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Invocación de Eloísa
Invocación de Eloísa
Invocación de Eloísa
Libro electrónico151 páginas1 hora

Invocación de Eloísa

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Hay ciertas criaturas que tienen que dormir un sueño largo. El del olvido casi completo que las sana del desgaste, de las modas, de los epígonos que las invocan sin darles nada. Pero al final de ese reposo, pueden reencarnar en páginas que les hagan justicia. En estas páginas renace una criatura que traiciona sus avatares anteriores para permanecer
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074451108
Invocación de Eloísa
Autor

Gonzalo Lizardo

Gonzalo Lizardo nació en Fresnillo, Zacatecas en el año de 1965. Luego de estudiar ingeniería química, se dedicó a las artes gráficas y al periodismo, antes de concentrarse en la literatura. Ha publicado un libro de ensayo y cinco de ficción, entre ellos Jaque perpetuo (Era, 2005) y Corazón de mierda (Era, 2007). Fue becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca y del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Actualmente imparte un seminario sobre novela moderna en la Universidad Autónoma de Zacatecas, donde también coordina un proyecto de investigación sobre hermenéutica literaria.

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    Invocación de Eloísa - Gonzalo Lizardo

    niños.

    Uno

    Y como se florecen en vecindad de puentes, ríos y charcos donde las mozas lavan y enjuagan sus cuerpos, se dice que ellas son las del hechizo y que los hombres no, sólo por rareza: sólo cuando las ven a ellas, y acuden ahí, caen en hechizo.

    M. O. Mortenay

    Cuentos gnósticos

    Con resonante alegría, ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaah!, Eloísa llenó sus pulmones al emerger del río. Había permanecido cinco minutos bajo la superficie: lo sé porque yo mismo los estuve contando, segundo a segundo, latido a latido, burbuja a burbuja, hasta que ella saltó al exterior y yo me quedé sin aliento, mirando esos cabellos suyos, tan negros, mientras trazaban un arco en el aire, una ráfaga de rocío que chasqueó en su espalda como lo haría una culebra a la orilla de un manantial.

    Ni ella sabía que la espiábamos, ni imaginaba yo que aún ahora, después de tantos años, invocaría el candor con que me atreví a mirarla entonces. Ignorando nuestra presencia, ella se movía tan fresca, líquida y transparente como el mismo río que la bañaba: examinando con curiosidad su cuerpo, parecía preguntarse en qué momento había dejado de ser una niña, y se acariciaba el vientre con sus dedos marchitos por el agua, o sostenía sus pechos en la canasta de sus palmas como si fueran fruta fresca, lista para el mordisco. En cada gota que vestía su piel se reflejaba el paisaje entero, y con él los árboles, las enredaderas, las nubes, los zorzales y nosotros mismos, sus mirones.

    Con la nariz tapada se zambulló Eloísa en la poza más profunda. Entre los destellos del sol, las sombras de cobalto y las hojas secas que flotaban sobre la superficie, el arroyo hizo ondular su imagen como en un caleidoscopio, mostrándonos su espalda, sus pezones, su grupa y, para deleite nuestro, su pubis apenas velado por un tierno mechón de vello.

    Después de juguetear un buen rato entre los nenúfares, Eloísa nadó hacia la ribera, hasta la piedra donde había puesto su toalla y sus sandalias. Cómo olvidar esa imagen tan leve y aromática. Sentada sobre el fresco musgo, ella partió una acualaista en tres pedazos, extrajo su pulpa y la frotó para que espumara entre sus dedos. Uno de sus pies descansaba sobre la roca y el otro, adentro del líquido, se entretenía con un par de pececillos que besaban sus uñas, mientras ella se iba enjabonando la piel entera, pierna a pierna, pecho a pecho, poro a poro. Sus pezones se erizaban, como si presintieran nuestras pupilas, y seis lechosos arroyos fluían desde su cabellera, sobre sus costillas y sus costados, hasta desembocar jubilosos en el lago de su ombligo.

    Convertida en estatua de espuma jabonosa, Eloísa trepó a una saliente de piedra, sus tobillos impulsaron su brinco y el agua sin salpicar recibió su chapuzón, como si el río quisiera arroparla entre sus olas. Nosotros contuvimos la respiración, como si fuéramos a ahogarnos, hasta que el rostro de Eloísa salió a flote, como una isla manantial, como un barco herido a cañonazos, como una ballena sonrosada que flotara sin avanzar, arrojando su chorrito de agua al aire.

    Mientras el tibio sol cosquilleaba su indefenso y adorable vientre, se dejaron escuchar, muy apenas, las polifonías de un órgano que cantaba, al compás de la brisa, a coro con las campanas parroquiales, en contrapunto con los gorjeos de las torcazas o los falsetes de las calandrias. Entre el burbujeo de carpas y tilapias que nadaban en torno a Eloísa, surgió una mancha turbia y lechosa que se fue extendiendo sobre el espejo del río. Pero sólo yo la percibí, o eso lo pienso ahora que lo escribo, porque en aquel momento mis amigos nada dijeron, mirando con los ojos bien pelones y la bragueta bien hinchada, mientras nos zarandeábamos los tres encima de la barda, entre las ramas de aquella ceiba.

