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Donde Castilla se estrecha
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Libro electrónico261 páginas3 horas

Donde Castilla se estrecha

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La irrupción de Alicia hace que el aparentemente indeciso Alfredo culmine su tarea.

La Guerra Civil española dejó huellas en la mayoría de supervivientes. Estas se mantuvieron, a veces, a través de varias generaciones. En ocasiones, llegar a desentrañar algunos episodios de aquella época o posteriores puede resultar muy difícil. Este relato utiliza a Alfredo para recrear el pasado y presente de la vida de un pequeño pueblo de la meseta castellana.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 oct 2020
ISBN9788418310676
Donde Castilla se estrecha
Autor

José María Garat

José María Garat nació en Rosario (Uruguay) hace muchos años. Vive en Castelldefels (Barcelona) desde los últimos 45 años. Sus ancestros provienen del País Vasco francés, de Asturias y de Cataluña. Cuando salió de Uruguay en 1974, hacía casi un año que su país vivía bajo una dictadura militar. Por méritos profesionales consiguió una beca en Barcelona para ampliar su formación en Urología, especialidad médica que ejercía en la Universidad de la República, en Montevideo. Antes de finalizar su beca fue contratado en un prestigioso centro de la especialidad para crear y dirigir la Unidad de Urología Pediátrica. Completó su formación en dos stages de varios meses cada uno, en París y Filadelfia. Durante su ejercicio profesional fue autor del único, hasta la actualidad, Tratado de Urología Pediátrica en castellano (Salvat, 1978). Publicó más de doscientos artículos científicos y otros dos libros relacionados con su especialidad. Toda su vida hasido un ávido lector y ha escrito varios cuentos que nunca llegó a publicar. Su primera novela es Brujas y humo sobre el río, en la que recrea en ficción la historia uruguaya de los últimos setenta años.

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    Donde Castilla se estrecha - José María Garat

    Prólogo

    «Ancha es Castilla…». Aunque el dicho se emplea en otro sentido, nos ha servido para titular este trabajo. Pensamos, con temor a equivocarnos, que Castilla se estrecha en los pueblos pequeños. La mayoría marcaron su destino con la Guerra Civil, aunque en muchos no hubiera guerra en el sentido más habitual: batallas, bombardeos, muertos, prisioneros. Al quedar «atrapados» en el bando sublevado, no padecieron los efectos directos. Hubo menos muertos y de ellos nunca más se habló. Este manto de silencio ayudó para que estos pueblos, unos más, otros menos, se mantuvieran detenidos en el tiempo en todos los sentidos. El aislamiento aumentó las rencillas internas. Peleas pueblerinas más que ideológicas.

    El progreso llegó a cuentagotas a unos campos antes fértiles y ahora casi improductivos. La población se fue acostumbrando a no protestar y acatar las órdenes de viejos caciques y de la Iglesia. Los habitantes se sintieron cómodos cuando comenzaron a recibir subvenciones que los liberaban de trabajar de sol a sol.

    Alfredo Badía Pérez llega desde Barcelona y se detiene en un pueblo absolutamente ficticio. Indaga, sobre todo: historia, vida, pobladores y costumbres. Su carácter dubitativo y a la vez meticuloso le lleva a hacer una pormenorizada investigación sobre el pueblo, sus familias originarias y todos los hechos acaecidos en los últimos cien años. ¿Para qué?

    Aunque no fuera por casualidad que se detuviera allí, camino de Lugo, se ve envuelto en una serie de relatos que nos sirven para recrear la historia y vida de estos pueblos. Esto le aparta de un importante encargo que le realizara su madre.

    La aparición providencial y fortuita de Alicia, oriunda del pueblo, hace cambiar la situación. Le da el soporte anímico y sentimental para centrarse y culminar su misión.

    Nota del autor

    El pueblo y sus gentes son absolutamente imaginarios. No he querido ponerle un nombre ficticio y decidí referirme a él como «el pueblo». Lo mismo sucede con «la capital», que vendría a representar una capital de provincia cercana al pueblo.

