres». Si al menos fuese el pescador que espera el amanecer para arrastrar la red o el labrador que espera que la semilla germine. No soporto esperar, porque considero que es un despilfarro de tiempo. El mundo se divide entre aquellos que se aburren esperando y los que se aburrirían si no tuviesen algo que esperar. Pasamos por la vida esperando, y sin embargo a nadie le gusta esperar.
La paloma baja la cabeza y juega a liberarse del cerco que el palomo le tiende. El palomo gira sobre sí mismo, gorgoritea, hincha el pecho; un baile que se repite, porque ese tiempo que para nosotros es la corriente de un río, para ellos es un océano infinito.
Un avión cruza el cielo y se aleja. Deja el recuerdo agónico del rugir de sus motores y el apuro grotesco de los pasajeros que vieron verde la plaza que mañana será ocre.
Alguna vez, en esa plaza, pastó un rebaño de ovejas y un perro lanudo correteó a las descarriadas. Un pastor sucio y pobre estuvo sentado en una roca, las manos juntas en el remate del bastón, el mentón encajado entre los nudillos, y ese hombre bien podría ser yo, esperando que las ovejas terminen de pastar, que caiga la noche, que me dé hambre para rebanar un pedazo de pan y cortar el queso, que llegue el invierno para regresar al pueblo y una mujer encienda el fuego.
Y de pronto, un instante entre esa era del pastor y el hombre sentado en el banco de la plaza, de repente, inesperadamente, pasará la muerte, que sorprenderá al hombre de camisa ancha, a su amiga, al pastor y a las palomas, y los sorprenderá a todos esperando. Sólo entonces interrumpirán la espera en que todo cabe.
Si ella hubiese sido puntual, yo le hubiese contado mi último «delirio de hastío», así les llamaba, sobre el pastor y la muerte y el pan con queso de cabra, pero como llegó tarde, la traté mal. No le permití siquiera que me explicara la razón de su retraso, que esa vez era justificado. El resultado del equívoco fue un estofado de cordero desaprovechado y mal digerido en su caso. A mí se me pasó pronto el enojo, no alcanzó a afectarme la digestión, pero usé palabras desafortunadas que a ella le afectaron el estómago.
El estado de irritación que me provocó su retraso y la actitud desenvuelta con que me estampó un beso apasionado en los labios, para impedirme que le recordara la hora de nuestra cita y le mostrara las cuatro llamadas sin respuesta que tenía almacenadas en el móvil, toda esa rabia que no pude disolver en la salsa del cordero, todo ese sentimiento, desproporcionado porque solo habían sido treinta y cinco minutos de espera, me impidieron mencionarle la carta que había recibido esa mañana y que había impreso para leerle unos pasajes que me parecían confusos. Y como ella estaba herida por las palabras que escogí para referirme a su mala costumbre de llegar tarde a todas partes, menospreciando el tiempo de los demás –que no eres la única persona que importa en el mundo, que el tiempo de los demás también importa, que tu actitud solo denota egoísmo–, tampoco me preguntó por el papel que sostuve en la mano durante el trayecto de la plaza al restaurante.
A mí el enojo me da hambre. Me comí lo que dejó de cordero y una de las papas, la más grande. Me tomé todo el vino e insistí en que ordenara un postre, a lo que me respondió de mala gana que no tenía tiempo, que debía regresar a la oficina. Yo ya estaba más calmado, así que la dispensé de la réplica clásica: ahí sí te preocupa la puntualidad. Pagué; ella me recordó que era una invitación suya, pero yo estaba arrepentido de mi comportamiento y fue mi manera de expiar la culpa. En la puerta esbocé una sonrisa conciliatoria que acompañé con el no nos separemos enojados, pero ella se olvidó de besarme y se alejó calle arriba consultando el móvil. Contemplé su andar extremadamente femenino. Tenía previsto proponerle que faltara a la oficina en la tarde y nos perdiéramos en la siesta tantas veces postergada. Su urgencia por dejarme plantado no me dio la ocasión de exponerle el plan.
Mi frustrado proyecto de liberarla del tedio de un expediente opaco y agasajarla en mi casa, donde había previsto hasta la música, provocó en mí, además del amargo sabor del fracaso, cierto pánico por el panorama desolador que significaba una tarde desocupada. Debía rápidamente rellenarla con algo, a riesgo de aumentar la sensación de desperdicio que me apabullaba cuando me sobraban horas. Si no lograba llenar las próximas horas con algo productivo, se me escurrirían. Vacías como estaban, integrarían ese pasado donde nada es recuperable, se esfumarían como se esfumó la siesta que no fue siesta ni sexo, ni ternura, ni somnolencia siquiera, y el momento del estofado de cordero, que se fue sin las risas habituales.
