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Como ver nevar al sol
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Libro electrónico422 páginas7 horas

Como ver nevar al sol

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"ÉRAMOS NOTAS, DAMIEN, LO ÉRAMOS... EN UN MISMO PENTAGRAMA. BUSCANDO ENCONTRARNOS EN MITAD DE LA MELODÍA."
GABRIELLE

Damien sabe que era un barco a la deriva hasta que el rap le acogió entre sus manos.

Damien no tiene idea de cómo afrontar lo que ocurrirá mañana ni dónde se ha escondido su capacidad de componer.
Damien solo necesita una cosa. Que ella vuelva: Gabrielle.

Que sus caminos se cruzaran parecía poco probable, pero sucedió en un autobús que llevaba a la cárcel y con una grulla de papel volando. El universo del Bronx, las pistas de baloncesto y la violencia chocó con el del Upper East Side, la fotografía y una familia que se hacía pedazos. Y llegaron las rimas en un karaoke, un grupo de amigos a los que llamaban juguetes rotos y su refugio en un viejo vagón de tren olvidado. Y ellos dos
conociéndose de fuera a dentro y quedándose más allá de los huesos.

Puede que allí esté su inspiración. En lo que un día llamaron amor. Tal vez repasar los grandes éxitos de su pasado sea la solución... Aunque eso suponga regresar a su mayor pecado, cuando Damien era Damien y no el famoso Tiger Ocean.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2019
ISBN9788417886325
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    Como ver nevar al sol - Alexandra Roma

    PARTE I

    INFANCIA

    Hoy, abril de 2020, NY

    3 a. m.

    Los cócteles de la fiesta pos-Grammys y los platos de los restaurantes más elitistas del planeta no tienen nada que hacer frente a los perritos calientes del puesto ambulante cutre entre la Sexta Avenida con la calle 4 Oeste. Dos pavos contra miles y la victoria es suya. Cuatro dueños en sus diferentes etapas e idéntica explosión de placer en la boca.

    El toque es de la plancha. Hay quien dice que llevan años sin lavarla y acumula la asquerosa grasaza de miles de salchichas. Yo creo que se debe a que lo que revienta en tu paladar son los recuerdos. Creando. Reviviendo. La transformación de la comida. Tomar una bocanada de aire en el pasado y soltarla en el futuro. Comprobar que es posible.

    Está en el Greenwich Village con vistas a las pistas valladas de The Cage, uno de los epicentros del baloncesto callejero de la ciudad y famosa por las películas y su mítica frase de «Los blancos no la saben meter». Representa un espacio reducido donde chavales sueñan con sustituir el pozo oscuro de su vida por la luz de jugadores profesionales y para conseguirlo se emplean a fondo para ganar los partidos.

    –¿Nostálgico? –Gavin se sienta a mi lado en la escalinata de cemento. Lo ignoro mientras doy un bocado a mi tentempié–. No es malo –insiste.

    –¿Qué? –rumio.

    –Ser un blandito romántico.

    –¿Tienes en mente cerrar la boca en algún momento? Si te ves incapaz, puedes cosértela. He oído que funciona.

    Contra todo pronóstico, obedece. Hunde la puntera de sus zapatillas blancas en la arena y su sonido al escarbar es el único que enturbia la absoluta quietud que domina el instante. Me recorre un escalofrío. Necesito una dosis de ruido que se trague el juego de mi amigo. Engullo lo que me queda y me concentro en crujir los nudillos.

    –A mí también me gustaría volver aquí. –Ya tardaba–. A nuestra infancia.

    –Tuvimos una basura de infancia.

    –Habla por ti.

    –Hasta los doce solo hubo mudanzas, peleas…

    –Y baloncesto. –Detiene el movimiento que ha comenzado con su mano a un palmo de rozarme–. Puedes mirar la pista. Mantiene nuestro sudor, canastas y…

    –Sangre –completo.

    –Sí, ese día te repartieron de lo lindo.

    –Gracias por recordármelo.

    –A cambio me conociste. Claramente saliste ganando. –Su risilla cantarina deshace el cúmulo de objeciones que tengo en la punta de la lengua.

    Suena como aquella tarde, joder.

    No puede ser.

    No.