    Ninguno de los personajes que menciono son reales ni guardan relación con personas que yo conociera. Todo es ficción, salvo las referencias a los hechos históricos.

    Capítulo 1.

    El pueblo

    Cuando Alfredo Badía detuvo su coche y se bajó, la polvareda que iba levantando le cayó encima. Como pudo se sacudió el polvo. Aunque la carretera estaba asfaltada, tenía baches y muy poca circulación. Era el único bar en muchos kilómetros y le apetecía una cerveza muy fría. A principios de junio no se veía gente por las calles a esa hora. Solo había fuera del bar tres mesas de metal de propaganda de una cerveza. Estaban casi recostadas a una pared, como para protegerse de un viento cálido molesto que soplaba a la tarde ese día y hacía suponer que con frecuencia en verano.

    Solo en el entorno de una mesa había sentados tres hombres entrados en años que apenas hablaban entre sí. Su indumentaria nos evocaba un pasado de campesinos. No bien Alfredo se sentó, mesa por medio, se quedaron mirándolo fijamente con curiosidad. Era muy probable que, en los últimos días, el suyo fuera el único coche que se detuviera viniendo por la carretera polvorienta. Sin embargo, había otros coches aparcados en las cercanías, que luego supo que eran de vecinos de aquel pequeño pueblo castellano casi deshabitado. Los pocos que tenían coche acostumbraban a moverse en él en lugar de andar cien o doscientos metros desde su casa. ¿Sería por pereza?, ¿les gustaría mostrarse como los más pudientes por ser propietarios de un vehículo?

    No había camarero. El hombre de detrás del mostrador ejercía todas las funciones. Se acercó displicente, sin curiosidad y le preguntó qué quería. No le trajo la cerveza fría que anhelaba, sino una a temperatura ambiente.

    —No me va muy bien el frigorífico.

    La intensidad con que le miraban los tres hombres sentados iba en aumento. Uno de ellos, quizás el mayor, se decidió a preguntarle.

    —Usted no es de aquí —y casi sin dejarle responder, le espetó—: ¿A dónde va?, ¿a qué?

    Cuando le dijo que venía de Barcelona y Zaragoza e iba camino a Lugo para ver a unos parientes, se animó la conversación.

    —Pero usted no es maño, ¿verdad? —Ante su respuesta afirmativa, se quedó un poco cortado, pero de inmediato retomó su interés en seguir hablando.

    Alfredo aprovechó para informarse con certeza de dónde estaba y otras cosas. Lo cierto es que después de una hora de conversación se convenció de que, efectivamente, le interesaba conocer cosas de ese pueblo y sus gentes.

    Les preguntó dónde se podía hospedar.

    —En el siguiente pueblo, a unos cuatro kilómetros, hay un hostal con tres habitaciones. Suelen estar desocupadas, a pesar de que son económicas. Al lado hay una fonda donde se come bien y barato.

    Dudó un instante, pagó y les dijo:

    —¿Qué les parece, si les viene bien, y nos vemos aquí mañana a eso de las once?

    Cuando volvía al coche, se dio cuenta de que no había dejado propina y volvió. El hombre del bar se sorprendió.

    —Muchas gracias.

    Al pasar por segunda vez, otro de los hombres le dijo:

    —Tenemos, si le interesa, muchas cosas que contarle de este pueblo. No es tan tranquilo como parece.

    Cenó temprano en una especie de taberna donde no despertó ninguna curiosidad. Antes se había asegurado de que tendría dónde dormir. Pese al cansancio del viaje, le costó conciliar el sueño. La habitación era modesta, pero limpia. Reinaba el silencio. Algún perro ladraba a lo lejos de vez en cuando.

    Le daba vueltas en la cabeza haber encontrado ese pueblo chato casi igual a varios que había pasado sin prestarles de masiada atención. Al día siguiente volvió al bar. Uno de los parroquianos habituales inició la conversación:

    —Verá, este es un pueblo triste y aburrido, como casi todos los de Castilla. Pero tiene su historia y sus cosas. Los únicos que hablamos del pueblo somos los hombres, las mujeres callan o se dedican al cotilleo.

