Los contratados y otros cuentos
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Los relatos intensos vuelven con la pluma del mismo autor de la saga de relatos cortos, El celular del diablo. El trastabillar de los seres humanos está en Yo vi quebrarse el huarango, que a veces concluye en feminicidios, y que al parecer esta sociedad convulsionada induce a algunas personas a caer en esos abismos.
Seres que regresan del más allá, o retornan a concluir un encargo para retirarse definitivamente de este mundo; de eso nos cuenta en La rosa negra; así como en La media noche de los fantasmas. Las experiencias del colegio en El punta de acero, los golpes de esta Lima que no deja de enseñarnos que vivimos en una ciudad caótica y peligrosa; allí nos encontramos en los personajes de ¡Que viva Collique carajo! La falta de empleo, el subempleo y el abuso laboral de esta sociedad y las empresas se dibuja con eterna vigencia en Los contratados.
Aun sentimos y recordamos la época del terrorismo con La hermana del terror. El amor en Leyendo hoja de coca en Vitarte; la inocencia provinciana y adolescente en ¡Al calabozo!; seres que creen que los cargos y el poder político es eterno, entonces Dioses de barro los retrata. La ficción no deja de sazonar este bufet de delicias literarias que los lleva a sentir e imaginar como en El regalo perdido de Metro.
Pedro López Ganvini
Pedro López Ganvini. Periodista, poeta, narrador y gestor cultural. Tiene varios libros publicados e incluido en numerosas antologías en habla hispana. Graduado en la Escuela de Escritura Creativa del Centro Cultural de la PUCP dirigido por Alonso Cueto e Iván Thays. Por travesuras director y productor de TV. Ha publicado en poesía: Concierto de Romance. Lima, 2002 (que reúne Cuando habla un corazón I (1984), y Cuando habla un corazón II (1988); Momentos eternos (1986), Señora mía (1987) y Transición (2000). Paralelo 69 (2000); Memorias de una rata (Fondo editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega. 2001), desórdenes (2002), En el enigma de tus ojos (2004), Tres poetas periodistas (Fondo Editorial UIGV 2003), y, Siluetas del tiempo La poesía en el departamento de Ancash Vol. I (2004), Señora mía (2006), Poesía Peruana Infantil: corazones niños (autores varios - 2007), Tintineos y capullos de vida (2011), Eco de voces que se llaman (2013), Los contratados (2014), El celular del diablo: Historias desde mi BlackBerry (2015), El celular del diablo 2: Historias desde mi Smartphone - La fiesta de las almas (2016), El celular del diablo 3 - Los zombis que cayeron del cielo (2017), Los contratados y otros cuentos (2017). También tiene a su cargo la plaqueta de poesía El rincón del loco. En narrativa, también tiene relatos, incluidos en numerosas publicaciones.
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5WaW. Fuerte esa primera historia del maltrato, no solo de estos tiempos. Así terminan en feminicidios... Cruda y fuerte la historia
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Los contratados y otros cuentos - Pedro López Ganvini
Los Contratados
y otros cuentos
por
Pedro López Ganvini
Smashwords Edition
Copyright © 2018 Pedro López Ganvini
ISBN:
Smashwords Edition, Notas de licencia
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Yo vi quebrarse el huarango
¡No! No podía creerlo. Era difícil creerlo. Allí estaba, en la cama, tullido y con los ojos hundidos en recuerdos, en resquicios de ilusión y esperanza confusa y, creo, perdida. Inundaba el ambiente, cual almizcle, el olor a medicinas. Vestido de bata color blanco sucio, por las tantas veces que se había lavado en el hospital, de seguro; como si de ver la muerte próxima estuvieran pálida. Pero sus ojos —subconscientemente— destellaban muerte como en otras personas he visto, en los que el carcinoma avanzado y terminal es propietario de ese terreno, en danza macabra y discreta a los ojos del mundo está, ¡siempre presente!