    Un grupo de chavales pasa por nuestro lado y me calo la capucha gris de la sudadera para evitar que me reconozcan. Oculto. Furtivo. Contradiciéndome. Adoro ser una estrella mundial del rap. Me gusta que me idolatren, imiten y saber que incluso mientras duermo no desaparezco. Ser la imagen que mucha gente se lleva a la cama antes de irse a dormir con pósteres que coronan sus habitaciones. Existir siendo lo grande que se le permite a una persona que no tiene límites. Excepto hoy. Ahora. Cuando quiero estar solo y ordenar las ideas, que se han disparado hace unas horas y amenazan mi estabilidad mental.

    –Mira la pista, tío –repite–. Está tan bonita de amarillo y azul…

    –¿Quién es el romántico ahora?

    –El que está viendo un cartel pequeño en el que pone que aquí Tiger Ocean pronunció su primera rima con putos once años.

    –Se les ha olvidado incluir «y la cara reventada».

    –Repito. Y putos once años.

    –Fueron doce.

    –¿Ves cómo te acuerdas?

    Levanto la mirada en la dirección que señala y me topo con que es cierto que en ese trozo de asfalto colorido hay una placa. Mi placa. Significa una victoria que desconocía, diferente a las que me ha regalado la fama. Me afecta. Da igual cuánto intente bloquear a los sentimientos, de vez en cuando explotan e inundan mi cuerpo con su chispeante vibración.

    –¿Sigues pensando que solo hubo mudanzas y peleas?

    –Sí. –Resopla–. Y también amistad. –Bajo el volumen y mi corazón roto se quiebra todavía más cuando Gavin pega una palmada de celebración, ilusionado.

    –Nos hicimos amigos.

    –Desgraciadamente.

    –Sería cojonudo volver.

    –Lo sería –reconozco.

    Noto cómo todo da vueltas y voy a viajar atrás en el tiempo. Tenso los músculos. Toca volver, y la persona situada a mi lado es por la que anhelo hacerlo… Y por la que estoy convencido de que la decisión me destruirá. Ángel, por favor, no me abandones durante el paseo. Esta vez no. Te lo… Te lo… ¡Te lo suplico, joder! ¿Vale? La falta de práctica no significa que no sepa rogar. Enrédate en mis pensamientos y dame un poco de la fuerza de tu luz. Solo hasta el amanecer. Me debes una última puesta de sol.

    CAPÍTULO 1

    DE DAMIEN A GABRIELLE

    Desde Nueva York. Hoy, 2020. Volviendo a la infancia

    Mi abuela afirmaba que su nombre, Cleopatra, Cleo para el uno por ciento del universo que le cae realmente bien, provenía de la película de Elizabeth Taylor del sesenta y tres. France aseguraba que el mío, el de la documentación oficial, Damien, salió del filme La profecía porque le recordaba al niño que hacía de Anticristo. Puro amor y esfuerzo para hacerme sentir deseado. Sí, no le des más vueltas, ángel, ahora mismo estoy poniendo los ojos en blanco. Ni se te ocurra reírte.

    Las fechas del nacimiento de mi abuela no encajan con su cuento. Se trata de uno de tantos inventos para contrarrestar el efecto de la mujer de mi padre. Puede que mi tono de piel fuese un pelín más claro que el suyo, pero compartíamos muchas cosas. Fuerte carácter. Lealtad ciega a quien se la merecía. Confianza cero en la rubia que me llevó en su vientre.

    El artículo 155.05 del Código Penal de Nueva York define hurto como la toma ilegal de propiedad de otra persona sin su permiso y con la intención de privar permanentemente al dueño de su propiedad. Un hurto de felonía de cuarto grado exige quitar más de mil pavos y el uso de la violencia y puede estar penado con setenta mil dólares o entre uno y cuatro años de prisión. Dependiendo de la gravedad de la agresión a un policía, si se crea lesión a la autoridad, las penas son de hasta diez años o diez mil dólares de multa.

    ¿Cuál era el valor de las cuatro cajas de medicinas? ¿Apuntar con plástico engañoso y que el farmacéutico se cayese de camino al mostrador es uso de la violencia? ¿Partir la nariz de un codazo a un policía para ir a abrazar a tu hijo mientras lo ves temblar y sufrir se puede considerar grave? Si eres negro, vives en el Bronx, tienes antecedentes de pandillero y te defiende un abogado de oficio sin ningún tipo de motivación, sí. Le cayeron catorce años bajo rejas. Casi tuvimos que dar las gracias a la justicia; si le hubiesen condenado a una multa de ochenta mil de los grandes, no nos habría quedado más remedio que dedicarnos al crimen organizado, el tráfico de armas o la política. Preciosa, te juro que me ha salido solo y va sin segundas.