    Esta afirmación no sería del todo certera.

    —Aquí no hay casas de indianos. Nadie se fue a hacer las Américas. El único que marchó del pueblo a finales del siglo pasado, quiero decir del XIX, fue un muchacho que se alistó para la guerra de Cuba. Murió allí a los pocos meses. Casi nada se supo de él. Antes vivía con un tío que tampoco sabía más que eso.

    —Este pueblo —contó el más joven, que parecía entrar en confianza— se vació cuando, después de la guerra, las familias comenzaron a irse para Madrid, Barcelona, Alemania o Suiza.

    —Llegó a tener casi mil habitantes —balbuceó el tercer hombre—, o eso dicen. Ahora no llegamos ni a ciento cincuenta. Dentro de pocos días y, sobre todo, el mes que viene seremos el doble cuando empiecen a venir los veraneantes. Entonces sí que se pone animado.

    —¿Saben algo del origen de este pueblo? —preguntó Alfredo a los tres hombres.

    Los tres contestaron casi al unísono.

    —Nosotros somos viejos campesinos, gente poco leída.

    Entonces se acercó el hombre del bar y quiso participar de la conversación. Era un tipo fornido, de unos cincuenta años y con una mirada aburrida. Alfredo se sorprendió por su espontanea intervención. A pesar de su aire displicente, dio muestras de que la conversación con el forastero comenzaba a interesarle.

    —Estas tierras eran de los duques de Alba, según tengo entendido. Por aquí casi todo tiene el nombre de Alba, aunque no conozco a nadie que les haya tenido que pagar un tributo.

    Rieron los cinco. El hombre volvió a tomar la palabra.

    —Dicen que aquí ya había gente desde la edad de piedra, pero en la escuela enseñan que el pueblo se fundó por el mil doscientos. No sé si es cierto. ¿Qué le parece?, casi nada de historia tenemos. No sé para qué nos sirve si estamos como estamos.

    —También dicen que, por estar en la meseta, aunque no lo parezca, el pueblo está como a setecientos metros de altura sobre el mar. Imagínese las cosas que habrán pasado aquí y que nadie recuerda bien. No ha habido ninguna persona que se interesara por investigar y escribir. Sería bonito.

    El más viejo terció:

    —Hace unos años la alcaldesa creo que quiso que se escribiera un libro o algo así, pero me parece que quedó en nada. Se habrán embolsado el dinero de la subvención. Porque aquí prácticamente vivimos de las subvenciones. Casi se acabó la agricultura, vinieron los molinos para la electricidad, los pinos para reforestar y nadie a labrar los campos, salvo unos pocos que hacen como si trabajan.

    Entonces el más joven intervino:

    —Antes se plantaba trigo, maíz, cebada, girasol. Se criaban cerdos en la dehesa, porque todo esto estaba repleto de encinas. Ahora quedan unas pocas en la parcela municipal. Dan muy buena sombra.

    Se empeñaban en ser amables con el forastero y le seguían dando información general, intentando retenerlo.

    Pagó dos cervezas y dos refrescos y les dijo:

    —Iré a dar una vuelta por el pueblo para conocerlo.

    —Si quiere, le acompañamos.

    —Estás loco, a esta hora y a nuestra edad igual nos da algo. Pero vuelva por aquí a tomar café.

    Alfredo pensó: «¿Dónde podré comer?», pero no le interesó mucho, se puso una gorra y se echó a andar sin rumbo fijo. El pueblo era más bien llano, con ligeras ondulaciones. Solo había una calle asfaltada. Las casas eran rústicas, bajas y casi todas de piedra y adobe, con portalones de madera buena. El adobe estaba pintado a la cal. No estaban bien alineadas. Eso era lo antiguo. Lo «moderno» era de mal gusto casi sin excepciones. Ladrillos sin revocar puestos de cualquier manera y rejas nuevas que no pegaban con el resto. Algunas pocas casas conservaban los tejados de pizarra. La mayoría habían sido sustituidos por tejas. Algunas viviendas nuevas estaban pintadas de color claro y lucían persianas de plástico. No había una cuadrícula, lo que demostraba la antigüedad del trazado urbano.