    –Nunca creí que fuera cierto pero, qué chingados, vaya que está linda la condenada –Héctor fue quien habló, sin la menor discreción… y el Diecinueve y yo lo regañamos casi a coro, con nuestra voz más baja:

    –Cállate, menso, ¿acaso quieres que ella nos descubra? Apenas lo dijimos una cristalina carcajada espantó a los sapos de los charcos, a las salamandras de sus cuevas, a los chapulines de los matorrales. Un alboroto de cuervos revoloteó entre los árboles y los colibríes dejaron de libar el néctar de los nardos y los gladiolos. A lo lejos, la música del órgano cerró los labios, se eclipsaron las campanas, enmudecieron de espanto las cacatúas y el viento.

    Sorprendidos y asustados, miramos hacia el río y sólo entonces Eloísa se manifestó en toda su grandeza, como una aparición destinada a grabarse para siempre en mis retinas: con su bronceado torso fuera del agua, y rodeada por una aureola de mosquitos y libélulas que resplandecían a contraluz, se me figuró una virgen pagana, ajena al pecado original, o una casta Venus, recién nacida entre la espuma. No podíamos creer la alegría con que nos saludó en ese momento, de verdad envanecida por nuestra descarada presencia:

    –¡Hola, muchachos! –nos dijo con su voz, tan sobrenatural y profana– ¿Qué hacen allá arriba? Vengan, acompáñenme, el agua está más rica que nunca, ¡qué bueno que vinieron, deveritas!

    Mientras me preguntaba para mis adentros cómo demonios debíamos responder a su invitación, el Diecinueve y Héctor desecharon de inmediato sus dudas: con un solo movimiento se descolgaron desde las ramas hasta el muro, y desde ahí bajaron entre las bugambilias y las coronas de Cristo, sin importarles los rasguños, los raspones ni el porrazo que les esperaba tres metros más abajo. Hasta me dieron pena cuando los vi corriendo hacia Eloísa, arrancándose en el trayecto la camisa y los zapatos.

    Más precavido o menos entusiasta, me persigné dos veces antes de abandonar la rama. Gateando sobre la cornisa recité un montón de jaculatorias, Ave María Purísima sin pecado concebida, hasta alcanzar una viga recargada sobre la pared, Oh María, Madre y Esperanza mía, y fui bajando por ella con todos los cuidados del mundo, Santa Esclava del Señor, líbrame del Infierno, hasta un matorral de truenos, belenes y helechos que amortiguó mi último salto.

    Cuando al fin salí de aquel enredijo vegetal, mis compañeros ya se habían encuerado y tanteaban el agua con el pie, mientras Eloísa se burlaba del bulto que hinchaba los calzones de mis amigos. Yo no hallaba qué hacer. No tenía ganas de mojarme, ni de seguir ahí, ni siquiera de escapar. La situación me resultaba forzada, vergonzosa o ridícula pero, por algún motivo que siempre me ha intrigado, en ningún momento me pareció mala o indecente. Tal vez algún aroma, disuelto entre los haces de luz que atravesaban el follaje, mantenía inmune mi alma ante cualquier moraleja.

    Mientras recuperaba el aliento me senté sobre una roca, junto a la toalla y las acualaistas, y los estuve observando como si fueran bichos raros que se cortejaran en un estanque. Mientras Héctor y el Diecinueve intentaban alcanzarla con sus brazadas torpes y su aguijón en celo, Eloísa frustraba su deseo, huyendo de ellos con habilidad de trucha, piruetas de salmón y astucia de sirena. Ahí como no queriendo, de vez en cuando echaba yo un reojo hacia el zaguán que comunicaba el jardín con la ex Hacienda, esa construcción de adobe y tejas coloradas que dormía muy mona la siesta, a medio camino entre la pulcritud y el deterioro. Tal vez a Eloísa no le importara, pero empezó a preocuparme que su papá despertara de pronto y pusiera el grito en el cielo al ver cómo tratábamos a su princesa, tan modosita y bien portada.

    Quién fuera a sospecharlo. Nunca supimos cómo se inició el rumor de que Eloísa, la fuereña de nuevo ingreso, se bañaba desnuda en el río; simplemente surgió de la nada, alentado por el misterio que rodeaba a su persona. En la secundaria nadie sabía de su familia ni cómo llegó a este pueblo, tan poco acostumbrado a las novedades o a los forasteros. A mitad del ciclo escolar apareció en el Colegio, causando envidias y devociones con su cabellera azabache, sus modales tan finos y su feroz indiferencia. Nuestras compañeras la detestaban por su falda tan corta o por sus ojos tan claros, por eso le inventaron un costal de chismes que sólo consiguieron azuzar nuestros instintos de machitos adolescentes. En consecuencia, se redoblaron los piropos y majaderías que Eloísa cosechaba a su paso, sin que ella le concediera a ninguno el menor gesto de amistad.