    Nadie pondrá jamás en duda que France se trabajó a conciencia nuestros estilismos para los juicios. Uñas de porcelana, perfume y perfectos bucles dorados para ella. Zapatos de charol, camisa y gomina para mí. Nuestros ahorros volaban. ¿A quién le importaba? Asistir presentables era su máxima. Fingir que éramos gente decente, de bien. Una labor extenuante que la agotó en todos los sentidos porque no volvió a mover un dedo.

    Vivíamos de la caridad. Exprimimos los bolsillos a los primos de Dakota, Carolina y Tennessee. Chupópteros que llegaban sin avisar, narraban sus penurias y arrasaban con todo lo que los rodeaba rezando porque tardasen en darse cuenta de la farsa que nos envolvía. Teníamos poco de víctimas y mucho de aprovechados. Al final, nos echaban de todos los lados. Algunos, con la amabilidad de un «Lo siento muchísimo, France, nosotros también andamos muy justos». Otros, directos a desgarrar la yugular, como el tío Frank, que dejó nuestras cosas en la puerta con una nota que rezaba: «A estafar a otro idiota». De un modo u otro, todos picaban durante una fracción de tiempo, hasta la abuela Cleo y sus ovarios del tamaño de Alaska.

    –Esto me da tanta vergüenza que no sé ni cómo empezar... –France moduló su voz y la taza de café tintineó en sus manos antes de colocarla frente a mi abuela. Nos había venido a visitar al piso del Bronx en el que estaríamos como mínimo los tres meses que la mujer con nombre de país había pagado por adelantado gracias (quiero pensar) a una buena mano al póker. A veces ganaba y, en realidad, era su perdición, así se enganchaba más y más al juego–. Yo… Nosotros… El niño necesita… –Por poco me creí el modo en el que se le quebró la voz–. Él…

    –Querida, las he visto con bastante más destreza en el arte de apropiarse de mi cartera. –Brava. Sonrió.

    A mi abuela le gustaba la revolución, el movimiento y el cambio, del mundo y de su pelo. Tenía pelucas con un montón de cortes diferentes y bastantes colores. Se recolocó la de ese día. Era de media melena y castaña. Luego observó a mi madre con suspicacia. Otra de las cosas que le apasionaban a Cleo era evidenciar las mentiras de France.

    –¿De qué hablas? –Se hizo un poco la ofendida. Si conocías a la anciana, sabías que tocarle las narices era casi tan mala idea como menospreciar su inteligencia.

    –Veamos. –Soltó el aire que retenía–. ¿Cuántos años llevas con mi hijo?

    –¿Muchos?

    –¿Cuántas veces me has invitado a tomar un café? –Colocó los codos encima de la mesa y se inclinó hacia delante–. Te ayudo. Sale una media de... Cero.

    –Cleo…

    –Cleopatra.

    –Cleopatra, la familia está para ayudarse en los momentos críticos y estás delante de uno. –Hizo el gesto. El suyo. El de entrecerrar los ojos y pensar en cachorritos agonizantes para que le brillasen al abrirlos por las lágrimas que se resistían a salir–. Me rebajo a mendigar por mi pequeño. ¡Mi pequeño, por el amor de Dios! No le vale la ropa, come a base de tostadas con mantequilla de cacahuete y será el único en su clase sin regalo de Navidad.

    Era buena. Muy buena. Lo reconozco. Enumerando todas las desgracias que yo ya conocía y que me mareaban. La lista de los agradecimientos que puedo dedicarle es innumerable.

    ¿Alguna vez has rememorado cómo te enteraste de que Santa Claus no existía? ¿El día en el que la nieve se tornó negra al averiguar que el hombre de la prominente barriga y la barba blanca solo era el personaje principal de un cuento? Seguro que en tu caso tiene el nombre de un compañero pijo que iba de listillo o el trágico descubrimiento de una caja envuelta en el desván. Yo até cabos ahí, sentado en el sofá con Lluvia, el gato callejero que se colaba por la ventana, enredado entre mis piernas. El peso de la verdad cayó sobre mi espalda y lo hizo mientras mis manos acariciaban el lomo del felino, en el que parecía que resbalaban chispeantes gotas dependiendo de cómo le diese la luz.