    Alfredo dio tres veces la misma vuelta porque no se orientaba. «Parece mentira que me pierda en un pueblo pequeño como este», se dijo. El edificio más destacado era la iglesia. Tenía una espadaña de piedra, como el resto del edificio. Evidenciaba haber sido restaurada recientemente. Sobre todo, lucía un perfecto tejado de pizarra de reciente construcción. El conjunto parecía armónico y el toque agradable lo daba un nido de cigüeñas con una pareja que seguramente criaba polluelos.

    A Alfredo le llamó la atención que en casi dos horas andando solo se cruzó con tres personas. Eran tres mujeres muy similares, de unos setenta y pico, delgadas y serias. Dos iban de luto y la otra con una bata y zapatillas de andar por casa. Las tres le saludaron y, por supuesto, se giraron para mirarle bien.

    —¿Qué andará haciendo este en el pueblo? —comentaron las tres—. ¿Será un inspector de algo?

    A las dos horas de andar sin rumbo se dio cuenta de que debía comer. No había ni un solo comercio en todo el pueblo. Decidió coger el coche e ir al lugar conocido: su taberna. Volvió al bar para la hora del café.

    —¿Qué le pareció el pueblo? Aquel edificio es el ayuntamiento.

    Era un edificio relativamente nuevo, también de mal gusto, pero importante.

    —No tenemos ambulatorio y ni siquiera cuartelillo de la Guardia Civil. El médico viene tres días a la semana. ¿Le parece que necesitábamos un ayuntamiento tan grande? Si no fuera por los veraneantes, esto se muere.

    Tomaron café los cuatro más el hombre del bar, que tomó un carajillo. Cuando fue a pagar, le dijeron en coro:

    —A partir de la próxima pagaremos una vuelta cada uno, como es la costumbre.

    Pagó y se despidió hasta mañana, decidido a explorar los alrededores. Hacía mucho calor y el viento seco había amainado.

    Alfredo no conocía los caminos vecinales. No obstante, se dirigió por uno hasta algo que sobresalía. Parecía una pequeña loma. Allí se detuvo. Desde ese punto, el pueblo parecía más bonito. Se puso a caminar y seguir observando. Había algunos campos plantados de forraje, otros con trigo ya cosechado, todo en pequeñas parcelas. Más lejos, los pinares, y más allá una dehesa muy agradable con encinas. Estaba deshabitada. Entre parcelas observó un hombre conduciendo un gran tractor seminuevo. Apenas le correspondió el saludo que le hizo con el brazo. Más lejos se divisaba una hondonada con vegetación tan frondosa que destacaba.

    —Allí debe haber un arroyuelo o un manantial.

    Volvió a montarse en el coche y, buscando camino, consiguió acercarse. Era un lugar muy agradable, pero de difícil acceso. Efectivamente, había un arroyuelo serpenteante. Comenzó a caminar por una vereda a su orilla hasta un lugar en que se ensanchaba simulando una laguna. «¿De dónde provendrá esta agua?».

    De pronto, se sorprendió al ver dos bicicletas recostadas a un árbol. Enseguida identificó a sus propietarios, dos muchachones de entre catorce y dieciséis años que pescaban. Se acercó y les hizo la típica pregunta:

    —¿Qué tal va la pesca?

    —A esta hora aún los peces pican poco, pero si tenemos paciencia, al atardecer mejora.

    «Pescar es paciencia», pensó Alfredo. Allí el ambiente ayudaba. Había sombra y el frescor que daba el agua invitaba a tomárselo con calma.

