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Marea de fervor
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Libro electrónico112 páginas1 hora

Marea de fervor

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Cuentos policiales, costumbristas o fantásticos componen esta colección de placeres variados. Pablo S. Laborde, el viejo investigador, y su sobrino narrador son el hilo que enlaza este volumen con los anteriores libros de relatos, al volver a aparecer en "Uno en dos" y "El crimen de don Magín Casanovas". La pintura mordaz de la alta sociedad porteña, en "La Doradilla", alterna tintes ligeros y sombríos donde se mezclan las apuestas, la pasión por las yeguas, una visión patrimonial de las mujeres, un ambiente de snobismo deportivo extremo, las prácticas contrabandistas y los excesos de la bebida. Por momentos prevalece el humor, como en esa sátira de un inescrupuloso alemán, quizá científico, que promete al Conductor convertir al país en una potencia nuclear ("Varidio"); o en el caso de la magnificación de los entusiasmos patrios por la exhibición de símbolos de tamaño creciente ("Marea de fervor"); o en un imposible regreso al Centro en un tren suburbano ("Locomotoras y vagones").
En Marea de fervor, publicado en 1967, también el misterio aparece de modo sorprendente en medio de la rutina cotidiana, y Peyrou logra cuentos memorables, de los mejores en ese registro fantástico, en "Pudo haberme ocurrido" y "La fiesta".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 feb 2021
ISBN9789875996533
Marea de fervor

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    Marea de fervor - Manuel Peyrou

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    manuel peyrou

    marea de

    fervor

    Edición al cuidado de Héctor M. Monacci

    © de foto de tapa, Raúl Shakespear

    © de dibujo en solapa, Gentileza Sucesión Hermenegildo Sábat

    © de diseño de tapa, Osvaldo Gallese

    © 2020. Libros del Zorzal

    Buenos Aires, Argentina

    www.delzorzal.com

    Comentarios y sugerencias:

    info@delzorzal.com.ar

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

    Impreso en Argentina / Printed in Argentina

    Hecho el depósito que marca la ley 11723

    Índice

    Uno en dos | 5

    El crimen de don Magín Casanovas | 21

    La Doradilla | 34

    Pudo haberme ocurrido | 51

    Locomotoras y vagones | 59

    Varidio | 68

    La fiesta | 85

    Marea de fervor | 94

    Uno en dos

    –Como el individuo quería matar un hombre, decidió matar dos –dijo mi padrino, don Pablo S. Laborde, observándome con sus ojos pequeños, brillantes de malicia. Era un hombre más bien bajo y muy robusto, de sesenta años en esa época; usaba trajes de un género áspero, peludo, que siempre le quedaban holgados, y que yo imaginaba comprados en el campo, porque la ropa de mis parientes de la ciudad era bien cortada y de tela fina. Su rostro era amplio y tostado por el sol, la frente, despejada; en sus labios finos, entre las dos guías pobladas y amarillentas de un bigote caído, colgaba por lo general un cigarrillo apagado.

    –Si alguien quiere matar un hombre no necesita matar dos –objeté–. Le basta matar a su hombre.

    –En este caso, no –insistió con su habitual sonrisa burlona–; en este caso para matar uno había necesariamente que matar dos.

    Así empezó el cuento aquella tarde en la confitería Récord, en la calle Santa Fe. Yo había llegado bastante orgulloso por mi primer examen en la Facultad de Derecho, pero cuando mi padrino empezó a hablar me olvidé de todo. El cuento empezó con la referencia a los hermanos Ortega, dos mellizos que mucho antes de haber yo nacido habían heredado una farmacia tradicional en el barrio. Eran idénticos y caminaban del mismo modo, con paso de pato; echaban alternada y simultáneamente cada uno de sus brazos hacia atrás, como si quisieran despejar el aire y ayudarse en la marcha. Eran idénticos, pero se los distinguía fácilmente en la calle por la vestimenta. Serafín Ortega era muy cuidadoso en el vestir y gastaba una cantidad de dinero en trajes ingleses y en camisas de seda; Carlos, en cambio, quizá por avaricia, andaba siempre con un traje de confección. Pero había un momento en que era imposible distinguirlos y era cuando estaban en la farmacia, atendiendo el despacho de recetas y específicos. Para esas funciones y por el prestigio del negocio usaban delantales blancos almidonados y nadie sabía si el que le vendía pastillas de goma o sal inglesa era Carlos o Serafín.

    Los años pasaban y los dos hermanos mantenían una vida rutinaria. A las siete de la tarde cerraban la farmacia y caminaban con idéntico paso y braceo, con idénticas narices pequeñas en los rostros pálidos y alargados, con idénticos ojillos claros, inexpresivos. Entraban en el antiguo bar y confitería Récord, tomaban un cóctel cada uno y volvían a la farmacia, pues vivían allí mismo, en dos piezas situadas detrás del laboratorio. Dije que eran distintos en la vestimenta, pero también lo eran en otro aspecto. Serafín era un Don Juan, apasionado y audaz; su hermano era tímido, y parecía indiferente a las mujeres. A veces –se decía– se habían producido en la farmacia situaciones curiosas, pues algunas damas pretendidas o conquistadas por Serafín habían confundido a Carlos con aquél.