    La revelación fue como mezclar los sabores de la decepción y el alivio.

    Llevaba años tratando de comprender qué hacía mal para que ese anciano de sonrisa agradable me despreciase, aunque me esforzara por ganarme su aprobación. Un par de juguetes. No más. Lo necesario para pertenecer a la Navidad o que ella fuese mía. Me di cuenta de que no sucedería. Nunca la tendría más allá de las estampas mudas robadas desde la distancia a las casas con ventanas despejadas que me mostraban lo que ocurría en el interior. Si dependía de France, la había perdido antes de poseerla.

    Eh, no te pongas triste. Solo fue realidad. Aprendí. Sigamos.

    –¿Cuánto quieres? –Fue al grano.

    –Quinien… –reculó–. Mil para ir tirando desahogados hasta que me salga algo. –La abuela no mutó el gesto y ese rayo de esperanza hizo que toda la pena desapareciese del rostro de France y se viese a sí misma saboreando la victoria–. Para ropa, los libros del nuevo colegio y una lubina. Hace siglos que no cocino pescado. Su precio es prohibitivo. –Risa. Odiaba su risa. Era otorgarle un sonido hermoso a la mentira.

    La mujer con nombre de faraona fingió pensárselo.

    –No.

    –¿Te das cuenta de lo egoísta que eres al dejarlo desamparado? –Sí, convertirme en arma arrojadiza era uno de sus deportes favoritos.

    –¿Te das cuenta de que la manipulación no es una disciplina que te sea favorable? –Se subió las gafas. –Te miro, ¿sabes lo que veo?

    –¿La persona que padece en sus carnes los errores de tu hijo el presidiario? –Victimismo, su especialidad.

    –Veo a una chica joven con dos manos. Dos. –Golpeó la mesa–. Úsalas como hemos hecho las demás en el pasado.

    –Cualquier excusa es buena para sacar a relucir tus batallitas en Detroit.

    –Cualquier excusa es buena para recordarte que, si quieres un lugar en el mundo, tienes que ganártelo.

    France se había topado con un férreo muro. Se avecinaba tormenta. Aparté a Lluvia, agarré el balón de baloncesto y salí sin hacer mucho ruido. Conocía lo que vendría. La abuela se trasladaría a otro estado, le contaría que la autopista 8 Mile Road separaba el norte rico de Detroit del abandonado sur con sus fábricas en ruinas. Le hablaría con pasión de la batalla de tres días del 43 en la que era una cría, cuando acabaron entrando los federales, y la del 67 cuando ya participó activamente, y cómo, tras la intervención policial a unos negros que tomaban unas copas, el pueblo se reveló contra las injusticias con un resultado de cuarenta y tres muertos, treinta a manos de las autoridades, y los generales de Vietnam tuvieron que acudir para detener la guerra urbana. Lo haría para demostrarle su filosofía de vida. Es arcilla y hay que moldearla hasta estar conforme con la figura.

    No la convencería. La rubia dejaría que esas ideas se estampasen contra las paredes en lugar de recogerlas con el cerebro. Y su mente seguiría plagada de deseo por cosas caras y resentimiento porque lo valioso no era rápido, exigía sacrificio y la alejaba de las salas de juego, los vestidos con los que seducía a los hombres que llevaban meses sustituyendo a mi padre en la cama y los vicios que le regalaban minutos efímeros de placer.

    Estaba rebotando la pelota contra la pared de ladrillo anaranjado cuando fui testigo de la exagerada salida de France echa una furia y cómo se perdía en la lejanía sin dedicarme antes un «A casa. Eres demasiado pequeño para estar solo en estas calles. Buscaremos una solución en la cena y, si no la encontramos, nos la inventaremos». Lancé la bola a la carretera, enfurecido, y pensaba dejar que se perdiese rodando por la vía cuando noté una mano en el hombro.

    –Recógela. –La abuela parecía cansada. Obedecí. La encontré sentada en el hueco de las escaleras de emergencia a mi regreso con un cigarro entre los labios. Me dejé caer contra la barandilla de hierro rojizo, crucé los brazos por encima del pecho y traté de sonar seguro.

    –¿Me das uno? –Enarcó las cejas–. ¿Qué? No es dinero. –El resentimiento fluyó.