    Estuvo tentado de hacerles algunas preguntas, pero ellos no le dieron mucho pie y siguió caminando hasta que comenzaba a ponerse el sol.

    Había hecho una primera visita de reconocimiento en superficie de aquel pueblo que lo inquietaba.

    Decidió volver a la fonda del pueblo vecino. Cuando pasó cerca del bar, vio que los tres parroquianos habituales estaban en su puesto.

    Le costó conciliar el sueño, a pesar de que solo se oían los perros lejanos. Su cabeza daba vueltas y le remolinaban un conjunto de sensaciones extrañas.

    Capítulo 2.

    Aquí no hubo guerra

    En los días sucesivos, Alfredo se dedicó a recopilar información del pueblo desde antes de la Guerra Civil. No conocía más que a los hombres del bar. Decidió volver allí.

    —Nosotros éramos niños y no tenemos recuerdos propios. Menos de antes de la guerra, nadie nunca nos contó nada y nosotros somos poco leídos.

    El más viejo agregó:

    —Aquí, en realidad, no hubo guerra. Franco se rebeló creo que en el 36 y nosotros quedamos dentro del bando nacional. No lo elegimos. En el pueblo o en sus cercanías no hubo ninguna batalla, ni heridos, ni desastres.

    El tercer hombre quiso intervenir:

    —La gran mayoría estuvo de acuerdo con el levantamiento para salvar a España del comunismo. Solo unos pocos rojos protestaron, pero creo que rápidamente «desaparecieron», estaban ya fichados.

    —¿Qué quiere decir con esto? —preguntó Alfredo muy interesado.

    —Sí, eran cuatro, muy amigos entre ellos. Los apresó el pueblo antes de que huyeran y el recién llegado jefe del Movimiento los ajustició. Don Jesús Castro y dos más los fusilaron en pleno pueblo, según cuentan. Don Jesús, que tenía menos de veinte años, fue el que los ejecutó, el que dio la orden de disparar. Los otros hicieron fuego y los derribaron. Don Jesús los remató con un tiro en la cabeza. Alfredo se puso nervioso.

    —¿Y no participó nadie del ejército sublevado o de la Guardia Civil?

    —No, esos estaban muy ocupados en la guerra. Creo que esto fue al inicio y las cosas estaban muy difíciles.

    —¿Y el resto del pueblo aprobó estos fusilamientos sin juicio?

    —Claro, todos sabían quiénes eran los rojos y el peligro que representaban para el pueblo y para la patria.

    —¿Y sus familias?

    —Tenían poca. Supongo que estarían afligidas y con miedo. Desaparecieron del pueblo y nunca más se supo de ellos.

    Alfredo suspiró y meditó la siguiente pregunta, que más bien fue una afirmación.

    —Supongo que los que participaron en la ejecución ya estarán todos muertos.

    El hombre mayor se acomodó en la silla para responder.

    —Qué va. Don Jesús va a cumplir los cien años y, a pesar de que está casi ciego y no puede andar, vive con un sobrino y una hija en su casa y dice que nos va a enterrar a todos.

    —En realidad, sigue siendo el cacique del pueblo. No sale ni habla con nadie y hasta hace menos de veinte años fue el jefe absoluto del pueblo. Nada se hacía sin su aprobación. Ejercía el poder legislativo, el judicial y, sobre todo, el ejecutivo. Es un verdadero patriarca, quiero decir, un patriota de los de antes.

    Alfredo cada vez mostraba más interés en lo que le contaban los tres hombres, que, evidentemente, admiraban a don Jesús. Se contuvo en seguir preguntándoles para no abrumarlos o que se pensaran que era un policía de paisano o algo así. Decidió tomarse unos días para intentar saber un poco más. Lugo podía esperar. Al fin y al cabo, estaba de vacaciones.

    Alfredo, de unos cuarenta y cinco años, era un ingeniero técnico que trabajaba en la fábrica SEAT de Barcelona. Tenía un buen cargo y ya llevaba quince años de antigüedad. Estaba divorciado desde hacía cuatro años y no tenía

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