Apelé al azar y me dispuse a afrontar las horas vacías de la tarde andando sin rumbo definido, un callejeo que me llevó al río y al puente de los enamorados, donde proliferan los candados que mujeres y hombres colmados de amor han condenado en las rejas para que nunca se desvanezca la pasión de sus corazones asustados. Arrojan luego al río la llave para que nadie separe el abrazo que convirtió sus cuerpos en un único ser.
Me apoyé en la baranda del puente a mirar el agua, otra que siempre se está yendo. Las llaves, pensé, están todavía en el fondo del río, enterradas en el lodo, pero el gesto y la intención que las lanzó se los llevó el tiempo.
Amalia es capaz de trabar uno de esos candados en la reja del puente de los enamorados y arrojar la llave al río. Yo no. Me gustaría que nos amáramos y que nunca se disipara la pasión del amor, pero no me veo en esa ceremonia. Los ritos no se ajustan a mi personalidad. Su juventud contribuye a la necesidad, o el deseo, de exorcizar el futuro, que para los jóvenes es largo, lejano y misterioso. Para mí ya no es tan imprevisible. Largo, lejano y misterioso es mi pasado. Solo me queda un tercio de vida, y el tercio peor. Todavía estoy en el inicio de esa tercera fracción, la mejor parte, porque se parece al final del segundo, pero es la tercera. Si la vida dura 90 años, los últimos 30 son los menos buenos. El tiempo que queda es un espacio inquietante: es el último y transcurre más rápido. Quedan cosas por hacer, pero menos veces cada cosa y cada vez menos cosas. Quedan menos botellas de vino que beber, menos besos, y ya no quedan partidos de fútbol que jugar.
Saqué el móvil del bolsillo y le mandé un mensaje, estoy en el puente de los candados, discúlpame por las cosas que dije, no estuvo bien que llegaras tarde pero fui hiriente y eso tampoco está bien.
Circulaba bastante gente por el puente a esa hora, la mayoría apurados, atravesando desde el sector norte a la zona sur de la ciudad, de un trámite bancario a la oficina, o de la universidad a la casa; algunos en bicicleta, de compras o de paseo, pero todos apurados, con el apremio del horario en la espalda, los compromisos, las responsabilidades, todo signado por el tiempo, como si la humanidad no llevara miles de años funcionando sin afectarle los retardos de algún despistado, diría Amalia con la risa en los ojos.
Conservé el móvil en la mano, porque ella suele responder los mensajes sin demora. Mientras vigilaba la maniobra de un carguero de mediano tonelaje, le eché un primer vistazo a la pantalla. Se me ocurrió que tal vez le había molestado mi obstinada alusión a su retraso en mi mensaje, pero no me pareció un argumento válido para no contestar. Guardé el teléfono en el bolsillo y crucé a la baranda contraria, cuando el carguero se aprestaba a enfilar la proa bajo la comba del puente. Lo vi surgir al otro lado, desierta la cubierta y escondida su carga bajo unas lonas gruesas sostenidas por varias sogas enroscadas. Se deslizaba suavemente en dirección al próximo puente, más alto este, más ancho también, llevándose lejos su carga misteriosa y sus marineros clandestinos.
En aquellos tiempos en que las rutas fluviales eran la principal vía de comunicación, las pulsaciones de la vida humana dejaban un espacio mayor a la contemplación. Probablemente la angustia de la espera era menor, observó el hombre que era yo, echándole un último vistazo al río antes de abandonar el territorio del amor encadenado.
El puente desemboca en una avenida ruidosa que me obligó a pasar el móvil al bolsillo de la camisa, por temor a que la bulla cubriese el timbre. No había tomado café debido al súbito apuro de Amalia, así que entré en el primer local que vi en una calle perpendicular a la avenida. Seguía sin resolver en qué ocupar las horas espantosamente vacías de la tarde.
Antes de sentarme, regresé el móvil al pantalón. Cuando un sujeto espera con ansia que algo suceda, aquello que debe acontecer finalmente sobreviene cuando el sujeto olvida el objeto de la espera. Si depositaba el teléfono junto a la taza de café, no dejaría de vigilarlo y el mensaje de Amalia se amilanaría.
El lugar era acogedor, con espejos en el techo, un largo mostrador de madera y aluminio y unas pocas mesas redondas con sillas de mimbre. La taza era bonita, de porcelana blanca, con una galleta en el platillo y una cucharilla plateada. Pero el café tenía sabor a río, al lodo del río que encierra las llaves de los candados. Iba a quejarme cuando sentí una vibración en la pierna, seguida del timbre tan anhelado. Me puse bruscamente de pie para sacar el móvil y golpeé la