    Estaba enfadado. Mucho, mierda. Quería cosas. Lo que fuera. Cuando tus manos están vacías buscan con qué llenarse. Las mueves para agarrar y los objetos se te escapan. Te comparas con los demás y piensas por qué ellos sí y tú no. ¿Lo merecen más? Dudas. Desprecias ser pobre. Pobre, sin intentar adornar la palabra. Asumirla. La sociedad la censura porque es mejor eso que aceptar que existimos. Yo respiraba su realidad, independientemente de cuánto tratase de ignorarla. Yo compré todo lo que se cruzaba en mi camino sin control cuando me hice jodidamente rico porque necesitaba llenar sus huecos.

    –Tienes que comprender que lo importante no es tenerlo, sino el modo como lo obtienes. Es la lección que intento transmitirle a tu madre.

    –France.

    –A France. –Me dedicó una mirada profunda. –¿Sabías lo de Santa Claus? –Sacudí la cabeza–. Lo siento.

    –Tampoco le tenía mucho cariño al gor…

    –Cuida esa boca.

    –¿Y, si no, qué vas a hacer?

    –No darte tu regalo. –Se encogió de hombros–. Privilegios de poseer información. Adelantamos la entrega.

    Sus dedos juguetearon por el interior del bolso. La observé con curiosidad sacar un pequeño paquete en una bolsa sin envolver. Lo agarré antes de que cambiase de opinión y me confundió descubrir lo que escondía.

    –¿Un diccionario? –Debía haberse equivocado. Era… Un libro. ¿Para qué quería yo uno? Para nada. O eso pensaba.

    –Todavía tan ignorante para no valorar el poder de las palabras. –Se mordió el labio y, mientras refunfuñaba por lo bajo, me tendió un billete–. Anda, para que te compres la camiseta de Jordan. –De nuevo, me apresuré a quitárselo. Lo coloqué delante de los ojos y abrí la boca de la impresión. Era el mayor tesoro hasta la fecha–. ¿Has olvidado dar las gracias, niño?

    –¡Gracias! –Masticaba el final de la palabra cuando me abalancé para darle un abrazo. Es el último que recuerdo que me saliese de un modo tan… natural. Al menos antes de ti, aunque contigo tenía un origen distinto, más el nacimiento de algo en las entrañas que se manifestaba y acercaba nuestros cuerpos. El lenguaje de lo que hay debajo de la piel y los huesos–. Nada de Jordan. Será de Dennis Rodman. –Me aparté.

    –¿El camorrista de pelo rubio platino, tatuajes y que necesita unas clases de humildad? Menudo gusto gastas… –No borró la sonrisa que formaban sus mullidos labios pintados de rojo.

    –¿Lo has visto defender? –Apreté la pelota contra el pecho y le relaté sus partidos. Los tantos más impresionantes. Aquello que me llevaba a admirarlo más allá de esa actitud irreverente fuera del campo que me tenía ensimismado.

    –Así que eres un chico de baloncesto.

    –¡Sí!

    Tamborileó con los dedos en las rodillas antes de levantar la barbilla.

    –Nos vamos –anunció. Parpadeé–. ¿Conoces The Cage? –Negué–. Pues aquí tienes el segundo regalo. Unas pistas. Aire. Juego. Nos hemos vuelto tan materialistas que olvidamos que la libertad de ser felices respirando la calle no se puede comparar a ningún objeto estático. –Mi abuela se puso de pie con agilidad y, antes de emprender el camino a lo que se me antojaba una aventura desconocida, apoyó su mano en mi hombro–. Damien, nunca dejaría que pasaras penurias…

    –France exagera –interrumpí–. No solo comemos tostadas con mantequilla de cacahuete, también hay hamburguesas, pizzas y, en realidad, no echo nada de menos el pescado.

    No quería verla mal. Poco tenía que ver con mi protección el diccionario que abandoné encima de la cama o el billete que oculté entre el colchón y el somier para que nadie (France) lo encontrase. En aquel momento no supe que estaba agradecido porque la aventura desconocida significaba viajar en el metro, ir a otro distrito y que me regalase su tiempo. Minutos. A mí, el niño de la nada. No se ha inventado algo que le pueda hacer sombra. Ni a eso ni a sus frases incomprensibles.

    –La vida hay que ambicionarla, y tú tienes la creencia de que hay algo más esperando agarrada en el pecho. Damien, llegarás alto. Solo que todavía no lo sabes.

    –¿Al Empire State o las Torres Gemelas?