Lo miré. Él respondió. Me miró cuando ingresé al cuarto. Fue una ceremonia de miradas y segundos de silencios que decían millones de cosas que guardaban broncas y resentimientos, llevaban afectos y cariño tontamente guardado y reprimido. Un mundo se remeció en él, era cierto, físicamente era otro. Su fortaleza muscular era un angustiante recuerdo, de solo ver que había que darle de comer y asistirlo en sus necesidades fisiológicas: y todo se convirtió en necesidades. En sus ojos, tenuemente y ahora sumisos, avizoraban indulgencias, tristezas y resignación. El viaje en esta vida había llegado al paradero final, escuchaba la campana anunciando que el tren arribaba a la terminal. Sentí el remezón del piso al paso del inmenso furgón existencial.
Tomé sus manos que me traían sus últimos veranos con las energías guardadas para mí y con alguna fiesta de carnaval que recordaba. Besé su frente amplia y generosa, ahora tibia como el tiempo en la calle. Musitó mi nombre y dibujó en su rostro su más cálida y tierna sonrisa —para el engreído, a su manera—. Intentó hilar, en su quebrada voz, un diálogo breve, final y solo de relleno afectuoso en nuestras vidas y antes que nada, como dos seres humanos que se sentían inteligentes. Teníamos compañía en aquel mundillo del hospital. No imaginé, sin embargo, como suele suceder en estas circunstancias, el responso en el que don Eugenio elogió su labor de artesano y como persona, su jovialidad y picardía. El velorio, que algunos de sus hijos, no quisieron una vigilia católica con el coro, solemne y lacrimógeno y al que no pagaron, pero fingieron generosidad de última hora ante los ojos de los amigos y conocidos.
El roble y el huarango también se quiebran y arden en la hoguera de la vida y dan luz a plenitud. La memoria guarda sus altos y bajos y, a veces, eternamente los más tristes y amargos. Los buenos momentos son efímeros y, de allí, que hay que vivirlos intensamente. Si la otra vida existe, no lo sé, aunque él tercamente lo discutía y defendía estos últimos años; como cuando coincidíamos sobre la existencia de seres extraterrestres y nos enfrascábamos en conversaciones apasionadas, ante la creciente atención de algún acompañante circunstancial que absorto alucinaba a los alienígenas. Pero la vida y sus duros caminos fueron reiterado tema de conversa, conmigo o con los viejos amigos que lo visitaban al taller cada día o cada viernes: en verano, en otoño, en primavera o en las lindas lluvias invernales, con un Ducal en los labios —con las piernas cruzadas, con la elegancia de los señores viendo repicar las gotas en plena calle—.
Ante mi impotencia veía a mi padrastro maltratando a mi madre, cada vez que se le ocurría o cuando llegaba borracho. Yo le preguntaba a mi madre por qué aguantaba. Ella se resignaba y callaba o no me convencía con su argumento que tenían aires de sumisión, propio de machistas y tradicionales, arraigadas tras generaciones. A veces, hasta a mis hermanas que salían a defenderla, también las sonaba. A mi madre le daba como a hombre, hasta le reventó la cara ¡carajo! Estaba entonces con el rostro negro esos días y no salía de casa. Hacía pausa, respiraba profundamente conteniendo emociones revividas. A mí también me golpeó como a un hombre adulto, yo aún era niño, hasta con la reata del burro me chicoteó. ¡Nos sacaba la mierda!, enfatizaba si estaba con unos tragos encima. Descargaba cóleras con nosotros. Me fui guardando mi cólera y mi odio y cada día que no me vieran, golpeaba a puñetes y patadas los sacos de harina, granos y las pacas de chancaca que colgaban de los travesaños en la casa. Teníamos una tiendita y atrás se almacenaban cosas en las que yo practicaba mis golpes —entonces brillaban sus ojos, algo jalados, y daba un sonoro puñete en la palma de la otra mano. Así descargaba algo de cólera. Un día seré grande y ese desgraciado me las pagará, lo dije ante mi madre y mis