    Me causa pena todavía confesar que yo empecé con el mitote de ir a fisgonearla, animado por una sonrisa, furtiva pero cómplice, que me dedicó Eloísa una mañana, cuando entré a la capilla del colegio y la miré enjuagándose la cara en la pila de agua bendita. Por esos mismos días escuché que las monjas del colegio hablaban sobre ella y su padre, don Jerónimo. Supe que él era un artesano que vino del sur, contratado por el cura Encinas para restaurar el templo, y que vivía junto a su hija en la ex Hacienda: este caserón viejo, con fama de embrujado, por cuyos patios circulaba el río, luego de bajar corriendo y brincando y haciendo remolinos desde la sierra.

    Esos datos me fueron suficientes. Ansioso por mostrar que no era un persignado cualquiera y que tenía iniciativa para las maldades, una buena tarde pronuncié las palabras mágicas, a que no se atreven, y mis amigos no pudieron negarse a seguirme. Lo planeamos con cuidado por varios días. Incluso nos salimos en la madrugada y nos encaminamos a la ex Hacienda, para darle una vuelta a sus bardas y escoger el árbol más alto, con las ramas más firmes: aquel que mejor sirviera para treparnos y dar fe de esos rumores.

    La noche anterior a nuestra correría fue terrible: ni el Diecinueve ni yo pudimos dormir de puro nervio, y por la mañana, durante los honores patrios, Héctor se puso rojo de pena al mirar de lejos a Eloísa. La mera verdad, a esas alturas ya quería rajarme. La idea de verla sin ropa se me figuraba un sacrilegio: aunque Eloísa me gustó desde la primera vez que la vi, en cuanto yo soñaba desnuda a cualquier mujer, al instante siguiente dejaba de quererla. Estás pendejo –se burlaba Héctor–, para eso son las mujeres, mi buen: para encuerarlas y estropearles el maquillaje… a mí se me hace que te quieres rajar.

    Yo no me rajé, por supuesto, porque una cosa es soñarlas y otra verlas en vivo. O eso pensé luego, en el patio de la ex Hacienda, cuando el río empezó a borbotear y Eloísa fue emergiendo del agua poco a poco, primero la cabeza y luego el torso, enseguida el vientre y luego los muslos, ahora una pierna, ahora la otra hasta que su entera desnudez inundó mis pupilas. Conforme se me acercaba, el pellejo se me iba cubriendo con escalofríos, y el raciocinio de plano se me detuvo cuando ella se sentó a mi lado, con sus caderas bien pegaditas a las mías. Ni cómo confesar lo que sentí al mirarme en el espejo de sus ojos tornasoles, o cuando sus dedos se escurrieron, traviesos y fugaces, por debajo de mi camisa:

    –¿Y tú, mi niño? ¿No te vas a meter conmigo en el agua? ¿O será que le tienes miedo al río?

    –Miedo el que le tiene a las mujeres –alegó el Diecinueve, burlesco, mientras nadaba de muertito–, el pobre niño dice que es pecado bañarse en cueros, si hasta ha de ser mariquita.

    Sin pensarlo siquiera, yo agarré una acualaista y se la aventé, con tal puntería que se la hubiera sorrajado en la cabeza si no se hubiera agachado a tiempo. Eloísa aplaudió mi ocurrencia y aprovechando que ellos no la escuchaban, me susurró al oído su invitación:

    –Ándale mi niño, ven a bañarte conmigo: tú sígueme la corriente y te enseño a nadar como pececillo entre mis olas.

    –No-no, aho-ahora no –tartamudeé, nervioso ante esos pechitos suyos, tan esféricos, tan macizos–, yo-yo me-mejor me que-quedo aquí, vi-vi-viéndolos con caca-calma.

    Ella soltó la risa y yo me ruboricé al descubrir el doble sentido de mis torpes palabras. ¿Así eres de tierno siempre, pequeño?, quiso saber mientras me despeinaba el copete. Yo me encogí de hombros, ella se puso de pie y su cabellera se deslizó por encima de mi nuca mientras la curva de su vientre acariciaba como un terciopelo mi espalda. Durante un tibio segundo, el sonrosado bulto de su pubis se acurrucó sobre mi hombro derecho, y yo oculté la mirada para no mirar los ojos con que de seguro me envidiaron Héctor y el Diecinueve. Por eso vi muy apenas, de reojo, cómo los retaba Eloísa, con los brazos en alto y parada sobre la saliente de una roca:

    –A ver quién dura

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