    –Más.

    –No existe nada por encima.

    –Lo hay. Lo verás. Lo veremos.

    Llevaba razón. Existía más por encima. Lo comprobé a tu lado, al borde de la taquicardia por ese vértigo que sufro del que no haremos mención. Aunque creo que el modo en el que se disparó mi corazón se debió a otra cosa. Da igual lo que asegures. Nuestros caminos se cruzaron definitivamente allí. Manhattan se iba a dormir y tú despertaste fragmentos que creía ceniza. E ignoré que tenía miedo a las alturas, me acerqué a las margaritas que llevabas dibujadas en el brazo y, cuando me dedicaste una sonrisa tímida, olvidé el skyline más impresionante de la ciudad para recordarte solo a ti. Lástima que no estuviera a la altura de las circunstancias. Qué capullo arrogante era. Qué manera de meterte dentro como si nada tuviste. ¿Lo supiste entonces? ¿Supiste que ese negro chulo de tres al cuarto te querría más que a su propia vida? Ojalá que sí. Ojalá no necesitases llegar a las canciones.

    Ojalá desde el primer segundo sintiendo juntos.

    Ojalá hasta el último aliento y más.

    CAPÍTULO 2

    DE GABRIELLE A DAMIEN

    Desde la Clínica Betty Ford, Rancho Mirage, California, 2014

    Aquí estoy, Damien, contándote mi pasado, porque el presente… El presente duele y el futuro es una incógnita. No lo controlo, igual que las ganas que siempre tendré de besarte, sin importar las circunstancias o lo enfadada que esté contigo… Pero empecemos desde el inicio, antes de tu llegada, cuando yo solo era una niña que estaba a punto de crecer sin saberlo.

    –¿Has elaborado un plan para entretenerla hasta que subamos, Gab? –asentí a la pregunta de mi hermana mayor con demasiada rotundidad. Reculé para no crear expectativas.

    –Elaborado tal vez es decir mucho…

    –No tienes nada, ¿verdad?

    –Sé improvisar.

    –Nos van a pillar –apuntó mi hermana pequeña, y no me hice la ofendida porque existían serias posibilidades de que llevase razón–. Elle es demasiado Elle.

    –¿Sincera?

    –Transparente. Buena. Tú.

    –¡Una dosis de confianza ciega no me vendría mal! ¿Papá?

    –recalcó con una sonrisa–. Abarca un concepto positivo, Brie. No permitas que tus hermanas te hagan sentir mal por ser incapaz de mentir.

    –¿Ni una apuesta a mi favor? –Los tres se hicieron los tontos–. Gracias por el apoyo. Esta noche voy a buscar un vestido que conjunte con «soy la única que llevaba razón y el resto de mi familia se ha atragantado con su injustificada falta de confianza».

    –¡Ánimo con ello! –No sé cuál de las dos lo pronunció. Ambas pusieron los ojos en blanco cuando les saqué la lengua como castigo. Imagino que esperaban un insulto de proporciones estratosféricas o un corte de mangas con mirada asesina de esos que a ti se te daban tan bien. Yo era más de que solo se notase que las estaba matando mentalmente en el modo en el que arrugaba el ceño y, más que amedrentarlas, a ellas les parecía adorable.

    Dejé a Kate, Adele y Arthur en el salón de la casa vacacional del tío Billy. Era enero del 99 y habíamos cambiado la tradicional visita a los abuelos en Connecticut por el condado de Clatsop, en Oregón. Adiós al mejor pollo asado de los Estados Unidos, hola a los paseos repletos de paz por las extensiones infinitas de arena blanquecina de Cannon Beach y su agua cristalina.

    Adele, dos años más pequeña que yo, llevaba el cambio peor que el resto. Los regalos de Santa Claus habían aparecido allí y la calculadora humana recordaba con claridad que el remitente de la carta original era nuestro destino habitual. Intentamos engañarla otorgando una sabiduría infinita al de Laponia y dejándole las gafas que no necesitaba, pero que le gustaban porque la hacían interesante. Las usó todos los días y no creyó ni una sola de nuestras palabras.

    Por su parte, Kate, dos años mayor (a mis padres les iba echarle un pulso a la cuarentena posparto), se dedicaba a buscar a su «yo» creativo con los pies hundidos en el mar y cerrando los ojos para pintar, componer o bailar con las estrellas. Es más, a partir de ese invierno nos obligó a llamarla Kitty. Ni se te ocurra juzgarla, tú elegiste el tigre para que te representase y solo me reí la primera vez que me lo contaste. Palabrita.