    Los años pasaron y el negocio entró en un período de decadencia. Además, enfrente de la farmacia de los dos hermanos se instaló otra, moderna, con mucho capital, que rebajó los precios y acaparó en pocos meses casi toda la clientela del barrio. Serafín era hombre decidido y convenció a su hermano que vendieran el local, que valía mucho, repartieran el producto, y se fuera cada uno por su lado. Así lo hicieron y Serafín entró en especulaciones con ventas de casas y terrenos que lo convirtieron en millonario. Carlos, ahorrativo y prudente, colocó su dinero en hipoteca y se dedicó a una vida tranquila. Serafín, pues, se convirtió en potentado y pudo decir que le iba bien en la vida, aunque mi padrino, afecto al estilo paradojal, opinó en cierta ocasión que le iba demasiado bien.

    –No creo que a nadie le vaya demasiado bien –repuse con ingenuidad.

    –No seas tozudo y tratá de entenderme –dijo mi padrino–. Le fue demasiado bien porque la fortuna desarrolló sus malas condiciones y sus vicios. Se hizo jugador de carreras y no había dinero que le alcanzara. De modo que una vez que entró en la pendiente…

    Don Pablo había pasado su juventud en el campo, trabajando en la categoría de capataz y también de administrador de estancia. Había aprendido así la ciencia de los rastreadores, que en las vastas extensiones de América saben buscar un animal perdido y encontrarlo. Profetizaba sin equivocarse el estado del tiempo y en las noches oscuras conocía la identidad de los animales por el estilo y el tono de su marcha. Así solía decir, ante un galope lejano y desconocido para los demás: Ahí viene don Odilón con su cebruno claro. Ese caballito es resistente; o si no: Ese es don Andrés, con su tordillo. Se ha demorado tomando unas copas.

    En la época en que empieza este relato vivía en la capital, administrando los bienes de sus parientes. Aquella tarde de invierno el aire estaba, como decía don Pablo, más fino que aguja de bordar, y justo en el instante en que había decidido quedarse en su casa, para evitar un posible resfrío, sonó el timbre de la puerta de calle. Era un sargento de policía, retacón, morocho, que se detuvo en el zaguán con los pies en escuadra; saludó a mi padrino con respeto y le dijo que el comisario Pastor Moreira quería verlo con apuro. Misterio tenemos, se dijo don Pablo, porque siempre don Pastor lo consultaba cuando se le presentaba algún caso difícil. Dijo al sargento que iría después del almuerzo. Bien abrigado, salió de su casa a las tres de la tarde y se encaminó a la comisaría. Entró en el despacho del comisario, donde tantas veces, en los últimos veinte años, había estado de visita. La pieza era amplia, con dos ventanas a la calle, por donde entraba el sol. Siempre don Pastor se incorporaba al verlo llegar, y se adelantaba a recibirlo con su eterno olor a peluquería. Su rostro ancho y pálido estaba coronado por un cabello negro brillante, cuidadosamente peinado; un bigote renegrido, fino, de cortas guías ascendentes, inconmovibles gracias al cosmético, decoraba su rostro. Vestía de negro, como siempre, con su impecable chaleco blanco de piqué y un cuello duro de puntas redondas.

    –¿Cómo le va, don Pablo? –preguntó el comisario.

    –Bien, gracias –repuso mi padrino, mientras don Pastor diligentemente acercaba una silla a su escritorio y se la ofrecía–. ¿Y usted?

    –Bien, gracias, pero…

    Mi padrino extrajo del bolsillo la bolsita del tabaco y el libro de papel de arroz y empezó a armar un cigarrillo. Cuando logró formar un cilindro perfecto, pegó el papel con saliva y se incorporó a medias para aceptar el fósforo que cortésmente le ofrecía el comisario a través del escritorio.

    –Pero anda en problemas… –dijo.

    –Por eso lo llamé –repuso el comisario–. Aparte del gusto de verlo.

    Eran otros tiempos, cuando la gente era siempre atenta y ceremoniosa. Mi padrino contestó:

    –Gracias. El gusto es mío.

    –Bueno. El caso es que esta mañana mataron de dos balazos a Serafín Ortega y…

    –¿Qué me dice? –exclamó don Pablo Laborde, con asombro cortés–. ¿Y no hay indicios de quién pueda ser el matador?

    –Hay tres sospechosos, que perdieron dinero con las maniobras de Ortega y lo amenazaron de muerte. Usted sabe, Ortega era un genio para engañar a la gente.

    –Sí –apoyó don Pablo en tono sentencioso–. Uno de esos hombres capaces de encontrar algo antes de que se pierda.

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