    Vuelvo antes de desvariar y decirte, por ejemplo, lo cabreada que estoy ahora mismo contigo, Damien Solo Pienso en Mí Mismo y el resto son espectadores que me resbalan y… En fin…

    Ese enero en el que descubrí que el sur se disfrazaba de verano en invierno, papá se dedicó a arreglar todas las cosas rotas que se encontraba a su paso, aunque no tuviesen ningún uso a la vista, compró un gramófono en una tienda de antigüedades en el que solo sonaba el soul de Aretha Franklin y, dicen las malas lenguas y las vecinas muy cotillas, una noche se bebió una botella de vino tinto con mamá y se bañaron desnudos en el mar y cantaron los estribillos de sus temas de juventud favoritos.

    Y yo… Yo leí novelas románticas y thrillers, tragué agua cuando mis hermanas me hicieron una aguadilla a traición y la observé desde todos los ángulos hasta ser capaz de identificar cada detalle, el color que le pertenecía a su sonido y el modo en el que su olor a limón dibujaba sonrisas en los que lo percibían. A ella. Evelyn. Mi madre. Al fin y al cabo, era el motivo de que hubiésemos roto las rutinas para convertir las vacaciones en una miniaventura novedosa.

    –¿Dónde los has conseguido? –Mamá se incorporó en la butaca de su cuarto y sustituyó el nostálgico atardecer que relucía por la ventana por el paquete de Mars que le ofrecí.

    Había tomado la bolsa «prestada» de la encimera de la cocina en la que estaba abandonada. Bueno, en realidad quien dice encimera dice bolsillo inferior de una mochila y quien dice abandonada dice guardada por una caótica Kate que se fue al baño sin prever las consecuencias.

    ¿Te das cuenta, señor Ocean, cómo doña Todo Controlado también tonteó con la ley con once años? Ni se te ocurra ironizar con que «igualitas eran nuestras hazañas». Sabes que me irrita ese tonito de superioridad que pones, y tienes las de perder… Sabes que me haría ilusión escucharlo ahora mismo y explicarte todos los motivos por los que eres un… Un maldito egoísta.

    –Un mago nunca revela sus trucos. –Sonreí. Me senté en el suelo y apoyé la cabeza sobre las piernas de mi madre.

    –¿Vas a dedicarte al ilusionismo?

    –Le pega más a Kate –corregí al instante–. A Kitty.

    –Kitty –repitió, y sus huesudas manos aterrizaron en mi melena. Recuerdo que le gustaba trenzarla para luego soltarla–. ¿Por qué Kitty? –Sonrió y me encogí de hombros.

    A esa edad algunos me tachaban de un cerebro conformista sin espacio para los interrogantes. No les expliqué que estaban equivocados. Las dudas me taladraban como al resto. De niña yo también era una exploradora con ganas de descubrir los destellos que me rodeaban. Sin embargo, otorgaba al de enfrente el poder de decidir, acertar o equivocarse. Sin moverme. Me limitaba a observar a otras personas andar y averiguar que no existe una huella de tamaño universal. ¿Que Kate decidía autobautizarse con trece años? Adelante. ¿Que Adele escuchaba a hurtadillas una conversación, se escondía en el baño a llorar porque a los nueve ya era muy suya, me contaba el motivo y me hacía jurar con el dedo meñique que mantendría la boca cerrada? Esperaba el momento perfecto para convertir sus temores en míos.

    –Hazla, la pregunta, o me obligarás a sonsacártela a base de cosquillas. –Mamá se dio cuenta y me removí incómoda.

    –¿Te mueres?

    –Todo el mundo lo hará.

    –Te mueres… ¿Ya?

    –Espera… No, no en este preciso instante. –La sombra de su espalda encorvada me cubrió y noté cómo me estrujaba todo lo que le permitía la debilidad en la que la enfermedad la había dejado consumida–. Me siento muy viva.

    –¿Tanto como para curarte del cáncer?

    –Cosas más raras se han visto. Acércate más. Tal vez si te abrazo lo suficiente… –Me inundó el aroma de su piel mezclado con jabón–. ¿Por qué no? Hay mujeres que han conseguido levantar camiones de una tonelada.

    –¿Una tonelada? –Abrí mucho los ojos y levanté la barbilla en su dirección.

    –Un poco menos, quizás.

    Así era yo.

    Así me conociste.

    Confiada. Entusiasta. Reservada. Las páginas de un cuaderno arrancadas, escritas y escondidas para que solo las leyesen aquellos a los que yo se las enviase en forma de avión de papel. Como hago ahora contigo, Damien… En realidad, ahora exactamente no. Todo este tiempo te he ido revelando detalles, aunque no haya sido con la boca. ¿Recuerdas las grullas, las fotos o las coordenadas? Eran un mensaje sin letras. El modo que conocía de comunicarme, más a través de miradas y caricias que con los labios.

    –¿Papá sabe lo de las chocolatinas? –preguntó mamá.

    –Sí –confesé. Mi maldad no estaba a la altura de dos mentiras seguidas.

    –Mejor. –El plástico explotó entre sus dedos y depositó una bolita de chocolate en la palma de mis manos antes de meterse la suya en la boca para saborearla lentamente y con los ojos cerrados. Gimió de placer–. Con algo de suerte se dará cuenta de que la dieta del médico es un horror y me traerá más de estos de la mochila de Kate. –Ladeé la cabeza e iba a balbucear una excusa convincente cuando se adelantó–. No sería buena madre si no supiese los dulces favoritos de cada una de mis hijas o que me están organizando una sorpresa cuando tratan de ocultármelo.

    –¿En qué me lo has notado?

    –¿A ti? Son ellas las que por su nivel de ruido parece que están rehabilitando la casa más que adornarla. Mis niñas poco disimuladas. Mis niñas…

    La voz quebrada quedó suspendida y sus pedazos esparcidos dolían al chocar contra la piel. Al contrario de lo que me había dicho, su perspectiva de vida no era tan esperanzadora.

    –Solo para confirmar –insistí–. Ade… Yo escuché mal la conversación de papá con el tío Bill y no te mueres, ¿verdad?

    Clavó sus ojillos marrones en los míos y le tembló la marcada mandíbula.

    –Irse en enero está bien. Evitas interrumpir vacaciones, no hay finales deportivas y el firmamento muestra más sus estrellas porque oscurece antes. –Comprendí. Lo hice. Un puño apretó mi corazón.

    –¿Tienes miedo?

    –Me voy tranquila sabiendo que tú te quedas.

    –Papá. Él es el que hace que te vayas tranquila –aclaré.

    Negó y su sonrisa comprensiva me pareció un crucigrama para descifrar.

    –Papá va a estar muy perdido, cariño.

    –¿Kitty?

    –Tiene sangre de artista. Se abstraerá con cualquier disciplina que le permita estar aquí, allí y conmigo en otra dimensión. Baile, pintura, escribir…

    –¿Adele?

    –¿Recuerdas el cuaderno de matemáticas que se le resistía? Asegúrate de que papá le compra dos más. Se los va a merendar. Y que sean de los complicados. El orgullo del futuro Nobel no se conformará con menos.

    Me mordí el labio y dibujé figuras sobre el suelo con la luz que se colaba por la ventana.

    –¿Y yo? ¿Demasiado normal para conseguir algo especial?

    –Tú eres ojos, Gabrielle. Lo ves todo. Como cuando haces una foto y cada detalle queda reflejado. Racional y emocional. Unidad. ¿Quieres una prueba? Observa cómo cada uno se ha quedado con una porción de tu nombre y solo lo pronuncian completo cuando están juntos. Los conectas, mi amor.

    El pañuelo rosa chicle con el que tapaba su cabeza rapada ondeó cuando abrieron la puerta. Mi padre entró con un árbol enclenque entre las manos seguido por mis dos hermanas, cargadas con las bolas, el espumillón, pelucas de colores y luces.

    –Gab, mueve el trasero y ayuda con las cajas. –Kitty me señaló y utilizó el dedo para apartarse los bucles pelirrojos de la tez tostada por el sol.

    –No, no y no. ¡El árbol! ¡La prioridad es el árbol! Trasplántalo en una maceta o adelantaremos el otoño y mañana estará pelado y sin hojas, Brie. –El gorro de lana provocaba que a mi padre le cayese el sudor por la frente.

    –¿Ves lo que intentan hacer? Es-ca-que-ar-se. No te dejes, Elle. –Adele se subió las gafas, que bien podrían haber

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